II. El ayudante
9
¿Dónde tenía su hotel el comisario? Ir de la rue du Bac al Hôtel Barbicane, en la rue Cardinet, suponía un largo viaje en aquel mundo: habían dado las siete y treinta y cuatro de la tarde, hora fijada ese día por la Kommandantur para el camuflaje de luces, y la Kommandantur también prohibía la circulación de coches no autorizados, si quedaban coches no autorizados sin requisar por la Kommandantur. Calcular en aquellos tiempos a qué hora volvería uno a su casa era un atrevimiento, sobre todo si tenía que cruzar el río de la orilla izquierda a la derecha, y en esa circunstancia se veía el comisario. El porvenir era una cosa poco segura.
–Le llamaré un coche –zanjó Bernard.
Polo acababa de examinar en un cuarto de baño de mármol verde tres navajas barberas no muy cuidadas, con poco uso. No tenía mucha barba Paolo Corpi, y no estaban grabadas sus iniciales en aquellas navajas fabricadas en Solingen. Incluso las iniciales eran entonces un peligro: unas letras bordadas en la camisa podían significarle al usuario la detención fulminante y, tras una sesión intensiva de lo que los alemanes llamaban verschärfte Vernehmung, interrogatorio reforzado, la cárcel, la deportación o, en casos extremos, el pistoletazo, si no coincidían con las iniciales del nombre y el apellido que figuraban en sus papeles. ¿Usaba documentación falsa el propietario de la camisa bordada? ¿Quién le había dado la camisa? ¿A quién se la había robado?
Bernard y Polo volvieron al salón principal y bebieron un último whisky antes de despedirse como dos viejos colaboradores que se reencontraban al cabo de los años. Las cosas parecían más calladas, paralizadas de repente al oír llegar a los dos hombres. En la radio tocaba una orquesta. ¡Salud! Los expedientes se habían revuelto, sepultaban en la mesa el podenco de bronce y el monstruo alado que sostenía un avión. Emergieron tarjetas de salas de variedades y clubs nocturnos, Bobino, Alhambra, ABC, Jockey, Monico, Petit-Casino, Chantilly, Étoile, Tyrol.
–Lamento que no haya encontrado su oro, señor comisario. –Bernard levantó el vaso y Polo lo acompañó en su brindis por el oro perdido. El trago compartido fue muy largo y Bernard sirvió una dosis más de su whisky escocés de Lisboa, apartó del teléfono albaranes y cartas pendientes de contestación, descolgó y marcó un número. Pidió en pocas palabras, en francés, que le mandaran el coche.
¿Había visto antes el comisario al individuo que llegó a recogerlo? ¿Figuraba en uno de los fotogramas de la Sala Wagram positivados en el estudio de la calle Sancti Spiritu? El abrigo, ancho de espaldas y bien cortado, podía haber salido de una de aquellas imágenes de película: se ajustaba bien al cuerpo para el que fue hecho, pero también a la Luger o a la Walther P38, o a las dos juntas, la Luger y la Walther, y a la Smith & Wesson y el Colt, aquella escuadra era muy adicta a lo americano, aunque la única pistola que Polo le conoció a Corpi fue la Ruby de la casa Alkartasuna, salida en préstamo del armero personal del comisario y jamás devuelta a su sitio. Matti Bohle había preferido una Walther P38.
El chófer del Citroën 11 negro no tenía un aspecto menos peligroso que su copiloto, el hombre que acababa de recoger a Polo. Eran dos seres del mismo planeta, con la misma coraza y la misma escafandra: abrigo color antracita, sombrero gris marengo, corbata gris perla y rosa, guantes de piel negra, cigarrillo y humo. Polo ocupó el asiento trasero. En ese momento la protección que le brindaban le pareció preocupante. Dentro del coche las caras de sus acompañantes eran indistinguibles. Brillaba y se apagaba el ascua de los cigarros. Los faros del Citroën iban encapsulados en cajas de metal: proyectaban su luz a través de un corte longitudinal de seis centímetros de ancho y uno de alto, medidas máximas dictadas científicamente por la Kommandantur contra los ataques aéreos enemigos. Los cafés emanaban un resplandor rojo, y Polo, que tenía frío, pensó que hacía una buena noche para que también a él lo tiraran a las vías del tren.
No eran policías: se tapaban demasiado. Los policías exhiben más o menos premeditadamente su poder legal de avasallar, golpear y matar, y los dos marcianos tenían instintos de depredador que oculta su verdadero aspecto y se disfraza de animal incomible o peligroso. Pero sus gestos eran de policías. Se limitaban a lo necesario: movimientos mecánicos sometidos al espacio cerrado de la oficina, el cuartel, el sótano, el calabozo, el coche patrulla, el garito en horas de servicio y después del servicio. Dejaron al comisario en la rue Cardinet, a la puerta del Hôtel Barbicane. Se portaron como taxistas honrados, aunque quizá fueran policías, pensó Polo.
Los negocios más claros de aquellos días eran delito: tráfico de comida, tabaco y bebida, compraventa de cupones falsos y auténticos para conseguir bebida, comida y tabaco, expedición de documentación falsa para conseguir cupones o salir del país. Abundaban tanto los delincuentes que la policía reclutaba a cualquiera, peluqueros, farmacéuticos, pupilos de gimnasio boxístico, periodistas especializados en chantajes, carniceros, masajistas, mecánicos, chatarreros, agentes de seguros, atracadores, corredores de apuestas, abogados, recepcionistas de hotel, pistoleros, contrabandistas de tabaco y alcohol, fugitivos de Italia y de España con patente de antifascistas y carnet de la Gestapo, el Petit Paris, el pequeño París menguante, cada vez más vacío y cada vez con menos espacio, ocupado por la Sûreté, las Brigades spéciales, la nueva Milice française, la Kommandantur del Gran París o Gross Paris alemán, la Geheime Feldpolizei, la SiPo, la OrPo, la KriPo, la Gestapo, el Sicherheitsdienst, los gángsters gestapistas, los soplones. Un policía no es nada sin sus soplones, sus sentidos para percibir a distancia, el olfato, la vista y el oído, eso lo sabía Polo.
Cada uno tiene la compañía que se merece, y Polo no sabía si pensaba en Bernard o en sí mismo, que acababa de compartir coche con aquellos dos seres sin nombre ni lengua. En el viaje al hotel solo abrieron la boca para fumar.
10
El martes 23 lo pasó en blanco, gastó los cupones para alimentos recibidos en la Oficina Española, y decidió irse de París. Dio por perdida para siempre la pistola que mal prestó una vez: si Paolo Corpi había sido Matthias Bohle, estaba muerto, y en su nueva condición espiritual no parecía muy dispuesto a hablar de oro u otros asuntos materiales. Llamó desde el hotel a la Oficina Española para que le consiguieran billetes y salvoconductos. Solo le quedaba coger un tren y volver a España. Una secretaria le dijo que le avisarían cuando tuvieran los billetes. El miércoles 24 lo despertó el teléfono: un tal Monsieur Palma lo esperaba en recepción. ¿Quién era Palma? ¿Qué hora era? No había dormido, no tenía conciencia de haber dormido más de treinta minutos. La noche se le había ido intentando dormir y ahora, cuando acababa de dormirse, lo despertaban a las ocho de la mañana.
Volvió a descolgar el teléfono. Pidió que le subieran a la habitación café, o el sucedáneo que en ese momento pasara por café, y un periódico. El Barbicane no era un gran hotel, pero tenía sus lujos: teléfono y baño en la habitación. Polo entendió que le daban una habitación privilegiada, que le ponían un teléfono cerca no tanto para que lo usara como para controlar sus posibles contactos en París y tenerlo permanentemente a disposición de la Oficina Española. El hotel que te buscaban en París te ofrecía, por otra parte, un informe objetivo de quién eras para tus superiores. La ocupación de los hoteles se ejecutaba conforme al escalafón funcionarial alemán: desde los más altos cargos de la Wehrmacht, los ministerios y la diplomacia del Reich, huéspedes del Majestic, el George V, el Prince de Galles, el Meurice, el Continental o el Lutétia, hasta la tropa de secretarias y secretarios, telefonistas, contables, escribientes, personal médico, profesores de arte, técnicos cinematográficos especializados en propaganda, espías, policías y censores, que paraban en hoteles como el Barbicane. La conquista de Francia era también una masiva operación turística para funcionarios del Reich.
¿Qué hacía Polo en París? Ni Polo lo sabía en ese momento. Había ido a saldar una deuda que no era suya y a buscar una pistola que sí lo fue. Resolvía un asunto privado, de la familia Salas Martialay, no oficial, que, sin embargo, había exigido recurrir a las instancias públicas, al Gobierno Civil de Granada, al Partido, al Ministerio de la Gobernación y al de Asuntos Exteriores. El señor Salas era alguien. Movía dinero. Había movido cuatro o cinco despachos en Granada y en Madrid. Había movido al comisario. ¿Para qué? ¿Para que buscara en un París en guerra cuatro kilos de oro robados en la remota Granada hacía veinte meses? ¿A cambio de qué?
Salas había recurrido al Código Civil para fijar la recompensa que obtendría el comisario en caso de satisfacer el encargo: la que la ley ofrece a los descubridores de tesoros en propiedad ajena, la mitad del botín. Polo no aceptó la oferta. El oro, si aparecía, era un asunto que el industrial del tabaco y el azúcar tendría que resolver con las autoridades competentes. Pero Polo llevaba ocupando más de dos décadas una casa propiedad de los Salas Martialay, familia a la que en cierto modo se sentía vinculado después de tanto tiempo de relación, y se ofreció a localizar a Corpi en París y resolver con él y ante la ley el asunto del oro de la mejor forma que permitieran las circunstancias.
Había sentido un deseo absoluto de salir de la Gran Granada y huir unos días a París, aunque solo fuera el Petit Paris policial en el que había trabajado siete meses, y, confundiendo deseo y deber, asumió el caso como una misión patriótica: si llegaba a recuperar los lingotes, él mismo se ocuparía de depositarlos en manos del Estado en nombre del propietario, Juan Salas Martialay. Algún día el Estado se los restituiría a Salas o a sus herederos, pero Polo renunciaba a los dos lingotes que le ofrecía el industrial. No confesó que le bastaba con salir unos días de donde estaba y acceder a la propiedad de un secreto más de una familia importante –esas cosas, los secretos, siempre son útiles a la larga–, y sobre todo no dijo que aprovecharía la ocasión para saldar una deuda con su amor propio: le repugnaba y avergonzaba que un imberbe como Corpi se hubiera atrevido a desaparecer (aun contra su voluntad o por accidente) con la pistola de un comisario de policía.
Sin descorrer las cortinas para que entrara la luz, con la lámpara encendida, el comisario se bebió en la cama el primer trago de café negro y confirmó su decisión: volver ya a su casa. De la existencia del oro, si aún había oro, en París solo sabían Bernard y él. Siguiendo instrucciones de Salas, en la Oficina Española había justificado su presencia en París por una vieja deuda contraída por el señor Bohle, o Corpi, o como se llamara, con el industrial tabacalero-azucarero. El señor Bohle estaba muerto. Polo, por su parte, consideraba cumplidos su deseo irracional de volver a París y el encargo de Salas: había localizado al supuesto Corpi y había registrado su casa en busca del tesoro perdido. No lo encontró, pero volvía con la noticia de la muerte del jabalí, aunque el cazador que se cobró la pieza hubiera sido un tren.
Cogió Le Matin del día, solo cuatro páginas, en París no sobraba el papel de periódico, pero en tan poco papel cabía una guerra mundial. La gran ofensiva soviética había fracasado definitivamente. Los bolcheviques habían perdido tropas y equipo: 150.000 muertos, 10.594 prisioneros, 1.061 carros blindados, 485 cañones y toda clase de armas. No resistían al oeste de Kursk. Se estrellaban al sur del lago Ladoga ante la resistencia decidida de las tropas alemanas. En el sur y el centro de Túnez formaciones germano-italianas sostenidas por la Luftwaffe libraban duros combates defensivos. Los bombardeos americanos terroristas seguían matando gente en Bretaña. Un ferroviario había muerto en el ametrallamiento de un tren. Polo bebió más café.
Pasó la página. Y en la página 3 vio escritas las palabras que alguien le había dictado a Bernard por teléfono dos tardes antes: Pablo, Diaboli, Claire, tres caballos, vencedores en el hipódromo de Maisons-Laffitte. La voz telefónica que habló con Bernard sabía a las siete y media de la tarde del día 22 el nombre de los ganadores de las carreras del día 23. ¿Apostaba Bernard? Volvió a sonar el teléfono. El señor Palma esperaba en conserjería.
11
Lo vio de espaldas. Era un individuo de su tamaño, del tamaño de Polo, aunque le faltaban casi cuarenta años para ser tan formidable como el comisario.
–¿Palma?
–Señor comisario.
Le faltaba corpulencia, tiempo, autoridad en los hombros, seriedad. Le sobraba incredulidad, el rictus de burla, aunque pareciera un hombre triste en una ciudad triste. Les está tomando el pelo a todos los tontos del mundo, pensó Polo. Era uno de esos que, cuando niños, para no ir al colegio suben el termómetro. Iba bien vestido. Se le veía la buena familia, eso se nota: traje oscuro, chaleco, buen sombrero en la mano, zapatos importantes, incoherente la corbata morada con pintas naranja, incompatible con unos ojos pálidos y apáticos. Son hombres que interesan a las mujeres y no les dejan buenos recuerdos. En el fondo están deprimidos y eso los vuelve poco fiables. Polo se acordó de sí mismo hacía cuarenta años. Palma tenía el pelo muy claro, endeble, de estudiante de matemáticas larguirucho, de abogado sin experiencia. Era abogado. Alguna vez había tenido bufete abierto en Sevilla, o eso decía la tarjeta de visita que le dio y le quitó a Polo. Pero también le habían roto los cartílagos de la nariz, rehecha, desviada, con un agujero más grande que otro, grandes las orejas, muy perfilados los labios, el cuello largo. Lo más combativo eran los arcos superciliares de púgil, las cejas peladas. No llevaba pistola, Polo no necesitaba cachearlo para saberlo, como también sabía que el tal Palma era capaz de abrir una cabeza con un martillo. Según él, lo mandaban del Bureau Espagnol, de la Oficina Española, del consulado, para que asistiera al comisario durante su estancia en París. No desentonaba en el vestíbulo del Hôtel Barbicane: globos de cristal en el techo, lámparas de mesa y de pie, palmeras de interior, veladores, tres tableros de ajedrez, una radio, humo, oficiales alemanes ...