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Un ejercicio de disenso radical que reúne ensayos sobre temas tan variados como el cuerpo, la experiencia, la redistribución de la renta o YouTube.

Mark Greif, siguiendo la tradición de grandes intelectuales americanos como Lionel Trilling o Susan Sontag, se plantea en este libro un ejercicio de disensión «contra todo» lo que damos por supuesto: ¿por qué hacemos ciertas cosas y no otras? ¿De verdad creemos en lo que hacemos, o solo seguimos un patrón aprendido en el que ni siquiera acabamos de confiar? ¿Y si la sabiduría popular resultara no ser tan sabia? Comenzando por lo más próximo a nosotros, el cuerpo, Greif analiza por qué estamos tan obsesionados por el ejercicio físico y la alimentación; cuáles son las verdaderas razones que accionan nuestra pulsión sexual; cuál la causa de los nuevos hábitos a la hora de tener hijos; qué queremos decir cuando hablamos de «experiencia».

Pero el libro también aborda cuestiones sociales clave a la hora de conformar nuestro mundo futuro: ¿es posible garantizar una renta mínima para todo el mundo y limitar los beneficios de los más ricos? ¿Cuál es nuestro futuro como televidentes y ordenadorvidentes? ¿Por qué cada vez más gente quiere sentir menos y se refugia en ideologías anestésicas para no sufrir? ¿Pueden los Estados Unidos seguir ejerciendo de policía mundial cuando su propia autoridad nacional está tan cuestionada?

Por último, a partir de su crónica personal del movimiento Occupy Wall Street,

Greif nos ofrece una lúcida reflexión sobre cuál ha de ser el papel del filósofo en nuestro mundo, basándose en Thoreau, su pensador de referencia, alguien que supo hacer tabla rasa de las ideas recibidas y observar la vida desde la frescura de un pensamiento auténticamente radical.

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Información

Año
2018
ISBN
9788433938961
Categoría
Sociología

III

RADIOHEAD, O LA FILOSOFÍA DEL POP

A veces me he preguntado por qué hay tan poca filosofía de la música popular. Los críticos de pop hacen reseñas y entrevistas; escriben valoraciones y biografías. Sus críticas dan muchas cosas por sentadas y no formulan las preguntas que me gustaría que respondieran. Todo el mundo repite la idea recibida de que la música es revolucionaria. Bueno, ¿lo es? ¿El pop apoyó la revolución? Decimos que el pop es la música de su tiempo, y podemos fecharla de oído con sorprendente precisión: tal canción es de 1966, de 1969, de 1972, de 1978 o de 1984. Bueno, ¿lo es? ¿De verdad el pop es la música de su tiempo, en el sentido de que representa algún aspecto de la historia exterior además del rumbo de su desarrollo interno? Sé que el pop me provoca algo; todo el mundo dice lo mismo. ¿Qué me provoca? ¿Realmente influye en las creencias o acciones de mi vida interior, allí donde pienso y siento casi todo, o simplemente insinúa cierta fluctuación del estado de ánimo, o un placer evanescente, o el impulso de moverse?
Las respuestas son difíciles no solo porque es complicado pensar en el tema del pop, sino por un acusado sentimiento de vergüenza. La música popular es la forma de arte más viva de la actualidad. Si se les condena a vivir en una isla desierta, lo primero que harían nuestros contemporáneos es escoger qué discos se llevarían; poseemos la idea de qué discos llevarnos a una isla desierta porque podemos pasar sin otras formas de arte, pero no renunciar a las canciones. Las canciones son lo que consumimos en mayor cantidad; es lo que más almacenamos en nuestra cabeza. Pero por mucho que insistamos en la seriedad del valor de la música pop, no creemos lo suficiente en la seriedad de su significado fuera del ámbito de la música, o al menos eso es lo que nos pasa a la mayoría, y no podemos hablar de ello a riesgo de parecer idiotas.
Y todos nosotros, amantes de la música, con el oído afinado precisamente a cierto tipo de sublimidad del pop, enseguida detectamos las pretensiones, la aparatosidad y la hipocresía –cada vez que aspiramos a una crítica más general– precisamente porque percibimos el abismo que hay entre la efectividad de la música y la impotencia y superfluidad del análisis. Lo que significa que no sabemos lo que deberíamos saber de nuestra forma artística más importante. Ni siquiera estamos de acuerdo acerca de cómo la interconexión de la música pop y las letras, más que las palabras pronunciadas sin acompañamiento, cumple una tarea de representación completamente distinta, más dispersa e irresistible que la poesía, y mucho menos meticulosa y digna. Los malos críticos demuestran ignorancia cuando persisten en tratar el pop como si fuera poesía, como ocurre en el todavía creciente aluvión crítico que hay en torno a Bob Dylan.
Si fuéramos a desarrollar una filosofía del pop, deberíamos despejar el campo de muchos obstáculos. Tendríamos que centrarnos en un solo artista o grupo, dejar que la gente sepa que no te has perdido en generalidades y que pongan a prueba tus afirmaciones. Tendrías que proclamar desde buen principio que los músicos eran figuras de verdadera importancia, aunque no lo más de lo más: ni las más vanguardistas, ni las más perfectas, ni las más ejemplares, cosas que evitaría la hostil comparación y sofisticación que pasa por crítica entre los aficionados. Y luego deberías poder tomarte un respiro. Si en una ocasión dijiste que te gustaba tal grupo, ya no habrá necesidad de más valoración; y si se trataba de un grupo cuya música contaba con bastante público, no habría necesidad de biografía ni de ninguna descripción escueta.
Así que pongamos por caso que la banda fuera Radiohead, y permitidme que sea lo bastante necio como para embarcarme en esta discusión. Y si insisto en que Radiohead son «más» todo que cualquier otro músico pop –pues los fans siempre reivindican la superioridad de los grupos que adoran–, que sea porque este grupo, en el cambio de milenio, fue más capaz que otros de plantear una sola pregunta: ¿cómo podría la música pop encarnar una situación histórica concreta?
Radiohead pertenece a la esfera del «rock», y si el rock posee un tema característico –al igual que en la música country son los pequeños placeres en tiempos difíciles (ir tirando) y en el rap es el éxito a la hora de competir (la superación)–, ese tema es la libertad de toda restricción (la liberación). No obstante, la primera cualidad notable de su música es que, aunque su tema pueda ser la libertad, su técnica implica la evocación no de la sensación de libertad, sino de un interminable miedo de baja intensidad.
El temor que encontramos en las canciones es tan detallado y tan omnipresente que parece incorporado a cada verso de la letra y al cielo negro y estrellado de la música que la recubre. Es un miedo que flota en el entorno, no un antagonismo que emana de un solo objeto de autoridad. Es atmosférico más que exclusivo. Es una amenaza que no sorprende a nadie. Fuera hay oyentes, espectadores, coches abandonados con el airbag desplegado, coches asesinos que apagan las luces y vienen hacia nosotros. «Ellos» esperan sin tener nombre propio: voces fantasmales, chasquidos de teléfonos intervenidos, surcos de discos terminados, sonidos de procesado y anonimato.
Un suceso es inminente o ya ha ocurrido, pero nuestros sentidos no pueden percibirlo: «Something big is gonna hapeen / Over my dead body.»8 O es imposible que nada más ocurra, y sin embargo ocurre: «I used to think / There is no future left at all / I used to think.»9 Algo se ha torcido en nuestra manera de conocer los acontecimientos, y el error se filtra a los propios sucesos. La vida se revela en sus representaciones, en el medio común de un lenguaje máquina. («Arrest this man / he talks in maths / he buzzes like a fridge / he’s like a detuned radio.»)10 Se ha abierto una fisura entre el hecho y su representación, y estalla el dique que separa la técnica de lo natural. Esto no pretenden ser afirmaciones de pensamientos sobre sus canciones, ni siquiera sobre las letras, que sobre la página impresa parecen banales; esto es lo que ocurre en sus canciones. Los artefactos técnicos están en la música, situados detrás de nuestros labios, y salen cuando abrimos la boca: en forma de palabras químicas y médicas que sin esfuerzo entran en las letras («poliestireno», «mixomatosis», «polietileno»).
Además del mundo artificial existe en sus letras una iconografía que procede de sombríos libros infantiles: pantanos, ríos, animales, arcas y botes de remo que recorren ambiguos senderos de luz hacia la luna. Dentro de estas letras –y también en el contrapunto musical de campanadas, cuerdas, canciones de cuna– se abre una antigua opinión personal, un deseo desesperado de espacios pequeños y seguros. Promete santuario, un lugar de silencio en el que pensar.
Such a pretty house
and such a pretty garden.
No alarms and no surprises,
no alarms and no surprises,
no alarms and no surprises please.11
Pero cuando las canciones intentan defender lo pequeño y lo seguro, el esfuerzo llega acompañado de altisonantes afirmaciones de poder, que imitan la voz de la aplastante autoridad que debería estar detrás de nuestro universo contemporáneo lleno de temor pero que nunca habla..., aunque las palabras, de alguna manera, nos hablan.
This is what you get
this is what you get
this is what you get
when you mess with us.12
No está del todo claro si esta es una voz comprensiva o una voz exterior..., si está a favor o en contra nuestra. La tarea del grupo, tal como yo entiendo, consiste en intentar aferrarse a la voluntad, para preguntar si ha quedado excluida alguna parte de ella a la que valdría la pena aferrarse, o averiguar adónde irá a parar esa fuerza. Thom Yorke, el cantante, siempre parece en peligro de ser destruido; y luego o bien encauza a los filisteos, o, como si fuera Sansón, se prepara para derribar el templo con él en su interior. De manera que oímos palabras tranquilizadoras doloridas y hermosas, austeras, cristalinas y delicadas, y a continuación violentas denuncias y amenazas de destrucción, hasta que parece que se responden una a otra, como si la violencia exterior se viera atraída hacia dentro:
Breathe, keep breathing.
We hope that you choke,
that you choke.
Everything
everything
everything in its right place.
You and whose army?
We ride–we ride–tonight!13
¿Y la consecuencia? Llegamos aquí a la letra más conocida de Radiohead, que de nuevo resulta banal en la página, y que viene acompañada del estado de ánimo de su música más difícil de describir, expresado en múltiples y repetidas frases breves, clichés, a medida que las palabras pierden su sentido y lo vuelven a recuperar. «Cómo desaparecer por completo», como expresa el título de una canción, pues las palabras parecen expresar un deseo de negación del yo, de alcanzar la nada, la no-existencia:
For a minute there
I lost myself, I lost myself.
I’m not there. This isn’t happening.14
Una descripción de la situación de finales de la década de 1990 podría ser la siguiente: al final del milenio, todos los individuos estaban sentados en un punto de encuentro de órdenes y llamamientos expresados a gritos, la televisión, la radio, el teléfono y el móvil, las vallas publicitarias, la pantalla del aeropuerto, la bandeja de entrada, el correo comercial. Todo el mundo descubrió que vivía en un nudo de la red, que existía sin su consentimiento, que lo conectaba a una serie de voces grabadas, mensajes escritos, sistemas de emisión, canales de entretenimiento y nuestras vías preferidas. Era una cultura de la radiodifusión: una siembra indiscriminada que necesitaba alcanzar solo a unos pocos y que cubría enormes extensiones de nuestra conciencia. Para obtener beneficio, bastaba con que arraigara un mensaje entre diez mil; por lo que los mensajes se diseminaban por todas partes. Vivir en esa red provocaba una sensación determinada, pero, sorprendentemente, en la cultura de la radiodifusión había muy poco que intentara captar esa sensación. Por el contrario, no dejaba de lanzar imágenes de una vida lujosa y sin preocupaciones, canciones de bienestar y libertad, y maravillas tecnológicas, que no se parecían a la vida que llevábamos.
¿Y si te dabas cuenta de que no estabas representado? Era como si uno de los pocos aspectos unánimes de esta cultura fuera que te prohibían quejarte, puesto que si te quejabas eras un ser humano trivial, poca cosa, alguien que malinterpretaba la generosidad y benevolencia del sistema de mensajes. Existía para ayudarte. Ahora bien, si aceptabas las constantes y promiscuas difusiones como normalidad, te encontrabas con mensajes que te hinchaban, te mimaban y te halagaban. Si simplemente afirmabas que toda esa cháchara estaba alterando tu vida, matando tu intimidad o poniendo fin a la capacidad de pensar en silencio, había mensajes alternativos que en un susurro hablaban de humillación, locura, desaparición. ¿Qué clase de chalado necesita silencio? ¿Qué puede haber más inofensivo que unas palabras de consejo? Los mensajes no procedían de alguna parte; no eran importantes, organizados, inteligentes, con intención. Tuya era la elección de cambiar de canal, de no contestar al teléfono, de taparte los oídos, de cerrar los ojos, de cavar un agujero y meterte dentro. Lo cierto es que era tu responsabilidad. Las metáforas en las que la gente intentaba quejarse de esta evolución, mediante la ley ordinaria y la costumbre, eran la contaminación (como en la expresión «contaminación sonora») y el robo (como en «robarnos el tiempo»). Pero todos sabíamos que las intrusiones se experimentaban como algo violento. Violencia física, sin que pudieras devolver el golpe.
¿Y si esta sensación de intrusión violenta persistía? Entonces añadía una nueva dimensión de trivialidad constante y nerviosa a nuestras vidas. De manera irracional vinculaba, en nuestros estados de ánimo y nuestros pensamientos secretos, esas pequeñas irritaciones íntimas con la constante violencia televisada que veíamos. Aquellos que ponían objeciones acababan avergonzándose, porque comparaban el fastidio a la tragedia, y sin embargo percibíamos la semejanza, aunque fuera algo que no se pudiera decir. A lo mejor era porque nuestros nervios poseen una paleta limitada para pintar el miedo. O porque la red cumplía con su deber de responsabilidad cívica enseñándonos las veinticuatro horas noticias de aviones en llamas y coches destrozados y empapados de sangre, víctimas que chillaban, procedentes de todo el mundo, y supuestamente nuestro deber cívico era mirarlas, y, con el añadido de los anuncios, toda esta mezcla de mensajes y horrores aparecía en las pantallas cada vez que, con la excusa de la «responsabilidad de saber», se introducía una televisión en el aeropuerto, el metro, la consulta del médico y cualquier sala de espera. Pero poner cualquier objeción era degradante: ¿quién pretendía hacernos daño? ¿Y no era responsabilidad nuestra saberlo?
De este modo, la gran masa de la población se apiñaba en el sendero de cada radiodifusión, y en realidad no hablaban, sino que les hablaban, recibían pero no podían enviar nada, y sin embargo se les hacía responsables de la nueva Babel. Casi todos los que vivíamos en esta cultura éramos principalmente sufridores o pacientes, y no, tal como solía decirse, «consumidores». No obstante, no teníamos más palabras que «consumo» o «consumismo» para condenar un mundo de violentas intrusiones de mensajes insustanciales, y ninguna manera nueva de nombrar al menos esa cultura o describir la sensación que provocaba estar dentro.
Así que un cierto tipo de música pop podía ofrecer una visión representativa de ese mundo y ser al mismo tiempo uno de sus productos omnipresentes. Un cierto tipo de músico podría reflejar la vaga y sonriente amenaza de acción hostil de este nuevo mundo, su latente violencia practicada por nadie en concreto; un cierto tipo de músico, airado y crítico más que complaciente y risueño, podría representar la experiencia intrusiva, aunque la propia música sería dolorosamente intrusiva, y nos llegaría y la compartiríamos por las mismas vías de intrusión masiva que difundían todo lo demás. La música pop tenía la suerte de ser un arte singularmente desvergonzado y un medio de capital relativamente bajo en su creación, creada por apenas un compositor o escritor o dos y un grupo de entre cuatro y seis miembros, con escasa intrusión externa, hasta que había que poner dinero para la grabación, la distribución y la publicidad. Así, aunque la música también tenía que hacer concesiones, podría convertirse en una forma de queja desvergonzada y de otro modo inexpresable, que captaba lo que uno no podía decir en un debate razonable, y nos llegaba desde tan adentro de la cultura de la radiodifusión que podía representarla con sus propias herramientas.
Ha sido una paradoja histórica que el género pop más dedicado a la idea de la rebelión contra la autoridad haya adoptado una música cada vez más brutal y autoritaria para denunciar las formas de autoritarismo. Un género que celebraba la liberación individual exigía una reglamentación y coordinación crecientes. Esta evolución podía verse de manera más marcada en el rock duro, el metal, el hardcore,...

Índice

  1. PORTADA
  2. PREFACIO
  3. I
  4. II
  5. III
  6. IV
  7. V
  8. VI
  9. VII
  10. VIII
  11. AGRADECIMIENTOS
  12. NOTAS
  13. CRÉDITOS