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Crónicas del año en que actuamos peligrosamente

  1. 408 páginas
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Crónicas del año en que actuamos peligrosamente

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Žižek analiza el complejo momento social y político que vivimos en el contexto de la presidencia de Trump.

En su nuevo libro, Žižek parte de una frase de Giorgio Agamben, «el pensamiento es el coraje de la desesperanza», que resulta especialmente pertinente en nuestro momento histórico, cuando incluso los diagnósticos más pesimistas suelen terminar, por regla general, con alguna mención de la proverbial luz al fi nal del túnel. Para Žižek, el auténtico coraje no consiste en imaginar una alternativa, sino en aceptar el hecho de que no existe ninguna alternativa clara: el sueño de una alternativa no es más que un fetiche que nos impide analizar debidamente el punto muerto en que nos encontramos.

El auténtico coraje consiste, por tanto, en admitir que la luz que hay al final del túnel probablemente es el faro de otro tren que se acerca en dirección contraria. En los últimos años, este tren ha encarnado los diferentes problemas de nuestro paraíso capitalista global: la renovada amenaza fundamentalista-terrorista; las tensiones geopolíticas con y entre los nuevos poderes no europeos (China y Rusia); la aparición de nuevos movimientos emancipadores radicales en Europa (Grecia y España); y el flujo de refugiados que cruzan el Muro que separa el «Nosotros» del «Ellos».

La prosa torrencial y visceral de Žižek recorre la degradación moral de la presidencia de Donald Trump, la variedad de las luchas de emancipación sexual, las guerras por delegación, las últimas revueltas urbanas, la asunción del capitalismo como algo consustancial a la naturaleza humana y el uso de la mentira como principal arma política para ofrecernos otra lúcida instantánea de los tiempos que vivimos.

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Información

Año
2018
ISBN
9788433939784
Categoría
Filosofía

Segunda parte

El teatro de sombras ideológico

4. LA «AMENAZA TERRORISTA»
FORMAS DE FALSA SOLIDARIDAD
Cuando todos estamos todavía conmocionados por un suceso tan brutal como la matanza que tuvo lugar en las oficinas de Charlie Hebdo, ha llegado el momento de reunir el valor para pensar; no después, cuando las cosas se calmen, tal como intentan convencernos de que hagamos los que postulan una sabiduría de pacotilla. Lo difícil es combinar el apasionamiento del momento con el acto de pensar. Pensar en la frialdad del momento posterior no genera una verdad más equilibrada: más bien normaliza la situación y nos permite eludir el reto de la verdad.
Lo primero que hay que rechazar es la patética identificación –«Yo soy...» (o «Todos somos...»)–, que solo funciona dentro de ciertos límites, más allá de los cuales se convierte en obscenidad. Sí, podemos proclamar «Je suis Charlie», pero todo comienza a desmoronarse rápidamente con ejemplos como: «¡Todos vivimos en Sarajevo!» (durante el asedio de Sarajevo a principios de la década de 1990) o «¡Todos somos Gaza!» (cuando Gaza fue bombardeada por las Fuerzas de Defensa de Israel): el hecho brutal de que no todos estamos en Sarajevo ni en Gaza es demasiado poderoso como para disimularlo con una identificación patética. Dicha identificación se vuelve absurda en el caso de los «musulmanes» (Muselmänner, que nada tienen que ver con los musulmanes de verdad: son los «muertos vivos» de Auschwitz, aquellos que han perdido la voluntad básica de seguir viviendo): no es posible afirmar «¡Todos somos musulmanes!» (a fin de mostrar nuestra solidaridad con ellos), simplemente porque en Auschwitz la deshumanización de las víctimas llegaba hasta tal punto que identificarse con ellas de cualquier manera significativa es imposible. Los «musulmanes» de Auschwitz quedaban precisamente excluidos del espacio simbólico de la identificación de grupo, y por eso habría sido completamente obsceno reclamar de manera patética: «¡Todos somos Muselmänner!» (Y, en la dirección opuesta, también habría sido ridículo proclamar nuestra solidaridad con las víctimas del 11-S afirmando: «¡Todos somos neoyorquinos!», pues serían millones los habitantes del Tercer Mundo que dirían de forma enérgica: «¡Sí, nos encantaría ser neoyorquinos, dadnos un visado!» Y lo mismo se puede decir de la matanza de Charlie Hebdo: aunque todos podemos identificarnos fácilmente con Charlie, habría sido mucho más difícil, incómodo incluso, proclamar patéticamente: «¡Todos somos de Baga!», pues en este caso simplemente no hay base suficiente para la identificación. (Para aquellos que no lo hayan pillado: Baga es una pequeña población del noreste de Nigeria en la que Boko Haram, después de ocuparla, ejecutó a la totalidad de sus dos mil residentes.)
Pensar significa ir más allá de la emoción solidaria universal que estalló en los días posteriores al suceso y culminó en el espectáculo del sábado, 11 de enero, en el que importantes políticos de todo el mundo se cogieron de la mano, de Cameron a Lavrov, de Netanyahu a Abbas: una imagen de hipocresía y falsedad como ha habido pocas. Cuando la procesión de París pasaba por debajo de su ventana, un ciudadano anónimo interpretó el «Himno a la alegría» de Beethoven, el himno no oficial de la Unión Europea, lo que le añadió un toque de kitsch político al desagradable espectáculo escenificado por los líderes más responsables del caos en que nos encontramos. ¿Y qué decir de la obscenidad del ministro de Asuntos Exteriores ruso, Lavrov, que se unió a la fila de dignatarios que protestaban contra la muerte de los periodistas? ¡Si se hubiera unido a esa manifestación en Moscú (donde docenas de periodistas han sido asesinados) lo habrían arrestado enseguida! ¿Y de la obscenidad de Netanyahu, abriéndose paso a empujones hasta la primera fila, cuando en Israel la sola mención en público de alNakbah (la «catástrofe» de 1948 para los palestinos) está prohibida? ¿Dónde está aquí la empatía con el dolor y sufrimiento del Otro? Y el espectáculo fue literalmente escenificado: en las fotos que aparecieron en los medios de comunicación daba la impresión de que la fila de líderes políticos encabezaba una gran multitud que caminaba por una avenida, lo que indicaba su solidaridad y unidad con el pueblo..., solo que el suceso simplemente fue escenificado como una foto para la prensa. Una fotografía de toda la escena tomada desde arriba muestra claramente que detrás de los políticos no había más de un centenar de personas, con un amplio espacio vacío detrás de ellos y a su alrededor patrullado por la policía. Lo cierto es que el auténtico gesto de solidaridad con Charlie Hebdo habría sido publicar en su portada una gran caricatura que se burlara de manera brutal y con mal gusto de ese suceso, con dibujos de Netanyahu y Abbas, Lavrov y Cameron, y otras parejas que se abrazaron y se besaron apasionadamente mientras afilaban los cuchillos a su espalda.
Aunque yo soy un ateo recalcitrante, creo que esa obscenidad fue demasiado incluso para Dios, que se sintió obligado a intervenir con una obscenidad propia digna del espíritu de Charlie Hebdo: en el momento en que el presidente François Hollande abrazaba a Patrick Pelloux, el médico y columnista de la publicación, delante de las oficinas de esta, un pájaro defecó sobre el hombro derecho de Hollande, mientras los trabajadores de la revista intentaban reprimir una risa incontrolable: una respuesta realmente divina a lo Real de ese desagradable ritual. Recordemos el tema cristiano de una paloma que desciende para entregar un mensaje divino; además, en algunos países se considera un signo de buena suerte que un pájaro te cague en la cabeza.
Sí, los ataques terroristas de París deberían condenarse sin paliativos. Solo que deberían condenarse de verdad, para lo cual hace falta algo más que el simple y patético espectáculo de la solidaridad de todos nosotros (gente libre, democrática y civilizada) contra el criminal Monstruo Musulmán. Naturalmente, deberíamos condenar sin la menor ambigüedad los asesinatos como un ataque a la mismísima sustancia de nuestras libertades, y condenarlos sin salvedades ocultas («Charlie Hebdo provocaba y humillaba demasiado a los musulmanes», «los hermanos que lo atacaron estaban profundamente afectados por los horrores de la ocupación estadounidense de Irak». Muy bien, ¿por qué entonces no atacaron alguna instalación militar estadounidense en lugar de una publicación satírica francesa?). El problema a la hora de buscar un contexto complejo es que también se podría utilizar a propósito de, por ejemplo, Hitler: él también consiguió movilizar el sentimiento de injusticia del Tratado de Versalles, y sin embargo estaba plenamente justificado combatir el régimen nazi con todos los medios a nuestro alcance. La cuestión no es si los agravios que condicionan los actos terroristas son ciertos o no, sino el proyecto ideológico-político que surge como reacción contra las injusticias. Las recientes intervenciones de Rasheed Araeen en los debates del ciberespacio sobre los refugiados y el terrorismo son paradigmáticas de su postura:
Desde el ataque terrorista de París, en concreto, todo el mundo habla mucho del islam y su forma extrema que es el ISIS, y de cómo derrotarlo. Pero se habla o se comenta poco quién o qué creo el ISIS, que es un producto de lo que crearon el imperialismo estadounidense/saudí para combatir a los soviéticos en Afganistán y las fuerzas militares combinadas angloamericanas para la posterior invasión de Irak. ¿No fue el desmantelamiento y desintegración del ejército iraquí y la huida de algunos de sus oficiales al norte de Irak para formar un grupo de resistencia contra el imperialismo no americano lo que acabó convirtiéndose con el tiempo en el ISIS?1
Araeen recalca «que no se habla de ello en el debate público»: lo que aparece en los medios de comunicación es «una completa basura acerca del islam y del extremismo islámico. Nadie menciona nunca la palabra “imperialismo”, que es el permanente imperialismo occidental responsable de lo que está ocurriendo sobre todo en Oriente Medio, y la emigración de la gente es su consecuencia». El violento fundamentalismo musulmán
fue creado por la alianza estadounidense/saudí en la década de 1980 a fin de combatir la presencia soviética en Afganistán, que ahora está por todas partes bajo la forma de los talibanes o al-Qaeda, o su retoño que es el ISIS [...] este espíritu lo crearon y lo dejaron salir de la botella algunas potencias occidentales, y tanto da que se atribuya al imperialismo occidental o no: la responsabilidad de lo que ocurrió como resultado de todo ello es de Occidente. Y, por tanto, todo lo que se dice acerca del extremismo islámico es palabrería; si existe un extremismo islámico es como resultado de lo que Occidente ha estado haciéndole al mundo musulmán sobre todo desde la década de 1980.
Este párrafo contiene toda una serie de cuestiones problemáticas. En primer lugar, ¿es cierto que nadie se refiere a la responsabilidad occidental en el origen del ISIS? ¿No ha sido ampliamente debatido? En segundo lugar, ¿no habría que hablar también del declive de la izquierda laica en los países árabes, tan poderosa en los cincuenta y los sesenta (Mosadegh, Burgiba, Nasser...)? Es demasiado simple culpar a Occidente del fracaso de la modernización del mundo árabe. (Es importante destacar que los dos Estados recientemente desintegrados que se han convertido en la principal fuente de refugiados son Irak y Siria, los dos únicos que eran oficialmente laicos, y en los que el islam no era la religión estatal.) En tercer lugar, el hecho de afirmar que todo es responsabilidad exclusiva de Occidente, ¿no implica aceptar una posición totalmente pasiva de los árabes como víctimas? ¿No está claro que los musulmanes árabes están ahora inmersos en una serie de proyectos políticos activos, desde la expansión del islam a Europa hasta el conflicto entre suníes y chiíes? Siguiendo la lógica de Araeen, podríamos decir que el capitalismo occidental fue responsable de lo que hizo Hitler, de manera que nos hemos de centrar en eso. Y aunque en cierto sentido es verdad (Max Horkheimer escribió en la década de 1930 que aquellos que no quieren hablar del capitalismo no deberían decir nada del fascismo), tampoco excluyó la urgencia de combatir el fascismo por todos los medios, las democracias occidentales aliadas con la Unión Soviética.
En los recientes sucesos de Francia encontramos, además, un detalle que al parecer ha pasado casi inadvertido: había pegatinas y carteles que anunciaban no solo Je suis Charlie Hebdo, sino también Je suis flic («Soy poli»). La unidad nacional, celebrada y escenificada en grandes concentraciones públicas, no fue solo la unidad de la gente por encima de grupos étnicos, clases sociales y religiones, sino también (y sobre todo) la unificación del pueblo con las fuerzas de orden y control. Francia era hasta ahora el único país occidental (que yo sepa) en el que la policía era constantemente blanco de chistes brutales que los retrataban como estúpidos y corruptos (una práctica habitual en los países comunistas). Una de las repercusiones de los asesinatos de Charlie Hebdo ha sido que la policía es aplaudida y ensalzada, abrazada como si fueran madres protectoras, y no solo la policía, sino también las fuerzas especiales (el CRS, que durante el Mayo del 68 inspiró el cántico «¡CRS: SS!»), los servicios secretos, todo el aparato de seguridad estatal. En este nuevo universo no caben Snowden ni Manning; por citar a Jacques-Alain Miller: «El resentimiento contra la policía ya no es lo que era, excepto entre la juventud pobre árabe o de origen africano [...] un hecho sin precedentes en la historia de Francia.» Lo que vemos esporádicamente por todo el mundo y en Francia es, en momentos excepcionales y privilegiados, la extática «ósmosis de la población con el ejército nacional que la protege de agresiones externas. Pero que la población adore las fuerzas de represión interna es otro cantar.»2 La amenaza terrorista ha conseguido alcanzar lo imposible: reconciliar a la generación de los revolucionarios del 68 con su archienemigo, en una especie de versión popular francesa de la Ley Patriótica estadounidense, aprobada por aclamación popular y con la gente ofreciéndose voluntaria para vigilar. En resumen, los momentos extáticos de las manifestaciones de París encarnaban un triunfo ideológico: unieron a la gente contra un enemigo cuya fascinante presencia por un momento borró todos los antagonismos. A la población se le ofreció una elección triste y deprimente: ¿eres (parte del mismo organismo como) un poli o (eres solidario con) un terrorista? Así que la cuestión que se plantea es: ¿qué ocultan dichas opciones? ¿Qué pretenden enmascarar?
La respuesta a esta cuestión no tiene nada que ver con la vulgar relatividad del delito («¿Quiénes somos los occidentales, perpetradores de terribles masacres en el Tercer Mundo, para condenar dichos actos?»). Tiene incluso menos que ver con el miedo patológico de muchos izquierdistas liberales occidentales a sentirse culpables de islamofobia. Para estos falsos izquierdistas, cualquier crítica al islam se denuncia como una expresión de islamofobia occidental, Salman Rushdie fue censurado por provocar de manera innecesaria a los musulmanes, y ser (al menos parcialmente) responsable de la fetua que lo condenó a muerte, etc. El resultado de dicha postura es lo que se puede esperar en estos casos: cuanto más analizan su culpa los izquierdistas liberales occidentales, más los acusan los fundamentalistas musulmanes de ser unos hipócritas que intentan ocultar su odio al islam. Esta constelación reproduce perfectamente la paradoja del superego: cuanto más obedeces lo que el Otro te exige, más culpable te sientes. Es como si cuanto más toleres el islam, más fuerte será la presión sobre ti...
Una de las repercusiones de esta postura de superego es que nuestros medios de comunicación liberales prefieren minimizar los incidentes sexuales con los refugiados y los inmigrantes. Tenemos aquí dos casos. En 2015, una activista en contra de las fronteras fue violada en grupo por unos inmigrantes sudaneses en un campo de refugiados italiano cerca de la frontera francesa; sin embargo, los que trabajaban con ella la convencieron de que no denunciara el delito, aduciendo que la publicidad perjudicaría a los refugiados y la causa de abrir las fronteras.3 Y después del carnavalesco espectáculo de Nochevieja en la estación de ferrocarril de Colonia, un memorándum de la policía expuso en detalle «una petición del ministerio» que había ordenado a la policía «suprimir» el uso de la palabra «violación» en sus informes.4 Aunque esta minimización sea comprensible, el peligro es que alimente la desconfianza de los medios de comunicación y aumente la visibilidad de la prensa derechista antiinmigración, y que al final acabemos viéndola como «la única que se atreve a llamar a las cosas por su nombre». Sin embargo, en el caso de un suceso ocurrido hace poco en Noruega, la postura de lo políticamente correcto ha alcanzado un nuevo extremo.
En abril de 2016 se denunció que, un par de años antes, Karsten Nordal Hauken, un joven político izquierdista noruego que se declaraba antirracista y feminista, fue violado analmente en su casa por un refugiado somalí, al que posteriormente detuvieron y condenaron a cuatro años de cárcel. Al finalizar su condena, las autoridades intentaron deportarlo a Somalia. Cuando Hauken se enteró, publicó una serie de textos en los explicaba que ahora se sentía culpable y responsable: «Sentía una fuerte sensación de culpa y responsabilidad. Yo era la razón de que ya no estuviera en Noruega, y de que lo hubieran enviado de vuelta a un futuro incierto y sombrío en Somalia.» Hauken también escribió que consideraba a su violador «producto sobre todo de un mundo injusto, producto de una educación marcada por la guerra y la desesperación». Hauken no niega en absoluto el impacto traumático que le produjo la violación; admite que, para poder sobrevivir a la crisis, se refugió en las drogas y el alcohol:
Me siento olvidado e ignorado. Pero no me atrevo a hablar de ello, temo que me ataquen de todos lados. Me da miedo que las chicas no me deseen y que los demás hombres se rían de mí. Me da miedo que me consideren antifeminista cuando afirmo que habría que prestar más atención a los jóvenes que están luchando. Los hombres y los muchachos deben saber que es bueno hablar de sus sentimientos. A los hombres y a los muchachos se les ignora. Para mí, el resultado fueron años de depresión, insultos, soledad y aislamiento.5
Resulta fácil sucumbir al sentido común populista, burlarse de la locura y el masoquismo de la corrección política llevada al extremo. Así pues, lo primero que hay que hacer es señalar que el hecho suscitó tanto interés porque el delito lo cometió un inmigrante: hay violaciones constantemente ignoradas por los medios de comunicación. Lo segundo es que la ley debería ser la misma para todos: no hay que conceder ningún trato especial a los inmigrantes, n...

Índice

  1. Portada
  2. INTRODUCCIÓN
  3. PRIMERA PARTE. LOS ALTIBAJOS DEL CAPITALISMO GLOBAL
  4. SEGUNDA PARTE. EL TEATRO DE SOMBRAS IDEOLÓGICO
  5. FINAL: LA SOLEDAD DEL POLICÍA GLOBAL EN UN MUNDO MULTICÉNTRICO
  6. Créditos
  7. NOTAS