El sabotaje amoroso
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El sabotaje amoroso

  1. 160 páginas
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Con El sabotaje amoroso, Amélie Nothomb, volvió a demostrar por qué se ha convertido en uno de los más sugestivos fenómenos de las últimas décadas: es una escritora jovencísima de una enorme madurez que conecta con las inquietudes de su tiempo y las plasma en ficciones contundentes. El sabotaje amoroso recoge las conmovedoras vivencias de su infancia en China. En el gueto de los diplomáticos del barrio de San Li Tun, en Pekín, la narradora, que entonces tenía siete años, se enamora de una bellísima niña italiana, Elena. Ella le enseñará, con la cruel ingenuidad de la infancia, todos los padecimientos del amor. Nothomb es magistral tejiendo los géneros –el lirismo, el exotismo veraz, la voz profunda y tierna a la vez de quien aprende precozmente los laberintos de la pasión y se ve obligada a reflexionar sobre ellos–, y eso hace de esta novela una aventura irresistible en la senda de Lolita y de Ada o el ardor.

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Información

Año
2016
ISBN
9788433936752
Categoría
Literatura
A galope tendido de mi caballo, cabalgaba entre los ventiladores.
Tenía siete años. Nada resultaba más agradable que sentir aquel exceso de aire en el cerebro. Cuanto más silbaba la velocidad, más entraba el oxígeno arrasándolo todo.
Mi corcel desembocó en la plaza del Gran Ventilador, vulgarmente conocida como plaza de Tiananmen. Dobló hacia la derecha, por el bulevar de la Fealdad Habitable.
Yo sujetaba las riendas con una sola mano. La otra se entregaba a una exégesis de mi inmensidad interior, elogiando ora la grupa del caballo, ora el cielo de Pekín.
La elegancia de mi cabalgadura dejaba sin habla a transeúntes, escupitajos, asnos y ventiladores.
No era necesario espolear mi montura. China la había creado a mi imagen y semejanza: era una entusiasta de las grandes velocidades. Carburaba con el fervor íntimo y la admiración de las masas.
Desde el primer día había comprendido el axioma: en la Ciudad de los Ventiladores, todo lo que no era espléndido era horrible.
Lo cual equivale a decir que casi todo era horrible.
Corolario inmediato: yo era la belleza del mundo.
Y no sólo porque aquellos siete años de piel, carne, cabellos y osamenta bastaran para eclipsar a las mismísimas criaturas de ensueño de los jardines de Alá y del gueto de la comunidad internacional.
La belleza del mundo se materializaba en mi larga pavana ofrecida al día, en la velocidad de mi caballo, en mi cráneo desplegado como una vela encarada hacia los ventiladores.
Pekín olía a vómito de niño.
En el bulevar de la Fealdad Habitable, el retumbo del galope era lo único que tapaba los carraspeos, la prohibición de comunicarse con los chinos y el espantoso vacío de las miradas.
Ante la proximidad del recinto, el corcel aminoró la marcha para que los guardias pudieran identificarme. No les parecí más sospechosa que de costumbre.
Penetré en el seno del gueto de San Li Tun, donde vivía desde la invención de la escritura, es decir: desde hacía casi dos años, allá por el neolítico, bajo el régimen de la Banda de los Cuatro.
«El mundo es todo aquello que ha lugar», escribe Wittgenstein en su admirable prosa.
En 1974, Pekín no había lugar: no se me ocurre mejor manera de expresarlo.
Wittgenstein no era la lectura privilegiada de mis siete años. Pero mis ojos se habían anticipado al silogismo antes citado para llegar a la conclusión de que Pekín no tenía demasiado que ver con el mundo.
Me conformaba con ello: tenía un caballo y una aerofagia tentacular en el cerebro.
Lo tenía todo. Era una epopeya sin fin.
El único parentesco que admitía era con la Gran Muralla: única construcción humana visible desde la Luna, por lo menos respetaba mi escala. No limitaba la mirada sino que la arrastraba hacia el infinito.
Cada mañana, una esclava acudía para peinarme.
Ella no sabía que era mi esclava. Creía ser china. En realidad, carecía de nacionalidad, puesto que era mi esclava.
Antes de Pekín, yo había vivido en Japón, donde se encuentran los mejores esclavos. En China, la calidad de las esclavas dejaba mucho que desear.
En Japón, cuando tenía cuatro años, tenía una esclava a mi exclusiva disposición. Se postraba a mis pies. Era estupendo.
La esclava pekinesa, en cambio, desconocía aquellas costumbres. Por la mañana, empezaba peinando mis largos cabellos; lo hacía sin ninguna delicadeza. Yo gritaba de dolor y, mentalmente, le administraba innumerables azotes. A continuación, me tejía una o dos admirables trenzas, con ese arte ancestral de la trenza del que ni siquiera la Revolución Cultural ha conseguido tocar un pelo. Me gustaba más que me hiciera una sola trenza: me parecía que se adecuaba mejor a una persona de mi rango.
Aquella china se llama Trê, un nombre que, de entrada, me parecía inadmisible. Le comuniqué que, en adelante, llevaría el nombre de mi esclava japonesa, que resultaba encantador. Me miró con una expresión de asombro y siguió llamándose Trê. A partir de aquel día, comprendí que algo olía a podrido en la política de ese país.
Algunos países actúan como una droga. Es el caso de China, que tiene el sorprendente poder de convertir en pretenciosos a todos aquellos que han estado allí, incluso a todos aquellos que hablan de ella.
La pretensión induce a escribir. De ahí la ingente cantidad de libros sobre China. A imagen y semejanza del país que los ha inspirado, esas obras son lo mejor (Leys, Segalen, Claudel) o lo peor.
Yo no fui la excepción a la regla.
China me había convertido en un ser tremendamente pretencioso.
Pero tenía una excusa de la que no todos los sinómanos de pacotilla pueden presumir: tenía cinco años cuando llegué y ocho cuando me marché.
Recuerdo perfectamente el día que me enteré de que iba a vivir en China. Apenas tenía cinco años, pero ya había comprendido lo esencial, a saber: que iba a poder presumir.
Es una regla sin excepciones: incluso los más recalcitrantes detractores de China sufren una revelación ante la perspectiva de poner el pie en ese país.
Nada permite tanto dárselas de algo como decir: «Acabo de llegar de China.» Y todavía hoy, cuando intuyo que alguien no me admira lo suficiente, recurro a un «cuando vivía en Pekín», pronunciado como quien no quiere la cosa y en un tono de voz indiferente.
Es una especificidad real, ya que, después de todo, también podría decir «cuando vivía en Laos», que resultaría mucho más excepcional. Pero no tiene tanto glamour. China es lo clásico, lo incondicional, es Chanel n.º 5.
El esnobismo no es la única explicación. El elemento fantástico es tremendo e irresistible. Cualquier viajero que desembarcase en China sin una buena dosis de fantasías chinas, no vería nada más que una pesadilla.
Mi madre siempre ha tenido el carácter más alegre del universo. La noche de nuestra llegada a Pekín, la fealdad la impactó de tal modo que se echó a llorar. Y se trata de una mujer que nunca llora.
Por supuesto, estaba la Ciudad Prohibida, el Templo del Cielo, la Colina Perfumada, la Gran Muralla, los sepulcros Ming. Pero eso era para los domingos.
El resto de la semana estaban la inmundicia, la desesperación, la corriente de hormigón, el gueto, la vigilancia, disciplinas en las que los chinos sobresalen.
Ningún país deslumbra hasta este punto: las personas que lo abandonan se refieren a las maravillas que han visto. Pese a su buena fe, no suelen mencionar una fealdad tentacular que no ha podido pasarles por alto. Se trata de un fenómeno extraño. China es como una hábil cortesana que consiguiera hacer olvidar sus innumerables imperfecciones físicas sin siquiera disimularlas, y que inspirase una admiración incondicional entre todos sus amantes.
Dos años antes, mi padre había recibido la notificación de su destino, Pekín, con una expresión de gravedad.
Por lo que a mí respecta, me resultaba inconcebible abandonar el pueblo de Shukugawa, las montañas, la casa y el jardín.
Mi padre me explicó que aquél no era el problema. Por lo que decía, China era un país en el que las cosas no iban demasiado bien.
–¿Están en guerra? –deseé.
–No.
Pongo mala cara. Me obligan a abandonar mi adorado Japón por un país que ni siquiera está en guerra. Es China, vale: suena bien. Algo es algo. ¿Pero cómo se las apañará Japón sin mí? La inconsciencia del misterio me preocupa.
En 1972, se organiza la marcha. La situación es tensa. Mis ositos de peluche son empaquetados. Oigo decir que China es un país comunista. Habrá que analizar este dato. Y algo todavía más grave: la casa se vacía de objetos. Un día, ya no queda nada. Llegó la hora de marcharse.
Aeropuerto de Pekín: no hay duda, se trata de otro país.
Por oscuras razones, nuestro equipaje no llega con nosotros. Debemos permanecer unas horas en el aeropuerto esperando a que llegue. ¿Cuántas horas? Puede que dos, puede que cuatro, puede que veinte. Uno de los encantos de China es lo imprevisto.
Muy bien. Esto me permitirá iniciar inmediatamente mi análisis de la situación. Paseo por el aeropuerto con un expresión inquisidora. Todo lo que me habían dicho era cierto: se trata de un país muy diferente. No sabría decir exactamente en qué consiste esta diferencia. Es feo, sí, pero de una fealdad que nunca había visto. Probablemente existe una palabra para calificar semejante fealdad: todavía no sé cuál.
Me pregunto en qué consistirá eso del comunismo. Tengo cinco años y un excesivo sentido de la dignidad para preguntar a los adultos qué significa semejante cosa. Al fin y al cabo, no necesité de su intervención para aprender a hablar. Si hubiera tenido que preguntarles por el significado de cada palabra, a estas alturas todavía andaría por la fase de balbuceos del lenguaje. Aprendí solita que perro significaba perro, que malo significaba malo: no veo por qué tendrían que ayudarme para comprender una palabra más.
Por otra parte, no debe de ser tan difícil: aquí hay algo muy específico. Me pregunto en qué consiste: hay personas que visten todas igual, y una luz idéntica a la del hospital de Kobé, y...
No nos precipitemos. El comunismo está aquí, de eso no cabe duda, pero no le asignemos un significado a la ligera. Tiene que ser algo serio, ya que se trata de una palabra.
¿Cuál es, pues, la cosa más extraña de cuantas hay aquí?
De repente, la pregunta me agota. Me tumbo en el suelo sobre una enorme baldosa del aeropuerto y me quedo dormida al instante.
Me despierto. No sé cuántas horas he dormido. Mis padres siguen esperando el equipaje, con una expresión un poco abrumada. Mi hermano y mi hermana duermen en el suelo.
Me he olvidado del comunismo. Tengo sed. Mi padre me da un billete para comprar bebida.
Doy una vuelta. No hay modo de comprar bebidas coloreadas y gaseos...

Índice

  1. Portada
  2. El sabotaje amoroso
  3. Créditos
  4. Notas