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En El Día de la Independencia, Richard Ford recupera a Frank Bascombe, protagonista de El periodista deportivo. Es el verano de 1988, Frank sigue viviendo en Haddam, Nueva Jersey, pero ahora se dedica al negocio inmobiliario y, tras el divorcio, mantiene una relación sentimental con otra mujer, Sally. Mientras busca una casa para unos insoportables clientes, Frank aguarda ilusionado la llegada del fin de semana del 4 de julio, Día de la Independencia, que va a pasar en compañía de Paul, su conflictivo hijo adolescente. Ford retoma a su antihéroe y lo lanza a una nueva aventura cotidiana, en la que se entremezclan desolación, melancolía, humor y esperanza.

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Información

Año
2006
ISBN
9788433938626
Categoría
Literatura

1

En Haddam, el verano baña las calles suavizadas por los árboles como un bálsamo extendido por un dios negligente, lánguido, y el mundo marcha al ritmo de sus propios himnos misteriosos. El césped húmedo descansa a la sombra en las primeras horas de la mañana. Fuera, en la tranquilidad matinal de Cleveland Street, oigo los pasos de un solitario corredor que pasa y desciende la cuesta en dirección a Taft Lane y el Choir College, para correr en el césped húmedo. En la parte de los negros, los hombres, sentados en los porches, con las perneras de los pantalones enrolladas por encima de los calcetines, toman café en el creciente y placentero calor. Los cursos de mejora de la vida conyugal (de cuatro a seis) acaban de dejar salir del instituto a los participantes, de ojos soñolientos y aturdidos, que parecen deseosos de volverse a la cama. Mientras, en el campo de fútbol del parque, la banda de nuestra universidad inicia uno de sus dos ensayos diarios para el desfile del 4 de Julio, Día de la Independencia: ¡Bum-Haddam, bum-Haddam, bum-bum-ba-bum! ¡Haddam-Haddam, allá vamos! ¡Bum-bum-ba-bum!
En algún lugar, a orillas del mar, el cielo, lo sé, está brumoso. El calor aprieta, y un olor metálico me entra por las fosas nasales. Las primeras nubes de una tormenta de verano ya se insinúan en el horizonte montañoso, y hace más calor donde viven ellos que donde vivimos nosotros. A lo lejos, en las vías del tren, la brisa permite oír al Merchants’ special, de la red Amtrak, que pasa lanzado en dirección a Filadelfia. Y, gracias a esa misma brisa, un aroma a sal marina, que llega desde kilómetros y kilómetros de distancia, se mezcla con el confuso perfume de los rododendros y las últimas azaleas que plantan cara al verano.
Pero en mi calle, en la primera manzana de casas sombreadas de Cleveland Street, reina un agradable silencio. Una manzana más allá, alguien hace botar pacientemente un balón en el camino de entrada de su casa: ¡pum...!, luego una respiración... luego una risa, una tos.
–Muy bien, así es.
Nada suena demasiado alto.
Delante de casa de los Zumbro, dos puertas más allá, los obreros de la brigada de vías y obras terminan un pitillo antes de arrancar sus máquinas y volver a levantar polvo. Este verano estamos reparando el asfalto, instalando nuevo alcantarillado, replantando el césped de los parterres que dividen las calzadas, arreglando los bordillos, con los dólares que pagamos orgullosamente como impuestos; los trabajadores, todos de Cabo Verde y Honduras, vienen desde las ciudades más pobres que tenemos al norte. Sergeantsville y Little York. Están sentados en silencio, con la mirada fija, al lado de sus excavadoras, apisonadoras y compresores amarillos, con sus lustrosos coches particulares –Camaros y Chevrolets de suspensión bajísima– aparcados en la esquina, lejos del polvo y donde habrá sombra más tarde.
Y, de pronto, el carillón de St. Leo the Great empieza: dong, dong, dong, dong, dong, dong, y sigue una alegre y agradable amonestación matinal del propio Wesley, padre del metodismo:
–¡Despertaos, los que seréis salvados, despertaos, que sea purificada vuestra alma!
Sin embargo, aquí no todo es exactamente trigo limpio, a pesar de tan halagüeñas apariencias. (¿Cuándo es algo exactamente trigo limpio?)
Yo mismo, Frank Bascombe, fui agredido en Coolidge Street, a una manzana de casa, a finales de abril, cuando volvía caminando después de terminar mi jornada en nuestra agencia inmobiliaria, a la caída de la tarde, con una sensación del deber cumplido aligerando mis pasos; confiaba en llegar a tiempo para las noticias de la tarde y llevaba bajo el brazo una botella de Roederer –regalo de un cliente agradecido a quien le había vendido la casa–. Tres jóvenes, uno de los cuales me pareció conocido –un asiático–, aunque no pude identificarlo posteriormente, pasaron zigzagueando como flechas por la acera en sus minimotos, me pegaron en la cabeza con una botella gigante de Pepsi y se alejaron dando fuertes gritos. No me robaron ni me rompieron nada, aunque caí noqueado al suelo y estuve sentado en la hierba durante diez minutos, sin que nadie se fijara en mí, mientras todo daba vueltas.
Más tarde, a primeros de mayo, la casa de los Zumbro y otra más fueron desvalijadas dos veces la misma semana (olvidaron algunas cosas la primera vez y volvieron por ellas).
Y luego, para nuestra consternación, Clair Devane, la única agente negra de nuestra agencia, una mujer con la que mantuve unas «relaciones» breves pero intensas hace dos años, fue asesinada en mayo dentro de un bloque de pisos de propiedad horizontal que estaba enseñando en Great Woods Road, cerca de Highstown: atada, violada y apuñalada. No dejaron ninguna pista, sólo un papelito rosa de los que se usan para tomar notas que estaba en el parqué del recibidor, donde la propia Clair había escrito a mano: «Familia de luteranos. Empieza a buscar. Entre 90 y 100. 15 h. Llevar la llave. Cena con Eddie.» Eddie era su novio.
Además, la caída del valor de la propiedad inmobiliaria planea ahora entre los árboles como una neblina inodora e incolora, y queda en suspenso en el quieto aire que respiramos todos, como si nuestras recientes adquisiciones –los nuevos coches patrulla para la policía, los nuevos pasos de peatones, la poda de los árboles, los cables eléctricos bajo tierra, la reforma del quiosco para la música, los planes para el desfile del 4 de Julio– se hubieran hecho en el terreno cívico para que olvidemos lo que nos preocupa, para convencernos de que nuestras preocupaciones no son tales, o por lo menos no son sólo nuestras sino de todos –de nadie–, ya que mantener el rumbo, aguantar el tipo, sobreponerse a la naturaleza cíclica de las circunstancias, es lo que constituye la esencia de este país, y pensar de otro modo supondría hacer que el optimismo se batiera en retirada, mostrarse paranoico y necesitar un caro «tratamiento» en un lugar discreto.
Y desde un punto de vista práctico, aun teniendo en cuenta que un suceso raramente origina otro de un modo directo, debe de significar algo para una ciudad, para el esprit local, que caiga el valor de sus propiedades inmobiliarias en el mercado. (¿Si no, por qué iban a servir los precios de los bienes raíces como uno de los indicadores del bienestar nacional?) Si, por ejemplo, empezaran a caer en picado las acciones de una próspera fábrica de briquetas de carbón, la empresa reaccionaría lo más rápidamente posible. Su «gente» se quedaría en la oficina una hora extra después de la hora de salida (a no ser que los echaran de inmediato); los hombres volverían a casa más agotados de lo normal, sin llevar flores, se quedarían más tiempo en las horas malvas del anochecer mirando las ramas de los árboles que necesitan una poda, hablarían con menos cariño a sus hijos, tomarían una copa de más antes de cenar solos con su mujer, luego se despertarían inusualmente a las cuatro de la madrugada sin muchas cosas, aunque ninguna buena, en la cabeza. Sólo inquietud.
Y así van las cosas en Haddam, donde por todas partes, y a pesar de nuestra inercial estival, hay una nueva sensación de que existe un mundo salvaje justo en los límites de nuestro territorio, una aprensión entre nuestros residentes a la que creo que nunca se llegarán a acostumbrar y con la que morirán.
Un hecho triste, claro, de la vida de los adultos es que uno ve cosas a las que nunca se adaptará que le apuntan desde el horizonte. Uno las ve como los problemas que son, uno se preocupa tremendamente por ellas, hace previsiones, toma precauciones, realiza ajustes; se dice a sí mismo que cambiará el modo en que hace las cosas. Pero no lo hace. No puede. En cierto modo, ya es demasiado tarde. A lo mejor incluso es peor: a lo mejor lo que se ve acercarse desde lejos no es lo auténtico, lo que asusta, sino sus repercusiones. Y lo que uno teme que ocurra ya ha ocurrido. Es algo parecido a darse cuenta de que todos los grandes avances recientes de las ciencias médicas no nos serán de ninguna utilidad, aunque nos alegremos de ellos, esperemos que tengan a punto una vacuna a tiempo y pensemos que las cosas todavía podrían mejorar. Pero también es demasiado tarde. Y así se desarrolla nuestra vida antes de que nos demos cuenta de ello. Y se nos escapa. Ya lo dijo el poeta: «El modo como se nos escapan nuestras vidas es la vida.»
Esta mañana me he levantado temprano, y en mi despacho del piso de arriba recorro una oferta registrada como «Exclusiva» que llegó ayer por la tarde, cuando cerrábamos, y para la que quizá cuente ya con compradores a última hora de hoy. Las ofertas muchas veces aparecen de modo inesperado, providencial: el dueño se mete unos cuantos Manhattan entre pecho y espalda, da una vuelta por el jardín al caer la tarde para recoger los papeles que han volado de la basura de los vecinos, rastrilla las últimas hojas mojadas y fértiles del invierno de debajo de la forsitia donde está enterrado su viejo dálmata, Pepper, realiza una atenta inspección de las coníferas que plantaron él y su mujer como seto cuando estaban recién casados, hace mucho tiempo, da un paseo nostálgico por las habitaciones que ha pintado y los cuartos de baño cuyas juntas ha rellenado con lechada después de la medianoche; mientras se pasea se toma un par de combinados más, y de repente, siente una punzada en el corazón y se esfuerza por reprimir las lágrimas que acuden a sus ojos al pensar en la vida que hubiera podido llevar y que hace tiempo que perdió, unas lágrimas que todos (si es que nos importa seguir vivos) deberíamos dejar correr... Y ¡zas!: a los dos minutos está al teléfono, interrumpiendo la sosegada cena en casa de un agente inmobiliario, y diez minutos después el paso está dado. Es un progreso, en cierto sentido. (Por una dichosa coincidencia, unos clientes míos, los Markham, llegarán en coche de Vermont esta misma tarde, y es concebible que complete el circuito –desde que la casa se pone a la venta hasta que se vende– en un solo día. El récord, que no es mío, son cuatro minutos.)
Mi otra obligación de esta mañana a primera hora consiste en escribir el editorial del boletín mensual de nuestra agencia, Comprador/Vendedor (se manda gratis a todos los propietarios de casas que figuran en el registro de contribuyentes de Haddam). Este mes expongo mis ideas sobre la posible caída de los precios de los bienes raíces debido a la proximidad de la convención republicana, cuando el nada apasionante gobernador Dukakis, genio instigador del siniestro «milagro de Massachusetts», se llevará la palma, para correr en pos de la victoria en noviembre; es lo que espero, aunque la perspectiva paraliza de miedo a la mayor parte de los dueños de propiedades de Haddam, pues casi todos son republicanos y adoran a Reagan como los católicos adoran al Papa, aunque sienten desasosiego ante el espectáculo, más propio de un payaso, que ofrece el vicepresidente Bush, su probable nuevo líder. Mi argumentación parte de la famosa frase de Emerson, en «Confianza en sí mismo»: «Ser grande es ser incomprendido», en torno a la cual desarrollo la tesis que asegura que el gobernador Dukakis tiene en mente más «medidas en favor de los desfavorecidos» de lo que cree la mayoría de los votantes; que la inseguridad económica supone una baza para los demócratas, y que los tipos de interés, que fluctuaron todo el año, alcanzarán el 11 por ciento para el año nuevo aunque el propio William Jennings Bryan fuera elegido presidente y se volviera a establecer el patrón plata. (Estas predicciones también aterrarán a los republicanos.) «¿Qué demonios?», dice en esencia mi argumento. «La situación corre el riesgo de empeorar a corto plazo. Es el momento de poner a prueba los bienes raíces. ¡Vendan! (o Compren).»
En estos días de verano, mi propia vida, al menos en apariencia, es un modelo de simplicidad. Llevo la vida dichosa, aunque levemente abstraída, de un soltero de cuarenta y cuatro años en la casa de mi ex mujer del número 116 de Cleveland Street, en la zona de las «calles de los presidentes» de Haddam, New Jersey, donde trabajo como agente inmobiliario asociado en la empresa Lauren-Schwindell, de Seminary Street. Debería decir, quizá, que la casa perteneció a mi ex mujer, Ann Dykstra, que ahora es la señora de Charley O’Dell y vive en el número 86 de Shallow Lane, Deep River, Connecticut. Mi hijo y mi hija también viven allí, aunque no estoy seguro de lo felices que son ni de si deberían serlo.
La serie de acontecimientos de la vida que me llevaron a esta profesión y a esta casa podrían, supongo, parecer poco habituales si se toma como modelo del devenir humano las pautas de conducta que seguía a principios de siglo la clase media en los pueblos de Indiana, por ejemplo, o el perfil de la «familia norteamericana ideal» promovido por algún círculo de pensadores de derechas –varios dirigentes de estos grupos viven aquí, en Haddam–, pero que sólo son propaganda de un modo de vida que nadie podría llevar sin acceso a las drogas que suprimen los impulsos y provocan nostalgia, que precisamente esas mismas personas no quieren que se tomen (aunque estoy seguro de que ellas las toman a paladas). Pero a cualquiera que sea razonable, mi vida, estudiada con un microscopio, le parecerá más o menos normal, llena de acontecimientos fortuitos e incongruencias a las que no escapa nadie y que le hacen poco daño a una existencia que, por otra parte, pasa sin pena ni gloria.
Esta mañana, sin embargo, me dispongo a emprender un viaje de fin de semana con mi hijo, un viaje que, a diferencia de mis otras empresas, promete que va estar cargado de momentos importantes. Sobre esta excursión planea, de hecho, un extraño sentimiento de que es la última, como si un periodo determinado de la vida –la mía y la suya– llegara, si no a cerrarse del todo, por lo menos a una constricción, un cambio de la imagen del caleidoscopio que sería idiota tomar a la ligera, lo que no hago. (El impulso de leer «Confianza en sí mismo» es significativo a este respecto, como lo es que se trate de un día de fiesta; de mi fiesta no religiosa favorita porque es pública y porque su objetivo implícito es dejarnos tal y como nos encontró: libres.) Todo esto ocurre, además, cerca del aniversario de mi divorcio, momento del año en que habitualmente me siento abstraído e insustancial, y paso los días devanándome los sesos sobre aquel verano de hace siete años en que la vida dio unos tremendos bandazos y, de algún modo, yo perdí la oportunidad de enderezar su rumbo.
Pero, antes de todo eso, esta tarde iré al sur, a South Mantoloking, en la costa de New Jersey, para mi cita habitual de los viernes con mi amiga –finalmente, es el término más educado y mejor– Sally Caldwell, rubia, alta y de largas piernas. Aunque ni siquiera en eso van las cosas como la seda.
Desde hace diez meses, Sally y yo mantenemos lo que me parecía un idilio perfecto de «tú en tu casa y yo en la mía», que nos proporcionaba generosas porciones de compañerismo, confidencias compartidas (en función de nuestras necesidades) y razonable confianza mutua, al tiempo que nos permitía gozar de abundantes momentos de éxtasis, sabrosos pero sin trascendencia; todo ello dentro de un «marco» amplio y de ...

Índice

  1. Portada
  2. Capítulo 1
  3. Capítulo 2
  4. Capítulo 3
  5. Capítulo 4
  6. Capítulo 5
  7. Capítulo 6
  8. Capítulo 7
  9. Capítulo 8
  10. Capítulo 9
  11. Capítulo 10
  12. Capítulo 11
  13. Capítulo 12
  14. El día de la independencia
  15. Créditos
  16. Notas