Panorama de narrativas
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Panorama de narrativas

Vida & muerte de William Walker

  1. 288 páginas
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Panorama de narrativas

Vida & muerte de William Walker

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Un gran fresco de América Latina –de sus revoluciones y utopías– a partir de la figura de un aventurero norteamericano que en el siglo XIX llegó a presidir Nicaragua.

En el centro de este libro está la figura de William Walker, personaje desmesurado, casi inverosímil, pero real. Un aventurero y filibustero nacido en Nashville, marcado por la muerte de su amada y fascinado por los poemas de Byron, que en el siglo XIX partió a la conquista de Sonora –y llegó a fundar una República de Sonora que acabó en fracaso– y después llegó a Nicaragua con un grupo de hombres armados y consiguió presidir el país durante un breve periodo para más tarde, con sólo treinta y seis años, enfrentarse a un pelotón de fusilamiento en Honduras.

Sobre este personaje «entre ridículo y sublime», al que el New York Tribune llamó en su día «el Don Quijote de América Latina», escribe el narrador de la novela desde un hotel de Managua. Y a través de sus evocaciones, pesquisas, recorridos y encuentros emergen conquistadores, libertadores, dictadores y revolucionarios, figuras como Gonzalo Fernández Oviedo, Bolívar, Francisco Morazán, Narciso López, Antonio de la Guardia, el Che y su sombra –el agente doble Che.50, una figura digna de una película de James Bond–, Ernesto Cardenal, Sergio Ramírez...

He aquí una novela total, abierta, poliédrica, laberíntica, que se ramifica en mil historias y dibuja, a partir de la indagación en un personaje histórico disparatado, un collage de imágenes, un puzle de situaciones que dan como resultado una estimulante y panorámica mirada sobre la convulsa historia de América Latina, forjada sobre utopías y violencia. Pura vida es una narración envolvente, erudita y ágil con la que Patrick Deville inició un ambicioso ciclo novelístico que recrea la historia a partir de personajes reales arrastrados por la aventura y el ideal, y del que forman parte las también deslumbrantes Ecuatoria, Peste & Cólera y Viva.

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Información

Año
2018
ISBN
9788433939272

I. El escándalo de la piñata en Managua

Ávido lector de periódicos, le costó renunciar a esos museos de minucias efímeras.
JORGE LUIS BORGES

MANAGUA NICARAGUA IS A BEAUTIFUL TOWN

Esta frase, un poco absurda y ajena a cualquier realidad, se puede escuchar en una canción de la gran orquesta de Guy Lombardo, si se es un verdadero especialista en la música boogie de entreguerras.
Nicaragua estaba entonces ocupada por el ejército norteamericano, y puede que el país estuviera en vías de integración musical. Managua Nicaragua, para dárselas de Nashville Tennessee. En 1933, hostigados por la guerrilla del glorioso general Sandino, los marines volvían a hacerse a la mar. Y los Estados Unidos dejaban la gestión de sus salas de baile y de sus intereses, así como las sucias tareas correspondientes, en las buenas manos del general Somoza.
Algunos meses más tarde, en febrero de 1934, Somoza mandaba asesinar a Sandino.
Managua Nicaragua is a beautiful town, y la cortina de terciopelo rojo del gran music-hall de la historia se alza sobre un maestro de ceremonias de astroso traje y chistera, que acaba de prometer al público, bastón con empuñadura en mano, la maravillosa y terrible y sin embargo verídica historia de Nicaragua, mientras que la gran orquesta de Guy Lombardo se reúne detrás de él y afina sus instrumentos... Todavía se pueden escuchar algunos acordes de esa canción en El tercer hombre, de Carol Reed, por más que el filme, basado en una novela de Graham Greene, no tenga relación alguna con Nicaragua. Es otra orquesta la que lo toca al fondo de uno de esos bares de la Viena de posguerra, en la zona americana, delante de una pandilla de espías fumadores y depresivos.
Sobre un ritmo endiablado, el texto es el propio de una pieza nostálgica que evoca la vida apacible del trópico, un pequeño rancho y los bueyes blancos bajo las palmeras. En la Viena Austria ocupada y dividida por los vencedores en cuatro zonas internacionales erizadas de alambradas, en el corazón de la devastada Europa de 1945, Managua Nicaragua parecía un lejano paraíso.
Tenía mi vaquita, mi ranchito y mi buey... y mi mujer también...
A fines del siglo XX, cuando un avión se dispone a aterrizar en el aeropuerto Augusto César Sandino de Managua, sobrevuela el desgreñado palmeral en que se ha convertido buena parte de Managua después del terremoto de 1972, y no es raro, según la dirección del viento, que se aproxime a muy baja altura sobre las aguas verdes y azules del lago Xolotlán, al pie de los volcanes.
Un viejo amante del boogie-woogie que viajara sentado junto a la ventanilla del avión, uno de esos jóvenes que estuvieron en las tropas de ocupación de la Europa Central y que hoy va, algo barrigón, tocado con un sombrero panamá, vestido de traje blanco hueso, con corbata roja y un flask de whisky en la mano, bien podría creer que va a volverse a encontrar con la pequeña capital de una república bananera, como lo fue Managua antes de la dictadura de los Somoza.
Managua Nicaragua is a beautiful town
You buy a hacienda for a few pesos down

A ORILLAS DEL RÍO TINTO

Mucho antes, a mitad del siglo XIX, los tiempos eran inciertos y feroces, según los historiadores, tiempos de lugares imprecisos en los mapas, de hombres embriagados por un sueño destruido, que corren al azar por una selva oscura. Las ramas azotan sus rostros y sus manos se crispan sobre las armas. Llevan seis semanas huyendo y el lodo retiene cada paso haciendo más pesadas las botas. Los tobillos se tuercen con las escurridizas raíces. A veces alguno cae y suplica que se den por vencidos. Con los ojos exorbitados y veteados de rojo, estos derrotados salen pitando, bajo los disparos del ejército que los persigue, rumbo a un lugar de la selva que desconocen, hasta que un atardecer esa tropa de mercenarios acorralados y hambrientos descubre que la han estado empujando hacia la orilla de un río infranqueable.
Al abandonar la floresta, jadeantes, cubiertos de lodo y de sangre, los más válidos todavía corren hacia lo que parece ser un antiguo fortín o un grupo de chozas ocultas bajo la vegetación oscura. Alrededor están las amarillas aguas cenagosas y la maraña del ramaje desde el que gritan asustados los loros, y por encima, las largas estelas anaranjadas que desgarran el cielo ceniciento. Y delante de ellos se alza un campamento abandonado.
Los supervivientes, al abrigo de una empalizada de madera podrida devorada por las lianas, pueden contar su número por primera vez en seis semanas: eran sesenta y cinco al salir de Trujillo, ahora no son más que treinta y uno los que restañan sus heridas con trapos sucios y alinean sobre sus capotes las armas y las municiones empapadas. Al frente de ellos, el jovencito de ojos grises, herido en una pierna, inspecciona a unos combatientes que en su mayoría no conoce. Solo cinco o seis de ellos son veteranos de sus campañas en Nicaragua. Deja en manos de su jefe de estado mayor la organización de una resistencia imposible. Los hombres vigilan en la noche los grandes ojos de oro de las fieras o de los soldados hondureños. Muy pronto, dentro de unas horas, bajo el alba en la que nacen los espejismos, el ejército lanzará su asalto.
El jovencito arrastra cojeando su gloria y su orgullo demolidos por el fondo de uno de los barracones, último palacio del que me gusta imaginar, en el momento de abandonarlo a su suerte mil veces merecida, que ha expulsado a algún tapir o a algún oso hormiguero refugiado allí de la lluvia tropical. William Walker amartilla su pistola. Es el 2 de septiembre de 1860. Ahora, después de todos los fracasos, cuando de esos siete años de combate le queda sin duda la excusa heroica de haber intentado lo imposible, conoce el lugar de América Central donde culminará pronto su derrota. Son cinco los países, con una extensión no mayor que la de Francia, que ha barrido a sangre y fuego, pero ya sabe que su cadáver se pudrirá aquí, en alguna parte de la región de Gracias a Dios, en el nordeste de Honduras. Sin embargo, sus informaciones son incompletas. Él ignora el nombre de esas aguas oscuras y limosas que atraviesan la selva. Son las del río Tinto.
Le quedan todavía diez días de vida.

EN EL MOROCCO

Ciento treinta y siete años más tarde, en el interior de la sala blanca y alicatada de un snack bar, una mujer vestida de negro con caderas de carguero navega entre las mesas y sirve café bajo las miradas sombrías de los habituales, que naufragan delante de sus tazas.
Yo acababa de pasar el final de la noche en el primer piso del Hotel Morgut imaginando los últimos días de ese ridículo y sublime William Walker. Con la frente contra el cristal de la ventana y un cigarrillo en la mano, aguardaba la inevitable extinción de una farola naranja allá abajo, en la calle, cuyo modelo (de tipo globular, altamente ineficaz y que no da luz más que a sí mismo) me parecía haber visto ya, en una época lejana y en otra parte, pero no había conseguido establecer ninguna relación entre esos dos mobiliarios urbanos. Y bajé a comprar el periódico.
En cualquier ciudad del mundo, la lectura de los diarios de la mañana (digamos que desde hace un par de siglos constituye el ritual cotidiano de la humanidad ilustrada, más ávida del día después que de las antevísperas) parece depender de la conjunción, en una calle un poco apartada del centro y cuya localización queda al criterio absolutamente subjetivo de cada uno, de un número constante de parámetros, a la cabeza de los cuales están el gusto del primer café y la marca del primer cigarrillo.
Si cerraba los ojos, habría podido estar sentado delante de un ejemplar de Le Matin du Sahara abierto sobre la mesa de un café de Tánger, en la vertical sobre las grúas y las dársenas del puerto, a las que el almohadón reventado de las nubes, del que caían en picado gaviotas y golondrinas de mar, ahogaba sobre la sábana azul del Atlántico. Pero Managua no es un puerto. Es febrero y la ciudad está seca y polvorienta, barrida por el viento a orillas del lago Xolotlán, cuyo horizonte cierran unos volcanes color violeta.
A las siete de la mañana, la terraza del snack bar Morocco, todavía poco frecuentada, está ya en sombras y permanece apartada de la calle desierta que bordea una especie de solar, en el que se alzan una cabaña de madera y malas hierbas, del que se desprende un olor a menta y donde piafa un caballo negro con el ronzal atado a una estaca. Unos pájaros naranjas de nombre difícil de memorizar pían en los árboles. Puede que sean «chichiltotes pechimanchados» (Icterus pectoralis), o bien «chichiltotes gorginegros». Una espiral de vapor se eleva en volutas sobre el café ardiente y sobre los tres cuadernos del ejemplar de El Nuevo Diario del viernes 21 de febrero de 1997: «Un periodismo para el hombre nuevo».
Dos fotografías en blanco y negro ilustran en diagonal esa mañana la portada del diario. La primera, arriba a la derecha, muestra la sonrisa de Arnoldo Alemán, el recién elegido presidente de la República de Nicaragua. Es un hombre mofletudo de cabello negro corto y finas gafas plateadas. El feliz presidente acaba de presentar a la prensa escrita las medidas liberales adoptadas en favor de las televisiones privadas que han apoyado su campaña. La segunda fotografía, abajo a la izquierda, anuncia una exposición de arte japonés en el Teatro Nacional Rubén Darío. Una estatuilla del dios chino Skoki (en la foto) corona el siguiente comentario: «Una representación artística del ser divino capaz de curar todas la enfermedades, incluido el sida».
Junto a la fotografía de Arnoldo Alemán, presidente de la República de Nicaragua y lejano sucesor de William Walker en ese puesto, el tercer gran titular del día, sin fotografía, habla del asesinato de un niño de ocho años a manos de un adolescente de dieciséis, en Matagalpa, al norte de Managua en dirección a la frontera con Honduras.
Después de haberlo matado de veinte puñaladas, y antes de comenzar a enterrarlo en el jardín, el joven todavía asestó dieciséis puñaladas a la hermana mayor de la víctima, de doce años. Los dos niños, que mendigaban comida y lo habían incomodado a media tarde mientras veía la televisión, habían robado algunos comestibles de un congelador.
Llegué a América Latina, hace algunos años, con el proyecto de escribir sobre la vida y la muerte de William Walker.
William Walker fue un niño mimado que nunca conoció el hambre. Su adolescencia en Nashville, Tennessee, en la primera mitad del siglo XIX, se vio conmocionada por el descubrimiento de los poetas románticos, y sobre todo por el de Lord Byron, su héroe.
La muerte de una muchacha de largos cabellos negros, el único amor de su vida, la bella Ellen Galt Martin, transformó al joven pálido y tenebroso en un temible soldado de fortuna cuya única obsesión, mientras duró su vida –que fue breve–, habría de ser la de llegar a la presidencia de una República, allí donde fuera y cualquiera que fuese la capital en la que debiera ejercer su poder.
Tras haberse convertido efímeramente en presidente de la República de Sonora, un territorio pedregoso que había recortado en un mapa de México y del que en efecto se había apoderado durante algunos meses en el transcurso de una expedición catastrófica, logró ser elegido presidente de la República de Nicaragua, más al sur, con el doble propósito de restablecer allí la esclavitud y de excavar un canal interoceánico.
Expulsado casi de inmediato de América Central por los ejércitos coaligados de cinco países, atacó más tarde la zona fronteriza de Honduras y terminó fusilado, al alba, en una playa de Trujillo.
Ahora bien, mi proyecto se había visto obstaculizado, desde el inicio, por el encuentro en el puerto salvadoreño de La Libertad, una noche al fondo de un café de pescadores, con un anciano parlanchín y extremadamente alcohólico, que fingía ser amnésico.
Este era un larguirucho fantasma vestido con un mugriento impermeable y tocado con una rojísima gorra de béisbol de visera larga, que estaba sentado solo a una mesa, delante de unas hojas desparramadas y de la fotografía en blanco y negro de una mujer de largo cabello oscuro. Hablaba solo y cada vez más alto, a veces blandía una hoja, a veces la foto, con frecuencia el vaso. Y ese hombre de pelo gris y ojos tristes plantados en una cara de caballo, ese larguirucho espectro de aspecto céreo, ese looser de la historia que sin embargo afirmaba llamarse Víctor, parecía haber sido más bien un buen tipo, en apariencia un superviviente de algún grupo sandinista exterminado. Un hombre perdido, cuyo entero y oscuro pasado se había hundido en el fondo del Pacífico, que decía haberse despertado una mañana en una playa de Panamá junto a ese maletín de poliéster negro que reposaba sobre una silla a su lado, y en cuyo interior guardaba algunas pistas de sus días desaparecidos y la fotografía de aquella mujer desconocida.

VÍCTOR

Después de llevar varios meses en una u otra de las siete capitales de América Central, me sucede que cierro bruscamente el periódico, con un gesto que se vuelve teatral por las grandes dimensiones que tienen aquí los diarios, pago mi cuenta, llamo a un taxi y salgo hacia el aeropuerto, sea este el que sea. Si estoy en San Salvador, es La Prensa Gráfica el diario que cierro sobre la mesa, para irme al aeropuerto de Comalapa.
Cuando estoy en Tegucigalpa, lo más frecuente es que cierre Tiempo, para dirigirme al aeropuerto de Tocontín.
En estos fabulosos lugares, las compañías aéreas del Grupo Taca tienen un billete con recarga de tipo Pass, que permite, por un puñado de dólares, rebotar como una bola de flipper por el interior del istmo centroamericano. Aquí uno usa el avión como el autobús en otras partes. Raramente hay más de una hora de vuelo entre una capital y otra.
Desde el inicio de mi empresa, había resuelto limitar mis desplazamientos hasta Guatemala al norte y Venezuela al sur. He llegado a Managua Nicaragua de noche desde San José de Costa Rica. Managua es el corazón geográfico y estratégico de mi dispositivo. Estoy sentado en la terraza del snack bar Morocco. No pido la cuenta. Comienzo a pasar las páginas de El Nuevo Diario del viernes 21 de febrero de 1997.
En Rivas, las luces de las sirenas barren la noche y perfilan de azul las siluetas de los grandes árboles del parque municipal San Jorge. Suenan portazos. La policía detiene a una pandilla de seis adolescentes en ese pueblo soñoliento que está en el extremo sur de Nicaragua, y del que hoy resulta difícil imaginar que quisieran convertirlo en el centro del mundo en la época de las guerras de William Walker.
Entonces se preveía que el canal interoceánico atravesara Nicaragua en lugar de Panamá, y que la villa de Rivas sería la principal llave de paso. También fue en Rivas donde, un siglo y medio más tarde, pensaban instalar los sandinistas su gobierno provisional antes de terminar con el dictador Somoza. A esos seis adolescentes, que quizá ignoran el pasado prestigioso (pero nun...

Índice

  1. Portada
  2. I. El escándalo de la piñata en Managua
  3. II. La guerra de la madera en Tegucigalpa
  4. Agradecimientos
  5. Notas
  6. Créditos