El Imperio
  1. 360 páginas
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Información del libro

El autor nos ofrece un fascinante relato de recuerdos y exploraciones de la Unión Soviética absolutamente imprescindible, un fascinante reportaje polifónico, uno de los grandes libros de la década. Kapuscinski realizó entre 1989 y 1991 un largo viaje por los vastos territorios de la Unión Soviética. En esos años decisivos, cuando el imperio presentaba ya síntomas de derrumbe, este implacable e incisivo cronista de su siglo visitó quince repúblicas y habló con cientos de ciudadanos acerca de las extraordinarias experiencias que les había tocado en suerte vivir, y el terror del cual estaban saliendo. Este libro es el producto de una carrera contra el tiempo para atrapar la memoria de los anónimos protagonistas de la Historia antes de que los terribles y pasmosos acontecimientos de esos años entren para siempre en el pasado.

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Información

Año
2006
ISBN
9788433939807
Categoría
Sociología

A vista de pájaro

(1989-1991)

LA TERCERA ROMA
En la primavera de 1989 y movido por la avalancha de informaciones que llegaban de Moscú, pensé: Merecería la pena darse una vuelta por allí. Muchos me empujaban en la misma dirección, pues Rusia, cuando se mueve, empieza a interesar a mucha gente. Y precisamente había llegado el tiempo en que la curiosidad y la expectativa de algo extraordinario se adueñaron de todo el mundo. Fue entonces, en los últimos ochenta, cuando se sintió que el mundo entraba en la época de un gran cambio, de una transformación tan profunda y decisiva que nadie iba a escapar de ella, ningún país ni Estado, de modo que tampoco lo evitaría el último imperio sobre la tierra: la Unión Soviética.
En nuestro planeta se había empezado a crear un clima favorable para la democracia y la libertad. En todos los continentes, las dictaduras iban cayendo una tras otra: Obote en Uganda, Marcos en Filipinas, Pinochet en Chile. En América Latina, despóticos regímenes militares iban perdiendo el poder en favor de otros civiles, más moderados, y en África, los casi omnipresentes hasta entonces sistemas de partido único (por regla general, grotescos y corruptos) se desmoronaban y abandonaban el escenario político.
Sobre el fondo de ese nuevo y prometedor panorama del mundo, el sistema estaliniano-brezhneviano de la URSS aparecía cada vez como más anacrónico, como una antigualla decadente e improductiva. Pero era un anacronismo que seguía conservando su inmenso poderío. La crisis que sacudía al Imperio era seguida por el mundo con gran interés, aunque también con inquietud: todos eran conscientes de que se trataba de una potencia que disponía de armas de destrucción masiva capaces de aniquilar el planeta entero. No obstante, ese panorama tan lúgubre y atemorizador no ahogaba la alegría y el alivio universales de que el comunismo llegaba a su fin y, además, de una manera definitiva e irreversible.
Los alemanes dicen Zeitgeist, espíritu de la época. Pues fascinante, trascendente y prometedor es el momento en que aquel espíritu de la época, que ha estado dormitando apático e inerte, cual pájaro aferrado a una rama bajo los chuzos de una lluvia torrencial, de pronto y sin un motivo aparente (al menos un motivo que pudiera explicarse sólo por causas racionales) levanta un vuelo audaz y lleno de júbilo. Todos oímos aquel alborozo que estimula nuestra imaginación y nos infunde energías: empezamos a actuar.
Si consigo lograrlo –hago planes en 1989– me gustaría recorrer toda la URSS, las quince repúblicas de la Unión (eso sí, no me hago ilusiones de poder llegar a todas las cuarenta y cuatro regiones, unidades territoriales y repúblicas autónomas, pues para ello sencillamente no me bastarían los años que me quedan de vida). Los puntos más extremos de este viaje serían los siguientes:
en el oeste: la frontera con Polonia, Brest;
en el este: el Pacífico (Vladivostok, Kamchatka o Magadán);
en el norte: Vorkutá o Tierra Nueva;
en el sur: Astara (frontera con Irán) o Termez (frontera con Afganistán).
Un buen trozo de mundo. La superficie del Imperio supera los veintidós millones de kilómetros cuadrados y sus fronteras terrestres se extienden a lo largo de cuarenta y dos mil kilómetros, más que el ecuador.
Teniendo en cuenta que, allí donde fuera técnicamente posible, las fronteras en cuestión siempre fueron (y siguen siendo) protegidas por espesas vallas de alambre de espino (vi esos enjambres en las fronteras con Polonia, China e Irán) y que dicho alambre, debido a lo fatal del clima, se estropea muy deprisa, y que hay que cambiarlo a menudo en cientos, mejor dicho, en miles de kilómetros, podemos dar por sentado que gran parte de la metalurgia soviética no es sino la industria dedicada a la fabricación de alambre de espino.
Después de todo, ¡la cosa no acaba en las fronteras! ¿Cuántos miles de kilómetros de alambre se usaron para vallar el archipiélago Gulag? ¡Aquellos cientos de campos de trabajos forzados, de etapas y cárceles desparramados por todo el territorio del Imperio! ¿Cuántos más miles de kilómetros se gastaron en cercar polígonos de artillería, de carros blindados y de armas nucleares? ¿Y las alambradas de los cuarteles militares? ¿Y las de toda clase de almacenes?
Si multiplicamos todo esto por los años de la existencia del poder soviético, no nos resultará difícil contestar a la pregunta de por qué en las tiendas de Smolensk u Omsk no hay manera de comprar una azada o un martillo, y ya no digamos un cuchillo o una cucharilla: no hay materia prima para fabricar tales objetos; se ha gastado toda en la producción de alambre de espino. ¡Pero la cosa tampoco acaba ahí! En fin de cuentas, toneladas de este alambre tuvieron que transportarse –en barcos, por ferrocarril, en helicópteros, en camellos, en trineos tirados por perros– a los lugares más remotos, a los rincones más inaccesibles del Imperio para después descargarlo, desenrollarlo, cortarlo y fijarlo. No es difícil imaginarse las interminables reclamaciones –por teléfono, por telégrafo o por carta– de comandantes de puestos fronterizos, de comandantes de lagers y de directores de cárceles pidiendo nuevos envíos de toneladas de alambre en su celo previsor de hacer acopio del mismo para el caso de que faltase en los almacenes centrales. Y por otro lado, tampoco es difícil imaginarse aquellos miles de equipos y comisiones de control recorriendo el Imperio de punta a punta con el fin de verificar si todo quedaba cercado como debía, si las vallas tenían bastante altura y espesor, si la maraña de las alambradas era lo suficientemente tupida como para que ni un ratón pudiese escurrirse a través de ella. También es fácil imaginarse las llamadas telefónicas de Moscú a sus subordinados en provincias, llamadas que entrañan la alerta y la constante preocupación que se encierra en la pregunta: ¿Seguro que todos estáis allí bien alambrados? Y he aquí que los hombres, en vez de construirse casas y hospitales, en vez de arreglar instalaciones de agua y electricidad, que no paraban de estropearse, durante años y años estaban ocupados (por suerte no todos) en alambrar su Imperio, en el interior y de cara al exterior, a escala local y a escala estatal.
La idea de hacer tan largo viaje surgió a raíz de la lectura de informaciones sobre la perestroika: casi todas procedían de Moscú. Incluso cuando se trataba de acontecimientos en lugares tan remotos como Jabárovsk, también se escribían desde Moscú. Mi alma de reportero se rebelaba. En aquellos momentos algo me empujaba a Jabárovsk; quería ver con mis propios ojos qué ocurría allí. Era una tentación tanto más irresistible cuanto que, al estar ya familiarizado un poco con el Imperio, sabía hasta qué punto Moscú difería del resto del país (si bien no en todo) y que enormes extensiones de la superpotencia no eran sino una ilimitada terra incognita (además también eran terra incognita para los habitantes de Moscú).
Sin embargo, enseguida me asaltaba la duda: ¿tendría razón? Acababa de recibir el último libro del gran historiador Natan Eidelman, publicado a principios de 1989 y titulado Revolución desde arriba en Rusia. El autor contempla la perestroika como uno más de los puntos de inflexión en la historia de Rusia y recuerda que en aquel país todo punto de inflexión, todas las revoluciones, sublevaciones y revueltas, siempre se llevaron a cabo por voluntad del zar, del gensek,4 del Kremlin (de San Petersburgo). La energía del pueblo ruso, dice Eidelman, nunca se ha descargado en iniciativas salidas desde abajo, sino en el cumplimiento de la voluntad de la cúpula gobernante.
Léase: la perestroika durará tanto cuanto el Kremlin permita que dure.
De modo que tal vez fuera mejor ir a Moscú, estar cerca del Kremlin y desde allí observar los sismógrafos, termómetros, barómetros y mangas que indican la dirección y la fuerza del viento, todos ellos colocados estratégicamente alrededor de sus murallas, dado que la kremlinología recordaba más a la meteorología que al conocimiento de la historia y la filosofía.
Otoño de 1989. Primer encuentro con el Imperio después de años. Estuve aquí por última vez hace más de veinte, a principios de la era Brézhnev. La era Stalin, la era Jruschov, la era Brézhnev. Y antes: la era de Pedro I, Catalina II, Alejandro III. ¿En qué otra parte del mundo la personalidad del soberano, los rasgos de su carácter, sus manías y fobias imprimen una huella tan profunda en el curso de la historia del país, en sus momentos de esplendor y decadencia? De ahí el atento interés con el que siempre se han seguido, en Rusia y en el mundo, los humores, las depresiones y los caprichos de cada uno de los zares y genseks; ¡cuánto dependía de ellos! (Mickiewicz sobre Nicolás I: «El Zar se sorprende; de miedo mueren los petersburgueses, / El Zar se enfada; de miedo mueren sus cortesanos; / pero crecen los ejércitos, de quien Dios y la fe / es el Zar. Zar irascible: moriremos, ¡alegraremos al Zar!»)
El zar era considerado Dios, además en el sentido estricto de la palabra. Durante cientos de años, a lo largo de toda la historia de Rusia. Sólo en el siglo XIX se promulgó un ucase imperial ordenando quitar los retratos del zar de las iglesias ortodoxas. ¡Un ucase del zar! Sin él nadie habría osado tocar el retrato icono. Incluso Bakunin, ese anarquista y agitador, jacobino y dinamitero, llama al zar «el Cristo ruso». Si los zares se erigen en enviados de Dios, Lenin y Stalin se erigen en abanderados del comunismo mundial. Ellos también son unos ungidos. Sólo después de la muerte de Stalin empieza el lento proceso de laicización del poder del Supremo. Laicización, y, con ella, una paulatina limitación de la omnipotencia, lo que será causa de posteriores quejas de Brézhnev. Al criticar en el otoño de 1968 a Dubcek y su gente, que querían reformar el sistema reinante en Checoslovaquia y con ello sólo lograron que los invadieran los tanques soviéticos, Brézhnev se quejaba: «Creíais que porque teníais el poder ya podíais hacer lo que os viniese en gana. ¡Craso error! Ni siquiera yo puedo hacer lo que me gustaría; apenas si puedo llevar a la práctica una tercera parte de lo que quisiera hacer realidad» (Zdenék Mlynár: Frío del Este).
El aeropuerto, control de pasaportes. En la ventanilla, un soldado joven del servicio de fronteras. Empieza el concienzudo examen del pasaporte: lo hojea, lo mira, lo lee, pero, sobre todo, busca la fotografía. ¡Por fin, aquí está! El soldado contempla la fotografía y me mira a mí, la fotografía y a mí, la fotografía y a mí. Algo no le cuadra. ¡Quítese las gafas!, ordena. La fotografía y a mí, la fotografía y a mí. Pero veo en su rostro que ahora, sin gafas, le cuadra menos aún. Advierto concentración en sus ojos claros y noto lo febrilmente que su cerebro se ha puesto a trabajar. Creo adivinar en qué trabaja: busca al enemigo. El enemigo no lleva escrita en la frente su condición, todo lo contrario: el enemigo va enmascarado. La misión, por lo tanto, consiste en desenmascararlo. Ésta es la habilidad en la que entrenan a mi soldado y a miles de sus compañeros. Aquí tenéis cien fotografías, dice el sargento, una de ellas corresponde a un espía. El que dé con ella recibirá un permiso de una semana. Los muchachos se desojan, se despestañan, gotas de sudor corren por sus sienes. ¡Una semana de permiso!
¿Éste? O tal vez ése. Éste no, éste parece un hombre de bien. ¿Acaso crees que el espía tiene cuernos en la cabeza? El espía puede tener un aspecto de lo más normal, ¡incluso puede sonreír bondadosamente! Claro que no aciertan, porque entre aquellos cien hombres no hay ningún espía. Ahora ya no hay espías. ¿No hay? ¿Cómo? ¿En qué cabeza cabe un mundo sin espías? El cerebro del soldado trabaja, busca, penetra. Una cosa es segura: el espía intenta infiltrarse, deslizarse, escurrirse, introducirse aquí a toda costa. Sólo queda un problema por resolver: ¿cuál de entre las decenas de hombres que pacientemente esperan el momento en que se posen sobre ellos los atentos ojos claros es el espía? A veces dicen que la guerra fría ya se ha acabado. Pues no se ha acabado; persiste en ese pasear los ojos de la fotografía a la cara una y otra vez, en esa insistencia en atravesarnos con la vista, en esa mirada escrutadora y llena de sospecha, en esa reflexión, vacilación e incertidumbre de qué, finalmente, harán con nosotros.
La vista de Moscú cautivó a Chateaubriand. El autor de Memorias de ultratumba acompañó a Napoleón en su marcha a Moscú. El 6 de septiembre de 1812 los ejércitos franceses llegan a la gran ciudad: «Napoleón a caballo apareció en el puesto de guardia de primera línea. Sólo teníamos una colina por delante; lindaba con Moscú como Montmartre con París y se llamaba Monte Pío, porque los rusos ante la vista de la ciudad sagrada rezaban desde aquí como rezan los peregrinos ante Jerusalén. Moscú, el de las cúpulas doradas, como dicen los poetas eslavos, brillaba al sol: doscientos noventa y cinco iglesias ortodoxas, mil quinientos palacios; casas de madera tallada, amarillas, verdes, rosas; sólo faltaban los cipreses y el Bósforo. Cubierto de chapa pulida o pintada, el Kremlin aparecía como parte integrante del cuadro. Entre villas exquisitas de ladrillo y mármol fluía el río Moscova rodeado por parques de pinos: las palmeras de este cielo. En las aguas del Adriático, Venecia en sus días de gloria no fue más excelsa. ¡Moscú! ¡Moscú!, gritaban nuestros soldados al tiempo que batían palmas.»
«... porque los rusos ante la vista de la ciudad sagrada rezaban desde aquí como rezan los peregrinos ante Jerusalén.»
Sí, porque Moscú era para ellos la ciudad sagrada, la capital del mundo, la Tercera Roma. Esta última idea ya la adelantó en el siglo XVI un monje y sabio visionario de Pskov, Filoteo. «Ya cayeron dos Romas (la de San Pedro y Bizancio) –escribía en una carta al príncipe moscovita de entonces, Basilio III–. La Tercera Roma (Moscú) sigue en pie. Y no habrá una Cuarta», aseguraba categóricamente. Moscú: he aquí el fin de la historia, el fin del peregrinar del género humano sobre esta tierra, la puerta abierta al cielo.
Los rusos sabían creer en esta clase de cosas de una manera muy profunda, con convicción, con fanatismo.
El Moscú que vio Napoleón aquella soleada tarde de septiembre de 1812 ya no existe. La incendiaron los rusos al día siguiente para forzar a los franceses a retroceder. En épocas posteriores, Moscú ardió más veces. «Nuestras ciudades –escribe Turguéniev en alguna parte– arden cada cinco años.» Era comprensible: el material de construcción de Rusia siempre fue la madera. Era barata; los bosques crecían por doquier. No se tardaba mucho en levantar una edificación de madera, que, además, conservaba bien el calor. Como contrapartida, cuando en alguna parte se prendía fuego, lo devoraba todo; ardía la ciudad entera. Miles y miles de habitantes de las ciudades rusas encontraron la muerte entre las llamas.
Sólo tenían posibilidad de salvarse aquellas iglesias y aquellos palacios de la aristocracia que habían sido construidos con ladrillo y piedra. Pero en Rusia, edificios de estas características fueron una rareza exquisita, un lujo. De ahí que la demolición de las iglesias por los bolcheviques no sólo fue una lucha contra la religión, sino también un intento de destruir los únicos vestigios del pasado, un intento de destruir la historia, para que sólo quedase desierto, un agujero negro.
Stalin intentó destruir definitivamente el viejo Moscú, el Moscú que hoy sólo puede verse en los grabados de Mijaíl Pyliáiev.
Todos los dictadores, independientemente de la época y del país, tienen un rasgo común: lo saben todo y son expertos en todo. Pensamientos de Juan Perón («Doctrina peronista», Buenos Aires, 1948), Pensamientos del Presidente Mao (...

Índice

  1. Portada
  2. PRIMEROS ENCUENTROS (1939-1967)
  3. A VISTA DE PÁJARO (1989-1991)
  4. SUMA Y SIGUE (1992-1993)
  5. Libros citados
  6. Créditos
  7. Notas