Narrativas hispánicas
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Narrativas hispánicas

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Narrativas hispánicas

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Publicada por primera vez en tres volúmenes entre 2002 y 2003, El día del Watusi supuso la consagración de Francisco Casavella como uno de los talentos mayores de nuestras letras. Novela inagotable sobre «los cómos, los porqués, los para qués y los y qués» de la transición española, en palabras del autor, su relectura da por buena la imagen casavelliana del novelista como el guía mestizo de los westerns, aquel que se avanza a la tropa, se expresa en un lenguaje extraño y nos avisa de que las cosas no son lo que parecen. Recapitulemos. Barcelona, enero de 1995: a Fernando Atienza, un arribista más bien cómico y en las últimas, le encargan un Informe Confidencial acerca de uno de esos personajes oscuros que frecuentan indistintamente las páginas de tribunales y los ecos de sociedad de los periódicos. En un contexto de disolución de la democracia a golpe de escándalos políticos y financieros y de pequeñas y grandes claudicaciones, Atienza se dispone a repasar la historia de su ciudad y de su país. Pero también la de su vida. Todo empezó el 15 de agosto de 1971, el día en que con su amigo Pepito el Yeyé corrió detrás del Watusi por toda Barcelona para avisarle de que lo buscaban por la violación y el asesinato de la hija del cabecilla del barrio. rancisco Casavella murió repentinamente a los cuarenta y cinco años, en diciembre de 2008, mientras escribía una nueva novela que recuperaba el personaje de Fernando Atienza. Tampoco él había podido abandonar el mundo del Watusi. Y, como el propio Watusi, la gran novela de Francisco Casavella se ha convertido en un auténtico mito. La recuperamos en un volumen, con las últimas correcciones que incorporó el autor y con prólogos de Kiko Amat, Carlos Zanón y Miqui Otero.

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Información

Año
2016
ISBN
9788433936707
Categoría
Literatura

Viento y joyas

1

El día del Watusi fue el 15 de agosto de 1971. Aún no era septiembre y ya habíamos ocupado la portería en la que iba a trabajar mi madre, un sótano próximo al gran templo que bautiza el barrio donde impone su sombra. Toda la ciudad, y no sólo las familias de comerciantes y empleados a los que ella iba a servir, comulgaba en un exagerado afecto por la quimera arquitectónica. Eran incesantes las cuestaciones populares para que ese delirio creciera aún más. «¡Ya tenemos cinco torres! ¡Ya tenemos seis!», exclamaba la población con entusiasmo. Los domingos, gente preparada se cogía de la mano y, en cenefa circular, daba saltos frente al pórtico, mientras sonaban agudos instrumentos de viento y las palomas echaban a volar, disgustadas con el alboroto. El proyecto inacabado, un ejemplo de megalomanía transferido a un colectivo lleno de complejos, ganaba cada tanto en horror, y parecía alimentarse como un vampiro de la esencia de los edificios que lo rodeaban: fábricas con tejado a dos aguas medio hundido, portalones modernistas que se me antojaban un misterio y apenas guardaban descampados, viviendas de inicios de siglo con fachadas teñidas del mismo gris mediocre. En uno de aquellos bloques permanecimos unos años. Sólo había que pasar bajo el rótulo «Portería» y descender en la penumbra por una escalera de caracol hasta una estancia dividida por cortinas de un azul desleído, y tras ellas, una encimera, unas camas y un lavabo mínimo. En el primer descenso a ese vacío descubrimos en la pared, no sin estupor, dos objetos abandonados por los antiguos moradores, la herencia macabra que se transmitían unos ocupantes a otros: una bandeja de plástico con el lema «Quien no ha visto Graná, no ha visto na» y un retrato del Sagrado Corazón que infundía pavor inmediato. La blasfemia del tiempo había abarquillado el rostro de Nuestro Señor para dotarle, al acercar los ojos y negar la boca, de un aspecto muy inquietante. Ante la mala conciencia de mi madre, tuve que ser yo el encargado de abandonar aquella lámina en el hueco de un árbol. Volví a casa mirando en todas direcciones.
La cara de Cristo no era el único estrago en aquel sótano. La profundidad del subterráneo nos impedía ver la televisión u oír la radio; manchas de humedad en la pared representaban un mapamundi completo, y ni mil capas de pintura lograron ocultar el empeño cartográfico de la atmósfera. Durante la época en la que permanecí en el barrio, su templo-dragón, las casas, nuestro sótano, me parecieron un inmenso chiste de cartón piedra, y sin llegar a reconocerlo, porque tenía cosas más importantes en qué pensar y aún no había caído en la esclavitud de la superstición, vivir allí me daba mal fario, el presagio de eternizarme en un árido purgatorio. Mis pensamientos eran ocupados por el quince de agosto, lo que pudo haber ocurrido, lo que ocurrió; aún se mantenían la ansiedad, la lúcida confusión, si eso es posible, de quien penetra en un misterio y, de vuelta a la normalidad, no sabe definir lo que ha visto, falto de palabras, pero también de oportunidades para discutir su revelación. Durante aquellos años no volví por el antiguo barrio, a la montaña, ni tuve noticia alguna de Pepito o de cualquier otro de sus habitantes. Por lo menos, de un modo común. Sólo Juana y Juan vinieron a despedirse al poco de instalarnos con nuestro mobiliario singular –la mesa, el cuadro, la lámpara– y con ellos transitamos un enrevesado camino a través de la efusión y la esperanza una fresca tarde de septiembre en la que, por lo menos ante mí, no se habló del suceso, del día del Watusi, sino del azar. El precio del silencio, el engaño y la amenaza convertidos en azar, cauta voluntad de ser ciegos. «Qué suerte tenéis», nos decían Juana y Juan. Ahora, cuando se había abierto una fábrica cerca de su pueblo, a ellos también les iba a sonreír el destino.
–Ay, a ver si es verdad.
–Ay, qué suerte.
–Más suerte que nunca vamos a tener.
–Ay, hija, es que sin suerte...
–¡La salud y la suerte!
–¡Vamos a brindar por la suerte! –Éste era Juan.
–Espera a que te ofrezcan algo, alampao. –Y ésta, Juana.
–Ay, es verdad, qué tonta, que no he caído. Tengo moscatel y unas galletas de surtido bonísimas. –Y ésta mi madre pronunciando con audaz silabeo el superlativo «bonísimas».
Tras convocar a Fortuna un mareante número de veces, se comentaron las virtudes de todas y cada una de las galletas con refinamiento impostado, roto por las continuas miradas de Juan a la menguante botella y las de Juana a un vestido beis y unos zapatos a juego que mi madre había adquirido en un ataque derrochador con una nueva expresión en la cara.
–¡Ay, bombón-almendra! ¡Qué ricura! –Ésta era Juana, tras un bocado minúsculo y cruzando las piernas en el más puro estilo marquesa de telenovela.
–No te vas a creer lo que cuestan. –Mi madre–: Chica, no sé lo que digo. Qué te importará a ti lo que cuesten...
–Ay, no me lo digas, hija, por tu madre... ¿Y qué cuestan? No, no me lo digas. Aunque lo que me digas, me lo creo. –Juana otra vez.
–¡Y qué bien pensada la presentación! –Éste era Juan–: Mira cómo brilla el papel. Parece una esmeralda.
–Sí, y mira cómo te brillan a ti los ojos. –Juana, abriendo un paréntesis en su finura, para cerrarlo enseguida–: ¿Tú no coges, Fernandito?
–Ya he cogido. –Éste era yo, mirando a Juana cabizbajo, el mentón en el pecho, los ojos apuntando a sus bragas.
–Lo malo –mi madre– es que están tan bien envueltas que no puedes sacar la galleta.
Convencido de que la galleta, muerta de vergüenza, se resistía a dejarse desenvolver, abandoné la reunión y, como muchas tardes a partir de entonces, subí al terrado. Desde allí, no podía distinguir de mi montaña más que la silueta del castillo. Con mi catalejo aún se veía menos; sin embargo, el alcance natural de la vista me permitió descubrir que para la gente de la ciudad el sol se ponía justamente allá. Una hermosa combinación de matices anaranjados de no saber uno que el juego de tonos crepusculares dotaba de un cariz infernal a la mixtura coloreada del vertedero y sobrecogían los fuegos fatuos y los bultos encorvados a la busca. El inútil catalejo quedó abandonado bajo mi cama y desapareció en una nueva mudanza como otros objetos que habían otorgado a mi niñez un aparente sentido de futuro, cuando no eran más que briznas de una infancia sintética. Sólo se salvó por un tiempo mi radio de galena. El melancólico Fernando, sin apenas saludar a las vecinas que subían a tender la ropa, pasó tardes enteras en el terrado escuchando ruidos ininteligibles y mirando la montaña con la sensación de que un vínculo secreto le unía a ella, de que el tiempo no iba a pasar y el resto de los días a partir del 15 de agosto de 1971 eran apéndices mal enhebrados a éste. Seguía viviendo cada episodio de esa jornada con la misma emoción; creía, y no sin motivo, que nunca iba a repetirse un momento como aquél. Me sentía obligado a averiguar por qué el Watusi había muerto en aquel cenagal corrupto de simulaciones, si había muerto, como mi ilusión se iba esforzando en creer, para ofrecernos algo, para que le reconociéramos, para salvarnos, aunque en el momento del hallazgo crucial, como pasa siempre, no hubiésemos sabido reaccionar y comprender. Intento vano; no había modo de verificar las sucesivas hipótesis que me llevaban a esa certeza, y en mi fuero interno sabía que el mero buscar «porqués» era peligroso. Además, no me apetecía habitar la vida real, y como a la misma edad otros chicos juegan a ser hombres, yo jugué a inventar el amigo del héroe en que hubiera podido convertirme: vi el movimiento y la sombra, una sombra como una imposición de manos, y vi el cuerpo en el agua y escuché a Pepito tararear la canción y pintar la W. Eso bastaba.
Las reflexiones fueron concienzudas, y algún impulso, loco. Giraba el tosco dial de la radio buscando una imposible canción del Watusi y sólo escuchaba voces superpuestas y música mora. Necesitaba un motivo para bailar, una canción, y pensar en ella, aunque esos pensamientos siempre concluyeran en lo rotundo de mi estupidez. Porque las iluminaciones fueron disipándose en crepúsculos de humo, en pasiones tristes que no sabía nombrar y en la certidumbre de la voz que me exigía ser un muchacho como los demás. Entretanto, la tarde en que iba a despedirme de la pareja que fue vecina durante años, sofocado por el tedio del sótano, una familiar punzada en el vientre y la incurable tarde de otoño que ensanchaba dolorosamente la respiración, divagué una vez más sobre lo que habría de ser mi ritornelo espiritual, mi amparo y mi cárcel antes de caer rendido por la duda, sentarme contra un muro del terrado y pensar sin vergüenza, hasta la gozosa explosión y la inminente desventura, en Juana, tan cursi esa tarde, cruzando aquellas piernas poderosas.

2

¿Es esto un Informe, Lector?
Década de los veinte: Durante una guardia nocturna, al contemplar en el cielo señales mágicas que resultan ser aviones, un soldado de origen aldeano deserta del ejército español que lucha en Marruecos.
Década de los treinta: El desertor huye a París, donde descubre el baile moderno. Queda más hechizado aún con «el vuelo sincopado sobre cielos de madera» (V. Huidobro) que con los aeroplanos. El encantamiento lo lleva a la vocación, y ésta, a la dedicación exclusiva. Se pasa el día bailando. Primero por nada, luego por unos pocos francos, más adelante por unos francos considerables y el amor de las bellas. Al cabo de unos años, con nombre supuesto y el título de El Rey del Claqué se instala en Madrid, ciudad que le recibe con los brazos abiertos y afectuosas palmadas en la espalda. Al proclamarse la República se convertirá en El Presidente del Claqué. Durante la guerra civil será Camarada Claqué. Su fama, de la mano de la moda impía y conforme a las circunstancias, va menguando. Existen pruebas de que un conocido literato y cineasta francés entabla amistad con el antiguo desertor y éste protagoniza un documental de su nuevo amigo. Al terminar la guerra, Camarada Claqué se exilia con su joven esposa, encinta de siete meses, para localizar al cineasta y promocionarse en los círculos artísticos gracias al documental. La pareja deberá permanecer en un campo de refugiados donde nace el hijo Sin nombre. Estalla la Segunda Guerra Mundial.
Segunda Guerra Mundial: Camarada Claqué, refugiado en un pequeño pueblo de la Francia ocupada, confunde unos aviones de nacionalidad indefinida con señales en el cielo. Fiel a lo que considera una llamada del destino, un cerrarse el círculo que se abriera en la atónita guardia marroquí, sale a la calle desafiando la alarma antiaérea con su hijo en brazos, para mostrar al pequeño los «metálicos pájaros del horizonte» (V. Huidobro) que cambiaron el curso de su vida. Quizá ahora, cuando los tiempos se habían oscurecido tanto, mejorasen la del bebé. Un centinela alemán, confundiendo a Camarada Claqué con un miembro de la Resistencia, y al pequeño envuelto en una toquilla con un arma larga o una bomba, dispara sobre ambos y mueren en el acto. La viuda Claqué espera desolada el fin de la guerra. Cuando ésta termina, la mujer consigue pasar a España. Un año antes, en 1944, el poeta Vicente Huidobro, corresponsal de la emisora La Voz de América en el París liberado, conoce la trágica muerte de Camarada Claqué y, en su crónica diaria, recita emocionado este poema, nunca recogido en antología:
CAMARADA CLAQUÉ ESTÁ MIRANDO EL CIELO
André lo supo esta mañana
entre la confusión del café.
No son niños las bombas
y sí guadañas los hombres
y las calles vacías cuando suena la sirena
de la muerte.
La muerte que no recuerda
el vuelo sincopado sobre cielos de madera,
tango, Cake walk, Black-bottom.
Hablo de Montparnasse hace un milenio.
Yo amé esos bailes,
yo amé los metálicos pájaros del horizonte,
yo amé la vida una vez, americanos.
Y ahora sólo admiro a Camarada Claqué
con su bebé en brazos.
Está mirando el cielo entre la sangre,
el cielo y la sangre:
lo que pudo hacerme humano.
Década de los cuarenta: Antes del final de la guerra, la futura madre del Watusi pasa a España, se instala en Barcelona y vuelve a quedar encinta en circunstancias no aclaradas, pero sin duda comunes. En una fecha desconocida, nace el Watusi. La mala fortuna lleva a que madre e hijo vivan en un grupo de chabolas de la montaña de Montjuïc. Quizá convivan con familiares o gente peor. El hecho de ser padre y madre a un tiempo, perder a su primer hijo y a su marido, tragedias capitales en una sucesión de ellas, hace que esa madre forme al Watusi en medio de la mugre como si se tratara de un príncipe destronado, método didáctico muy discutible. De hecho, al niño se le dice que es hijo de El Rey del Claqué. Cuando el muchacho averigua la verdad, su alma solitaria se anega en confusión y rabia. Dejando aparte esa decisión educativa, poco o nada se sabe de la infancia y primera adolescencia del que con el tiempo iba a ser llamado Watusi. Tampoco se conocen su nombre y apellidos.
Inicio de los sesenta: El adolescente Watusi lleva la vida normal de cualquier delincuente juvenil de su edad. En palabras de un testigo (Topoyiyo) «era más del baile y de las tías y eso», de lo cual se deduce que su vocación obedecía más a una curiosa llamada de la sangre que a la afición criminal del entorno. Un marino de la VI Flota, de probable origen hispano, le enseña la canción conocida como «El Watusi». La euforia que le provoca ese hallazgo consigue que sus compañeros, aficionados a utilizar sobrenombres, le llamen así a partir de entonces. El Watusi adopta el nombre con simpatía y sigue bailando. Esa intuición del vivir ligero se trunca en el incidente conocido como el Lío Grande de la Playa, una pelea entre bandas rivales en la Barceloneta (barrio marítimo). Parece ser que disparó varias veces, y de modo ritual, sobre un elemento de la banda contraria por orden de Celso, un jefe del hampa. El Watusi se ve obligado a huir del país. Se alista en la legión francesa y, tras una breve estancia en ese cuerpo, enlaza con un grupo de soldados de fortuna.
Década de los sesenta: (se distribuye en varios apartados en correspondencia a las estancias en distintos países.)
África: actuación mercenaria en una o varias guerras coloniales. Es muy posible que una de ellas sea la del Congo; aunque lo pintoresco y musical de la palabra hace que los testigos suelan designar con ese nombre el conjunto del África negra.
Nueva York: oficio desconocido. Gran afición por el baile y el sexo opuesto.
Francia: asesino a sueldo de la mafia marsellesa.
Barcelona: tras sus estancias en África y Nueva York y entre los numerosos viajes a Francia, el Watusi pasa temporadas de diversa duración en su ciudad natal. Según unas fuentes, lleva una vida criminal nunca demostrada; según otras, predica la bondad del baile y del sexo como medio de conocimiento. «Radiante. El que cuando camina parece que ya baile y cuando entra por una calle ésa es la calle del Watusi.»
15 de agosto de 1971: Acusan injustamente al Watusi de la violación y asesinato de Julia (se desconocen los apellidos), hija del «capo» suburbial llamado Celso. El Watusi se niega a huir y, posiblemente, a luchar, como si fuese consciente de antemano del día de su muerte. No se arrepiente de un solo instante de su vida. Lo que le impide entablar batalla es la repugnancia frente a la acusación y otro factor que está muy por encima del entendimiento de los testigos. La madrugada del 16, el Watusi es asesinado. Su cadáver aparece flotando en las aguas del puerto franco de Barcelona. Una W trazada con pintura en un muro de contención de la montaña de Montjuïc es el único acto que conmemora su deceso.
Repito lo que quise creer, Lector de este Informe bien pagado, para imaginar el gesto en su cara de rasgos desdibujados. No para inventarla, sino para revelarla. Quizá llegue el momento, llegará, en que el mismo Lector ocupe un papel principal en este Informe. «¿Qué es esto?», dices. Tranquilo, te estoy descubriendo, mientras te digo que, desde...

Índice

  1. Portada
  2. Corriendo tras el Watusi feroz. Meditaciones de un escritor a la sombra de Casavella, o un prefacio-
  3. Watusi 2016, por Carlos Zanón
  4. El día del Watusi
  5. 1995
  6. Los juegos feroces
  7. 1995
  8. Viento y joyas
  9. 1995
  10. El idioma imposible
  11. 1995
  12. Agradecimientos
  13. Todos los redobles entran con el Watusi
  14. Créditos
  15. Notas