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La publicación de "Cabeza de turco" provocó una auténtica conmoción en Alemania, donde en pocos meses se vendieron más de dos millones de ejemplares, convirtiéndose en el mayor best-seller de la posguerra, un verdadero fenómeno sociocultural. Durante dos años, Günter Wallraff abandonó su identidad y mediante lentillas oscuras, una peluca, bigote, utilizando un alemán rudimentario se transformó en Alí, un inmigrante turco dispuesto a hacer los trabajos más duros, más insalubres, más peligrosos para poder sobrevivir. Así, con sueldos de miseria y condiciones escandalosas, trabaja sin respiro en una hamburguesería McDonald?s, de bracero en una granja, de obrero de la construcción sin papeles ni contratos, lo utilizan como cobaya de la industria farmacéutica, investiga la postura de la Iglesia católica y de las sectas, efectúa limpiezas sin protección alguna en las entrañas de las refinerías metalúrgicas, hace de chófer de un traficante de esclavos, forma parte de un comando suicida reclutado para reparar una avería en una central nuclear.

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Información

Año
2006
ISBN
9788433936509
Categoría
Literatura

En la suprema inmundicia

o «fuera de la ley»

Creo que no es posible lograr transformaciones serias sin meterse, de algún modo, en la inmundicia.Toda acción «desde fuera» me inspira una terrible desconfianza, pues corre el peligro de no ser otra cosa que un huero parloteo.
Odile Simon, Diario de una obrera de fábrica.
Yo (Alí) intento directamente obtener un puesto en las fábricas Jurid (elaboración del amianto, revestimientos para frenos) en Glinde, cerca de Hamburgo. Mis amigos turcos me informan de que los puestos de trabajo más perjudiciales para la salud se los dan preferentemente a los turcos. Según estos amigos, las severas medidas de seguridad que rigen para la fabricación del amianto no están aquí en vigor. El polvo filamentoso –que provoca el cáncer y la muerte– alcanza un alto nivel de actividad en la atmósfera. Muchas veces no se utilizan las máscaras antipolvo fino. Conozco a algunos antiguos trabajadores que después de un año y medio o dos de trabajar allí resultaron con graves lesiones bronquiales y pulmonares y, en la actualidad, luchan –hasta el momento sin éxito– porque se reconozcan tales daños a la salud como enfermedad laboral.
El único problema es que en estos momentos hay un parón en la contratación de empleo. Alguno que otro, sin embargo, ha conseguido colocarse, gracias al soborno a ciertos jefes de obra o a «regalos», como una alfombra turca auténtica o una valiosa moneda de oro. Me había ya agenciado en un comercio de numismática mi correspondiente y supuesto tesoro familiar en forma de una moneda de oro proveniente del antiguo imperio otomano cuando, por azar, me topo con algo mucho más adecuado. Me entero de que la planta siderúrgica August Thyssen (ATH), de Duisburg, desde hace ya tiempo está suprimiendo personal fijo de plantilla y, a través de subempresas, da empleo a obreros alquilados, los cuales le resultan más baratos, mejor dispuestos y de mayor rapidez de contratación y despido. Desde 1974 han sido despedidos, en números redondos, 17.000 trabajadores fijos, y muchas de las tareas que anteriormente realizaban son llevadas ahora a cabo por hombres provenientes de las subempresas. Solamente en Duisburg, Thyssen tiene contrato con un total de cuatrocientas de dichas empresas. Conozco a un obrero turco de veintisiete años que fue colocado a través de la oficina de trabajo de la subempresa Adler. Adler, según me entero, vende trabajadores a la empresa Remmert, y ésta, a su vez, a la ATH. El trabajador denuncia condiciones de trabajo y métodos de explotación que –sólo relatados y no vividos y probados– jamás serían creídos; a lo sumo, serían remitidos a los tiempos del más tenebroso capitalismo primitivo. ¿ Por qué, sin embargo, ir tan lejos, cuando el mal lo tenemos tan cerca?
Levantarse a las tres de la madrugada para estar a las cinco en el punto de reunión de la firma Remmert, trayecto por la autopista Oberhausen-Buschhausen. Remmert es una empresa en expansión. En el verde y moderno letrero de la firma se lee «Prestación de servicios». Remmert realiza labores de limpieza de todo tipo.
Polvo fino y polvo grueso, materias grasas y limpieza de filtros en Thyssen, Mannesmann, MAN y donde sea. Sólo el parque de vehículos de la empresa Remmert está valorado en siete millones de marcos. La firma Adler está, a su vez, integrada en Remmert. Como el juego de muñecas rusas. Adler nos vende a Remmert y éste nos alquila a Thyssen. La suma global que Thyssen paga –de 35 a 80 marcos por hora y hombre, según la tarea y si se trata de polvo, porquería o primas de peligrosidadse la reparten los socios del negocio. Lo que Adler paga a los currantes es una limosna de entre cinco y diez marcos.
Con frecuencia tanto obreros de Remmert como de Adler son empleados también de forma fija en la producción por parte de Thyssen, en cuyo caso trabajan –por ejemplo en la coquería– con los de Thyssen. Además, Remmert alquila a la gran industria más de seiscientas mujeres de la limpieza en diversas ciudades de la República Federal.
Un capataz está de pie delante de un microbús desvencijado, listo para iniciar la marcha, y apunta nombres en una lista.
–¿Nuevo? –me pregunta (a mí, Alí), en tono seco y cortante.
–Sí –es mi respuesta.
–¿Has trabajado ya aquí? –No tengo claro si la respuesta puede ser beneficiosa o contraproducente para mi empleo, por lo que, prudentemente, me encojo de hombros– ¿No has entendido? –insiste.
–Nuevo –devuelvo el santo y seña.
–Te vas con los compañeros en el microbús –dice, señalando hacia un destartalado Mercedes.
Eso fue todo. Así de sencillo es emplearse en una de las más modernas plantas siderúrgicas de Europa. Nada de papeles, ni tan siquiera me preguntan por mi nombre. Tampoco mi nacionalidad parece, por lo pronto, suscitar el menor interés en esta empresa internacional de categoría universal. Lo que, desde luego, me conviene.
En el interior del carromato se apretujan nueve extranjeros y dos alemanes. Los dos alemanes se han acomodado en el único asiento fijo. Los compañeros extranjeros están sentados en el frío suelo metálico del vehículo embadurnado de aceite. Yo me coloco entre ellos y ellos se aprietan entre sí. Un muchacho de unos veinte años me pregunta en turco si soy compatriota. Yo contesto en alemán, «nacionalidad turca». Pero añado que me crié en Grecia (El Pireo) con mi madre griega.
–Mi padre era turco, abandonó a mi madre conmigo cuando yo tenía un año.
Esta historia es la que me permite no tener prácticamente ningún conocimiento del turco. Es algo que suena verosímil, y, en efecto, el cuento aguantó durante la totalidad del siguiente medio año que duró mi trabajo en Thyssen. Si me preguntan (a mí, Alí) por el lugar donde pasé mi infancia, siempre puedo decir algo acerca de El Pireo. Lo cierto es que estuve allí encarcelado dos meses y medio durante la dictadura militar fascista de 1974. En una ocasión me sentí desconcertado cuando unos compañeros turcos querían saber a toda costa cómo suena la lengua griega. En esta situación me ayudó el error cometido en mis años escolares, cuando en vez de francés elegí el griego antiguo. Aún hoy me sé de memoria trozos de la Odisea: «ándra moi énepe moúsa...».5
No produce extrañeza, pese a que el griego antiguo está mucho más lejos del griego moderno que el antiguo alto alemán respecto al habla alemana de nuestros días.
Abarrotado, traqueteante y dando tumbos, el microbús se pone en marcha. Una banqueta se ha soltado de su anclaje, y en las curvas da repetidos golpes contra los compañeros extranjeros sentados en el suelo. Algunos de ellos se caen encima de otros. La calefacción no funciona y la puerta trasera, que no cierra bien, está sujeta con alambre. Si al producirse un frenazo alguien es lanzado contra ella, cabe la posibilidad de que ceda y la persona caiga despedida a la carretera. Vapuleados y muertos de frío, al cabo de quince minutos termina para nosotros nuestro viaje fantasmal ante el portón número 20 de Thyssen. Un jefe de cuadrilla me extiende una tarjeta para fichar y un guardia jurado de Thyssen me da un salvoconducto de jornada. Mi nombre le escandaliza: «Esto no es un nombre, es una enfermedad. Esto no hay quien lo escriba.» Tengo que deletreárselo varias veces: S-i-n-i-r-l-i-o-g-l-u. Pero él acaba apuntándolo equivocadamente, «Sin-nolokus», y lo pone en el renglón de los nombres de pila, amén de convertir mi segundo nombre de pila, Levent, en apellido. «¡Pero cómo se puede tener un nombre así!», exclama, y no se tranquiliza hasta el final, pese a que su propio nombre, «Symanowski», o cualquier otro por el estilo, sin duda habría planteado también dificultades para un turco, además de hacer pensar en ascendencia polaca. A los trabajadores polacos emigrantes que durante el pasado siglo fueron llamados a la región del Ruhr se les hizo, por lo demás, el mismo vacío y se los apartó en guetos como hoy día a los turcos. Hubo ciudades en la región del Rhur en las que más del 50% de sus habitantes eran polacos, quienes durante largo tiempo conservaron su lengua y su cultura.
Comoquiera que en el momento de fichar tengo alguna dificultad, un obrero alemán que se ha visto retenido unos segundos por mi causa me hace el siguiente comentario: «¡A vosotros en África seguro que os estampan el sello en la cabeza!»
Mehmet, el compañero turco, viene en mi ayuda y me enseña cómo se introduce correctamente la tarjeta. Me doy cuenta de que los demás compañeros extranjeros se dan también por aludidos por el comentario del alemán. Lo percibo en sus miradas humilladas y de resignación. Ninguno se atreve a replicar nada. Una vez más soy testigo presencial de cómo estas gentes, ante las más graves ofensas, disimulan y hacen como si no las hubieran oído. Sin duda ello obedece también al temor de provocaciones de pelea, pues la experiencia enseña que en tal caso, y por regla general, los extranjeros son presentados como los únicos culpables y, con tal pretexto, les dejan sin sus puestos de trabajo. De ahí que prefieran tolerar los agravios cotidianos y hagan oídos sordos para no dar pie a ningún pretexto.
De nuevo se nos zarandea a través de la ciudad fabril y al poco rato se nos descarga del vehículo en un área de contenedores. Todas las mañanas se nos deja aquí a la intemperie, de pie, en medio del más horroroso de los fríos, de la lluvia o de la nieve, hasta que aparece el sheriff en el Mercedes, un inspector general, fornido y corpulento, quien, sin embargo, no mueve ni un sólo dedo y cuya presencia allí no tiene otra finalidad que la de distribuir, azuzar y controlar a «su gente». Zentel, entre treinta y treinta y cinco años, empleado de plantilla en Remmert, de vez en cuando es invitado a las fiestas de Adler, de quien se le considera hombre de confianza y confidente. Son ahora las seis de la mañana pasadas. Nuevos compañeros descienden de otros vehículos de Remmert. Tiesos de frío, temblamos en la oscuridad. El contenedor es un lugar de almacenaje de herramientas, carretillas, palas, picos, aparatos neumáticos y aspiradoras. No queda sitio para nosotros.
A nuestro alrededor escuchamos bufidos, gemidos, silbidos y bramidos que nos llegan desde las fábricas en sucesivas oleadas. Desde allí no es posible ver ningún trozo de cielo digno de tal nombre, sino sólo las rojizas convulsiones de las nubes. De las altas chimeneas sale una luz azulada y flamígera. Una ciudad fabril hecha de humo y hollín que se propaga y adentra en la barriada de viviendas que la rodea. Su eje longitudinal se extiende a más de 20 km de largo, y su anchura alcanza los 8 km.
Nuestro grupo se agita. El sheriff, con su vestimenta kaki semejante a la de un mercenario, ha bajado un poco la ventanilla de su Mercedes y vocea los nombres para pasar lista. Cada día hace una nueva distribución de las cuadrillas. Cada vez se las reúne de forma diferente. De esa manera nunca puede establecerse un grupo sobre una base de confianza. Continua e irremediablemente se produce una nueva mezcolanza, como también las rivalidades y las luchas por la preeminencia. Quizá ello responda a un proceder irreflexivo o al simple capricho, pero quizá también se trate de un cálculo deliberado. En un grupo en el que nadie conoce bien a nadie difícilmente puede lograrse una acción solidaria, pues prepondera la competencia, la desconfianza y el recelo recíproco.
Mi nombre es pronunciado. Alguien me da un fuerte tirón de oreja por detrás. Es el jefe de cuadrilla, quien de ese modo quiere darme a entender en qué grupo debo integrarme. Al hacerlo ofrece (a mí, Alí) una mueca sonriente cuyo probable significado es el de que no actúa de mala fe, aunque mi primera impresión es la contraria. Somos tratados como animales domésticos o de laboreo.
Nos depositan en una torre de extracción y, en la penumbra, subimos varias plantas con nuestras palas, picos, carretillas y taladradoras neumáticas para destripar terrones caídos de las cintas transportadoras y adheridos entre sí. El viento no para de soplar a di...

Índice

  1. Portada
  2. La metamorfosis
  3. Ensayo general
  4. Primeros pasos
  5. Materia prima: el espíritu
  6. Comer es una delicia o La última inmundicia
  7. La obra
  8. Conversión o «Decapitación sin bendición»
  9. El entierro o el vivo al hoyo...
  10. En la suprema inmundicia o «fuera de la ley»
  11. El experimento
  12. La promoción
  13. Asamblea de empresa
  14. La radiación
  15. El encargo o colorín colorado...
  16. Notas
  17. Créditos