CONTRASEÑAS
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CONTRASEÑAS

  1. 368 páginas
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Información del libro

Arthur ha podido volver por fin a la Tierra. Y al poner los pies en el suelo descubre que van a hacer volar la Tierra... ¡una vez más! Y una cosa más... es la inesperada y bienvenida sexta entrega de la divertidísima serie de libros protagonizados por el autoestopista galáctico. Y en ella intervienen un Olimpo completo de dioses desocupados, un presidente galáctico renegado, un alienígena verde y enamorado y un ordenador furioso. La guía del autoestopista galáctico, de Douglas Adams, ha provocado torrentes de carcajadas en el mundo entero. Y una cosa más..., publicada para celebrar el treinta aniversario de su aparición e introducir a una nueva generación a la serie de libros más divertidos jamás escritos, es la continuación de los desopilantes vagabundeos galácticos del infortunado terrícola Arthur Dent. «Los fans de Douglas Adams disfrutarán de este reencuentro con los viejos amigos» (Publishers Weekly). Douglas Adams ha resucitado en la prosa vigorosa de Eoin Colfer» (The Observer).

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Información

Año
2012
ISBN
9788433938725
Categoría
Literatura

1

Según el ayudante de un bedel de la Universidad de Maximegalon, que suele merodear delante de las aulas, el Universo tiene dieciséis mil millones de años. De esa supuesta verdad se burla un grupo de poetas beat betelgeusianos que afirman tener cuadernos moleskine aún más viejos (tararí-tarará). Diecisiete mil millones como mínimo, dicen esos poetas basándose en su ejemplar de los rollos del Wham Bam Big Bang. Un humano, adolescente prodigio, una vez cifró esa edad en catorce mil millones de años apoyándose en un complejo cálculo que incluía la densidad de las piedras lunares y la distancia entre dos niñas pubescentes situadas en un horizonte de acontecimientos. Uno de los dioses menores de Asgardan dijo entre dientes que en alguna parte había leído algo sobre cierta especie de acontecimiento cósmico de primera magnitud que había tenido lugar dieciocho mil millones de años antes, pero ya nadie presta atención a tales dictámenes divinos, no al menos desde la debacle del nacimiento de los dioses, o Thorgate, como se ha llegado a conocer.
Al margen de los billones de años que el Universo realmente tenga, son millones de millones de años, y el viejo de la playa parecía haber contado al menos uno de esos billones. Tenía la piel como pergamino ebúrneo y, visto de perfil, se parecía mucho a una trémula S en caja alta.
El hombre recordaba que una vez había tenido un gato, si es que podemos confiar en los recuerdos y tomarlos por algo más que configuraciones neuronales que se extienden a lo largo de trillones de sinapsis. Los recuerdos no podían tocarse con los dedos ni sentirse como el oleaje que cubría los dedos retorcidos de los pies del viejo. Pero entonces, ¿qué eran las sensaciones físicas si no meros mensajes eléctricos procedentes del cerebro? O ¿por qué creer en ellas? ¿Había en el Universo algo digno de confianza que uno pudiera abrazar, algo a lo que aferrarse en medio de una tormenta de mariposas aparte de un pertinaz viento hawailiusiano?
Las putas mariposas, pensó el hombre. Después de entender ese asunto de las alas que baten para alejarse de un continente, millones de traviesos lepidópteros se han unido en bandadas y se han vuelto malintencionados.
No cabe duda de que eso no puede ser real, pensó. ¿Tormentas de mariposas?
Pero, claro, más neuronas traspasaron un número aún mayor de sinapsis susurrando cosas sobre teorías de la improbabilidad. Si una cosa no iba a ocurrir nunca, entonces esa cosa se negaría resueltamente a no ocurrir lo antes posible.
Tormentas de mariposas. Sólo era cuestión de tiempo.
El viejo apartó su atención de ese fenómeno antes de que le sobreviniera alguna otra catástrofe y comenzara el áspero camino hacia su nacimiento.
¿Se podía confiar en algo? ¿Había algo con que consolarse?
Al ponerse, el Sol encendió cuartos crecientes en los bordes de las olitas, bruñó las nubes, trazó rayas plateadas en las hojas de las palmeras e hizo centellear la tetera de porcelana en la mesa de la veranda.
Ah, sí, pensó el viejo. Té. En el centro de un Universo incierto y posiblemente ilusorio siempre habría té.
El viejo dibujó dos números naturales en la arena con un bastón hecho con la pierna desechada de un robot y contempló cómo lo borraban las olas.
De pronto se pudo ver el cuarenta y dos y un momento después ya no estaba. Puede que los números nunca estuviesen allí y tal vez ni siquiera tuviesen importancia.
Por alguna razón, eso hizo que el viejo soltase una risa socarrona cuando se inclinó en la pendiente y volvió a la veranda rendido de cansancio. Mientras llamaba a su androide para que le sirviera unas galletas, se sentó, con gran crujido de huesos y de madera, en una silla de mimbre que era absolutamente empática con el entorno.
El androide le sirvió galletas Rich Tea.
Una buena elección.
Unos segundos después, la súbita aparición de un pájaro de metal produjo un lapsus momentáneo en la concentración con que el viejo mojaba la galleta e hizo que perdiese en el té un trozo no desdeñable en forma de cuarto creciente.
–Oh, santo cielo –gruñó–. ¿Sabes cuánto tiempo llevo trabajando en esta técnica? Galletas para mojar en el té y sándwiches. ¿Qué otra cosa le queda a una persona?
El pájaro permaneció impasible.
–Un pájaro impasible –dijo el viejo en voz baja, disfrutando del sonido de su voz. Cerró el ojo malo, que no había funcionado como es debido desde el día en que, siendo aún niño, el viejo se había mareado y se había caído de un árbol, y examinó a la criatura.
El pájaro se mantuvo inmóvil en el aire; iluminadas por el Sol, las plumas de metal adquirieron un brillo púrpura mientras las alas levantaban pequeños maelstroms.
–Batería –dijo el pájaro, con una voz que al viejo le recordó a un actor al que una vez había visto interpretar a Otelo en el Globe Theatre de Londres. Es asombroso lo que da de sí una sola palabra.
–¿Has dicho «batería»? –preguntó el hombre, sólo para confirmarlo. Podría haber sido «latería», o incluso «datería». Ya no oía como antes, sobre todo las consonantes iniciales.
–Batería –volvió a decir el pájaro, y de repente la realidad se resquebrajó y se rompió en mil pedazos como un espejo que cae hecho añicos. La playa desapareció, las olas se congelaron, se cuartearon y se evaporaron. Lo último que se desvaneció fue la galleta Rich Tea.
–Hijoputa –masculló el viejo cuando las últimas migas se le deshicieron en la punta de los dedos, y acto seguido se reclinó en un cojín en la habitación de cielo que de repente lo rodeó. Pronto vendría alguien, estaba seguro. Desde las oscuras cavernas de sus viejos recuerdos, los nombres Ford y Prefect emergieron como murciélagos grises para asociarse con el desastre inminente.
Cada vez que el Universo se venía abajo, Ford Prefect no andaba lejos. Él y ese detestable libro suyo. ¿Cómo se llamaba? Ah, sí. El orgullo del horquillador es una falacia.
Eso o algo muy parecido.
El viejo sabía perfectamente qué diría Ford Prefect.
Mira el lado bueno, viejo. Al menos no estás tumbado delante de un bulldozer, ¿eh? Al menos no nos están lanzando por una esclusa de los vogones. Una habitación de cielo no es algo demasiado feo, que lo sepas. Podría ser peor, muchísimo peor.
–Será muchísimo peor –dijo el viejo con sombría certeza. Según su experiencia, las cosas siempre iban a peor, y las raras veces que las cosas realmente parecían mejorar, sólo se trataba de un preludio dramático a un empeoramiento cataclísmico.
Oh, sí, esa habitación de cielo parecía bastante inofensiva, pero ¿qué terrores acechaban más allá de sus ondulantes paredes? Ninguno que no fuese terrible, de eso el viejo estaba seguro.
Metió el dedo en una de las superficies blandas de las paredes y al hacerlo recordó el pudin de tapioca, lo cual hizo que el viejo casi sonriera hasta que recordó que había odiado la tapioca desde que un matón de primaria le había llenado las pantuflas con puré de tapioca en el colegio Eaton House.
–Blisters Smyth, puta mierda –susurró.
La punta del dedo del viejo dejó un agujero efímero en las nubes y a través de ese agujero él pudo atisbar, más allá, una ventana de guillotina de doble altura y, fuera de la ventana..., ¿podía ser un rayo de la muerte?
El viejo casi temió que lo fuese.
Todo este tiempo, pensó. Todo este tiempo y no ha pasado nada.
Ford Prefect estaba haciendo realidad su sueño, siempre y cuando ese sueño incluyese una temporada en uno de los centros turísticos ultralujosos, de cinco supergigantes y naturalmente erosionados de Han Wavel. Llenaba las horas que pasaba despierto con grandes cantidades de cócteles exóticos y relaciones con hembras exóticas de diversas especies capaces de producir un daño permanente.
Y lo mejor era que del gasto de todo ese paquete permisivo y posiblemente acortador de la vida se ocuparía su tarjeta Dine-O-Charge, que no tenía límite de crédito gracias a un pequeño ordenador creativo que él le había incorporado en su última visita a las oficinas de la Guía del autoestopista.
Si a un Ford Prefect más joven le hubiesen entregado una página en blanco y le hubiesen pedido que en su tiempo libre escribiera un párrafo breve exponiendo con detalle los deseos que más acariciaba para el futuro, la única palabra que podría haber cambiado en el párrafo anterior sería el adverbio «posiblemente». Probablemente.
Los centros vacacionales de Han Wavel eran tan obscenamente lujosos que se decía que un macho de Brequindan sería capaz de vender a su madre con tal de pasar una noche en la infame vibrosuite del Hotel Sandcastle. No es tan escandaloso como suena, pues en Brequindan los padres son moneda de cambio y un septuagenario bien hidratado y con una buena dentadura puede servir para comprarse un vehículo motorizado familiar de mediano alcance.
Es posible que Ford no hubiese vendido a la madre ni al padre para financiarse la estancia en el Sandcastle, pero tenía un primo de dos cráneos que a menudo causaba más problemas de los que valía.
Todas las noches cogía el carnascensor que llevaba hasta su ático, graznaba en la puerta para que se abriera y lo dejase entrar y después hacía tiempo para mirarse los ojos inyectados de sangre antes de caer inconsciente boca abajo en el lavabo.
Ésta es la última noche, juraba todas las noches. Mi cuerpo se rebelará y se derrumbará sobre sí mismo, ¿verdad?
¿Qué diría su obituario en la Guía del autoestopista?, se preguntó Ford. Sería breve, de eso no cabía duda. Un par de palabras. Quizá las mismas dos palabras que él había usado para describir el planeta Tierra muchos años antes.
Fundamentalmente inofensivo.
La Tierra. ¿No había ocurrido en la Tierra algo más bien triste en lo que él tendría que estar pensando? ¿Por qué había cosas que podía recordar y otras que eran tan claras como una mañana brumosa en las llanuras ...

Índice

  1. Portada
  2. Prólogo
  3. Introducción
  4. Capítulo 1
  5. Capítulo 2
  6. Capítulo 3
  7. Capítulo 4
  8. Capítulo 5
  9. Capítulo 6
  10. Capítulo 7
  11. Capítulo 8
  12. Capítulo 9
  13. Capítulo 10
  14. Capítulo 11
  15. Capítulo 12
  16. Agradecimientos
  17. Nota
  18. Créditos