UN HUESO DE LOS INOCENTES
Catacumbas y cementerio de Montparnasse, París, Francia, 2006
Mi cementerio favorito ya no existe. Nunca lo vi. Es, era, fue el cementerio de los Inocentes, que hace un par de siglos ocupaba una superficie impresionante en el barrio de Les Halles, en París.
Me lo encontré por primera vez en El perfume, la novela bestseller de Patrick Süskind sobre el perfumista asesino Grenouille:
En el siglo XVIII aún no se había atajado la actividad corrosiva de las bacterias y por consiguiente no había ninguna acción humana, ni creadora ni destructora, ninguna manifestación de la vida incipiente o en decadencia que no fuera acompañada de algún hedor. Y, como es natural, el hedor alcanzaba sus máximas proporciones en París, porque París era la mayor ciudad de Francia. Y dentro de París había un lugar donde el hedor se convertía en infernal, entre la rue aux Fers y la rue de la Ferronnerie; o sea, el Cimetière des Innocents. Durante ochocientos años se había llevado allí a los muertos del hospital Hôtel-Dieu y de las parroquias vecinas; durante ochocientos años, carretas con docenas de cadáveres habían vaciado su carga día tras día en largas fosas y durante ochocientos años se habían ido acumulando los huesos en osarios y sepulturas. Hasta que llegó un día, en vísperas de la Revolución Francesa, cuando algunas fosas rebosantes de cadáveres se hundieron y el olor pútrido del atestado cementerio incitó a los habitantes no solo a protestar, sino incluso a organizar verdaderos tumultos, en que fue por fin cerrado y abandonado después de amontonar los millones de esqueletos y calaveras en las catacumbas de Montmartre. Una vez hecho esto, en el lugar del antiguo cementerio se erigió un mercado de víveres.
¿Era posible que hubiera existido esa pestilencia? ¿O era la exageración de una novela de género? ¿Ese cementerio había sido real? Mucho después supe que Süskind se había quedado corto y, además, que muchos de sus datos eran perezosamente incorrectos.
Los Inocentes (en francés, Cimetière des Innocents) existió desde el siglo XII. Se cree que fue construido sobre un lugar de culto merovingio, un sitio sagrado, de ritos paganos. Lo ampliaron varias veces hasta que, bajo el reinado de Felipe Augusto –rey de Francia entre 1180 y 1223–, lo rodearon con un muro de tres metros, con cinco puertas de acceso.
A los ricos les correspondían sepulturas cerradas. Para los pobres, para todos los demás, había fosas comunes abiertas constantemente. Es decir, abiertas hasta que se llenaran. Tenían unos nueve metros de profundidad, cinco o seis metros cuadrados de superficie y podían contener entre 1.200 y 1.500 cadáveres. Con el tiempo, se edificaron los charniers. Explica Philippe Ariès en El hombre ante la muerte:
Hacia el siglo XIV se adoptó la costumbre de retirar de la tierra los huesos más o menos resecos de las viejas sepulturas, a fin de dejar sitio para las nuevas, y amontonarlos en los graneros de las galerías o en los costados de las bóvedas [...]. Se llamó charniers a esas galerías y a los osarios que estaban encima de ellas [...]. «Allí, en el cementerio de los Inocentes», según Guillaume de Breton, «hay un cementerio muy grande rodeado de casas llamadas charniers, allí donde los huesos de los muertos están amontonados.»
Fosas comunes pestilentes, galerías de huesos a la vista: la muerte reinante, obscena, al aire. Por supuesto, la más famosa pintura de una danza macabra –la imagen medieval, alegórica, de la muerte bailando con los vivos, que remarca su presencia, su efecto igualador, su inevitabilidad– se hizo en este cementerio, en uno de los charniers, en 1424. También había una extraordinaria estatua, La Mort Saint-Innocent, que ahora está en el Louvre. Se cree que la hizo el escultor Germain Pilon. Muchos dicen que representa un esqueleto, pero no, no totalmente: representa un cadáver a medio descarnar, con algo de piel sobre el esternón y las costillas, con pocos dientes y unos rulos de pelo, con los tendones y las arterias del cuello marcados, con el pecho y el vientre abiertos en canal formando un agujero que deja ver la ausencia de órganos y la columna vertebral. En los pies incluso tiene uñas, aunque las rótulas de las rodillas son perfectamente esqueléticas. Es la imagen de un muerto, más que de la Muerte. Estaba ubicada en uno de los charniers, en una de esas galerías, que eran cuatro; la más larga, el Charnier des Lingères, tenía veintiocho arcadas y ahí estaba la pintura de la danza macabra. La circulación del aire en estas galerías hacía que lo que quedara por descomponerse en los cuerpos se desintegrara a gran velocidad. El olor debía ser insoportable. A Los Inocentes le decían mange-chair; en castellano, «come-carne». Un cementerio voraz.
Los lobos solían entrar para llevarse comida de las fosas comunes. También era un sitio de caza para los ladrones de cuerpos, que abastecían a científicos, estudiantes de medicina, variedad de diseccionadores. Había osamentas por todas partes; Rabelais, que estuvo enterrado en Los Inocentes, escribió que «les servían a los pordioseros para calentarse el culo». Las que estaban en los charniers se exhibían de manera más o menos ordenada, se diría que artística.
Los Inocentes no era un lugar del horror, abandonado, esquivado. Era un lugar público, que muchos visitaban. Ariès cuenta que, por ejemplo: «En 1429, el hermano Richard predicó durante toda una semana en Les Innocents, cada día desde las cinco de la mañana hasta las diez o las once ante un auditorio de entre cinco y seis mil personas.» ¡Entre cinco y seis mil personas en el estrecho espacio de un cementerio! Predicaba desde lo alto de un estrado, de espaldas a los charniers, frente a la Charronerie, en el lugar de la danza macabra.
Cuando había peregrinación, el cementerio solía ser una de las estaciones del séquito, incluso para grupos de niños que luego seguían hacia la catedral Notre Dame con velas. Y en el cementerio vivía gente, no solo los cuidadores. Dice Ariès:
Entre sus habitantes vivos el cementerio contaba a veces algunos singulares: mujeres eremitas se hacían encerrar, recluir allí: «El jueves 11 de octubre [1542], la reclusa de Les Innocents llamada Jeanne la Valière fue instalada por el obispo Denis Desmoulins en una casita completamente nueva y se hizo un hermoso sermón delante de ella y delante de una gran multitud venida allí para la ceremonia.»
Lo más notable es que el cronista habla de «casita» y de «hermoso» sermón entre la muerte y la pestilencia. A veces, estas reclusas voluntarias vivían en el cementerio más de cuarenta años. ¿Cómo serían? ¿Tendrían aspecto de mujeres fantasmales, de matronas o sencillamente de monjas penitentes? ¿Saldrían de la «casita» para comprar comida y ropa? ¿Tendrían miedo por las noches?
También vivían –un tiempo– y morían en el cementerio reclusas condenadas a cadena perpetua. En esa época, no existían prisiones para mujeres (apenas existían prisiones, en verdad). Se las encerraba allí a perpetuidad. Los registros recuerdan a una mujer que había matado a su marido. Le conmutaron la pena de muerte y no había espacio en otros lugares destinados a mujeres delincuentes, como los conventos o los hospitales.
Los días de peregrinación eran, claro, también días de feria. El cementerio se convertía en un mercado. De todos modos, Los Inocentes era vecino del mercado de Champeaux, así que la compraventa entre los muertos no constituía una actividad extraña ni morbosa. En verdad, los charniers también funcionaban como galerías en el sentido comercial: «Dos de los cuatro carnarios debían su nombre a los comercios que en ellos se hacían: el carnario de las costureras y el carnario de los escritores (es decir, de escribanos públicos).» También había ropavejeros, merceros, libreros. Sigue Ariès: «Estos paseos eran frecuentados a menudo por mala gente. Ya en 1186, según Guillaume le Breton, el cementerio era conocido como lugar de prostitución.» Paraban ahí clochards, ladrones, personas que vivían en la calle y que podían encontrar refugio en el cementerio. Debía ser un lugar peligroso y a la vez pintoresco, un infierno donde se podía escribir una carta o tener sexo con una mujer cerca de la fosa común.
A mediados del siglo XIV, se empezaron a marcar las tumbas con cruces, como punto de referencia para que las familias supieran dónde estaba enterrado el muerto amado y, eventualmente, poder yacer cerca. En los cuatro siglos anteriores, a nadie le pareció que marcar el sitio de la tumba tuviera importancia. Además, los huesos se movían y se amontonaban con tanta frecuencia que hacer un catastro del cementerio no tenía ningún sentido.
En el siglo XVIII, la convivencia con los muertos empieza a resultar repugnante, a causar miedo. La relación con la muerte cambia. Las emanaciones de Los Inocentes comienzan a parecer peligrosas y la descomposición de los cuerpos se asocia a enfermedades y epidemias. Durante las exhumaciones, se encienden fogatas, que supuestamente neutralizan el aire infecto. Se dice que, en el cementerio, el acero y la plata pierden rápido su brillo. Que los vecinos no pueden conservar nada fresco (¿y cómo hacían en el mercado?). El olor y los cadáveres empiezan a generar horror: se vuelven no solo insalubres, sino también insoportables. Entonces se discute trasladar el cementerio a las afueras de la ciudad.
Y, en medio de esa discusión –que es de salubridad–, a fines de 1779 una gran fosa común sufre una filtración de aire que invade las bodegas de tres casas vecinas. Se clausuran, pero el olor –las crónicas de la época lo llaman «mefitismo», término que define a gases irrespirables y dañinos– se infiltra a través de las piedras. Con el calor del verano siguiente, los vapores llegan a otras casas del barrio y las autoridades de París tratan en vano de desinfectar la fosa, de quince metros de profundidad, cavando zanjas alrededor y llenándolas de cal viva. Es un trabajo inútil, que acompañan con grandes fogatas para limpiar el aire. El cementerio iluminado de noche, las hogueras entre los huesos, alimentadas con restos de ataúdes.
El cierre está cerca. Se produce en 1780. En los treinta y cinco años anteriores se habían enterrado allí noventa mil cadáveres. Luego llega el momento de la destrucción y el traslado. Los Inocentes fue aniquilado con brutalidad, pero trasladaron los cadáveres con respeto. Las exhumaciones se hicieron en tres tandas: entre diciembre de 1785 y mayo de 1786, entre diciembre de 1786 y junio de 1787 y entre agosto y octubre de 1787. Los huesos se llevaron a unas antiguas canteras que, una vez llenas, pasaron a llamarse catacumbas, como las de Roma. El traslado debió ser impresionante: los huesos se movían de noche, en carruajes recargados y cubiertos por paños negros, acompañados de antorchas, mientras unos monjes cantaban el Oficio de Muertos. Cada noche atravesaban la ciudad, por la ruta, hacia las canteras. Se usaron más de mil carruajes para transportar los huesos. Tanto se agrandaría después París que las canteras hoy están en el céntrico barrio de Montparnasse. En 1814 terminó el traslado de todos los huesos de todos los cementerios de París, que, a partir de entonces, se construyeron extramuros.
Los Inocentes no solo se niveló: había que llevarse lo que estaba debajo. Hubo excavaciones de metros y metros de profundidad; se abrieron panteones (unos ochenta, bastante pocos), se sacaron más de veinte mil cadáveres de las fosas comunes. Casi todo este trabajo, al igual que el traslado, se hacía de noche. Y se cree que más de medio millón de cadáveres quedaron por ahí, caídos de los carruajes, robados o todavía enterrados bajo la plaza Joachim du Bellay, el lugar donde estuvo el cementerio.
Es extraño que este cementerio se haya usado tan poco en la ficción. La segunda vez que lo encontré –esa vez selló mi enamoramiento con su fabulosa podredumbre, su condición anacrónica definitiva: hoy pueden existir cosas más horribles, pero ya nunca algo como Los Inocentes, en medio de una ciudad, aceptado, normalizado, que no haya sido consecuencia de una catástrofe o una masacre– fue en El vampiro Lestat, la segunda parte de las Crónicas vampíricas, de Anne Rice. Lestat, el vampiro moderno que no vive en tumbas ni se aterroriza ante cruces, que quiere estar entre los humanos, se encuentra con la guarida de los Hijos de la Oscuridad, los vampiros liderados por Armand, que creen ser sirvientes del demonio y viven entre los muertos. Lestat los disuade, los lleva al futuro, los aleja de un dios que no existe. Armand nunca se lo perdona. Lestat tiene razón y, al mismo tiempo, se equivoca; no puede ver, entonces, la belleza de estar maldito. Poco después de ese encuentro, en la novela, Los Inocentes es destruido y los vampiros arman un teatro donde simulan la vida, cada noche, para los parisinos.
La tarde que visité las catacumbas llovía. Fuertes chaparrones, un cielo amenazante y casi blanco de tan gris. El osario municipal, como también se llama a las catacumbas, no tiene una entrada espectacular, ni siquiera obvia. No resulta fácil de encontrar. Es una casita que, con un poco de humor, está pintada toda de negro. Para llegar hay que bajarse en la estación Denfert-Rochereau, salir a la plaza de L’Abbé Migne y cruzar la avenida Général Leclerc. Ahí está la entrada, modesta, pequeña, con empleados que hablan en castellano, latinoamericanos de impreciso acento caribeño.
No hay muchos turistas. Dicen que unas doscientas cincuenta mil personas visitan las catacumbas cada año, pero aquel día, a pesar de que la lluvia lo convertía en el paseo bajo techo –y, por añadidura, tenebroso– ideal, no debía haber más de veinte. Cada visita admite doscientas personas como máximo. Es posible que, en ese mismo momento, hubiese muchos más turistas, clandestinos, en los casi trescientos metros de catacumbas, cañerías y túneles por debajo de París que no forman parte de un osario, aunque hay un tramo, dicen los que bajan ilegalmente a la ciudad subterránea, lleno de huesos, frecuentado por «loquitos» (así los llaman) que gustan de zambullirse entre estos huesos desperdigados, rotos, abandonados, que se cuentan por miles.
Yo no tengo interés en ese tipo de excursiones ni quisiera tener encuentros con la muy severa policía de la ciudad. Yo quiero ver los huesos de Los Inocentes. El turismo clandestino, esa forma de deporte extremo, me aburre un poco. Y no quiero ver huesos abandonados sobre los que se puede caminar. Quiero ver los ordenados y hermosos huesos que apilaron con decencia y lujo los obreros que trasladaron los viejos cementerios de París.
El precio de la entrada es mínimo. En esta visita somos pocos, unos diez turistas, y la única latinoamericana soy yo. Hay ingleses, otros que no sé de dónde vienen porque callan y una pareja de italianos. En este turno no hay visitas guiadas. Apenas nos reúnen, nos indican hacia dónde caminar y nos dicen que hay carteles explicativos con toda la historia de estos huesos y de los viejos cementerios. También hay varias advertencias. Los impresionables, por favor, que se abstengan. Hasta un punto del recorrido es posible retroceder, pero, una vez qu...