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En ¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor?, su primer libro de relatos, que escribió y reescribió a lo largo de quince años y que le supuso la consagración inmediata, Raymond Carver renovó la forma del relato breve hasta darle proporciones de haiku y sin que esta utilización radical de la elipsis le haga perder ninguna fuerza. Todo lo contrario, los relatos de Carver poseen, quizá precisamente por su mismo carácter fragmentario, una inesperada capacidad de provocar una impresión fortísima, una indeleble conmoción.

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Información

Año
1997
ISBN
9788433938794
Categoría
Literatura

¿QUIERES HACER EL FAVOR DE CALLARTE, POR FAVOR?

Cuando a los dieciocho años iba a marcharse por primera vez a vivir fuera de casa, Ralph Wyman recibió de labios de su padre, director de la Jefferson Elementary School y trompeta solista en la Weaverville Elks Club Auxiliary Band, el consejo de que la vida era un asunto serio de verdad, una empresa que exigía fuerza y determinación en los jóvenes que empezaban a levantar el vuelo, una tarea ardua –era de todos sabido–, pero también gratificante. Tal era la creencia del padre de Ralph Wyman, y así se lo hizo saber a su hijo.
Pero en la universidad las metas de Ralph se hicieron más bien imprecisas. Pensaba que quería ser médico, y pensaba asimismo que quería ser abogado, así que se matriculó en el preparatorio de medicina y también en cursos de historia de la jurisprudencia y de derecho mercantil, hasta que decidió que carecía tanto del desapego emocional necesario para el ejercicio de la medicina como de la capacidad de leer sin tregua ni tasa que requería la carrera de leyes, en especial si tal lectura tenía que ver con la propiedad y la herencia. Aunque siguió asistiendo a clases de ciencias y de temas mercantiles, Ralph se apuntó también a cursos de filosofía y literatura, y un día se sintió al borde de una suerte de descubrimiento trascendental acerca de sí mismo. Revelación que nunca tuvo lugar. Fue en este período –su momento de mayor decaimiento, como lo llamaría después– cuando Ralph creyó casi sucumbir a una depresión nerviosa. Pertenecía a una hermandad de estudiantes, y dio en beber todas las noches. Bebía tanto que llegó a ser una celebridad, y recibió el sobrenombre de «Jackson», en honor del barman de The Keg.
Más tarde, en su tercer año, Ralph sucumbió al influjo de un profesor particularmente persuasivo, el doctor Maxwell. Ralph no lo olvidaría jamás. Era un hombre guapo y atractivo, de poco más de cuarenta años, de modales exquisitos y con un leve acento del sur. Se había educado en Vanderbilt, había estudiado luego en Europa, y más tarde había tenido que ver con una o dos revistas literarias de la Costa Este. Casi de la noche a la mañana –según explicaría Ralph después–, decidió dedicarse a la enseñanza. Dejó de beber con exceso, empezó a concentrarse en el estudio, y en el curso de aquel año fue elegido miembro de la Omega Psi, la hermandad nacional de periodismo. Entró asimismo en el English Club. Y fue invitado a tocar el violoncelo –llevaba ya tres años sin practicar– en un grupo estudiantil de música de cámara que se estaba formando. Incluso se presentó con éxito a delegado del último curso. Y entonces conoció a Marian Ross, una chica pálida, delgada y atractiva que se sentaba junto a Ralph en el seminario sobre Chaucer.
Marian Ross tenía el pelo largo y solía llevar jerséis de cuello alto e iba siempre de un lado para otro con un bolso de piel de larga bandolera. De ojos grandes, parecía captarlo todo al primer golpe de vista. A Ralph le gustaba salir con Marian Ross. Iban a The Keg y a un par de sitios más que todos frecuentaban, pero jamás permitían que el salir juntos –ni su ulterior compromiso el verano siguiente– interfiriera en sus estudios. Eran estudiantes serios, y sus padres respectivos acabaron por dar su aprobación al compromiso. Ralph y Marian hicieron las prácticas de enseñanza en primavera, en la misma escuela secundaria de Chico, y en junio se presentaron juntos a los exámenes de graduación. Y dos semanas después se casaron en la iglesia episcopaliana de St. James.
La noche anterior se habían cogido de las manos y habían jurado preservar la emoción y el misterio del matrimonio, hasta el final de sus vidas.
De luna de miel fueron a Guadalajara, y mientras disfrutaban visitando las iglesias en ruinas y los mal iluminados museos, y dedicando las tardes a comprar y a husmear en la plaza del mercado, Ralph se sentía íntima y secretamente horrorizado ante la miseria y la abierta lujuria que veía por doquiera, y anhelaba regresar a la seguridad de California. Pero la visión que habría de recordar siempre y que más lo turbó no tenía nada que ver con México. Atardecía, anochecía casi, y Marian estaba inclinada hacia delante, inmóvil, con los brazos apoyados sobre la balaustrada de hierro de la casita alquilada, y Ralph subía por el polvoriento sendero que ascendía hasta la puerta. Marian tenía el pelo muy largo, y le colgaba por delante de los hombros, y no le miraba a él sino hacia otra parte, en dirección a algo perdido en la lejanía. Llevaba una blusa blanca y un fular de un rojo vivo al cuello, y Ralph pudo apreciar el vehemente empuje de sus senos contra la tela blanca. Ralph llevaba bajo el hombro una botella de vino oscuro y sin etiqueta, y el episodio entero le trajo a la memoria cierta secuencia fílmica, un momento de honda intensidad dramática en el que Marian podía tener cabida, pero no él.
Antes de salir de luna de miel habían aceptado sendos puestos docentes en una escuela secundaria de Eureka, una pequeña ciudad de la región forestal del norte del estado. Transcurrido un año, una vez seguros de que la escuela y la ciudad eran exactamente lo que deseaban para fijar su residencia, pagaron la entrada de una casa en el distrito de Fire Hill. Ralph tenía la sensación –sin haber pensado nunca en ello realmente– de que Marian y él se entendían perfectamente, o al menos tanto como cualquier pareja. Notaba, además, que se entendía a sí mismo: sabía de lo que era capaz y de lo que no; cuáles eran las metas a las que su mesurada valoración de sí mismo le permitía aspirar.
Sus dos hijos, Dorothea y Robert, tenían ahora cinco y cuatro años. Meses después de nacer Robert, a Marian le ofrecieron un puesto de profesora auxiliar de francés e inglés en el colegio universitario de primer ciclo situado a un extremo de la ciudad, y Ralph siguió en la escuela secundaria. Ambos se consideraban una pareja feliz, y en el firmamento de su matrimonio no había habido sino un solo nubarrón, y lejano ya en el tiempo: el próximo invierno haría dos años. Era algo de lo que no habían vuelto a hablar desde entonces. Pero Ralph pensaba en ello a veces (estaba dispuesto a admitir, de hecho, que pensaba en ello cada día más y más). Cada vez con más frecuencia se presentaban ante sus ojos imágenes pavorosas, ciertos inconcebibles pormenores. Porque se le había metido en la cabeza la idea de que su mujer le había sido infiel una vez con un hombre llamado Mitchell Anderson.
Pero ahora era un domingo de noviembre por la noche y los niños estaban ya dormidos y Ralph, medio adormilado en el sofá, corregía unos ejercicios. De la cocina, donde Marian estaba planchando, le llegaba el suave sonido de la radio, y se sentía enormemente feliz. Siguió con la mirada fija en los ejercicios durante un rato, y al cabo los recogió y apagó la lámpara.
–¿Has acabado, amor? –dijo Marian con una sonrisa cuando vio a su marido en la puerta de la cocina. Estaba sentada en un taburete alto, y dejó la plancha en posición vertical como si hubiera estado esperándole.
–No, maldita sea –dijo, haciendo una mueca exagerada y tirando los ejercicios sobre la mesa.
Ella se rió –con una risa sonora, grata– y le acercó la cara para que la besara, y él le dio un beso fugaz en la mejilla. Luego apartó una silla de la mesa, y se sentó, se echó hacia atrás hasta dejar al aire las dos patas delanteras y la miró. Ella volvió a sonreír, y luego bajó la mirada.
–Estoy medio dormido –dijo él.
–¿Café? –dijo ella, alargando la mano y poniendo el dorso contra la cafetera.
Ralph negó con la cabeza.
Ella cogió el cigarrillo encendido del cenicero, dio unas chupadas mientras miraba hacia el suelo y lo volvió a dejar en el cenicero. Miró a Ralph, y una cálida expresión se dibujó en su semblante. Era una mujer alta y de cuerpo flexible, con generosos pechos, caderas estrechas y grandes y maravillosos ojos.
–¿Piensas alguna vez en aquella fiesta? –preguntó a su marido, sin dejar de mirarle en ningún momento.
Aturdido, Ralph se movió en la silla y dijo:
–¿Qué fiesta? ¿Te refieres a aquella de hace dos o tres años?
Ella asintió.
Él aguardó, y cuando vio que ella no hacía ningún otro comentario, dijo:
–¿Qué me dices de aquella fiesta? Ahora que la sacas a relucir, ¿qué pasó en aquella fiesta? –Y luego dijo–: Bueno, te besó; aquella noche te besó, ¿no es eso? Quiero decir que lo sé, que sé que te besó. Trató de besarte, ¿no es cierto?
–Estaba pensando en ello ahora y te lo he preguntado, eso es todo –dijo ella–. A veces pienso en ello –dijo.
–Bien, lo hizo, ¿no es eso? Vamos, Marian... –dijo.
–¿Piensas alguna vez en aquella noche? –dijo ella.
Él dijo:
–En realidad no. Fue hace mucho tiempo, ¿no te parece? Hace tres o cuatro años. Ahora ya puedes contármelo –dijo–. Estás hablando conmigo, y sigo siendo el viejo «Jackson», ¿te acuerdas? –Ambos se echaron a reír de pronto, al unísono, y de forma igualmente repentina ella dijo:
–Sí. Me besó unas cuantas veces. –Y sonrió.
Él sabía que debía esbozar una sonrisa gemela, pero le resultó imposible hacerlo. Dijo:
–Siempre me has dicho que no llegó a besarte. Que sólo te pasó el brazo por los hombros mientras conducía. ¿Así que en qué quedamos?
«¿Por qué lo has hecho?», decía ella como en un sueño. «¿Dónde has estado toda la noche?», gritaba él, de pie e inclinado sobre ella, con las piernas desmadejadas, con el puño echado hacia atrás para golpear de nuevo. Luego ella decía: «No he hecho nada. ¿Por qué me has pegado?»
–¿Cómo es que estamos hablando de esto? –dijo ella.
–Tú lo has sacado a relucir –dijo él.
Marian sacudió la cabeza.
–No sé lo que me ha hecho pensar en ello. –Se succionó el labio superior y miró al suelo. Luego irguió los hombros y alzó los ojos–. Si me quitas de aquí la tabla de la plancha, cariño, prepararé una taza de algo caliente. Un ron con azúcar. ¿Qué te parece?
–Estupendo –dijo él.
Marian fue a la sala y encendió la lámpara y se agachó para recoger una revista del suelo. Ralph miró sus caderas, que adivinaba bajo la falda escocesa de lana. Marian se acercó a la ventana y se quedó mirando el farol de la calle. Se alisó la falda con la palma de la mano, y luego empezó a meterse la blusa. Ralph se preguntó si ella se estaría preguntando si la estaba mirando.
Después de guardar la tabla de la plancha en su hueco del porche, volvió a sentarse en la cocina, y cuando vio entrar a Marian dijo:
–Bien, ¿qué más pasó entre tú y Mitchell Anderson aquella noche?
–Nada –dijo Marian–. Estaba pensando en otra cosa.
–¿En qué?
–En los niños, en el vestido que quiero comprarle a Dorothea para Pascua. Y en la clase de mañana. Pensaba en cómo va a sentarles un poco de Rimbaud –dijo, y se echó a reír–. Me ha salido sin querer, quiero decir la rima,4 de verdad. Y de verdad, Ralph, no pasó nada más. Siento haber sacado a colación el asunto.
–Muy bien –dijo Ralph.
Se levantó y fue a apoyarse contra la pared, junto al frigorífico, y miró cómo Marian echaba azúcar en dos tazas y luego añadía el ron y revolvía con una cucharilla. El agua empezaba a hervir en el fuego.
–Mira, cariño, el caso es que ha salido a colación –dijo–. Y que sucedió hace cuatro años, así que no veo razón por la que no podamos hablar de ello si queremos hacerlo. ¿Hay alguna?
Ella dijo:
–Pero lo cierto es que no hay nada de que hablar.
Él dijo:
–Me gustaría saber.
Ella dijo:
–¿Saber qué?
–Qué más hizo aparte de besarte. Somos adultos. No hemos visto a los Anderson literalmente hace años, y lo más probable es que no volvamos a verlos nunca, y la cosa sucedió hace mucho tiempo, así que ¿qué razón puede haber para que no hablemos de ello? –Al concluir se sintió un tanto sorprendido ante el timbre discursivo de su voz. Se sentó y miró el mantel, y luego alzó los ojos y volvió a mirar a Marian–. ¿Y bien? –dijo.
–Bien –dijo ella con sonrisa traviesa, ladeando la cabeza como una chiquilla, recordando–. No, Ralph, de veras. Preferiría no seguir con esto.
–¡Por el amor de Dios, Marian! Ahora hablo en serio –dijo, y comprendió ...

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  1. PORTADA
  2. GORDO
  3. VECINOS
  4. ¡HABRASE VISTO...!
  5. NO SON TU MARIDO
  6. ¿ES USTED MÉDICO?
  7. EL PADRE
  8. NADIE DECÍA NADA
  9. SESENTA ACRES
  10. ¿QUÉ HAY EN ALASKA?
  11. ESCUELA NOCTURNA
  12. RECOLECTORES
  13. ¿QUÉ HACE USTED EN SAN FRANCISCO?
  14. LA ESPOSA DEL ESTUDIANTE
  15. PÓNGASE USTED EN MI LUGAR
  16. JERRY Y MOLLY Y SAM
  17. ¿POR QUÉ, CARIÑO?
  18. LOS PATOS
  19. ¿QUÉ TE PARECE ESTO?
  20. BICICLETAS, MÚSCULOS, CIGARRILLOS
  21. ¿QUÉ ES LO QUE QUIERE?
  22. SEÑALES
  23. ¿QUIERES HACER EL FAVOR DE CALLARTE, POR FAVOR?
  24. NOTAS
  25. CRÉDITOS