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Ocurrió una noche, sencillamente. Me dijo: «Vamos a cenar a casa de mi tío.» Estábamos leyendo unas revistas en la terraza y en la portada de una de ellas –lo recuerdo– salía la actriz de cine inglesa Belinda Lee, que se había matado en un accidente de coche.
Me puse el traje de franela y, como el cuello de mi única camisa blanca estaba tazadísimo, un «polo» crudo que iba bien con la corbata del International Bar Fly, azul y roja. Me costó mucho hacerle el nudo porque el cuello del «polo» era demasiado blando; pero quería ir bien arreglado. Animé la chaqueta de franela con un pañuelo de bolsillo azul oscuro, que había comprado por el color intenso que tenía. Para calzarme, dudé entre unos mocasines destrozados, unas alpargatas o unos Weston casi nuevos, pero con suelas de crepé muy gruesas. Opté por éstos, porque me parecieron más respetables. Yvonne me rogó que me pusiera el monóculo: le resultaría intrigante a su tío y yo le «haría gracia». Pero precisamente yo no quería que pasara eso ni poco ni mucho y deseaba que aquel hombre me viera con mi auténtica forma de ser: un muchacho modesto y serio.
Yvonne eligió un vestido de seda blanca y el turbante rosa fucsia que llevaba el día de la Copa Houligant. Se maquilló con más cuidado que de costumbre. El lápiz de labios era del mismo color que el turbante. Se puso los guantes que le llegaban a medio brazo y me pareció algo curioso para ir a cenar a casa de su tío. Salimos con el perro.
En el vestíbulo del hotel, unas cuantas personas contuvieron la respiración al pasar nosotros. El perro iba delante trazando sus figuras de cuadrilla. Le ocurría cuando salíamos a horas a las que no estaba acostumbrado.
Cogimos el funicular.
Íbamos por la calle de Le Parmelan, que es la prolongación de la calle Royale. Según íbamos andando, descubría otra ciudad. Dejábamos atrás todo cuanto constituye el encanto artificial de una estación termal, todo ese ramplón decorado de opereta en donde acaba por dormirse de tristeza un pachá egipcio muy viejo y en el exilio. Los comercios de alimentación y de motocicletas ocupaban el lugar de las tiendas de lujo. Sí, resultaba curioso que hubiera tantas tiendas de motocicletas. A veces, había dos, una al lado de la otra y, expuestas en la acera, varias Vespas de segunda mano. Dejamos atrás la estación de autobuses. Un autocar estaba esperando con el motor en marcha. Llevaba al costado el nombre de la compañía y las paradas: SevrierPringy-Albertville. Llegamos a la esquina de la calle de Le Parmelan con la avenida del Maréchal-Leclerc. Aquella avenida se llamaba «Maréchal-Leclerc» en un tramo muy corto porque era la Nacional 201 que iba a Chambéry. Estaba flanqueada de plátanos.
El perro estaba asustado y andaba lo más lejos posible de la carretera. El escenario de L’Hermitage entonaba mejor con su silueta fatigada, y su presencia en el suburbio despertaba curiosidad. Yvonne no decía nada, pero el barrio le era familiar. Debía de haber ido por ese mismo camino durante años y años, cuando volvía del colegio o de un guateque en el centro (la palabra «guateque» no es la adecuada. Iba a «bailar» o a una «sala de fiestas»). Y a mí se me había olvidado ya el vestíbulo de L’Hermitage, no sabía adónde íbamos pero aceptaba de antemano vivir con ella en la Nacional 201. Los cristales de las ventanas de nuestro cuarto vibrarían cuando pasasen camiones de mucho tonelaje, igual que en aquel pisito del bulevar Soult donde viví unos cuantos meses con mi padre. Me sentía liviano. Sólo me rozaban un poco en los talones los zapatos nuevos.
Se había hecho de noche y, a ambos lados, unas viviendas de dos o tres pisos montaban guardia, unos edificios pequeños de tonos blancos y encanto colonial. Edificios así había en el barrio europeo de Túnez, o incluso en Saigón. De trecho en trecho, una casa con forma de chalet en medio de un jardín diminuto, me recordaba que estábamos en Alta Saboya.
Pasamos delante de una iglesia de ladrillos y le pregunté a Yvonne cómo se llamaba: Saint-Christophe. Me habría gustado que hubiera hecho allí la primera comunión, pero no se lo pregunté por temor a llevarme un chasco. Algo más allá, el cine se llamaba Splendid. Con aquel frontón de un beige sucio y aquellas puertas rojas con ojos de buey se parecía a todos los cines que se ven en los suburbios al cruzar las avenidas de Maréchal-de-Lattre-de-Tassigny, JeanJaurès o Maréchal-Leclerc, inmediatamente antes de entrar en París. Ahí también debía de haber ido Yvonne a los dieciséis años. En el Splendid echaban aquella noche una película de nuestra infancia: El prisionero de Zenda, y me imaginé que sacábamos en la taquilla dos entradas de entresuelo. Conocía esa sala desde siempre; veía las butacas con respaldos de madera y el cartelón con los anuncios locales delante de la pantalla: Jean Chermoz, floristería, calle de Sommeiller, 22. LAV NET, calle del Président-Fabre, 17. Decouz, Radio, TV, Alta Fidelidad, avenida de Allery, 23... Había un bar tras otro. Detrás de las cristaleras del último, cuatro chicos jóvenes con tupé jugaban al futbolín. Había unas mesas verdes al aire libre. La clientela que estaba sentada en ellas miró al perro con interés. Yvonne se había quitado los guantes largos. En resumidas cuentas, volvía a su escenario natural y el vestido de seda blanca que llevaba podía pensarse que se lo había puesto para ir a una fiesta de por allí o a un baile del 14 de julio.
Fuimos siguiendo durante casi cien metros una empalizada de madera oscura. Había carteles de todas clases pegados a ella. Carteles del cine Splendid. Carteles que anunciaban la feria de la parroquia y la llegada del circo Pinder. La cabeza medio arrancada de Luis Mariano. Pintadas viejas casi ilegibles: Libertad para Henri Martin... Ridgway go home... Argelia francesa... Corazones con iniciales que atravesaba una flecha. Habían colocado en aquel lugar farolas modernas de hormigón levemente curvadas. Proyectaban en la empalizada la sombra de los plátanos y de sus hojas, que susurraban. Una noche muy calurosa. Me quité la chaqueta. Estábamos delante de la entrada de un taller de coches imponente. A la derecha, en una puertecita lateral, una placa en donde estaba grabado en letra gótica: Jacquet. Y un cartel en el que leí: «Piezas sueltas para coches americanos».
Nos estaba esperando en la habitación de la planta baja que debía de hacer las veces de salón y comedor al tiempo. Las dos ventanas y la puerta acristalada daban al taller, una nave gigantesca.
Yvonne me presentó dando mi título de nobleza. Yo estaba apurado, pero a él, por lo visto, le parecía de lo más natural. Se volvió hacia Yvonne y le preguntó con tono regañón:
–¿Al conde le gustan los filetes empanados? –Tenía un acento parisino marcadísimo–. Porque tenemos filetes.
Para hablar, no se quitaba el cigarrillo de la comisura de los labios, o la colilla más bien, y guiñaba los ojos. Tenía la voz muy grave, ronca, voz de alcohólico o de persona que fumara mucho.
–Sentaos...
Nos señaló un sofá azulenco pegado a la pared. Luego se fue a pasitos bamboleantes hacia la habitación contigua: la cocina. Oímos el ruido de una sartén.
Volvió con una bandeja que puso encima del brazo del sofá. Tres vasos y un plato lleno de esas galletas que se llaman lenguas de gato. Nos alargó los vasos a Yvonne y a mí. Un líquido remotamente sonrosado. Me sonrió:
–Pruébelo. Un cóctel del copón. Dinamita. Se llama... la Dama Rosa... Pruébelo.
Me humedecí los labios. Tragué un sorbito. Empecé a toser en el acto. Yvonne se echó a reír.
–No habrías debido darle eso, tito Roland...
Me emocionó y me sorprendió oírle decir tito Roland.
–Dinamita, ¿eh? –me soltó él con ojos chispeantes y casi desorbitados–. Hay que acostumbrarse.
Se sentó en el sillón que estaba tapizado con la misma tela azulenca y ajada que el sofá. Acariciaba al perro, que dormitada delante de él, y bebía un trago de cóctel.
–¿Todo bien? –le preguntó a Yvonne.
–Sí.
Él asintió con la cabeza. No sabía qué más decir. A lo mejor no quería hablar en presencia de alguien a quien veía por primera vez. Estaba esperando a que yo iniciase la conversación, pero estaba aún más intimidado que él e Yvonne no hacía nada para disipar aquel apuro. Antes bien, había sacado los guantes del bolso y se los estaba poniendo despacio. Él miraba de reojo aquella operación peculiar e interminable, con un mohín algo enfurruñado. Hubo unos minutos de prolongado silencio.
Yo lo miraba a hurtadillas. Tenía el pelo moreno y abundante y la tez roja, pero unos ojos grandes, negros y de pestañas muy largas prestaban a aquel rostro abotagado cierto toque de encanto y languidez. Debió de ser guapo de joven, de una apostura un tanto achaparrada. Los labios, en cambio, eran finos, maliciosos, muy franceses.
Podía intuirse que se había arreglado con esmero para recibirnos. Chaqueta de tweed gris, que le estaba ancha de espalda, camisa oscura sin corbata. Olor a lavanda. Intentaba encontrarle un aire de familia con Yvonne. En vano. Pero pensé que lo conseguiría antes de que acabase la velada. Me plantaría delante de ellos y los acecharía al tiempo. Y no podría por menos de acabar hallando un ademán o una expresión que tuvieran en común.
–¿Qué, tío Roland, tienes mucho trabajo ahora mismo?
Le hizo la pregunta con un tono que me sorprendió. Había en él una mezcla de ingenuidad infantil y de la brusquedad que puede mostrar una mujer hacia el hombre con el que vive.
–Ya lo creo..., esa porquería de «americanos»..., toda esa mierda de Studebakers...
–No t...