Panorama de narrativas
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Panorama de narrativas

  1. 520 páginas
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Panorama de narrativas

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Willie Stark –inspirado en una figura histórica, Huey Long, el célebre y discutido gobernador populista de Louisiana– es un personaje de poderosa y compleja personalidad: orador amado por las multitudes y dictador sin escrúpulos que se mantiene en el poder mediante la corrupción y el chantaje. Robert Penn Warren ha escrito una de las grandes novelas políticas del siglo XX y una original exploración del tema inagotable del conocimiento de uno mismo, donde se entrelazan varios destinos. En el centro, Willie Stark, abogado de origen humilde que llegará a gobernador del estado, que seduce a Anne Stanton, a su hermano Adam y a Jack Burden, los insatisfechos hijos de las familias poderosas del estado. Adam Stanton es el idealista puro y Jack Burden es un desarraigado que pretende ser sólo un espectador inteligente.Todos los hombres del rey, un clásico de la literatura americana, ha inspirado dos grandes películas: la primera fue dirigida por Robert Rossen; la segunda cuenta con la dirección de Steven Zaillian, y ha sido protagonizada por Sean Penn, Jude Law y Kate Winslet.

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Información

Año
2017
ISBN
9788433938060
Categoría
Literatura

IV

La noche en que realizamos aquella intempestiva visita al Juez, mientras el Cadillac corría a toda velocidad entre los campos sumidos en la oscuridad camino de Mason City, el Jefe me dijo:
–Siempre hay algo.
–Quizá no haya nada contra el Juez –le respondí.
–El hombre es concebido en pecado y nace en medio de la corrupción, y pasa del pestazo de los pañales al hedor del sudario. Siempre hay algo.
Y me encargó que lo sacara a la luz, que desenterrara el cadáver del gato muerto con los restos de pelos todavía adheridos a la piel tensa, hinchada, de color gris paloma. Era una tarea muy adecuada para mí, porque, como he dicho, estudié historia. A un estudiante de historia no le importa lo que saca del montón de cenizas, o el estercolero, que es el pasado de los seres humanos. Le da igual que el resultado de sus investigaciones sea un gato muerto o el diamante Kohinoor. Mientras sea un estudiante de historia puro, un investigador al que sólo le interesan los hechos, un maestro de las técnicas auxiliares de los estudios históricos, no le importarán ni la porquería ni las miserias que saque a la luz. Por lo tanto, aquella incursión en el pasado era una tarea muy adecuada para mí.
Iba a ser mi segunda incursión en el pasado, mucho más interesante y sensacional que la primera, y mucho más afortunada. De hecho, mi segunda incursión en el pasado conseguiría un éxito absoluto. Pero no podía decirse lo mismo de la primera. Fracasé porque en pleno proceso traté de descubrir la verdad, sin limitarme estrictamente a los hechos. Y al final, cuando comprendí que no podría descubrir la verdad o, en el caso de que lo consiguiera, no la entendería, no pude soportar la fría mirada de reproche de los hechos. Así que me marché de una habitación, la habitación en que se encontraban los hechos, en un fichero lleno de cartulinas de diez centímetros de alto por quince de ancho, y eché a andar hasta que mis pasos me condujeron a la que sería mi segunda tarea de investigación histórica, la tarea que bien podría ser conocida como «El caso del Juez recto».
Pero creo que debo hablar acerca de mi primera incursión en los encantos del pasado. No es que esa primera incursión tenga nada que ver con la historia de Willie Talos, pero sí, y mucho, con la de Jack Burden, y ambas historias son, en cierto sentido, una sola.
Hace bastante tiempo ya, Jack Burden estudiaba; trataba de conseguir una licenciatura en historia de los Estados Unidos en la universidad de su estado natal. Ese Jack Burden (de quien el actual Jack Burden, es decir, yo, es un continuador legal, biológico e incluso tal vez metafísico) vivía en un apartamento no demasiado limpio con dos compañeros de estudios: uno trabajador, tonto, desafortunado y alcohólico, y el otro holgazán, listo, afortunado y alcohólico. Por lo menos, eran alcohólicos durante unos días a partir del primero de mes, cuando recibían el miserable cheque que les pagaba la universidad por su miserable labor como profesores no numerarios. La laboriosidad y mala suerte del uno compensaban la holgazanería y buena suerte del otro, de modo que ambos venían a ganar lo mismo, y, cuando tenían dinero, se emborrachaban. Bebían, fundamentalmente, porque no les interesaba en absoluto lo que hacían por aquel entonces, y no creían que el futuro pudiera ofrecerles la más mínima esperanza de mejorar su situación. No podían soportar la idea de acabar sus respectivas carreras, porque eso implicaría dejar la universidad (y dejar las borracheras de primeros de mes, y las interminables conversaciones acerca del «trabajo» y las «ideas» en habitaciones llenas de humo, y la compañía de las chicas que, tambaleándose un poco, subían a oscuras las escaleras del apartamento soltando risitas tontas e indiscretas) para ir a enseñar en una escuela normal en algún árido y caluroso condado del interior o en una universidad de mala muerte en la que se hablaría mucho de Jesucristo y los salarios serían bajísimos; es decir, implicaría tener que enfrentarse a las duras realidades de la vida, a sus pejigueras, a la intolerancia y el fanatismo y el qué dirán, e implicaría también el lento marchitarse de unos sueños antaño verdes que habían crecido en una botella, igual que esas plantas que adornan a veces las ventanas de las habitaciones de las personas inválidas. Sólo que, en su caso, la botella no contenía agua. Contenía algo que se parecía al agua, olía como el queroseno y sabía igual que el ácido fénico: matarratas destilado clandestinamente del maíz.
Jack Burden vivía con ellos, en el nada limpio apartamento, entre los platos sin lavar en el fregadero y encima de la mesa, el olor de humo de tabaco rancio, la ropa interior y las camisas sucias amontonadas en los rincones. Incluso sentía cierta satisfacción al contemplar tanta suciedad, porque le permitía gozar del privilegio de tirar las migas de pan al suelo, donde se quedarían hasta que algún tacón las redujera a polvo, o de contemplar cómo se paseaba una gruesa cucaracha por el suelo de linóleo del baño mientras se duchaba. En cierta ocasión, invitó a tomar el té allí a su madre, que se sentó muy tiesa en el borde de una silla astrosa con una taza desportillada en la mano. Con todo, no paró de hablar, y de su rostro emanaba un encanto sereno y calculado que era, sin duda, consecuencia de un terrible esfuerzo de voluntad. Vio cómo una cucaracha salía en viaje de exploración por la puerta de la cocina. Vio cómo uno de los compañeros del apartamento de Jack Burden aplastaba con la punta de un dedo a una hormiga que se paseaba por el borde interior del azucarero y después se desprendía del cadáver de un capirotazo. No podía decirse, a fuer de sinceros, que las uñas de sus dedos estuvieran precisamente limpias. Pero la madre de Jack Burden siguió hablando y su rostro desprendiendo encanto, sin que pasara por él la más leve mueca de asco. Eso es algo que hay que decir en su favor.
Pero más tarde, mientras paseaban por la calle, le preguntó a Jack Burden:
–¿Por qué vives así?
–Diría que estoy hecho para vivir así –le respondió el interpelado.
–Y con esa gentuza.
–¡Pero si son de lo más normales! –le contestó Jack Burden, y, de pronto, se preguntó si lo eran realmente, y si lo era él también.
Su madre calló durante un minuto. Caminaba a su lado con un sonoro repiqueteo de tacones sobre la acera, con los hombros echados atrás y levantando la cabeza, de modo que su cara de grandes ojos azules, con los hoyuelos que le daban un aire indefenso y de absoluta inocencia, recibía el menguante sol del crepúsculo de abril. Se habría dicho que aquel rostro era un costosísimo regalo que su poseedora ofrecía al mundo, y que éste debía estarle agradecido por la posibilidad de contemplarlo, aunque sólo fuera por un instante. Y por aquel entonces, hace quince años, todavía era algo digno de ser visto. Y, a veces, Jack Burden, que era yo, o mi yo hace quince años, se sentía orgulloso de entrar en un lugar público con ella, y de que la gente la mirara, y, por unos minutos, incluso lo embargaba una sensación de absoluta felicidad. Pero la vida no se reduce a entrar en el vestíbulo de un hotel o en un restaurante.
Al cabo de un rato de caminar en silencio junto a Jack Burden, le dijo:
–El moreno, si se lavara, resultaría bastante bien parecido.
–Eso mismo piensan muchas mujeres –le contestó Jack Burden, quien, de pronto, sintió asco por su moreno compañero de piso, el que había matado a la hormiga que corría por el borde de la azucarera y llevaba las uñas sucias. Pero tenía que seguir aquel juego, algo en lo más hondo de su ser lo obligaba a seguirlo–. Sí, y, a la mayoría de ellas, no les importa que se lave o no. Lo aceptan tal como es. Es el mayor conquistador de nuestro apartamento. Es el responsable de que se haya formado ese hoyo alargado en el asiento del sofá.
–¡No seas vulgar! –exclamó.
Jack Burden era plenamente consciente de que molestaba mucho a su madre que la gente utilizara lo que consideraba «vulgaridades» cuando hablaba con ella.
–Es la pura verdad –le contestó.
Ella no hizo ningún comentario, y sus tacones siguieron repiqueteando vigorosamente. Pasados unos instantes, le dijo:
–Si tirara esa ropa tan horrible que lleva, y se comprara algo decente...
–Sí –le replicó irónico Jack Burden–, con sus setenta y cinco dólares al mes.
Entonces lo miró de arriba abajo, y sus ojos se posaron en sus ropas de un modo muy significativo.
–Y la tuya es igual de horrible –le dijo.
–¿En serio? –le preguntó con aire inocente Jack Burden.
–Te mandaré dinero para que te compres ropa decente.
Pocos días después llegó el cheque, con una nota en la que decía que se comprara «un par de trajes decentes y complementos». El cheque era de doscientos cincuenta dólares. Ni siquiera se compró una corbata. Pero él y sus compañeros de apartamento se corrieron una juerga fenomenal, que duró cinco días, como resultado de la cual el estudiante trabajador y desafortunado perdió su empleo, y el holgazán y afortunado se volvió demasiado sociable, y, como consecuencia de su excesiva sociabilidad, a pesar de su buena suerte, contrajo eso que, curiosamente, se conoce como enfermedad social. Pero nada le ocurrió a Jack Burden, a quien, a decir verdad, nunca le ocurría nada, pues era invulnerable. Tal vez ésa fuera su maldición: ser invulnerable.
Así pues, Jack Burden vivía en el apartamento con los otros dos estudiantes, porque, aun después de perder su empleo, el trabajador y desgraciado siguió allí. Aunque ya no podía pagar nada, continuó viviendo en el apartamento. Les pedía prestado para comprar tabaco. Comía, sumido en un hosco silencio, los alimentos que los otros compraban y preparaban. Se pasaba el día tumbado, porque ya no veía ninguna razón para volver a ser trabajador en lo que le restara de vida. En cierta ocasión, Jack Burden se despertó a altas horas de la noche y creyó oír sollozos procedentes de la sala de estar, donde dormía, en una cama plegable, el estudiante trabajador y desafortunado. Y, un buen día, desapareció. Se despidió a la francesa, y jamás volvieron a saber nada de él.
Pero antes de que esto ocurriera vivían en el apartamento en una atmósfera de compañerismo y amigable convivencia. Tenían en común el hecho de que los tres se ocultaban. La diferencia entre ellos estribaba en aquello de lo que trataban de ocultarse. Los dos compañeros de Jack Burden trataban de ocultarse del futuro, del día en que se licenciaran y tuvieran que abandonar la universidad. Él, en cambio, trataba de ocultarse del presente. Sus dos compañeros se refugiaban en el presente. Él se refugiaba en el pasado. Sus compañeros se sentaban en la sala de estar a charlar y beber, o a jugar a cartas, o a leer. Jack se pasaba la mayor parte del tiempo en su habitación, sentado a una pequeña mesa de pino, con las notas, los documentos y los libros delante de él, y apenas oía sus voces. A veces se les unía y echaba un trago, o jugaba a cartas, o hablaba con ellos, o participaba en cualquiera de las actividades que estuvieran realizando, pero lo que realmente le importaba estaba en su habitación, sobre la pequeña mesa de pino.
¿Qué era lo que había en su habitación, sobre aquella pequeña mesa?
Un grueso paquete de cartas, ocho libros de cuentas, encuadernados en negro y muy ajados, atados con un descolorido cordel rojo, una fotografía, de unos quince por veinticinco centímetros, montada sobre cartón y cuya mitad inferior mostraba a las claras que se había mojado, y un anillo de hombre de oro, muy gastado, que había tenido grabada una inscripción, ya borrosa, y estaba unido a ambos extremos de un delgado muelle de alambre, de tal modo que éste formaba una especie de cadena que permitía llevarlo colgado del cuello. Era el pasado. O, al menos, la parte del pasado que había respondido al nombre de Cass Mastern.
Era éste uno de los dos tíos de Ellis Burden, el Fiscal Humanista, por parte de su madre, Lavinia Mastern. El otro, que se llamaba Gilbert Mastern, murió, riquísimo, en 1914, a los noventa y cuatro o noventa y cinco años; se había dedicado a la construcción de ferrocarriles, y su fortuna le permitió formar parte de numerosos consejos de administración. Al morir legó las cartas, los libros, la fotografía y el anillo, así como una gran suma de dinero, a uno de sus nietos (pero a Jack Burden no le dejó ni un céntimo). Diez años más tarde, aproximadamente, el heredero de Gilbert Mastern se enteró de que Jack Burden, a quien no conocía personalmente, estudiaba historia, o algo por el estilo, y le envió las cartas, los libros, la fotografía y el anillo con una nota en la que le preguntaba si creía posible que todo aquello pudiera tener algún interés económico, pues, según había oído decir, las bibliotecas universitarias pagaban a veces «sustanciosas cantidades por documentos, reliquias y recuerdos de la época de la guerra de Secesión». Jack Burden le contestó que, dado que Cass Mastern no había tenido ninguna importancia histórica, dudaba de que cualquier biblioteca pagara más que unos pocos dólares en el caso, más que hipotético, de que le interesara aquel material, y le pidió instrucciones acerca de lo que debía hacer con él. El heredero le respondió que, dadas las circunstancias, podía quedarse con todo aquello si le interesaba por «razones sentimentales».
Ésta fue la razón de que Jack Burden llegara a conocer íntimamente a Cass Mastern, cuyo nombre, medio olvidado, había estado ligado a los recuerdos de su niñez. Cass Mastern murió en 1864 en un hospital militar de Atlanta, y era la persona retratada en la fotografía. Al cabo de más de cincuenta años, sus ojos, grandes, oscuros y profundos, parecían lanzar todavía su ardiente mirada a través del polvo y la suciedad que la cubrían. Aquellos ojos miraban desde un rostro joven, largo y huesudo, con labios gruesos que se destacaban sobre una fina barba rizada de color negro. Los labios no parecían corresponder a aquel rostro huesudo y aquellos ojos ardientes.
En la fotografía el joven estaba de pie, y su cuerpo era visible desde medio muslo. Vestía una guerrera ancha e informe, de cuello demasiado grande y mangas excesivamente cortas que dejaban ver unas muñecas fuertes y unas manos huesudas que se apoyaban en su cintura. Llevaba el cabello, muy negro, largo y peinado hacia atrás a partir de su amplia frente, de acuerdo con la época y el lugar en los que vivió y su clase social, y su borde, cortado recto, casi tocaba el cuello de la basta guerrera, que tenía el aspecto de haber sido utilizada por diversos usuarios. Era la guerrera de un soldado de infantería del ejército confederado.
En contraste con aquellos ojos, negros y ardientes, todo en la fotografía parecía accidental. Sin embargo, la guerrera no tenía nada de accidental. Era llevada como resultado de cavilaciones y angustias, con orgullo y deseo de imponerse una humillación, con la convicción de que sería compañera de la muerte. Pero ésta no fue rápida ni fácil. Llegó, despacio y llena de crueldad, en un maloliente hospital de Atlanta. La última carta del paquete no había sido escrita de puño y letra por Cass Mastern. Mientras la herida se le gangrenaba cada vez más y agonizaba en el hospital, dictó a un compañero su carta de despedida a su hermano. Esa carta, y el último de los libros de cuentas en que había escrito su diario, andando el tiempo fueron enviados a su hogar, en Mississippi. Su cuerpo fue enterrado en Atlanta, pero su tumba nunca se encontró.
En cierto sentido, era lógico que Cass Mastern –vestido con la guerrera gris, tiesa por el sudor y áspera como un cilicio, que para él era tanto una penitenc...

Índice

  1. Portada
  2. Nota del traductor
  3. I
  4. II
  5. III
  6. IV
  7. V
  8. VI
  9. VII
  10. VIII
  11. IX
  12. Apéndice: El primer capítulo original de «Todos los hombres del rey»
  13. Epílogo del restaurador
  14. Créditos