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  1. 120 páginas
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Vuelve Eloy Fernández Porta con una provocativa interpretación de la dinámica entre lo normativo y lo transgresor.

Sexy is normie. Normie is sexy. Este libro propone una provocativa interpretación de la dinámica entre lo normativo y lo transgresor. Combinando la sociología, la biopolítica y la sátira, presenta una sorprendente teoría de la imaginación normativa como un modo cognitivo característico de la era del capitalismo emocional. El género, la moda, la creación artística y la vigilancia son analizados desde la perspectiva de un impulso regulador, un imperativo de normalización continuamente renovado, que no proviene ya de los poderes fácticos sino de los propios ciudadanos. Estos, unidos en una espontánea corte popular, armados con smartphones y animados por una compulsión jurídica, se convierten en el eje de las sociedades del control. Y así resulta que los estilos afectivos de construir subjetividad son recorridos por la patología más distintiva de nuestros tiempos, el nombre del juego globalizado: normopatía para todos.

Publicado originalmente en Gran Bretaña y Estados Unidos en la prestigiosa editorial Polity Press, Las aventuras de Genitalia y Normativa ha merecido elogios de pensadores tan acreditados como Christian Salmon

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Información

Año
2021
ISBN
9788433942678
Categoría
Literatura

DE LA NORMA CONSIDERADA COMO UNA DE LAS BELLAS ARTES

Richard Hamilton, The Funhouse, 1956.
Richard Hamilton, The Funhouse (instalación incluida en la exposición This is Tomorrow!, 1956). Vista de sala parcial, MNCARS, 2014 / © R. Hamilton. Todos los derechos reservados, VEGAP, 2021.
Alguien ha provocado que un cuerpo –un cuerpo, o dos: pareja, patriarca, majorette: la olaentre en estado espasmódico, oleada: lo provocó o lo ha logrado, no puede saberse, pues desatar, en un cuerpo, la fuerza de los espasmos, rendirlo a ellos, es lo mejor que cabe hacerle, o bien es la cosa peor que le puede ser impuesta, la más malvada, la óptima, el desastre, el ápice, un minucioso desmantelarte, nervio por nervio, o, senso contrario, la impresión más intensa que has sentido nunca, la que, llevado por ella en volandas, te ha hecho olvidarte al fin de tu propia, extensa secuencia descendente de convulsiones menguantes que se suceden, una tras otra, justo después de la suya, el movimiento reflejo, la insistencia muscular, el arqueo cervical y la espalda puente, el lento final de la plétora, y las convulsiones, cómo se van espaciando, cada vez menos intensas y más suaves, y el cuerpo, que había sido, hasta hace un instante, mucho más, fuera de sí, fuera del eje, parece ahora volver a su ser, va retornando, y ya se empieza a reencontrar consigo mismo, en breve será él de nuevo, íntegro, óseo, anatomía, pero aún no: no hasta que llegue el momento en que la voz del tremor del último músculo en distensión diga lo suyo, la palabra: convulsión, a de las manos temblorosas, de ira pura, y, con ellas, las Tablas de la Ley, asidas, agitándose, el busto viviente del patriarca, la barba florida, el profeta que, al terminar su descenso, sin tiempo apenas para recuperar el resuello, contempla, entre el griterío, entre la turba, el Becerro, el objeto de adoración blasfema, y sosteniendo aún, temblor todo él, el pecio místico de las Tablas, mueca y disgusto su rostro, es arrebatado por un sentimiento, mayor que la decepción, más escarlata que la rabia, y allí, de pie ante la fiesta impía, experimenta por vez primera –lo inventa, y no lo sabe– la Ira Bíblica, el cenit, la santa indignación, su terremoto de carne avejentada, el mármol convulso, fuera de sí, fuera de Dios, y en aras de la ira va sintiendo brotar el gran impulso iconoclasta, los antebrazos dispuestos para arrojar, romper, distenderse, arrebatados por proféticos tremores, ya intuye que el madero en sus manos será astilla, astilla la letra, astilla el mandato, y en el hueco del tiempo Moisés es Pete Townshend, destroza la guitarra en la madera tableada del escenario, y solo queda por elucidar si la rotura de las Tablas, la convulsión definitiva, es la contrafigura del orgasmo o su complemento: del Sinaí las astillas, Decálogo el serrín. O acaso no sea indispensable, para alcanzar el orgasmo, otro cuerpo, y baste con un trazo sinuoso de la letra y la anatomía de la ley desmadejadas, pero una cosa es segura: son uno y lo mismo, la Ley es convulsa, y el sexo, normótico; la calamidad es sensual; el orgasmo, jurídico.
La compulsión del reglamento, el orden orgásmico, arte: la palabra del último músculo en distensión.
Éxodo 34:29: El patriarca cheerleader
La nomografía es un régimen de las imágenes y un dispositivo que organiza los efectos estéticos. Entendemos este último término en la acepción de Canguilhem, según la cual una norma ética, al ser invertida, da como resultado una norma estética.44 Tal sucede con el episodio de Moisés, que es la historia de una repetición imposible: el ridículo y ejemplar relato de un hombre barbado y sus tablones. En el célebre estudio freudiano de la escultura de Miguel Ángel el patriarca es el modelo de «gran hombre», irascible e implacable, si bien se nos hace notar que en esos mármoles airados ha tenido lugar un cambio de foco; el tema central no es el protagonista sino las Tablas: el temor a que estas se quiebren apacigua o inhibe la cólera, logrando así un «vencimiento de las propias pasiones en beneficio de una misión a la que se ha consagrado».45 El retrato del patriarca desbordado hallará continuidad en el óleo de Nicolas Poussin «La adoración del becerro de oro» y, siglos después, en la instalación de Richard Hamilton que encabeza este capítulo, paradigma del dispositivo nomográfico moderno.
Al patriarca, garante de las leyes, el mandato le desborda; se convierte, él mismo, en el primer caso que excede la orden, la inadecuación original entre la letra divina y el hombre. Es ejemplar, en tanto que demuestra cómo el código legal, al ser instaurado, abre un vacío, crea el delito: lo necesita para ser verdad. Apenas el portador del código llegó a la civilización quedó patente que el Decenario estaba incompleto. «No romperás las Tablas», «No te excusarás en la irresponsabilidad de tus conciudadanos»: esos son los dos primeros mandatos que faltaban. Y el más importante: «No pedirás a Dios que vuelva a hacer lo que no puede ser restaurado.» Al vulnerar esta interdicción Moisés obliga a Dios a repetirse; inventa, sin quererlo, el tiempo reiterado: de ahí surge una Ley que ya no es originaria sino copia, similor o imitatio, unas Tablas dejà vu, astillas restauradas, pecios de norma. La repetición de la Ley ¿puede acaso ser otra cosa que hipérbole?46 En lo sucesivo habrá que obedecer a la rotura de los tablones; viviremos, monte arriba y monte abajo, en ese accidente –orográfico, epistemológico– entre el código y la cólera, entre el reglamento y el estropicio, entre los sacros renglones y la más torpe profanación.
Desde la teoría de las masculinidades se ha visto en la figura del patriarca al representante por excelencia de un orden fálico que, desarrollado en la estética a lo largo del siglo XX, da a la violencia de género su coartada cultural.47 El asunto del orden de los géneros –culturales, cinematográficos: hollywoodienses– es, sin duda, enfatizado por Hamilton, quien en su collage actualiza el tema del becerro de oro sustituyendo el motivo pictórico del sacrificio ritual por la construcción fotográfica de lo abyecto: sodomítico (la pareja del western), viriloide (la mujer fatal de cine negro, que se apropia del arma masculina), orgiástico... Este Moisés, a quien una bailarina de cancán parece imitar con garbo, no logrará, como en las Sagradas Escrituras, fundir el becerro; su presencia, su virilidad histerizada, aglutina la imagen y coordina, sin quererlo, la danza blasfema de la ley del género conculcada. En la sacra pantomima del patriarca vemos cómo, por decirlo en derridiano, «la parodia absolutamente calculada sería una confesión o una tabla de la ley»,48 que es, simultáneamente, «regulada y sin regla», «conservadora y suspensiva»,49 como alza el profeta sus maderos sobre la impía bullanga de los paganos.
Moisés, ante la religión politeísta del cine, alza los brazos desnudos, se agita; su faldón bulle, insinuante y cheerleader. Ley incitante, animadora; el patriarca, hijo de Amram y de Jocabed, prohíbe cheerliderando, y, censurando, suscita:
–¡Dame una «L»! ¡Dame una «E»! ¡Dame una «Y»! (¡Todos juntooos!) ¡LEEEEY!
Sale en portada de American Cheerleader y en L’Osservatore Romano; hoy el uniforme de su equipo es rojo pasión, profeta picarona, legisladora de mis entretelas, pero de consuno sale al estadio con una faldita tableada a cuadros blancos y azul cyan que le sienta divina del coño, sabe hacer el pinopuente sin enseñar las braguitas, tiene barba de oso pasivo y en los atardeceres del cruising la chavalería hipster hace cola para mamársela.
El prota no se entera de qué va la peli. Es una tesitura que parece definir la carrera actoral de Charlton Heston, quien, tres años después de que Hamilton presentara su obra, durante el rodaje de Ben-Hur, fue la única persona en el plató que no se había enterado de que el personaje a quien encarnaba era gay. En una escena en que compartía plano con su archienemigo Messala, que en realidad había sido su amante, el actor que lo interpretaba, Stephen Boyd, usó un doble código performativo, alternando los gestos de amistad hiperviril hetero con otro tipo de ademanes que pasaron desapercibidos a su partenaire.50
¡Desciende, Moisés! Como en aquel clásico de los negro spirituals, el patriarca se viene abajo. En su intento de difundir la ley, la hace descender desde las cumbres del ideal hasta las cunetas de la materialidad profana. Como en The Funhouse, el ejercicio artístico se desarrolla en obediencia a la ley, pero también erotizando la ley, que hace posible que las prácticas dispares del sujeto no se disuelvan en la psicosis. Si el legislador puede ignorar los corolarios de sus ocurrencias legalistas e improvisaciones constitucionales, asimismo las expresiones de la subjetividad están regidas por lo que Butler denomina «restricciones fundacionales que, paradójicamente, resultan habilitadoras».51 El artista se vuelve hábil a través de la norma y por ella; no negándola, sino reproduciendo la paradoja que la norma es. El arte no consiste en una disputa entre la norma y su transgresión, sino en una dinámica entre la normatividad imaginada y la norma de desnormativación.
Qué cosa es un artista y por qué siempre parece estar pidiendo la hostia que no le dio su padre a tiempo
Distingue al artista del resto de los mortales un singular desplazamiento en su manera de percibir los deberes. Estos están siempre repartidos a lo largo de una escala de menor a mayor obligación, esto es: prácticas o actos que sería preferible hacer, o que deberían hacerse, o que deberán hacerse. A las primeras las llamamos «convenciones»; a las segundas, «normas»; en el nivel más alto están las leyes. Quien no ha sido tocado por las musas sabe que dejar propina en un restaurante es una convención, y que, siendo hombre, abstenerse de llevar falda es una norma. Y respeta la vida ajena, porque así lo dispone la ley. Además de saberlo lo siente, y eso hace posible realizar y percibir las variaciones y desviaciones que esas figuras del deber consientan. También el artista lo sabe, pero, por las peculiares características de su trabajo, que lo sitúan en una posición intrínsecamente conflictiva con el deber (entendido como vínculo funcional con una tradición creativa), no puede actuar en consecuencia. No, sino que habrá de percibir las convenciones como si fuesen normas; las normas, como si fueran leyes, y estas, a la manera de los personajes kafkianos, como si no fueran la materia laboral de los juristas sino la emanación de un poder divino y negador. Esto último –y no la versión del expresionismo que suele designarse con tal nombre– es, en puridad, lo kafkiano; por eso, y no por su timidez editorial, es el escritor checo el modelo de autor moderno, el que describe por vez primera la vivencia psicológica de una «jurídica difusa», omnipresente, inscrita en cada piel y en cada psique. Esa difusión empieza un grado por encima de la «correcta percepción» del deber, y de los motivos que nos sujetan a él.
Conviene al artista la palabra «problemático». Y esa es, en efecto, la naturaleza de su vínculo con el deber, el aspecto coercitivo de la vida en comunidad. Suele decir –antaño, en manifiestos; hogaño, en entrevistas, poéticas de autor, columnas y proclamas– que ha hallado, en ese problema, la libertad, y que hace uso de ella para producir sus obras. Con esas palabras obtiene el aplauso de su público, el cual no espera de él otra tesitura. Y hace bien, pues tales obras carecerían, por completo, de efecto, sentido y fundamento... de no ser por la fuerza ejercida por ese problema instituyente. En virtud de ese acuerdo el público consigue, en el acto de consumo, una dosis moderada de Libertad: una modalidad laica del pecado, que podrá ser de pensamiento, de palabra o –cuando el trabajo es interactivo– de obra. Pero, ¡ay!, no participa de ella el creador, quien, muy a pesar de su palabrería emancipatoria, se ha amarrado a la roca, en castigo por habernos traído el fuego fatuo de los dioses. Acierta aquí la teoría romántica de la personalidad creativa: en efecto, él se aviene a perder su libertad para que los demás puedan gozar la suya.
Muchas cadenas lo mantienen preso. Son los grilletes que lo atan a su editor, a su representante, a su galerista, a su agente, a los medios que una vez le dieron su apoyo... y, desde luego, al público. Que requiere, a su vez, más correas y cordajes: uno para quienes aprecian su obra, otro para quienes él quiere que la valoren, otro más para el espectador que imagina al crear, y que nunca concuerda con el colectivo real formado por su fanbase. Y, desde el auge de los metamedios –desde que el consumidor de una obra contrajo la obligación de hacerse seguidor del autor, quien habrá de corresponder, a riesgo de perder un cliente–, una cadena para cada espectador. Un candado para cada aficionado.
La más fuerte de esas ataduras es el imperativo de experimentar, día y noche, esa vivencia hiperbólica del deber, siempre un grado por encima de la percepción correcta –siempre con un plus de intensidad y angustia–. Se dirá que esa tesitura no es exclusiva del artista, y que en las redes puede observarse, en los perfiles más diversos, y aplicada a los más dispares materiales, configurando la estructura del carácter más frecuente y funcional en el comportamiento hipervincular. Así es: en Facebook y en...

Índice

  1. Portada
  2. Alerta gris... píldora azul
  3. La imaginación nomográfica
  4. Por qué lo llaman «sexo» cuando quieren decir «la dimensión ética de la doctrina relacionalista»
  5. The Torpe Aliño Indumentario Cibeles Fashion Show
  6. Desigual, o la diferencia
  7. De la norma considerada como una de las bellas artes
  8. Notas
  9. Créditos