La ley del menor
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La ley del menor

  1. 216 páginas
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La ley del menor

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Índice
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Información del libro

Acostumbrada a evaluar las vidas de los demás en sus encrucijadas más complejas, Fiona Maye se encuentra de golpe con que su propia existencia no arroja el saldo que desearía: su irreprochable trayectoria como jueza del Tribunal Superior especializada en derecho de familia ha ido arrinconando la idea de formar una propia, y su marido, Jack, acaba de pedirle educadamente que le permita tener, al borde de la sesentena, una primera y última aventura: una de nombre Melanie. Y al mismo tiempo que Jack se va de casa, incapaz de obtener la imposible aprobación que demandaba, a Fiona le encargan el caso de Adam Henry. Que es anormalmente maduro, y encendidamente sensible, y exhibe una belleza a juego con su mente, tan afilada como ingenua, tan preclara como romántica; pero que está, también, enfermo de leucemia. Y que, asumiendo las consecuencias últimas de la fe en que sus padres, testigos de Jehová, lo han criado, ha resuelto rechazar la transfusión que le salvaría la vida. Pero Adam aún no ha cumplido los dieciocho, y su futuro no está en sus manos, sino en las del tribunal que Fiona preside. Y Fiona lo visita en el hospital, y habla con él de poesía, y canta mientras el violín de Adam suena; luego vuelve al juzgado y decide, de acuerdo con la Ley del Menor. Con lo que ocurre después para ambos compone IanMcEwan, con un oficio que extrae su fuerza de no llamar nunca la atención sobre sí mismo, una pieza de cámara tan depurada y económica como repleta de conflictos y volúmenes; una novela grácil y armoniosa, clásica en el mejor sentido de la palabra, que juega su partida en el terreno genuino de la escritura más indagadora: el de los dilemas éticos y las responsabilidades morales; el de las preguntas difíciles de responder pero imposibles de soslayar. La ley del menor habla del lugar donde justicia y fe se encuentran y se repelen; de las decisiones y sus consecuencias sobre nosotros y los demás; de la búsqueda de sentido, de asideros, y de lo que sucede cuando éstos se nos escapan de las manos: lo hace con la seguridad tranquila de un maestro en la plenitud quintaesenciada de sus facultades.

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Información

Año
2015
ISBN
9788433936370
Categoría
Literatura
1
Londres. Una semana después de iniciado el Trinity Term.1 Clima implacable de junio. Fiona Maye, magistrada del Tribunal Superior de Justicia, tumbada de espaldas una noche de domingo en un diván de su domicilio, miraba por encima de sus pies, enfundados en unas medias, hacia el fondo de la habitación, hacia unas estanterías empotradas, parcialmente visibles junto a la chimenea y, a un costado, al lado de una ventana alta, a una litografía de Renoir de una bañista, comprada treinta años antes por cincuenta libras. Probablemente falsa. Debajo, en el centro de una mesa redonda de nogal, un jarrón azul. No recordaba de dónde lo había sacado. Ni cuándo fue la última vez que lo llenó de flores. La chimenea llevaba un año sin encenderse. Gotas de lluvia ennegrecidas caían con un sonido de tictac en la rejilla a intervalos irregulares, sobre un papel de periódico hecho una bola. Una alfombra de Bujará cubría los anchos tablones encerados del suelo. En el borde de la visión periférica, un piano de media cola con fotos de familia enmarcadas en plata sobre el brillo del mueble, de un negro muy oscuro. En el suelo, junto al diván, al alcance de su mano, el borrador de una sentencia. Y Fiona, tumbada de espaldas, deseaba que todas aquellas hojas estuviesen en el fondo del mar.
Tenía en la mano su segundo whisky escocés con agua. Estaba temblorosa, todavía reponiéndose de un mal momento con su marido. Rara vez bebía, pero el Talisker con agua del grifo era un bálsamo, y pensó que quizá cruzaría la habitación hasta el aparador en busca de un tercero. Menos whisky y más agua, porque al día siguiente trabajaba en la audiencia y ahora estaba de guardia, disponible para cualquier exigencia repentina, aunque estuviera tendida para recuperarse. Él había declarado algo horrible y le había impuesto una carga intolerable. Por primera vez en años ella había gritado, y un débil eco resonaba todavía en sus oídos. «¡Idiota! ¡Puto idiota!» No había jurado en voz alta desde sus visitas a Newcastle, cuando era una despreocupada adolescente, aunque se le colaba una palabrota en el pensamiento alguna vez en que oía un testimonio exculpatorio o una improcedente exposición jurídica.
Y después, no mucho después del exabrupto, jadeante de indignación, había dicho en voz alta, por lo menos dos veces:
–¿Cómo te atreves?
Apenas era una pregunta, pero él contestó con calma.
–Lo necesito. Tengo cincuenta y nueve años. Es mi último cartucho. Todavía no he visto pruebas de que exista otra vida después de ésta.
Era una observación pretenciosa y ella no había encontrado una réplica. Se limitó a mirarle fijamente y quizá boquiabierta. Entonces no había sabido qué decir y ahora, en el diván, se le ocurrió una respuesta: «¿Cincuenta y nueve? ¡Jack, tienes sesenta! Es lastimoso, es banal.»
Lo que en realidad había dicho fue muy pobre:
–Es demasiado ridículo.
–Fiona, ¿cuándo fue la última vez que hicimos el amor?
¿Cuándo? Él ya lo había preguntado antes, con un tono que iba desde lastimero a quejumbroso. Pero puede ser difícil recordar el embrollo formado por el pasado reciente. En el Tribunal de Familia abundaban las discrepancias extrañas, las argucias, las medias verdades íntimas, las acusaciones exóticas. Como en todas las ramas del Derecho, había que asimilar rápidamente las sutiles circunstancias particulares. La semana anterior había oído las alegaciones definitivas de unos padres judíos, con distinto grado de ortodoxia, que al divorciarse se disputaban la educación de sus hijas. Tenía a su lado, en el suelo, el borrador terminado de la sentencia. Al día siguiente comparecería de nuevo ante ella una inglesa desesperada, pálida, demacrada, que poseía una titulación superior y que era madre de una niña de cinco años y estaba convencida, a pesar de las garantías dadas al tribunal de lo contrario, de que el padre de su hija, un hombre de negocios marroquí, musulmán estricto, estaba a punto de sustraerla a la jurisdicción inglesa para llevársela a una nueva vida en Rabat, donde tenía intención de afincarse. Por lo demás, altercados rutinarios por el lugar de residencia de unos niños, litigios motivados por viviendas, pensiones, ingresos, herencias. Eran los patrimonios más grandes los que llegaban al Tribunal Superior. En general, la riqueza no deparaba una felicidad duradera. Los padres pronto aprendían el nuevo vocabulario y los lentos procedimientos legales, y les aturdía encontrarse enzarzados en feroces combates con la persona a la que habían amado. Y aguardando entre bastidores, niños y niñas designados por su nombre de pila en los documentos judiciales, pequeños Bens y Sarahs atribulados, acurrucados juntos mientras los dioses por encima de ellos luchaban hasta el final, desde el juzgado de Familia hasta el Tribunal Superior y el Tribunal de Apelación.
Toda esta tristeza presentaba temas comunes, había en ellos una semejanza humana, pero seguía fascinándola. Creía que aportaba soluciones razonables a situaciones sin salida. En conjunto, creía en las disposiciones del derecho de familia. En sus momentos de optimismo lo consideraba un indicador importante del progreso de la civilización, porque prevalecían en las leyes las necesidades de los niños sobre las de sus padres. Sus jornadas de trabajo eran completas, y por la noche, últimamente, figuraban en su agenda cenas diversas, algún acto en Middle Temple por un colega que se jubilaba, un concierto en Kings Place (Schubert, Scriabin), y taxis, metro, pasar a recoger ropa de la tintorería, redactar una carta para una escuela especial recomendando al hijo autista de la asistenta, y por último dormir. ¿Dónde quedaba el sexo? En aquel momento, no lo recordaba.
–No llevo la cuenta.
Jack abrió las manos, como demostración de lo que había dicho.
Fiona le había observado mientras él cruzaba la habitación y se servía un trago de whisky, el Talisker que ahora ella estaba bebiendo. En los últimos tiempos él parecía más alto, más desenvuelto. Mientras le daba la espalda ella tuvo un frío presentimiento de rechazo, de la humillación de que la abandonaran por una mujer más joven, de que la relegasen, inservible y sola. Se preguntó si debería acceder simplemente a lo que él quisiera, y luego rechazó la idea.
Él se había vuelto hacia ella con el vaso. No le ofrecía un Sancerre, como solía hacer hacia esa hora.
–¿Qué quieres, Jack?
–Voy a vivir esta aventura.
–Quieres el divorcio.
–No. Quiero que todo siga igual. Sin engaños.
–No lo entiendo.
–Sí lo entiendes. ¿No me dijiste una vez que los matrimonios que llevan muchos años casados aspiran a ser como hermanos? Hemos llegado a ese punto, Fiona. Me he convertido en tu hermano. Es agradable y bonito y te quiero, pero antes de caerme muerto quiero vivir una gran relación apasionada.
Confundiendo el grito ahogado de asombro, quizá de burla, que lanzó Fiona, dijo ásperamente:
–Un éxtasis cuya emoción casi te ciega. ¿Te acuerdas? Quiero un último intento, aunque tú no quieras. O quizá quieres.
Ella le miró, incrédula.
–O sea que ya está.
Fue entonces cuando ella recuperó la voz y le dijo lo idiota que era. Tenía un concepto rígido de lo que era convencionalmente correcto. Que él siempre le hubiera sido fiel, que ella supiera, hacía que su propuesta fuera aún más indignante. O si la había engañado en el pasado lo había hecho de maravilla. Fiona ya conocía el nombre de la mujer. Melanie. No tan lejano del nombre de una forma mortal de cáncer de piel. Sabía que el idilio de Jack con aquella especialista en estadística que tenía veintiocho años podría destruirla.
–Si lo haces habremos terminado. Así de claro.
–¿Es una amenaza?
–Una solemne promesa.
Para entonces ella ya había recobrado la compostura. Y parecía sencillo. El momento de proponer un matrimonio abierto era antes de la boda, no treinta y cinco años más tarde. ¡Arriesgar todo lo que tenían para que él pudiese revivir una vivencia sensual pasajera! Cuando trataba de imaginarse deseando algo semejante para sí misma –su «última aventura» sería la primera– sólo se le ocurría pensar en trastornos, citas, decepción, llamadas telefónicas a deshoras. Toda aquella falacia, el trance de aprender a compartir la cama con otra persona, de inventar nuevas expresiones de cariño. Por último el esclarecimiento necesario, el esfuerzo que exigía ser franco y sincero. Y que nada fuese exactamente lo mismo cuando la intrusa se marchara. No, prefería una existencia imperfecta, la que tenía ahora.
Pero en el diván se alzó ante ella el auténtico alcance del insulto, el hecho de que él estuviese dispuesto a pagar por sus placeres con la desdicha de su esposa. Despiadado. Había visto la determinación de Jack frente a otras personas, casi siempre por una buena causa. Esto era nuevo. ¿Qué había cambiado? Él se había mantenido erguido, con los pies muy separados mientras se servía su whisky de malta, moviendo los dedos de la mano libre al compás de una melodía que escuchaba mentalmente, quizá de alguna canción que había oído con Melanie, no con ella. Herirla sin que le importase: eso era lo nuevo. Siempre había sido un hombre afable, bueno y leal, y la bondad, como demostraba a diario el Tribunal de Familia, era el ingrediente humano esencial. Ella tenía el poder de retirar a un niño de la tutela maligna de un padre o una madre y en ocasiones lo hacía. Pero ¿arrancarse a sí misma de un marido malvado? ¿Cuando estaba débil y desolada? ¿Dónde estaba la protección de su juez?
Le avergonzaba la compasión que otros sentían por ellos mismos, y ahora no iba a sucumbir a ella. Optó por tomarse un tercer whisky. Pero sólo se sirvió una cantidad simbólica, añadió mucha agua y se volvió al diván. Sí, había sido una conversación de la que debería haber tomado notas. Era importante recordar, medir el insulto meticulosamente. Cuando le amenazó con poner fin al matrimonio si él seguía adelante, él se había limitado a repetirse, le había repetido lo mucho que la amaba, que siempre la amaría, que no había otra vida que la que estaban viviendo, que su insatisfacción sexual le hacía muy infeliz, que tenía aquella oportunidad y quería aprovecharla con su conocimiento y, confiaba, su consentimiento. Le hablaba abiertamente. Podría haberlo hecho «a sus espaldas». Sus flacas, implacables espaldas.
–Oh –murmuró Fiona–. Muy decente por tu parte, Jack.
–Bueno, en realidad... –dijo, y no terminó.
Ella adivinó que estaba a punto de decirle que la aventura ya había empezado y no soportó oírlo. No le hacía falta. Lo veía. Una estadística bonita que contaba con la probabilidad cada vez menor de que un hombre volviera con una cónyuge amargada. Vio una mañana soleada, un cuarto de baño desconocido y a Jack, todavía pasablemente musculoso, sacándose por la cabeza, con su típica impaciencia, una camisa blanca de lino limpia, abotonada a medias, y arrojándola al cesto de la ropa sucia, donde quedaba colgada de un brazo antes de deslizarse al suelo. Perdición. Sucedería, con o sin su consentimiento.
–La respuesta es no. –Había ido elevando la voz, como una maestra severa. Añadió–: ¿Qué otra cosa esperabas que dijera?
Se sintió indefensa y quiso poner fin a la conversación. Tenía que aprobar una sentencia antes del día siguiente para su publicación en los Informes del derecho de familia. El fallo que había emitido en el tribunal había ya decidido la suerte de dos colegialas judías, pero había que pulir la prosa, así como mostrar el respeto debido a la piedad con el fin de que constituyese una prueba contra una apelación. Fuera, una lluvia estival repiqueteaba contra las ventanas; a lo lejos, más allá de Gray’s Inn Square, unos neumáticos silbaban sobre el asfalto empapado. Él la abandonaría y el mundo seguiría su curso.
Jack había tensado la cara mientras se encogía de hombros y se volvía para salir de la habitación. Al verle retirarse de espaldas ella experimentó el mismo miedo intenso. Le habría llamado, de no ser por el temor de que él la ignorase. ¿Y qué podía decirle? Abrázame, bésame, ve con esa chica. Había oído sus pasos en el pasillo, cómo se cerraba firmemente la puerta del dormitorio conyugal, y después el silencio que se instauraba en la vivienda, el silencio y la lluvia que llevaba un mes sin escampar.
Primero los hechos. Ambas partes procedían de los segmentos más herméticos de la ultraortodoxa comunidad jaredí del norte de Londres. El matrimonio de los Bernstein fue concertado por sus padres sin ninguna expectativa de disensión. Concertado, no forzado, insistían ambas partes, en un raro acuerdo. Durante trece años todos convinieron, incluidos el mediador, la asistenta social y el juez, en que se trataba de un matrimonio irreparable. La pareja estaba ya separada. Entre los dos, con dificultades, cuidaban de las dos niñas, Rachel y Nora, que vivían con la madre y tenían un frecuente contacto con el padre. La ruptura conyugal había empezado en los primeros años. Tras el parto difícil de la segunda hija, la madre ya no podía concebir a causa de una intervención quirúrgica radical. La dolorosa desavenencia comenzó porque al padre le ilusionaba la idea de tener una familia numerosa. Al cabo de un período de depresión (prolongada, dijo el padre; breve, dijo la madre), ella estudió en la universidad a distancia, obtuvo buenas calificaciones y emprendió una carrera docente en la enseñanza primaria en cuanto la hija más pequeña empezó la escuela. Este arreglo no satisfizo al padre ni a los muchos parientes. Entre los jaredíes, cuyas tradiciones se mantuvieron intactas durante siglos, se suponía que las mujeres debían tener hijos, cuantos más mejor, y ocuparse de la casa. Un título universitario y un trabajo eran dos cosas sumamente infrecuentes. El padre convocó como testigo a una persona respetada, bien situada en la comunidad, que corroboró este criterio.
Tampoco los hombres recibían mucha instrucción. A partir de los doce o trece años se esperaba que dedicasen la mayor parte del tiempo a estudiar la Torá. Por lo general no iban a la universidad. En parte por este motivo, muchos jaredíes eran de recursos modestos. Pero no los Bernstein, aunque lo serían cuando abonasen los honorarios de sus abogadas. Un abuelo copropietario de la patente de una máquina deshuesadora de aceitunas había puesto dinero para un acuerdo conjunto de la pareja. Esperaban gastar todo lo que tenían en sus letradas respectivas, y la juez conocía bien a las dos. En la superficie, la disputa concernía a la escolarización de Rachel y Nora. Sin embargo, lo que estaba en juego era el contexto entero de su educación. Era una pelea por sus almas.
Los niños y las niñas jaredíes se educaban por separado para preservar su pureza. Tenían prohibidas la ropa de moda, la televisión e Internet, así como relacionarse con niños a los que se les permitían estas distracciones. Les vetaban los hogares donde no se observaban las estrictas normas kosher. Costumbres establecidas regulaban todos los aspectos de la vida cotidiana. El problema había empezado con la madre, que estaba rompiendo con la comunidad, aunque no con el judaísmo. No obstante las objeciones del padre, ya había enviado a las niñas a una escuela judía mixta de enseñanza secundaria donde permitían la televisión, la música pop, Internet y el trato con niños no judíos. Quería que sus hijas siguieran en la escuela hasta después de los dieciséis años y que fueran a la universidad si lo deseaban. En su alegato escrito declaraba que quería que sus hijas supieran más cosas sobre cómo vivían otras personas, que fueran socialmente tolerantes y que tuvieran las oportunidades laborales que ella no había tenido, y que al llegar a adultas fuesen económicamente autosuficientes y pudieran encontrar la clase de marido con cualificación profesional que las ayudara a mantener una familia. A diferencia del suyo, que consagraba todo su tiempo al estudio de la Torá y a difundir su enseñanza gratuitamente ocho horas por semana.
Por muy razonable que fuera su caso, Judith Bernstein –una mujer pelirroja de cara angulosa y el pelo crespo, sin cubrir y sujeto por un enorme pasador azul– no era una presencia fácil en el juicio. Sus dedos agitados y pecosos pasaban continuamente notas a su abogada, lanzaba muchos suspiros mudos, ponía los ojos en blanco y fruncía los labios cada vez que hablaba la letrada de su marido, rebuscaba y removía inoportunamente dentro de un bolso desmesurado de piel de camello y sacaba de él, en un momento de desánimo de una larga tarde, un paquete de tabaco y un mechero –objetos sin duda provocativos en el ideario de su marido– y los colocaba uno junto a otro para tenerlos a mano cuando se levantara la sesión. Fiona veía todo esto desde la altura de su asiento, pero fingía no verlo.
El alegato del señor Bernstein pretendía convencer a la jueza de que su cónyuge era una mujer egoísta con problemas «para contener la ira» (en la sección de familia, una acusación muy común, a menudo mutua), que había incumplido sus votos matrimoniales, discutido con los padres del marido y con su comunidad, y que había apartado de ambos a sus hijas. Al contrario, dijo Judith en el estrado, eran sus suegros los que no querían verla a ella ni a las niñas hasta que hubieran vuelto al buen camino y renunciado al mundo moderno, incluidos los medios de comunicación social, y hasta que vivieran en una casa kosher, tal como ellos la entendían.
Julian Bernstein, alto y flaco como uno de los juncos que ocultaron a Moisés de niño, estaba encorvado con aire de disculpa sobre unos papeles judiciales y se mesaba los tirabuzones, ceñudo, mientras su abogada acusaba a su consorte de no distinguir entre sus propias necesidades y las ...

Índice

  1. Portada
  2. 1
  3. 2
  4. 3
  5. 4
  6. 5
  7. Agradecimientos
  8. Créditos
  9. Notas