Cristo con un fusil al hombro
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Cristo con un fusil al hombro

  1. 208 páginas
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Cristo con un fusil al hombro

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En la primera edición polaca de este libro, aparecida en 1975, decía el propio autor: «Poco después de la muerte del Che Guevara, el pintor revolucionario argentino Carlos Alonso pintó un cuadro que inmediatamente se hizo famoso en toda América Latina, una figura de Cristo con un fusil al hombro. El cuadro de Alonso se ha convertido desde entonces en el símbolo artístico del guerrillero, del hombre que combate la violencia y la arbitrariedad en su lucha por un mundo diferente, justo y bueno con todos los seres humanos.» En rigor, no fue Ernesto Guevara sino el sacerdote Camilo Torres, abatido a tiros arma en mano, quien había hecho de prototipo de la figura de Cristo con un fusil. Pero sólo la muerte del Che dio comienzo a la leyenda que inspiró a los jóvenes rebeldes de los países del Sur, desangrados por unos regímenes atroces y genocidas. Precisamente a ellos, a los que lucharon por la libertad de sus países y congéneres?ya en Oriente Medio, ya en América Latina, ya en Mozambique?, están dedicados los reportajes reunidos en este volumen.

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Información

Año
2012
ISBN
9788433933577

II

CRISTO CON UN FUSIL AL HOMBRO

El rector me recibe en su despacho, sito en la undécima planta del rascacielos que alberga la Universidad de San Andrés. El edificio está situado en los confines del centro histórico de La Paz y su aspecto recuerda al de muchos edificios después de la sublevación de Varsovia. Paredes agujereadas por las balas, aquí y allá boquetes y trozos de muro arrancados por proyectiles de artillería. En muchas ventanas faltan los cristales, y como nos hallamos a una altura de casi cuatro mil metros, en los pasillos campan por sus respetos corrientes de viento helado. Los estudiantes atienden a las clases encogidos de frío, el vendaval les arrebata los apuntes y los desparrama por la calle.
Por suerte, las clases no se dan muy a menudo. Cada cierto tiempo, cuando el espíritu opositor de la universidad cobra tintes amenazadores, el gobierno clausura la docta institución y la mantiene cerrada unos cuantos meses. En los períodos en los que está abierta, lo más habitual es que los estudiantes se declaren en huelga: exigen la dimisión del gobierno. Si la huelga no surte efecto, preparan una nueva revuelta. Nadie piensa en estudiar, cosa de lo más comprensible. En Bolivia, los estudiantes constituyen, junto con los mineros, la principal fuerza de la oposición, de modo que llevan sobre sus hombros el peso de la lucha contra el régimen. Ser universitario en este país es una ocupación harto peligrosa. Muchos mueren en la calle, durante las manifestaciones, otros en el curso de las cargas del ejército contra la universidad y otros más en las filas de la guerrilla. A la universidad acuden armados. El edificio rebosa armas. Hay allí metralletas y cajas llenas de granadas. Recuerdo que hace un tiempo tuvieron incluso un cañón antiaéreo, comprado a los contrabandistas. Lo habían instalado en el tejado del rascacielos y disparaban contra los aviones que acudían a bombardear la universidad.
El despacho del rector también está lleno de huellas de tiroteos. Son huellas recientes, vestigio de una guerra fratricida, librada por unos estudiantes contra otros, pues no toda la juventud es de izquierdas. Hay jóvenes que se han puesto al servicio de la oligarquía. Otros pertenecen a un sinfín de organizaciones de signo ideológico de lo más dispar, enemistadas entre sí; hay entre ellos anarquistas y trotskistas, maoístas y cristianodemócratas independientes, socialfascistas y nacionalistas revolucionarios. En la facultad de medicina actúan trece partidos políticos. En toda la universidad, una veintena, aunque resulta difícil contarlos todos, porque muchos desaparecen una semana después de haberse fundado. En América Latina, la vida política es una constante proliferación de partidos, una reproducción extraordinariamente fértil. La mayor dificultad para un latinoamericano consiste en someterse a una disciplina ajena, por lo que el primer acto reflejo de todo aquel que quiere dedicarse a la política es la creación de un partido propio. Se podría confeccionar aquí una larga lista de políticos latinoamericanos que en el curso de su vida han creado varios partidos, hasta más de una docena.
La guerra que ha dejado huellas en el despacho del rector la habían librado los trotskistas y los anarquistas. Los primeros se habían declarado el poder supremo de la comunidad estudiantil y exigido el reconocimiento de este hecho por los demás grupos. (En Bolivia, los trotskistas son una fuerza más que considerable. Bolivia y Sri Lanka son, seguramente, los centros más importantes del trotskismo en el mundo.) Los anarquistas, en su acérrima hostilidad a todo poder constituido y organizado, los declararon usurpadores y agentes del gobierno. (Entre los estudiantes bolivianos, llamar a alguien «agente del gobierno» equivale a lanzarle el más grave de los insultos: enseguida estalla un tiroteo.) Durante el conflicto, los trotskistas ocuparon el edificio de la universidad, mientras que los anarquistas se atrincheraron en la residencia de estudiantes contigua.
El fuego cruzado se prolongó durante dos semanas. El gobierno lo contemplaba todo con indiferencia, pues le convenía, y mucho, que los estudiantes se masacraran entre sí. El gobierno no para de tener problemas con la opinión pública, que lo considera responsable de la muerte de todos y cada uno de los estudiantes abatidos por una bala. En este caso, sin embargo, nadie habría podido decir que el presidente o alguno de sus ministros se hubieran manchado las manos con la joven sangre de los estudiantes universitarios. Pero, sobre todo, aquella guerra interna le proporcionaba un respiro, un momento de calma, le permitía quitar del orden del día de sus sesiones, aunque fuese por poco tiempo, el punto fijo referente a la universidad e interrumpir las interminables discusiones en torno a qué hacer con ella. ¿Abrirla o cerrarla? ¿Bombardearla o dejarla en paz? Se trata de asuntos de suma importancia, habida cuenta de que la mitad de los gabinetes bolivianos ha caído de resultas de protestas estudiantiles. No existe gobierno capaz de mantenerse si los estudiantes logran formar una alianza de oposición con los mineros del estaño o con una parte del ejército.
Ahora el rector me cuenta cómo había desempeñado sus funciones durante aquella guerra fratricida. En primer lugar, intentó conservar la calma y la dignidad. No fue fácil. Tenía que entrar a escondidas en su despacho. En vez de permanecer sentado ante su mesa, pasaba horas enteras debajo de ella, porque las balas silbaban por todas partes. Tiene una mesa imponente: enorme, maciza, esculpida en la dura madera de teca. Me enseña en esa madera los lugares donde se incrustaron los proyectiles. Mientras me los enseña, menea la cabeza reflexionando sobre su duro sino de rector. Se llama Óscar Prudencio, tiene sólo treinta y cuatro años y da clases en la facultad de estomatología. Simpático, directo, abierto. Es rector porque lo eligieron los estudiantes. Aquí los estudiantes lo deciden todo: quién será rector, quién ocupará una cátedra, cuántos alumnos se admitirán en primer curso, qué programa se seguirá...
Durante los días de la guerra, el rector dejó de recibir visitas. La entrada en su despacho les podía costar la vida. Escondido debajo de la mesa, redactaba llamamientos a la paz. Reconoce que no surtieron gran efecto. Fue necesario esperar a que remitiese la oleada de odio, que los contendientes empezaran a reflexionar, que se les abrieran los ojos. Hubo muchas víctimas en ambos bandos.
–¿Para qué? –se pregunta el rector–. ¿Para qué tanta muerte? En este país –prosigue– la vida no vale nada. En medio de esta pobreza, de esta hambre eterna, desaparece la frontera entre la vida y la muerte. Cruzarla no supone ninguna conmoción, es lo más habitual. La media de vida de nuestros mineros apenas alcanza los treinta años. Los cementerios de los barrios mineros recuerdan a los de la guerra: mera juventud. Los cementerios estudiantiles: mera juventud. ¿Y los soldados que luchan contra los mineros y los estudiantes? También son muy jóvenes. En Europa, la gente muere durante una guerra, la muerte se lleva entonces millones de vidas, pero se trata de la cosecha de una temporada. Aquí, entre nosotros, ha tomado otra forma, y aunque también se lleva millones, está fundida con la cotidianidad, nos hemos acostumbrado tanto que ni siquiera reparamos en ella, porque nos acompaña siempre y a todas partes; vulgar, ordinaria, cotidiana, parece crecer y acechar en todo momento desde el interior de nuestras vidas.
Ya me dispongo a irme, pero el rector me pide que me quede un rato más. Si tengo tiempo, me dice, iremos a rendir homenaje a los que han caído en Teoponte. Llega a decir incluso: «Vamos a despedirnos de ellos.»
La despedida tiene lugar en la planta baja, en una gran sala abarrotada de gente. Junto a la puerta hay estudiantes armados vigilando a todo el que entra: no vaya a ser que se cuele algún grupo de extrema derecha con intención de lanzar un explosivo entre la multitud. Pero como, aun así, todo es posible y la amenaza de una masacre flota en el aire, en la sala se perciben nervios y tensión. La multitud se agita y lanza consignas de lucha. La sala exhorta a acabar con la reacción. Exige la horca para varios generales. La nacionalización de la industria y la banca. El cierre de la embajada de Estados Unidos, el entierro del imperialismo mundial.
En una pared del fondo de la sala hay un retrato del Che Guevara, un dibujo que representa a Cristo con un fusil al hombro y una fotografía ampliada del héroe de Teoponte, Néstor Paz. Sobre la tarima aparecen sentados en semicírculo representantes de los mineros y los campesinos (indios con semblantes graves, concentrados), representantes de diversos partidos políticos (legales e ilegales), líderes de los estudiantes (entre ellos, trotskistas y anarquistas, ya reconciliados a pesar de todo). Las primeras filas están ocupadas por las familias de los muertos. La señora de pelo blanco, vestida toda de negro, se llama María Luisa Bonadona de Quiroga: sus tres hijos murieron abatidos a tiros en Teoponte el mismo día. La hermosa mujer rubia con esplendorosos ojos oscuros no es otra que María Cecilia, la mujer del héroe Néstor Paz. Aunque sólo tiene veintiún años, ya es viuda. Lleva un lazo negro en forma de mariposa prendida al pelo, guantes negros y un liguero –se ve porque lleva una minifalda– igual de negro. El hombre de pelo gris y anchos hombros es el general retirado Anastasio Villanueva. Un hijo suyo murió en Teoponte, donde se presentó para expiar las culpas de su padre, quien, en su época de oficial en activo, había disparado a campesinos en huelga.
Todas las personas reunidas en esta sala saben lo que ocurrió en Teoponte. Conocen los pormenores de la tragedia. En La Paz, cerca de la Plaza Murillo, en los sótanos de una vieja casa de vecindad funciona un local llamado El Canto. Para acceder a él, hay que bajar por una escalera de madera carcomida que está junto al portal. La entrada vale diez pesos. En vez de la habitual cartulina te dan una copa de vino tinto. Así pertrechados, debemos ahora, copa en mano, dirigirnos a tientas hacia el fondo del sótano y encontrar un sitio en uno de los bancos, también a tientas, pues en todas partes reina la oscuridad, una oscuridad abismal, insondable. Por la noche (la hora siempre es una incógnita) se presenta en el local un indio con su guitarra. Se llama Diego Fernández. Se sienta junto a la pared y enciende una pequeña vela en su minúscula mesa. Diego toca la guitarra y canta. Todas sus canciones son tristes. También es triste su rostro. Es triste la llama de su vela. Diego entona la canción de una muchacha que suplica a su novio Rosendo que no se muera, que al día siguiente se celebra su boda. «No me lo hagas, Rosendo», ruega la muchacha, «ya está todo listo, los invitados, avisados, hemos matado una vaca, he lavado la estancia, la cerveza ha madurado en los cántaros, no me lo hagas, Rosendo, no te mueras, Rosendo.» Diego canta sobre la vida que es cruel, sobre el amor que no puede cumplirse.
En este sótano, por la noche, se reúnen espíritus inquietos, insurgentes y conspiradores, estudiantes rebeldes. Allí celebran sus consejos y planean su aventura guerrillera. Al frente de la conspiración está Chato Peredo, un líder de veintinueve años.
La familia Peredo es un tema que daría para una novela. El padre de nuestro líder, Rómulo Peredo, editaba en la segunda ciudad más grande de Bolivia, Cochabamba, un periódico sensacionalista, El Imparcial, que redactaba entero él mismo. Su cometido periodístico lo acompañaba con unas borracheras de campeonato. En el periódico aparecían noticias como ésta: «¡El párroco de Pocon violó a una niña de seis años!» Al día siguiente se presentaba en Cochabamba el párroco en cuestión, tan indignado como aterrorizado.
–¿Yo, señor Peredo? ¿A una niña de seis años?
Peredo ponía cara de preocupación, de querer ayudar al pobre párroco a salir del apuro.
–Un asunto difícil –decía–. Lo único que se puede hacer es publicar un mentís, pero tal cosa le costará cien pesos, padre.
El párroco pagaba y al día siguiente en El Imparcial aparecía el siguiente texto: «Ayer publicamos la noticia de que el párroco de Pocon había violado a una niña de seis años. Pedimos disculpas por nuestro error. En realidad se trataba del párroco de Colón.» Al día siguiente se presentaba el párroco de Colón, etcétera, etcétera. No todos, sin embargo, estaban dispuestos a pagar por el desmentido; muchos se presentaban en la redacción para armar un escándalo y pegar al redactor jefe. Ante semejante panorama, Peredo nombró director del periódico al famoso boxeador boliviano Ernesto Aldunate. Aldunate zurraba a todo aquel que venía a protestar. Las protestas no tardaron en cesar.
Rómulo Peredo era un padre trágico, un Job boliviano. Tenía seis hijos. El primero, también Rómulo, murió en el curso de un tiroteo entre borrachos en un bar de Trinidad. Tenía treinta y dos años. El segundo, Esteban, era vaquero. Murió en un tiroteo por unos rebaños de ganado. Tenía veintitrés años. El tercero, Pedro, era policía y murió de un balazo disparado por unos criminales. Tenía veinticinco años. Los siguientes tres hijos los tuvo Rómulo con su octava esposa. De éstos, Coco murió como guerrillero del destacamento del Che Guevara a los veintiocho años. Su hermano Inti, que también formaba parte del grupo del Che, lo sobrevivió un año vagando por Bolivia solo, un guerrillero convertido en un destacamento unipersonal del Ejército de Liberación Nacional. Murió en La Paz, en 1969, ejecutado por la policía mientras dormía.
Ahora el benjamín de la familia, Chato Peredo, vengaba a sus hermanos. Chato formó un grupo guerrillero con setenta y cinco hombres, principalmente estudiantes. El 18 de julio de 1970 el destacamento partió rumbo a la selva.
... Salimos de La Paz en dos camiones. Oficialmente, éramos una brigada de lucha contra el analfabetismo. Delante del Palacio Presidencial se celebró una despedida solemne. El ministro de Educación, Mariano Gumucio, pronunció un bello discurso. Nadie miró en el interior de los camiones, en el fondo de los cuales había un montón de armas y de latas de conserva. Por la tarde llegamos a la mina de oro South American Placers, propiedad de una multinacional con sede en California. Volamos el torno de extracción y secuestramos a dos técnicos de la República Federal de Alemania. Nuestro subcomandante, Alejandro, llamó al Palacio Presidencial de La Paz y dijo que soltaríamos a los técnicos si el gobierno soltaba a diez prisioneros encarcelados por colaborar con el destacamento del Che. Sobre todo nos importaba Loyola, la enlace del Che, a la que sometían a las torturas más atroces. Aprovechando la ocasión, el ejército sacó a la embajada trescientos mil dólares, supuestamente exigidos por nosotros. Mentira...
... De madrugada llegamos a Teoponte, trescientos kilómetros al norte de La Paz. Nos detuvimos en las afueras del pueblo, pues dentro ya había tropas. Los camiones se quedaron en la carretera, y nosotros nos internamos en el bosque, en la selva. El ejército nos había seguido la pista desde el principio. Los aviones sobrevolaban nuestro territorio durante días enteros. Después, incluso de noche. El ejército ocupó los caminos y los pueblos, teníamos que ocultarnos en la selva, en las montañas, cambiar de lugar en todo momento, no parábamos de caminar...
... Ninguno de nosotros conocía el territorio. La mitad del destacamento nunca había salido de la ciudad. El Che había dejado dicho en sus escritos que lo más importante era atraer al c...

Índice

  1. Portada
  2. I
  3. II
  4. III
  5. Créditos
  6. Notas