Panorama de narrativas
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Panorama de narrativas

Novela de una familia

  1. 400 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
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Panorama de narrativas

Novela de una familia

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Información del libro

Esta saga familiar se centra en tres generaciones de una familia de la República Democrática Alemana: los abuelos, comunistas acérrimos que participan en la construcción de la nueva república; su hijo, huido de joven a Moscú y más tarde deportado a un campo siberiano, quien inicia su viaje en el extremo opuesto, los Urales, para volver, junto con su mujer rusa, a una república de pequeños burgueses en cuya transformabilidad sigue creyendo; y, por último, el nieto, que se pasa al Oeste el mismo día en que el patriarca cumple noventa años. Medio siglo de historia vivida, una novela sobre Alemania llena de sorprendentes giros y detalles, grande por su madurez humana, su precisión y su humor.

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Información

Año
2013
ISBN
9788433934246
Categoría
Literatura

1 DE OCTUBRE DE 1989

La locura se desató poco antes de las ocho de la mañana.
Era domingo.
Reinaba el silencio.
Sólo el amortiguado piar de los gorriones penetraba, si uno atendía, por la ventana entreabierta del dormitorio, dando la medida de ese silencio. Era el silencio de un lugar incomunicado que, desde hacía más de un cuarto de siglo, languidecía a la sombra de las instalaciones fronterizas, sin tráfico de paso, sin ruido de obras, sin máquinas de jardinería moderna.
Un silencio roto, a pérfidos intervalos, por la estridencia del teléfono.
A veces, Irina creía reconocer por el timbre que era Charlotte la que llamaba. Estaba acostada boca arriba en la cama, con las piernas recogidas, y oyó, a través de la puerta, cómo Kurt venía de la cocina, cómo el parquet crujía bajo sus pasos mientras salvaba los seis metros de distancia, cómo por fin levantaba el auricular y decía:
–Sí, mamá.
Irina cerró los ojos, frunció los labios e intentó reprimir el disgusto.
–No, mamá –dijo Kurt–. Alexander no está con nosotros.
Cuando hablaba con Charlotte, decía «Alexander» en vez de «Sasha», y a Irina le parecía extraño que un padre llamara a su hijo «Alexander». En ruso, el nombre a secas sólo se usaba entre personas que se trataban de usted.
–Si habéis quedado a las once –dijo Kurt–, entonces llegará a las once... ¿Estás ahí?... ¿Mamá?
Al parecer, Charlotte había colgado. Era la más reciente de sus manías: colgaba sin más en cuanto la conversación dejaba de interesarle o si había recibido la información que necesitaba.
Kurt volvió a la cocina.
Irina lo oyó trajinar y arrastrar cosas. Estaba preparando el desayuno. Últimamente se le había metido en la cabeza que los fines de semana el desayuno lo preparaba él. Para demostrar, sin duda, que era partidario de la igualdad de derechos.
Irina torció el gesto añorando durante unos segundos la hora matinal perdida, único momento del día que era suyo: cuando nadie llamaba y nadie la molestaba, cuando podía tomar su café y fumar tranquilamente su primer cigarro antes de ponerse manos a la obra. ¡Qué delicia! Igual que el chupito de aguardiente que de vez en cuando se permitía en los últimos tiempos. Sólo uno, en eso era inflexible. Para afrontar la jornada. Para aguantar la locura.
O locurra, como ella decía.
Desde hacía semanas era la misma historia: Charlotte llamaba cada día, encargaba algo, daba órdenes, las anulaba, las cambiaba, las volvía a impartir. La última: que Irina le consiguiera etiquetas autoadhesivas para rotular los jarrones. Como cada año, Charlotte anduvo pidiendo por todo Neuendorf que le prestaran jarrones, y aunque nunca hubo problemas a la hora de devolverlos, esta vez se le había metido en la cabeza que tenía que ponerles etiquetas para que sus dueños recibieran de vuelta el jarrón correcto.
¿Por qué, en realidad? ¿Por qué, se preguntó, había salido a por las malditas etiquetas? Se pasó media jornada recorriendo una a una las papelerías de la ciudad –se decía rápido: buscar aparcamiento, esquivar obras (siempre las mismas, que no cambiaban de lugar en años), esperar en la gasolinera (peleando media hora con los listos que intentaban saltarse la cola), sentir la rabia que daba, tras hallar por fin sitio para aparcar, llegar a la tienda y encontrarse con un letrero que decía «Cerrado por inventario»–, para terminar desplazándose, con una botella de coñac en la mano, a la DEFA –puesto que en ninguna papelería tenían lo que ella necesitaba– y pedir al jefe del laboratorio de imágenes que le consiguiera un puñado de esas malditas etiquetas... Y eso que a Wilhelm las flores le traían sin cuidado. Irina recordaba muy bien cómo un año atrás, sentado en su sillón de orejas, recibió, cual criatura que repite el mismo chiste, a todos los que fueron a felicitarle con esta orden:
–¡Pon esas hortalizas en el tiesto!
Y sus lacayos se tronchaban de risa siempre que lo decía, como si se tratara de una genialidad fuera de lo común.
Hacía tiempo que Wilhelm oía mal. Además, estaba medio ciego. Se pasaba el día sentado en su sillón de orejas, hecho un esqueleto con bigote; pero cuando levantaba la mano y se disponía a decir algo, todos enmudecían y esperaban con paciencia a que carraspeara una sarta de sílabas que, a continuación, eran interpretadas solícitamente. Cada año se le condecoraba. Cada año se pronunciaban discursos. Cada año se servía el mismo pésimo coñac, en los mismos vasitos de aluminio policromado. Y cada año, según le parecía a Irina, lo rodeaban más lacayos, una suerte de estirpe de enanos que se multiplicaban sin tregua, gente bajita en sebosos trajes grises que no lograba distinguir, que no paraban de reírse y hablaban un lenguaje que no comprendía aunque hiciera acopio de voluntad. Cuando cerraba los ojos, sabía cómo se sentiría al final de la jornada, se notaba las mejillas entumecidas por la sonrisa impostada, olía la mayonesa que le repetiría después de haber probado, de puro aburrimiento, el bufé de un extremo al otro de la mesa, y paladeaba el metálico aroma de ese coñac servido en vasitos de colores.
No le gustaba ir a casa de sus suegros, la mera idea le repugnaba. Odiaba los muebles oscuros y pesados, las puertas, las alfombras. Todo le recordaba su calvario por aquella casa, hasta los animales muertos que Wilhelm había colgado en las paredes. Ni siquiera treinta años después había olvidado cómo tenía que limpiar los intersticios del hueco del perchero revestido de madera. No había olvidado cómo tenía que hervir los copos de avena para Wilhelm: estar atenta al pie de la escalera para oír cuándo salía del cuarto de baño de arriba, luego correr a la cocina, echar los copos en el cazo y removerlos para que no estuvieran pegados en el momento de servirlos... En su vida se había sentido más desamparada: sin dominar el idioma, buscaba con desesperación, cual sordomuda, alguna pista en los gestos y las miradas de los demás.
¿Y Kurt?
Mientras ella, con el niño pegado a sus faldas, planchaba las camisas de Wilhelm en el cuarto ropero, Kurt comía uvas sentado en el sofá con Charlotte. Junto con esa señora Stiller.
Doctora Stiller, perdón.
Oyó cómo Kurt entraba en el salón comedor, ponía algo en la mesa y volvía a la cocina. Faltaba poco para las ocho y media. Antes de las diez debía recoger las flores. Después tenía que ir al almacén ruso a buscar los Belomorkanal. Además, quería preparar pelmeni...; para una vez que Sasha venía a comer.
Pero Kurt insistió en que se quedara en la cama hasta que la avisara, hasta que asomara la cabeza por el resquicio de la puerta y la llamara, con voz infantil, para que fuera a desayunar. Irina le hizo el favor. ¿Por qué, en realidad?
Se contemplaba en el gran espejo ovalado suspendido de forma oblicua sobre la cabecera de la cama... ¿Se debía a la luz? ¿O a que uno siempre se veía invertido en ese maldito espejo? Lo voy a quitar, pensó, y se acordó de que la idea se le había ocurrido ya varias veces, siempre los domingos, cuando Kurt preparaba el desayuno y ella yacía con la mirada puesta en el espejo.
Lo peor era que comenzaba a detectar en la cara rasgos de su madre. Un hecho que la desanimaba. Era cierto que todavía tenía un buen ver. Horst Mählich, con sus ojos perrunos, hoy volvería a dedicarle ardientes piropos, e incluso ese nuevo secretario del distrito con su permanente rictus en los labios, un ser asexual que, más que de carne y hueso, parecía de plástico –al contrario del antiguo, que, aunque bajo y gordo, era todo un hombre, capaz de hacer el besamanos a una dama–, hasta ese nuevo secretario del distrito realizaría, al saludarla, una reverencia más exagerada de lo necesario y su mirada, levemente esquiva, dejaría entrever, si no admiración, una especie de azoramiento.
Pero todo ello no impedía que la edad avanzara sensible e irrevocablemente, y desde que su madre vivía en la casa (hacía trece años que Irina la hizo venir de Rusia tras un esfuerzo burocrático inimaginable), se encaraba a diario con los signos de ese avance. Nunca había ignorado que las personas envejecían, pero la presencia de su madre le hacía ser consciente de la inutilidad de su lucha, la reconcomía, le producía pensamientos heréticos, le insinuaba la tentación de claudicar como mujer. ¿Para qué las medias compresivas y los tratamientos para las encías?, ¿para qué los postizos y la leche de belleza, tanta depilación y tanto maquillaje?... ¿Para impresionar a unos abuelos con peinado de funcionario carente de interés? ¿Por el mezquino placer de triunfar, año tras año, sobre la señora Stiller –doctora Stiller, perdón–, cuya silueta se parecía cada vez más a la de un saco de patatas y que tenía la cara congestionada por hipertensión crónica?
Sonó el teléfono.
De nuevo los pasos de Kurt crujiendo sobre los seis metros del parquet. Cruzando delante del ancho sofá. Pasando muy cerca de la puerta del dormitorio, y por fin su voz:
–Sí, mamá.
Increíble, pensó Irina, lo amable, lo paciente que era con Charlotte.
–No, mamá –dijo Kurt–, ahora son las ocho y media. Si habéis quedado a las once, Alexander llegará dentro de dos horas y media.
En el fondo, en lo más profundo de su corazón, Irina se sentía ofendida. Sí, lo consideraba una injusticia grave y duradera: como si Kurt siguiera empeñado en no ver lo que Charlotte le había hecho a ella.
–Mamá, no sé a qué hora habéis quedado –dijo.
La había tratado como si fuera basura. Como a una criada. Y si hubiera podido, pensó, la habría mandado de vuelta a su aldea rusa para casar a Kurt con la señora o doctora Stiller.
Lo oyó volver a la cocina a pasos cortos y pesados. Por Dios, ¡lo que tardaba este hombre en desenvolver un trozo de queso...

Índice

  1. Portada
  2. NOVELA DE UNA FAMILIA
  3. 2001
  4. 1952
  5. 1 DE OCTUBRE DE 1989
  6. 1959
  7. 2001
  8. 1961
  9. 1 DE OCTUBRE DE 1989
  10. 1966
  11. 1 DE OCTUBRE DE 1989
  12. 1973
  13. 2001
  14. 1976
  15. 1 DE OCTUBRE DE 1989
  16. 1979
  17. 2001
  18. 1 DE OCTUBRE DE 1989
  19. 1991
  20. 1995
  21. 1 DE OCTUBRE DE 1989
  22. 2001
  23. Créditos
  24. Notas