TRES PIEZAS BREVES
(En deuda con Henry James)
Tras recibir, a primera hora del domingo, la sorprendente llamada de Andrés Hidalgo, Margarita Cuevas no tuvo más remedio que sentarse en el suelo, porque el golpe de emoción que la invadió le impedía dar el mínimo paso. Apenas si podía respirar.
No era por amor, se dijo Margarita, a quien todos llamaban Margueli. Parecía mentira, pero había llegado a borrar a Andrés Hidalgo de su vida. Como si hubiera muerto. Había sido eso lo que le había producido aquella conmoción: la voz de Andrés Hidalgo le había sonado a ultratumba, había venido del mundo de los muertos. Ahora se daba cuenta de que su lucha por el olvido había sido tremendamente eficaz. Había arrancado de su corazón no sólo el amor, sino la mera idea de la existencia del sujeto amado. Sin embargo, había reconocido de inmediato su voz. Ya no amaba a aquel hombre, ¿qué hacía su voz flotando por ahí, exactamente igual a la que era? No era una voz, era un fantasma, un extraño jirón de vida.
A Margueli le parecía que esa llamada teléfonica, y la conversación que había tenido lugar, no pertenecían del todo al presente, no habían sucedido en esos minutos que acababan de transcurrir. Todo eso se había deslizado hacia atrás vertiginosamente. ¿Y si no había sido verdad?, llegó a pensar, ¿y si la llamada telefónica de Andrés Hidalgo había sido como una alucinación, una invención de la mente? Apenas hacía dos años, había amado a ese hombre con locura. Temerariamente, lo había esperado todo de él, no sólo el amor, sino el triunfo, el éxito arrollador, alcanzar la cumbre de su carrera de actriz. Ahora podía admitirlo. El amor que había sentido por él estaba unido a su ambición. Quería que Andrés Hidalgo la dirigiera en una gran obra, que la hiciera triunfar, que triunfaran juntos los dos. La gran actriz a las órdenes del gran director. Ése era el sueño que había rodado por tierra, rodado y rodado hasta caer en el abismo.
¿Y si la llamada de Andrés había sido una alucinación? La mente tiene poderes casi sobrenaturales. Pero la alucinación persistía. Margueli ya no era la misma. Y allí, en el suelo, transida por la emoción, añoró con dolor la tranquilidad de aquellos dos años de olvido, de tratamiento contra el amor y los sueños, añoró esa especie de muerte en la que vivía y que ahora le parecía la forma perfecta de vivir.
Sin embargo, aunque la llamada de Andrés Hidalgo la remitía al pasado, y, por tanto, tenía más aspecto de pertenecer a él que al presente, algo le decía que había sido real, completamente real, y que los dos años de esfuerzo, de olvido y de renuncia habían concluido. Al menos, estaban en suspenso. Podía volver a cambiar de vida, podía regresar al sueño del amor y de la ambición. Ésas habían sido las palabras de Andrés: «Tú decides, estoy en tus manos.»
Allí, llenando, desbordando su pecho, casi impidiéndole respirar, estaban las palabras de Andrés. ¡Qué palabras!, ¡qué palabras, sobre todo, para ser pronunciadas después de dos años de silencio, después de una ruptura que había tenido todas las características del abandono y hasta un matiz de traición!
¡Ay, qué terribles recuerdos! Andrés conocía perfectamente la opinión que tenía Margueli sobre esa chica, Isabel Gómez, que al fin había sido la elegida para representar el papel al que aspiraban las primeras actrices, el de Adelaida, la joven ingenua y caprichosa que rompía, sin proponérselo, el corazón de los hombres. Isabel Gómez era, además, una simple aspirante, no tenía la categoría de Margueli, una categoría que, en todo caso, sólo compartía con Teresa Redondo. Si Andrés le hubiera ofrecido el papel a Teresa, Margueli no habría tenido tantas razones para sentirse agraviada. Tanto Teresa como ella se encontraban cerca de la cumbre de sus carreras. Las dos se merecían grandes papeles. Teresa era una estupenda actriz, Margueli no podía negarlo. Quizá le faltara algo de pathos, quizá pudieran ponerse algunas objeciones a su físico. Era guapa, sí, pero no tenía el garbo suficiente. La misma Teresa era consciente de eso. Y de su estatura (era la más baja de las tres) y de su tendencia a engordar. Pero se lo tomaba todo con humor. Tenía un carácter amable, apacible. Margueli se sentía muy bien en su compañía.
Isabel Gómez, en cambio, era altiva y displicente. Parecía arreglárselas perfectamente sola, sin amigas. Ni Margueli ni Teresa sentían demasiada simpatía por ella, pero tampoco se les ocurría mirarla con desconfianza. Daban por hecho que su carrera aún se encontraba en sus comienzos.
Sin embargo, eso era lo que había pasado: contra todo pronóstico, Andrés había escogido a Isabel. Margueli, recordando el momento en que lo había sabido –y no, por cierto, de boca de Andrés–, empalideció. No, no lo había olvidado.
¡Cómo le fascinaba el papel de Adelaida! Era un regalo para toda actriz. Es verdad que Adelaida era caprichosa y que rompía el corazón de los hombres, pero carecía de vanidad y su ingenuidad era auténtica. Además, tenía muchas otras virtudes, que se iban poniendo de manifiesto a lo largo de la obra en escenas de gran inteligencia y sutileza. Era generosa con sus semejantes, tenía vagos deseos de hacer el bien, cierta tendencia a la especulación filosófica y una extraña confianza en un talento propio que no sabía bien en qué consistía. Al final resultaba que Adelaida era una especie de maga. ¿No había sido siempre ésa la gran aspiración de Margueli, ser maga? Tener poderes extranaturales, ése había sido su sueño. Si sólo se cuenta con virtudes naturales, no se llega muy lejos, y Margueli, desde pequeña, había soñado con llegar muy lejos.
En aquel momento, Margueli ya no era del todo joven, aunque seguía siendo soñadora. Era una mujer que avanzaba hacia los cuarenta años y que había puesto todo su amor y todas sus esperanzas en un hombre, Andrés Hidalgo. Esperanzas, sí. Eso la mantenía, se aferraba a la idea de que Andrés se rendiría al fin a su ilimitado amor.
Aquel incidente lo había cambiado todo. La decepción de Margueli había sido tan profunda que había dejado la compañía y había arrancado a Andrés de su corazón, lo que había supuesto un auténtico desgarro. No es que hubiera sido fácil, pero ¡había sido posible!
Para ganarse la vida, Margueli aceptó papeles secundarios en series de televisión. Casi siempre hacía de criada, o de tía soltera, o de ama de casa aburrida y un poco cotilla. Era un poco demasiado guapa para esos papeles, pero funcionaban. Al público no le amargan los dulces. Si a Margueli le ofrecían papeles más relevantes, los rechazaba. Era una nueva Margueli. Tanto fue así, que ése era el nombre que utilizaba, Margueli Cuevas. Ya no existía Margarita Cuevas. Eran dos vidas que no se relacionaban entre ellas.
¿Por dónde andará Teresa?, se preguntó de pronto, aún sentada en el suelo. Hacía tiempo que no sabía nada de ella. Teresa también había sufrido una desilusión cuando Andrés Hidalgo escogió a Isabel para el papel de Adelaida. Margueli se preguntó si, antes de llamarla a ella, Andrés no habría llamado a Teresa para ofrecerle el papel. Isabel, le informó Andrés, había dejado la compañía. Había aceptado una oferta para trabajar en Nueva York bajo las órdenes de un director de vanguardia. Un error, según Andrés. Con ese dictamen, se había delatado. Era evidente que Andrés estaba celoso, que la partida de Isabel le había afectado en lo más íntimo. Ésa era la situación desde la que recurría a ella su viejo amor. ¿Habría llamado antes a Teresa? Quién sabe. Quizá sí, quizá Andrés le había propuesto el papel a Teresa y ella lo había rechazado, por tener otros compromisos o por simple orgullo. Quizá Margueli había sido el último recurso de Andrés. Por eso había utilizado esas palabras tan terminantes, tan desesperadas: «Estoy en tus manos.»
Teresa, anduviera por donde anduviera, debía de tener otro compromiso, sin duda. Que lo pudiera o no romper, que quisiera o no quisiera hacerlo, eso era otra cosa. Por lo que Margueli sabía, a Teresa no le faltaba trabajo. También ella había dejado la compañía y se había especializado, como ella, en papeles secundarios, pero en películas, en largometrajes. Si Teresa le había dado a Andrés con la puerta en las narices, mejor que mejor. Andrés se lo merecía.
Ahora se trataba de decidir qué haría ella.
¿Lo haré o no lo haré?, se preguntó. ¿Representaré al fin el papel de Adelaida, cuando ya había perdido toda esperanza y, lo que es más importante, toda ilusión de representar, no ya ese sino un buen papel? Actuar no le proporcionaba ya a Margueli el placer que le había producido en el pasado. Tampoco le costaba un gran esfuerzo. Los papeles de criada, tía soltera y aburrida ama de casa eran como una prolongación de sí misma. Se ponía la ropa adecuada y actuaba como si tal cosa. No cambiaba el tono de su voz, ni los gestos, ni nada. Margueli se representaba a sí misma. Sus papeles se ajustaban a la perfección a lo que ella era, actuaba desde la desilusión y la renuncia, todo lo hacía igual, era perfectamente previsible, pero irreprochable. Era una apuesta segura. No muy elevada pero segura.
¿Sería capaz, entonces, si es que se decidía, de interpretar un papel distinto, un papel principal, el de la mismísima Adelaida, con el que tanto había soñado? Pero acudir en ayuda de Andrés Hidalgo no le parecía digno. Ese hombre la había humillado. Es más, había truncado su carrera, había hecho que toda su vida se replanteara, que siguiera otro cauce. Sin embargo, una luz brilló en el interior de Margueli: el amor. Jamás había amado así. Aquel amor había sido lo más intenso que había sucedido en su vida, lo más importante. Había sido un trastorno, una conmoción. Había amado a Andrés con locura. ¿Lo odiaba ahora? Sí, lo odiaba. ¿Y si representaba el papel de Adelaida y triunfaba? ¿Acaso su triunfo no sería una forma de vengarse de él? Y, en realidad, ¿qué más daba?, ¿es que no quería el papel?, ¿no quería el triunfo? Si venía de la mano de Andrés, peor para él. ¿No estaba el arte por encima de los sentimientos?
Sintió la repentina necesidad de salir a la calle muy arreglada, de ser ya la actriz que, con toda probabilidad, iba a representar a Adelaida, una mujer guapa y segura de sí misma, una mujer que vestía muy bien, llevaba un peinado algo complicado –horquillas aquí y allá– y, por supuesto, calzaba zapatos de tacón. Atrás quedaba la actriz de aquellos anodinos papeles secundarios de las series televisivas. Margueli se iba mirando en las lunas de los escaparates, satisfecha del resultado.
Al poco rato, descubrió que un hombre la seguía. Cruzaba la calle, cambiaba de acera, se detenía, y el hombre siempre estaba allí, a unos pasos. Quizá fuera debido a la nueva mujer en que se había convertido. Esta mujer llamaba la atención. Como prueba de carisma, no estaba mal. Pero tener a un hombre pegado a los talones resultaba muy incómodo, ¡con lo agradable que era pasar inadvertida!
Margueli, para dar esquinazo al hombre, entró en una cafetería. Se sentó a la barra, pidió un café y miró de reojo hacia la calle. Allí seguía el hombre, haciendo como que esperaba a alguien. Cada dos por tres, alzaba un poco el brazo y consultaba el reloj.
–¿Ve a ese hombre de ahí fuera? –preguntó a Margueli, inesperadamente, la camarera mientras le servía el café–. Viene todos los días a esta hora. Nunca entra, pero es evidente que no espera a nadie, por mucho que mire su reloj. Nos espía. No me gusta nada. Mis compañeras no le dan ninguna importancia, pero a mí me da mala espina. Francamente, me molesta que me miren con tanta insistencia.
Margueli miró hacia afuera. El único hombre que había allí era el que consultaba su reloj continuamente.
–¿Se refiere al hombre que está mirando el reloj?
–Sí, ése –suspiró la camarera.
Así que no me seguía a mí, se dijo, algo aliviada, Margueli. Pero también extrañada, ¿qué le había llevado a pensar que el hombre la seguía a ella? En la calle, lo había tenido durante un buen rato a sus espaldas. Había sido una casualidad, nada más. ¿Desde cuándo padecía complejo de persecución?, ¿se estaba volviendo paranoica? Por lo demás, el hombre era de lo más normal, había cientos como él. Quizá ni siquiera era el mismo que la había seguido o que ella creía que la había seguido.
Margueli pagó el café, se despidió de la camarera y volvió a salir a la calle. Echó a andar en dirección al parque.
–¿Es usted Margueli Cuevas, la actriz? –dijo una voz a sus espaldas.
Allí estaba el hombre perfectamente normal, mirándola.
–Perdone –siguió el hombre–. No he podido evitar seguirla. Me preguntaba si sería usted.
–Sí, soy Margueli Cuevas –dijo ella.
–Es usted mucho más guapa al natural, si me permite decirlo –dijo el hombre.
Luego el hombre se presentó: se llamaba Agustín Torrelló y era ojeador de talentos.
–Ojeador de talentos –repitió Margueli–, qué cosa más curiosa.
–Sí –admitió Agustín–, es una profesión rara. Lo mío es mirar, observar, descubrir. Trato de hacerlo con discreción, pero seguro que algunos creen que soy espía o detective –dijo, medio riéndose.
–Sí, puede ser –comentó Margueli–. ¿Trabaja por su cuenta?
–Tengo mi propia empresa, soy autónomo –aclaró.
Agustín invitó a Margueli a sentarse en un banco del parque, bajo la sombra de los árboles primaverales. Estaban rodeados de gente. El hombre gris parecía inofensivo, la había reconocido y había justificado, en cierto modo, su presencia frente a la cafetería. A lo mejor estaba interesado en una de las camareras. ¿Por qué no iban a existir los ojeadores de talentos? Acordaron llamarse de tú.
–Tienes algo especial, Margueli –dijo Agustín–. Incitas a la confianza. Te voy a decir la verdad, necesito sincerarme. No soy ojeador de talentos, he oído hablar de eso, pero no sé bien en qué consiste ese oficio. Soy detective. No sé por qué te he dicho eso, ha sido una mentira absurda, ha acudido a mis labios de forma involuntaria, quizá para no ahuyentarte. Los detectives no le gustan a nadie. Y eres actriz, quizá se me ocurrió por eso, por lo del talento, ya sabes. Perdóname, lo siento de verdad. Soy detective y estoy investigando al dueño de la cafetería, un asunto de faldas, de drogas, de estafa. A pequeña escala, pero difícil de probar. Supongo que creen que estoy siguiendo a una de las camareras. Bueno, eso me conviene. Pero te he visto y no he tenido más remedio que dejarlo. Ya volveré mañana. Eso ahora es lo de menos.
Margueli miró a Agustín con profunda extrañeza. Hizo amago de ponerse en pie.
–No estoy para estos asuntos. Tengo cosas que hacer –dijo–. Te agradezco lo que me has dicho, pero me tengo que ir.
–Sí, claro, lo imagino. Pero no lo olvides, Margueli. Eres genial, única. Lo que tú transmites es algo dificilísimo de conseguir. Tus gestos, tus palabras, todo lo que haces parece salir de una pena íntima, algo que guardarás en secreto y que no dirás nunca a nadie. ¡Hay tanta grandeza en esa renuncia! ¡La gente está muy equivocada! Así es el público, opta por la vulgaridad. No, la genialidad está ahí, medio oculta. La genialidad no es el éxito. La genialidad no está en la cumbre. No eres c...