Érase una vez el fin
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Érase una vez el fin

  1. 136 páginas
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Érase una vez el fin

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Érase una vez el fin es la confesión de un condenado, no necesariamente por la ley –aunque se la salte cuando haga falta–, sino por un entorno degradado y carente de dignidad, donde la solidaridad entre desheredados se ha vuelto puñalada en la espalda o en toda la cara. El reverso de un anuncio reciente del Gordo. Un Gijón con ecos de Vian, Goodis y Welsh se prepara para recibir la Navidad. Un pianista de hotel alcoholizado que todavía vive en casa de los padres contrae una deuda de juego que no alcanza los mil euros. Acosado por sus perseguidores, emprende una delirante huida en espiral en la que, como si fuera un Scrooge contemporáneo, sobre todo se dará de bruces con los fantasmas de su pasado. Esta novela de Pablo Rivero –uno de los más destacados representantes de «la literatura de barrio DC (después de Casavella)», según Kiko Amat– se pregunta si existe realmente la posibilidad de redención en un entorno marcado por la ausencia de perspectivas, el trabajo precario y el paro, los malos tratos, el odio de clase y el desprecio por uno mismo, las adicciones, la sordidez y el hastío. Y lo hace con un estilo adrenalínico marca de la casa; un chute de realidad.

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Información

Año
2016
ISBN
9788433936714
Categoría
Literatura
Alguien me arrastra en medio del caos. Parece rezar una sencilla oración mientras sus manos sujetan mis tobillos y crujen los huesos como si se quisieran despegar los unos de los otros. Hay gritos de mujeres y música, es la Gran polonesa brillante de Chopin. La emoción es tan inmensa que intento abrir los ojos otra vez para ver si puedo ver alguna estrella allí en lo alto, mientras las notas se precipitan sobre mí igual que el granizo demoledor de la primavera, el que destruye flor y fruto, el copo traidor que ya nadie espera.
No sé dónde estoy, es una especie de túnel cálido y seco, pero mi camisa está empapada y mi cerebro mareado, lento, borracho. No distingo si la persona que tira de mí me guía hacia la luz o hacia lo negro. A un lado, resplandecen las palabras, que van desfilando como en un interminable poema sobre imágenes que no logro descifrar, al otro, la más inhóspita oscuridad. Tropieza mi cuerpo con objetos contundentes, patas de asientos, piernas, y, entre tanto, van rodeándome cada vez más personas, como los lobos momentos antes de un festín.
Toco en la cafetería de un hotel de siete a tres. No me permiten fumar ni beber, pero sobre el piano siempre tengo una botella de whisky y un vaso medio vacío que mitiga el dolor que me causa lo que veo mientras lleno las teclas de ceniza. Levanto la cabeza sólo para respirar y las colillas se me mueren en los mismísimos dientes y todas las camareras guapas me quieren esperar cuando acaba la jornada. Me ponen notas bajo el vaso: te espero en la 204..., o en la 122, o en el cuarto de la plancha, pero no les hago caso o se corre la tinta con la humedad del vidrio antes de que me dé tiempo a pensarlo. Antes, tocaba las canciones de Lou Reed o Leonard Cohen, también las de Nick Cave y Tom Petty y P J Harvey, o tocaba a Haendel mientras recitaba con mala memoria algún poema de Carver, y los amantes de la noche, los hombres solos o las putas o las parejas de yonquis que aún se querían o escapaban del frío, lloraban y aplaudían en la sala con sus ojos vidriosos clavados en mí, como si Dios les hubiera otorgado el don de la misericordia eterna. Las noches se me pasaban volando entre alcohol, humo y la transubstanciación del desencanto en esperanza. Ahora, después de la reforma, después de un poco de pintura, cristal, acero inoxidable y una estrella de mentira, deseo fervientemente que cada noche sea la última. Ya no bajan las personas después de acostarse para oírme y las cuatro que lo hacen me interrumpen con impudicia para pedir que toque Yesterday o Brasil y ni siquiera se rozan con las manos al escuchar La vie en rose que Édith Piaf hizo famosa. El botones, no obstante, opina que tengo suerte porque me pagan a diario, pero lo poco que me dan lo gasto al salir de trabajar y llego a casa sin un duro. Mi madre cree que no trabajo, y que salgo cada noche a pasear con las manos en los bolsillos pateando las piedras del camino o a revolver la basura con los gatos.
En la época del hotelucho tocaba hasta el amanecer o hasta que el gerente me cerraba la tapa encima de los dedos. Le decía: «Se ha roto la cuerda del la sostenido», y el hombre se apresuraba a pagarme y me serenaba con disculpas que nunca se cumplían, harto de ver el salón repleto de desgraciados remolones. Hacía tantos años ya que se mantenía la tradición del piano en la cafetería que la gente de la ciudad lo conocía como el Hostal del Piano. Ahora, en estos nuevos tiempos, soy yo quien se levanta al filo de cumplirse la jornada. Cuando deja de oír la música, el gerente se esconde, y tengo que perder el tiempo buscándole por los pasillos, le extiendo la mano y, como es un cobarde, una vez que me alejo me advierte de que tal vez mañana no precise mis servicios, y siempre lo mismo.
Camino de ninguna parte, en medio de la noche, visito los mismos lugares de forma rutinaria. Me gustan esos sitios de azulejos donde todo sigue igual, donde hace tiempo que no se han gastado un duro, lugares llenos de bizcos y peluquines polvorientos y jerséis rancios y escasos con olor a naftalina, lugares donde camareros con rencor de clase, nada más divisarte tras un cristal sin limpiar, te ponen la copa en la barra, en el mismo sitio, me atrevería a jurar que casi sobre el mismo poso de la noche anterior, y te sientas y bebes en silencio o, si lo prefieres, charlas con alguien y, a medida que hablas, descubres que estás diciendo lo mismo que la última vez y a las mismas personas, y eso me merece el mayor de los respetos. En los bares de azulejos no hay mujeres, y si las hay, son como hombres y los hombres son siempre los mismos. Tienen un fondo tan profundo que si les arrojásemos piedras a su interior, tardaríamos siglos en oírlas chapotear contra sus almas.
De todas las noches en las que me pierdo después de trabajar, las que más me gustan son las de diciembre, cuando el sol se aleja de la tierra como yo de mi futuro y el cielo se limpia y casi puedo masticar el oxígeno aunque haya acabado de fumar otra cajetilla. Me siento en el banco más elevado del parque y contemplo a las putas desde una cierta distancia para poder escuchar cómo deshacen la helada con sus tacones, chaf, chaf, chaf, mientras pasean de un lado para otro, y viéndolas me pongo a recordar Varsovia, sí, Varsovia, el día en que llegué, en diciembre, y todo estaba blanco menos la carretera, que era una mancha oscura y alargada que se proyectaba hasta el horizonte, decorada en sus márgenes por hermosas mujeres en biquini que me enseñaban la lengua y se chupaban los labios a medida que pasaba a su lado, sumergido en el asiento de atrás de un taxi desvencijado a catorce bajo cero. No hubo nunca mayor muestra de amor, ninguna mejor bienvenida, que contemplar semejante sucesión de rostros hermosos, ver cómo caía la nieve sobre sus cuerpos desnudos, cómo los copos se fundían al contacto con la piel dejándolas mojadas. Qué hermosura notar cómo arde una mujer mientras nieva sobre ella.
Vengo aquí después de trabajar para ver si entre estas putas encuentro los rostros de aquéllas, un atisbo de toda aquella gratitud, del derroche de la belleza, del esplendor de la nieve y la palidez, y nunca encuentro nada. Gritan y se pelean entre ellas, esperan las luces lejanas de los coches como enjambres de insectos oscuros y duros, repelentes. Sólo tengo ante mí tiniebla y miseria, zafiedad y mentira, mujeres que son hombres y mean de pie sobre la raíz de los árboles, sujetándose la polla entre las sombras. Entonces vomito y el frío se apodera de mí y sólo el discurrir del coñac arrasándome el esófago, diluyendo la nieve del recuerdo, y la adrenalina de una buena mano de cartas hacen que me vuelva a escapar de mi cabeza y me ponga a caminar rumbo al agujero.
El agujero es un zulo de pladur bastante grande, construido ilegalmente en el fondo de un parking lleno de charcos y eco. Sirve de almacén a un puticlub de tercera que hay en los bajos del edificio, adosado a los nichos donde se folla. Consta de un pasillo alargado hecho a base de antiguas cajas de refrescos, que desemboca en una estancia más o menos amplia pero atestada de sillas y mesas apiladas, mobiliario apolillado y cortinones, cacharros y estanterías llenas de polvo tras las cuales se cambian los maricas antes de actuar. En el centro hay una mesa rescatada de la pila sobre la que pende un cable untado en nicotina y una escasa bombilla de 60 vatios, y encima de una de las estanterías, la vieja tele que nunca se apaga, puenteada al satélite del edificio y donde únicamente han sintonizado el canal porno. Para acceder al agujero hay que arrojarse a unas escaleras oscuras y empinadas, sujetarse con cuidado a la barandilla de hierro, corrompida por orines de borracho, y aguantar la respiración para que el profundo olor no te cause la náusea.
Los fines de semana son terreno acotado para los profesionales, los chulos con dinero y los constructores y empresarios que necesitan sentirse tipos duros tras su fracaso social en otros ambientes, pero durante la semana la partida es media, está frecuentada por camareros con vicios y aficionados de medio pelo, holgazanes y buscavidas. Puedes entrar con diez mil pesetas, aunque sabes de antemano que si en dos o tres jugadas no tienes suerte, estás fuera. En la puerta hay un timbre impregnado por las sucias huellas del fracaso. Sólo se pulsa una vez y se espera lo que haga falta, si es un minuto, bien, si son cinco, lo mismo, y si tardan media hora te aguantas, nadie se levanta en medio de una mano. No puedes impacientarte, debes esperar aunque te hieles de frío, porque si vuelves a llamar lo más probable es que Joaquín espachurre su cigarro contra el cenicero, se levante, te abra la puerta y te rompa el dedo índice aunque sea la primera vez que lo haces. Joaquín fue policía y segurata y hasta hace un año matón en una discoteca de polígono. A menudo, la discoteca y los jóvenes adolescentes rebasaban su escasa paciencia y Joaquín se llenaba de ansiedades y de angustia y, en ese luchar contra sí mismo, abría y cerraba los puños, subía y bajaba los hombros sujetándose las solapas del abrigo y hacía crujir los huesos del cuello meneándolo de un lado para otro. Así, hasta que un día dos mocosos que vendían pastillas en el váter, envalentonados por el éxtasis, se rieron de su bigote y lo llamaron garrulo. Con la pericia de los años y la experiencia de quien ha recorrido los subterfugios más oscuros de la vida, Joaco sacó a los dos valientes por la puerta de atrás, y luego los mató en la calle, detrás de unos contenedores de basura. Les pisó la cabeza apurando un cigarrillo hasta que los sesos asomaron por las orejas y la boca y las fosas de las narices y sus deteriorados intelectos se fundieron en un cálido abrazo con el asfalto. Ahora, Joaquín se escapa de la ley en el agujero y no sale de allí. Apenas duerme un par de horas en un catre, detrás de unas botellas, y vigila que todo marche bien y que nadie olvide las normas, es el juez de la mesa y el que acepta o no los pagarés. Volver a tratar con hombres le ha devuelto a sus cabales.
Hoy hay sitio. Me sientan al lado de Robles, un cocainómano sin vuelta atrás. Robles trabaja en una sidrería. Lleva las zapatillas llenas de serrín y los bajos del pantalón encharcados de sidra. No me gusta jugar a su lado porque huele a sudor y cada seis o siete manos se levanta para ir al retrete. Si pierde, incluso menos, y aunque en la mesa del agujero los otros vicios de los hombres deben quedar bien atados en una habitación oscura de nuestras mentes, a Robles le permiten ausentarse cada poco para que afile sus narices sobre la tapa del váter porque está enfermo. Frente a mi están Joaquín y Corella, camello de barrio al que no caigo muy bien, y al otro lado Fangio, un fontanero al que le tocó una loto gigante, se compró el Mercedes más grande que había y se metió tal hostia que se quedó paralítico. Fangio no es mal tío, podría jugar la partida gorda, la del fin de semana, pero después del accidente se ha hecho un agarrado. Su juego es conservador y, por lo tanto, suele perder. Todos saben que si va, lleva buenas cartas. De este modo, cuando apura la apuesta se queda solo. Contrata furcias baratas por día para que le empujen la silla. Viejas acabadas o drogadictas. La de hoy parece borracha, es una gorda de un metro cincuenta con minifalda, tiene un diente arriba y dos abajo y cuatro pelos sujetos con una diadema de terciopelo.
En el canal porno dan sadomasoquismo. Una china amarrada a una cadena es azotada por un cachas con la cara cubierta por una máscara. Mandan a la gorda que suba el volumen. En el agujero sólo se sube el volumen de la tele para oír cómo sufren las mujeres.
–Voy.
–Yo también.
–Y yo. –La cosa empieza bien, tengo dos sietes y el comodín y aún falta el descarte.
Voy ganando. No miro el reloj. La primera vez que lo hago son las diez de la mañana. Corella me ha dado la primera sacudida de importancia, su escaso póquer de treses ha superado mi full de ases y me ha dolido. En el póquer con comodines, el full es como una droga para críos, un caramelo; los jugadores novatos como yo caemos fácilmente en la falsa satisfacción que esa combinación ofrece desde un principio, la mano llena. «No debí subir tres veces seguidas», pienso, mientras alguien propone un receso para descansar o tomar un refrigerio. Fangio no tiene sueño, la pasta nunca se le acaba, insiste en comer algo mientras la gorda se esfuerza para sentarle en el váter. Robles nunca duerme, la cocaína le ha destruido esa capacidad, sólo piensa en retomar pronto el juego e intentar recuperar. A Corella se le ha equilibrado la partida con la última mano y opta por descansar un poco, igual que yo, que me he quedado a pre, más o menos.
Joaco propone una hora de descanso y nos abre la puerta que lleva al pasillo de los catres para que nos echemos un rato si queda alguna cama libre. Eso sólo ocurre los días flojos del profundo invierno, cuando las varietés se han terminado y, una vez amanecido, la mayoría de los clientes han retornado mansos al calor de sus hogares. Las puertas están abiertas y, a medida que avanzo por el pasillo en busca de un rincón donde aparcar mi vileza, la del jugador, voy contemplando los cuerpos quietos de mujeres que respiran como si no quedara más aire en el mundo. Mirándolas, me parece ver cómo regresan las almas al encuentro de sus cuerpos en el único momento en que son dignos. Así, tan mansas y desnudas, imagino que sueñan con un mundo donde el amor es gratuito. Pero no soy ningún poeta, Corella tampoco, y se lanza al escaso hueco que existe entre dos putas que duermen abrazadas. Sólo al final del túnel queda un lugar libre, una habitación llena de moho y con la cama deshecha. Me tiro sobre ella y me encojo de costado notando cómo la humedad de otros cuerpos me fagocita poco a poco las entrañas y el olor a semen y a vagina sucia me anestesia con la cadencia hipnótica de un bidé goteante...
Sueño que vuelo, y desde el cielo diviso a los demás. Tienen casas con techos de cristal y sus miserias quedan al descubierto. Una madre amamanta murciélagos, y desciendo; al verme, huyen volando, golpeando sus alas negras contra los cristales. Los pechos de la mujer quedan al descubierto, ensangrentados. No sé si están heridos o efectivamente brota de ellos el líquido rojo de la vida...
Dos pezones puntiagudos se clavan en mi espalda, alguien se roza desnudo contra mí. Una de las hembras del burdel se ha acostado a mi lado. Me incorporo con brusquedad zafándome de ella. Se la ve molesta, aun así abre las piernas a escasos centímetros y sonríe, pero yo me enjuago la cara en el bidé y me voy. Sus insultos me acompañan pasillo adelante, tienen la malvada profundidad de Sudamérica: «¡Maricón! ¡Hijo de puuuta!» Los de la mesa se ríen, me he quedado dormido. Vuelvo a no saber qué día es, y, lo peor, vuelvo a la mesa. Tras siete manos no logro conseguir ni un maldito trío, no se puede jugar a las cartas con la espesura de un sueño interrumpido y un cuerpo mal reconfortado. En poco tiempo, mi deuda con Corella alcanza aproximadamente los novecientos cincuenta euros. Lo descompongo en seiscientos más trescientos porque aún funciono en pesetas. Joaco ha aceptado mis pagarés porque me considera un buen tío o tal vez un desgraciado, pero me voy, lo digo con una mezcla de seriedad y resignación. Antes de abrir la puerta alguien me grita: «¡Recuerda que son tres días!»; ni siquiera contesto.
La calle huele diferente al agujero. Podrían ser las siete de la tarde o el mediodía de una mañana nublada. Temo que alguien me reconozca saliendo de allí, alguien de los pocos que nos conocen, de los que nos consideran una familia de bien, de personas honradas, aunque la honradez de los pobr...

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