QUIENQUIERA QUE HUBIERA DORMIDO
EN ESTA CAMA
El teléfono suena en plena noche, a las tres de la madrugada, y nos da un susto de muerte.
–¡Ve a cogerlo! ¡Ve a cogerlo! –grita mi mujer–. Dios mío, ¿quién puede ser? ¡Ve a cogerlo!
No encuentro el interruptor, pero consigo llegar hasta la otra habitación, donde tenemos el teléfono, y lo descuelgo al cuarto timbrazo.
–¿Está Bud? –dice una mujer, con voz muy ebria.
–¡Vaya! Se ha equivocado –digo, y cuelgo.
Enciendo la luz y entro en el cuarto de baño, y en ese momento vuelve a sonar el teléfono.
–¡Contesta! –grita mi mujer desde el dormitorio–. ¿Qué diablos quieren, Jack? No lo soporto más.
Salgo corriendo del baño y levanto el auricular.
–¿Bud? –dice la mujer–. ¿Qué estás haciendo, Bud?
Digo:
–Mire, se ha equivocado de número. No se le ocurra volver a marcarlo.
–Tengo que hablar con Bud –dice la mujer.
Cuelgo, espero y, cuando vuelve a sonar, descuelgo y dejo el auricular encima de la mesa, al lado del teléfono.
Pero oigo la voz de la mujer, que dice:
–Bud, háblame. Por favor.
Dejo el auricular donde está, apago la luz y cierro la puerta del cuarto.
Al volver veo luz en el dormitorio y encuentro a Iris, mi mujer, sentada contra la cabecera de la cama, con las piernas dobladas bajo las mantas. Apoya la espalda contra una almohada, y está más en mi lado que en el suyo. Se ha subido las mantas hasta rodearse los hombros. Mantas y sábanas se han salido del pie de la cama. Si queremos volver a dormir –y yo quiero volver a dormirme–, no tendremos más remedio que volver a hacer la cama desde el principio.
–¿Qué demonios querían? –pregunta Iris–. Deberíamos haber desconectado el teléfono. Se nos olvidó, ya veo. Se te olvida desconectar el teléfono una noche y mira lo que pasa. Es increíble.
Cuando Iris y yo empezamos a vivir juntos, mi ex mujer solía telefonear de madrugada para sermonearnos. A veces era alguno de mis hijos. Siguieron haciéndolo incluso después de que Iris y yo nos casáramos. Así que empezamos a desconectar el teléfono antes de acostarnos. Lo desconectábamos todas las noches del año, o casi. Llegó a ser una costumbre. Esta vez se me había pasado, eso es todo.
–Una mujer que preguntaba por Bud –digo.
Estoy de pie, en pijama, deseando meterme en la cama. Pero mi lado está ocupado–. Estaba borracha. Muévete, cariño. He dejado descolgado el teléfono.
–¿No puede volver a llamar?
–No –digo–. ¿Por qué no te corres hacia allá un poco y me dejas algo de manta?
Coge la almohada y la pone al otro lado de la cama, contra la cabecera, se desplaza de un solo impulso y vuelve a apoyar la espalda contra ella. No parece que tenga sueño. Parece completamente despierta. Me meto en la cama y me tapo un poco con las mantas. Pero siento un tacto extraño: no tengo sábana, sólo manta. Miro hacia abajo y veo mis pies al aire, destapados. Me vuelvo en mi lado hasta quedar de cara a Iris y subo las piernas para que las mantas me tapen los pies. Deberíamos hacer otra vez la cama. Tendría que proponerlo. Pero pienso que si apagamos la luz ahora mismo nos podríamos volver a dormir enseguida.
–¿Qué tal si apagas tu lámpara, cariño? –digo con la mayor de las delicadezas.
–Antes vamos a fumarnos un cigarrillo –dice ella–. Y luego nos dormimos. Alcanza los cigarrillos y el cenicero, ¿quieres? Vamos a fumarnos uno.
–Mejor que nos durmamos –digo yo–. Mira la hora que es.
Tenemos la radio despertador allí al lado, sobre la mesilla. No hay más que mirarla para ver que son las tres y media de la madrugada.
–Venga –dice Iris–. Necesito un pitillo después de todo este lío.
Me levanto a coger los cigarrillos y el cenicero. Tengo que entrar en el cuarto del teléfono. No toco el aparato. No quiero siquiera mirarlo, pero no puedo evitarlo. Sigue sobre la mesa, donde lo he dejado.
Vuelvo a deslizarme bajo las mantas y pongo el cenicero encima de la colcha, entre los dos. Enciendo un cigarrillo, se lo paso a Iris, enciendo otro para mí.
Iris trata de recordar el sueño que estaba teniendo cuando sonó el teléfono.
–Creo que puedo acordarme, pero bastante vagamente. Era algo sobre, sobre..., no, ya no me acuerdo de qué trataba. No estoy segura. No consigo recordarlo –dice al cabo–. Esa dichosa mujer, mira que llamar a estas horas... Bud... –dice–. Se merece una buena bofetada...
Apaga el cigarrillo e inmediatamente enciende otro. Echa una bocanada de humo y deja que su mirada se pasee por la cómoda, por las cortinas. Lleva el pelo suelto, sobre los hombros. Utiliza el cenicero y se pone a mirar fijamente el pie de la cama, esforzándose por recordar el sueño.
Pero en realidad a mí no me importa lo que ha soñado. Lo único que quiero es volver a dormirme. Acabo el cigarrillo, lo apago y espero a que ella termine el suyo. Me quedo echado, quieto, en silencio.
Iris se parece a mi ex mujer en que suele tener sueños agitados, violentos. Se pasa la noche revolviéndose en la cama y se despierta bañada en sudor, con el camisón pegado al cuerpo. Y, al igual que mi ex mujer, siempre quiere contarme sus sueños detalladamente, y hacer cábalas sobre lo que significan o presagian. Mi ex mujer solía dejarnos sin mantas durante la noche a fuerza de patadas, y gritaba a voz en cuello como si alguien estuviera agrediéndola físicamente. Una vez, en un sueño particularmente violento, llegó a golpearme en un oído con el puño. Yo dormía plácidamente, sin sueños, y me revolví en la oscuridad y le lancé un golpe en la frente. Se puso a chillar. Los dos gritamos y gritamos. Nos habíamos hecho daño, pero sobre todo estábamos asustados. No sabíamos lo que nos había pasado, pero al final encendí la luz y caímos en la cuenta y nos calmamos. Luego solíamos bromear sobre ello, sobre aquella pelea a puñetazos en la madrugada. Pero tiempo después empezaron a suceder cosas más graves y fuimos olvidándonos de aquella noche. Ya no volvimos a mencionarla; ni siquiera cuando nos tomábamos el pelo o nos hacíamos rabiar.
Una noche me desperté y oí cómo a Iris le rechinaban los dientes en sueños. Era un ruido tan extraño a escasos centímetros de mi oído que me había despertado. La zarandeé un poco y dejó de hacerlo. A la mañana siguiente me contó que había tenido un sueño horrible, pero eso fue todo lo que dijo. No insistí para que me lo contara con detalle. Imagino que no quise saber qué había podido ser tan horrible como para que no quisiera hablar de ello. Cuando le dije que le habían rechinado los dientes frunció el ceño y dijo que tendría que hacer algo al respecto. Aquella noche apareció en casa con un protector nocturno, un artilugio que tendría que ponerse en la boca mientras dormía. Tenía que hacer algo, explicó. No podía permitir que los dientes le rechinaran noche tras noche, porque acabaría perdiéndolos a causa del frote. Así que se puso aquel aparato durante aproximadamente una semana, y luego dejó de ponérselo. Dijo que era muy incómodo, y que..., bueno, que no favorecía gran cosa... ¿Quién iba a querer besar a una mujer que llevara algo semejante en la boca? No le faltaba razón, desde luego.
Otra noche me desperté porque me acariciaba la cara y me llamaba Earl. Le cogí la mano y le apreté los dedos.
–¿Qué te pasa? –dije–. ¿Qué es lo que te pasa, cariño?
Pero en lugar de responder me apretó la mano, suspiró y volvió a quedarse inmóvil. A la mañana siguiente, cuando le pregunté qué había soñado, se obstinó en que no había tenido ningún sueño.
–¿Entonces quién es Earl? –dije–. ¿Quién es ese Earl de quien hablabas en sueños?
Se ruborizó y dijo que no conocía a nadie que se llamara Earl, que no había conocido a ningún Earl en toda su vida.
La lámpara sigue encendida. Como ya no se me ocurre en qué pensar, pienso en el teléfono descolgado. Tendría que colgarlo y desconectar la clavija. Luego más vale que pensemos en dormir.
–Voy a dejar el teléfono como tiene que estar –digo–. Y cuando vuelva nos dormimos.
Iris sacude la ceniza sobre el cenicero y dice:
–No te olvides de desconectarlo.
Me levanto y voy al cuarto del teléfono, abro la puerta y enciendo la luz. El auricular sigue sobre la mesa. Me lo llevo al oído. Espero oír la señal de marcar, pero no oigo nada en absoluto.
Obedezco un impulso y digo:
–¿Sí?
–Oh, Bud, estás ahí... –dice la mujer.
Cuelgo el teléfono y me agacho para desconectarlo antes de que pueda volver a sonar. Jamás me había sucedido nada parecido. ¿Qué diablos se traerán entre manos esa mujer y el tal Bud? No veo la forma de contarle a Iris el sesgo que ha tomado el asunto, porque no va a dar lugar sino a nuevos comentarios y conjeturas al respecto. Decido no decir nada de momento. A lo mejor hablo de ello durante el desayuno.
Vuelvo al dormitorio y veo que Iris ha encendido otro cigarrillo. Veo también que son casi las cuatro de la madrugada. Empiezo a preocuparme. Si son las cuatro, pronto serán las cinco, y las seis, y las seis y media, y la hora de levantarnos para ir al trabajo. Me acuesto, cierro los ojos, y decido contar hasta sesenta, muy despacio, antes de decir nada sobre la luz encendida.
–Empiezo a acordarme –dice Iris–. Me está volviendo a la cabeza. ¿Quieres que te lo cuente, Jack?
Dejo de contar, abro los ojos, me incorporo. El dormitorio está lleno de humo. Enciendo un cigarrillo. ¿Por qué no? Al diablo con todo.
Iris dice:
–Había una fiesta.
–¿Y dónde estaba yo mientras se celebraba la fiesta?
Normalmente, quién sabe por qué, yo no aparezco en sus sueños. Y eso me molesta un poco, pero jamás lo digo. Tengo los pies destapados otra vez. Los encojo y me los tapo. Me apoyo sobre un codo para acabar de incorporarme y echo la ceniza en el cenicero.
–¿Otro sueño en el que no aparezco? Si es así, muy bien.
Doy una chupada al cigarrillo, retengo el humo, lo expulso.
–No estabas en el sueño, cariño –dice Iris–. Lo siento, pero no estabas. No se te veía por ninguna parte. Pero te echaba de menos. Te echaba de menos, seguro. Era como si supiese que estabas cerca, pero no donde yo necesitaba que estuvieras. ¿Sabes esas angustias que a veces me entran? ¿Como cuando vamos a algún sitio y hay un grupo de gente y nos perdemos de vista y no consigo encontrarte? Era un poco como eso. Estabas allí, creo, pero no podía encontrarte.
–Venga –digo–, cuéntame el sueño.
Se arropa cintura y piernas con las mantas y alarga la mano para coger un cigarrillo. Le acerco el encendedor. Empieza a contarme cómo era la fiesta, una velada en la que sólo había cerveza.
–Y a mí ni siquiera me gusta la cerveza –dice.
Me cuenta que, de todas formas, bebió grandes cantidades de cerveza, y que justo cuando iba a irse –a casa, explica– un perrito se puso a tirar del dobladillo de su vestido y la obligó a quedarse.
Se echa a reír, y río con ella. Aunque, al mirar el reloj, vea que las manecillas van a marcar muy pronto las cuatro y media.
En la fiesta suena una música, de piano, quizá, o de acordeón, o quién sabe de qué. Los sueños a veces son así, dice. El caso es que recuerda vagamente que en algún momento apareció por allí su ex marido. Puede que fuera él quien servía la cerveza. La gente usaba vasos de plástico, y los llenaba directamente de un barril. Es posible incluso –dice Iris– que bailara con su ex marido.
–¿Por qué me cuentas eso...