Panorama de narrativas
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Panorama de narrativas

  1. 240 páginas
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Panorama de narrativas

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En 1887, mientras Francia prepara los festejos del centenario de la Revolución Francesa, Louis Pasteur funda una escuela de biología y descubre la vacuna contra la rabia. Con veintidós años, el suizo Alexandre Yersin llega a París y se enrola en la aventura pasteuriana. Investiga sobre la tuberculosis y la difteria, y todo lo encamina a convertirse en uno de los sucesores privilegiados de Pasteur. Pero a Yersin lo mueve un espíritu aventurero, como el de su admirado Livingstone, héroe de su infancia y adolescencia. Entonces, el joven se enrola como médico en un barco, se hace a la mar e inicia sus travesías por Extremo Oriente, explora la jungla, y viaja a China, Adén y Madagascar. Y durante la gran epidemia de Hong Kong, en 1894, descubre el bacilo de la peste.
«A través de la larga vida de Alexandre Yersin, Deville narra un siglo de descubrimientos científicos, de guerras franco-alemanas, de colonización... Este estilista notable conjuga la vivacidad con la que conduce su relato y la sobriedad de sus frases, escritas siempre como si ocultase una discreta sonrisa en la comisura de sus labios –que puede aludir tanto a la simpatía hacia su personaje como a su propia posición de "fantasma del futuro" que sigue el rastro de un héroe discreto. Es así como el autor evita caer en la hagiografía y nos brinda uno de los libros más interesantes de los últimos tiempos» (Raphaëlle Leyris, Le Monde).

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Información

Año
2014
ISBN
9788433934642
Categoría
Literatura

HACIA LOS DOMINIOS DE LOS SEDANGS

Si el pinchazo de una espina o de un pincho de mimosa es la puerta abierta a la muerte, la roja herida abierta por una lanza enterrada en el torso excava en éste un vasto túnel por el que se precipitan millones de microbios. Yersin sabe medicina y cirugía y salva su pellejo después del combate con Thouk. Es raro que tales existencias no conozcan el paroxismo de la violencia.
Si durante todos esos años de exploraciones la práctica constante de cuidados médicos en las aldeas y las vacunaciones de niños asemejaron a Yersin a su héroe pacífico, el buen doctor Livingstone, su intransigencia y su humor sombrío le llevaron a comportarse a veces como el pendenciero Stanley y a liarse a tiros contra las partidas de bandoleros a los que entonces se llamaba piratas; bandidos de las grandes rutas, a la manera de Mandrin o Lampião, en los que se inspiraron más tarde las guerrillas de los primeros combatientes anticolonialistas.
Es el caso de Thouk, el enorme jefe de una partida de bandoleros, rabioso y arrasador, que opera en la campiña al mando de una cincuentena de hombres evadidos de prisión, acusados de asesinato y sin nada que perder, cuyas cabezas desquiciadas tienen precio. Llevan consigo fusiles arrebatados a los soldados, picas y machetes. Una noche, en el territorio de sus amigos mois, Yersin entra en un poblado saqueado donde las chozas de paja todavía humean. Los supervivientes le indican una dirección bajo los árboles y los más corajudos se unen a él. Es una persecución silenciosa en la noche. El peso del arroz robado y la lentitud del ganado retrasan la marcha de los hombres de Thouk, también la seguridad de que ningún puñado de campesinos desarmados osaría jamás importunarlos en medio de los malos espíritus del bosque. Hacen un alto y encienden hogueras para inventariar el botín. Yersin apunta su revólver. Las llamaradas levantan un teatro de sombras entre el ramaje. Con un brinco, Thouk se aparta del cañón. Yersin recibe en la pierna un violento golpe de maza que le rompe el peroné. Él se defiende, pero está en el suelo. Un machete le corta la mitad del pulgar de la mano izquierda. Thouk le clava una lanza en el pecho y la partida se escapa, dándolo por muerto. Y ése sería el caso, en efecto, para cualquiera de esos bandoleros desprovistos de los mágicos productos de los pasteurianos.
Los hombres de Yersin lo encuentran al alba, ensangrentado pero consciente, cerca de las brasas que se consumen. Atravesado por una lanza como un insecto sobre un cartón. Esta vez la expedición es corta y quizá la vida también. Las hormigas y otros bichos abrevan en la tierra enrojecida. Hay carreras de exploradores que son así, dejan a sus biógrafos plantados al cabo de pocas páginas. Hipnotizados ante un agujero rojo en el pecho. Carreras que se acaban con un titular en alguno de esos periodicuchos coloniales que se abren delante de un vermú o de un vaso de cassis, en la calle Catinat: «El descubridor de la toxina diftérica muere atravesado por una lanza en territorio moi».
Yersin, que ha perdido demasiada sangre, sabe que tiene poco tiempo y dirige la operación. Por indicación suya, no le arrancan la lanza hasta que han cortado como han podido toda la zona alrededor. Separan lentamente la punta, sin arrancar las costillas, tratan asépticamente la úlcera, desinfectan las heridas, colocan una venda apretada sobre el torso y otra en la mano, también entablillan la pierna rota. Le acuestan en una camilla hecha con lianas y bambú, que será llevada a hombros durante varios días hasta Phan Rang. Allí vive un telegrafista que uno imagina agorafóbico, aislado en una cabaña, al pie del poste con su nudo de cables negros suspendidos. Avisan a Calmette en Saigón para que se aprovisione de fármacos. Yersin se recupera poco a poco. Su biógrafo respira. El herido permanece inmovilizado y al cabo de unos días reanuda la escritura de sus cuadernos. «De manera que el resultado de este asunto ha sido para mí la pérdida de un fusil y un revólver. No creo que me lo tengan en cuenta: el gobernador general estará muy molesto con este ensayo de rebelión en el sur, cuando él pregona a voces que Annam es un territorio absolutamente pacificado. Así que buscará cómo silenciar el incidente e incluso lo negará si es necesario. Por otra parte, no lamento lo que he hecho: está claro que era mi deber.»
Es más fuerte que él, mientras sus heridas cicatrizan, Yersin empieza a estudiar el funcionamiento del puesto telegráfico. Le enyesan la pierna y lo transportan hasta Saigón, donde redacta un informe, traza mapas, indica dónde abrir posibles rutas y pasa a limpio los apuntes garrapateados en los cuadernos. El convaleciente lee revistas técnicas y envía a Francia pedidos de material nuevo. En el puerto, una vez que se halla en condiciones de viajar, le ayudan a descender de un victoria tirado por pequeños caballos. Deja sus muletas en un camarote del Saigon, que zarpa hacia Haiphong, y conversa con su sucesor a bordo, que luce su uniforme blanco con cinco galones dorados. Desciende en la primera escala y llega a su paraíso de Nha Trang, troca el barquichuelo de las Mensajerías Marítimas por su casucha de madera de la Punta de los Pescadores. Reanuda su actividad, cojeando en la cámara oscura, revela sus fotografías, prepara ya la próxima expedición, la más larga sobre el mapa, directo hacia el norte y, después, hacia el oeste. También la más ambiciosa. Quiere abrir un camino entre Tonkin y Laos diferente al abierto por Pavie a través de Dien Bien Phu. Manda cartas a Fanny. «Adjunto unas palabras para Mayor, con el fin de que me envíe nuevas armas cuyo pago efectuaré después de su recepción.»
Justo antes de su partida, se entera de la detención de Thouk y tranquiliza a Fanny, o quizá la inquieta más: «Salgo mañana hacia el interior y no quiero hacerlo sin decirte que tengo la mano completamente cicatrizada y la pierna curada. Estoy pues en buenas condiciones para continuar mi viaje. Hoy le han cortado la cabeza a Thouk. Estuve presente para tomar algunas instantáneas. En realidad es algo horrible. La cabeza cayó al cuarto golpe de sable. Sin embargo, Thouk no ha rechistado. Estos annamitas mueren con una sangre fría impresionante.»
En Francia, ese año es el del centenario del periodo del Terror, que hizo rodar también no pocas cabezas al fondo del cestillo, pero prefieren no honrarlo con una segunda torre de hierro. Ese año, la flota francesa zarpa de Saigón para establecer el bloqueo de Bangkok, a petición de Pavie, que ha sido promovido a comisario de fronteras. No hay riesgo de que Yersin se convierta en diplomático. Toda esa porquería de la política. Él avanza a marchas forzadas hacia los dominios de los sedangs. Atraviesa una vez más los bosques templados, los pinares brumosos. Atraviesa el camino de esas columnas de millones de hormigas que nunca se desvían ni un metro y ante las cuales los campesinos tienen que ceder y desplazar sus aldeas. La tropa de guías y de bestias de carga trepa las montañas por senderos de cornisa, cruza torrentes. En silla de montar, hombro con hombro, van Yersin y el padre Guerlach, que acaba de efectuar las primeras anotaciones topográficas y antropológicas de la región, consignando las creencias y los idiomas de los cazadores-recolectores, con la vaga esperanza de salvar sus almas en vez de esclavizarlos como intentara, por demás vanamente, Mayrena, transformado aquí en Marie I.
Los refugios de los sedangs son nidos de águila en las cimas de los picos, protegidos por altas empalizadas. Una vez que Guerlach es reconocido, se accionan las puertas mediante poleas, confraternizan, intercambian objetos, bailan, comparten la comida. Yersin desembala sus instrumentos en medio de la plaza. Con las piernas separadas y la mirada en el cielo, toma latitudes y longitudes, busca en la noche la estrella Polar, mide la altitud con el barómetro. El padre saca los crucifijos y los incensarios, dice misa, masculla y alza los brazos hacia su dios, que parece no estar lejos de la estrella Polar. Es la primera vez que los sedangs se encuentran con alguien más salvaje que ellos y asisten a esos ritos tan graciosos. Se mondan de risa y se dan golpes en los muslos. Apartados, los brujos ponen mala cara, pero en el futuro no dejarán de integrar algunas variantes del show en sus ceremonias. En lo alto de las murallas, los guerreros blanden sus escudos cubiertos de piel de rinoceronte, gritan y agitan lanzas y sables, deseándoles a los blancos un buen regreso. La columna desciende la montaña y llega a Attapeu, en Laos, del otro lado de la cordillera. En esta ocasión la atracción son los caballos domesticados y enjaezados que los aldeanos ven por primera vez.
Los exploradores descienden por la jungla en una suave pendiente, rumbo a la orilla del Mekong. Hace un mes que se pusieron en marcha. Su progresión es silenciosa y agotadora. Ahí abajo todo es amarillo y verde, esmeralda y bermejo. El gran sol amarillo entre las ramas y las anchas palmas que se doblan bajo los chaparrones. Hay serpientes y ranas y pequeños genios tutelares espantadizos. Y el griterío del vuelo de las cotorras rojas. Ellos remontan hacia el norte y atraviesan por segunda vez los pasos de las montañas, ponen rumbo al este, hacia el mar de China, para llegar a Tourane y después a Hanói, donde los dos antropólogos, el católico y el agnóstico, entregan sus respectivos informes al obispo y al gobernador. Yersin numera con tinta, escribiendo con la pluma directamente sobre el hueso, los cráneos de enemigos que les han ofrecido los sedangs y los dientes de elefante recolectados durante la misión. Llena cajas con bagatelas etnológicas para el Museo del Hombre en París.
Todo eso es como firmar el diario de a bordo en la cámara de oficiales, antes de bajar a tierra. Para Yersin esta actividad no es muy diferente de la navegación, aunque sí más excitante. No parece dar prueba de cansancio alguno. Se apresta a regresar a Nha Trang en la línea de las Mensajerías Marítimas.
Pero la larga marcha ha terminado también para él. Todo eso se acabó. Las horas bajo la lluvia, sobre la silla del caballo. Los croquis de los perfiles montañosos. El olor a estiércol y a cuero mojado. Las carnes en el fuego de los campamentos y los ladridos de los perros al aproximarse a las aldeas. Él todavía no lo sabe. Nunca más emprenderá exploraciones. Un telegrama de Calmette le espera donde el gobernador general, quien le explica que hay otros telegramas aguardándole en Saigón. Roux y Pasteur le piden que se dirija lo más rápido posible a Hong Kong. Se trata de la gran historia de la peste. Yersin cierra su último cuaderno de explorador, cuya tinta todavía está fresca y húmeda.
La vieja mano temblorosa y con el pulgar amputado cierra el último cuaderno de explorador, cuya tinta está seca y desvaída. El estilo también ha envejecido. Ahora es algo así como el de Vidal de la Blanche, el clásico de la geografía francesa. Yersin lleva gafas delante de sus ojos azules deslavados. Regresa al presente de Nha Trang, al presente del verano del 40. Yersin se encierra entre las arcadas de la gran casa cuadrada que ha reemplazado a su casucha de madera. El gran cubo racional. Con sus tres niveles de cien metros cuadrados cada uno y la escalera que lleva a la azotea y al observatorio astronómico. El doctor Nam tiene setenta y siete años. Durante dos meses, desde que regresó de Europa a bordo de la pequeña ballena blanca, ha releído sus cuadernos, por orden. Ha sido como estar todavía allí, en la jungla o en los dominios de los sedangs. Hoy sus piernas ya no le sostienen. Llega la noche. Él está sentado en su mecedora, bajo la veranda, delante de ese vasto mar que sirve de consuelo a nuestros trabajos.
Desde hace dos meses, la lectura de los viejos cuadernos le sustrae del presente de la Historia. Las frases sobre el combate con Thouk han despertado el recuerdo del dolor fulgurante, de la espera de la muerte tirado bajo los árboles, del resplandor de las llamas contra la fronda. Ha abierto su camisa para observar la cicatriz, para convencerse de que efectivamente todo eso le sucedió. Ya no tiene el coraje ni las ganas de escribir sus memorias. Él es y será el único que sabe todo eso, el único que lo recuerda aún. Poco importa. Más que las pocas obras que ha publicado, será la inmensa correspondencia con Fanny y Émilie la que hable de su vida. Ellas no han perdido ni una carta. Esas cartas, escritas de un tirón, sin una tachadura y firmadas siempre con el apellido Yersin, sin el nombre del padre, y a veces irónicamente como Dr. Nam, serán encontradas en el cajón de un velador, a la muerte de su hermana. Pero hoy, en este verano del 40, Yersin no puede saberlo y piensa que su vida se borra. Cada noche escucha las radios del mundo en onda corta. Estamos en el verano del 40 y el mundo se viene abajo.
El régimen de Vichy nombra para el puesto de gobernador general de Indochina al almirante Decoux, que mandaba la flota francesa de Extremo Oriente. Aquí, como en la metrópoli, está prohibido escuchar la radio inglesa. Yersin va a estar incómodo. Sabe que los jóvenes han acudido a la llamada lanzada por ese curioso general de dos metros de alto que se alojaba antes de la guerra en el Lutetia. Escucha la radio alemana, con su propaganda y sus gritos de victoria. Otra vez una guerra con Alemania y de nuevo Alemania será derrotada, después de millones de muertos, como el clarividente Rimbaud había previsto a los quince años de edad, tras la batalla de Sedán y la caída del Segundo Imperio. Los nazis deberían haber leído al joven profeta que escribía que «una administración de hierro y locura va a acuartelar a la sociedad alemana, al pensamiento alemán, ¡y todo eso para terminar aplastada por una alianza!».
Cinco días después del llamamiento lanzado por el general desde Londres, el dictador de negro y gris que imita tan bien a Chaplin aterriza en Le Bourget. A las cinco de la mañana de un domingo. El viaje del Führer estaba previsto desde antes incluso de la ofensiva y ésa es la razón de que los Stukas de Göring respetaran la pista de Le Bourget y dejaran partir a la pequeña ballena blanca del último vuelo de Air France. En la radio, el locutor alemán describe con entusiasmo la partida de los tres mercedes descapotables, que llegan a París bajo la suave luz del alba de un día de junio, seguidos por una horda de fotógrafos y cineastas. El dictador de negro y gris va acompañado de su arquitecto, Albert Speer. Quiere hacerlo en Berlín todavía mejor que en París. Visita a la carrera la Ópera, la Madeleine, la Concorde, los Campos Elíseos, la torre Eiffel, Trocadéro. Ve París por primera vez, él, que proclamaba en Mein Kampf su talento para la pintura, «que sólo sobrepasa mi talento de dibujante, particularmente en el dominio de la arquitectura».
Ese entusiasmo estomagante no es el que va a reconciliar a Yersin con todas esas nimiedades de la pintura y la literatura. Es como si esos dos, Hitler y Göring, condujeran la guerra mundial con el único objetivo de enriquecer sus colecciones de pintura y disputarse los cuadros entre sí. Yersin se pregunta qué habría sido de Louis Pasteur si de joven, en lugar de químico, se hubiera convertido en pintor de retratos, un proyecto que había alimentado en su lejana región del Jura. Pasteur el artista, que seguiría enseñando en la Escuela de Bellas Artes de París, en medio de sus investigaciones científicas.
Cuando los primeros alemanes se presentan en el Instituto, en el verano del 40, poco después de la última partida de Yersin, piden visitar la cripta donde reposa Pasteur. El viejo portero, Joseph Meister, el primer hombre curado de rabia, les prohíbe el paso. Los soldados le empujan a un lado. Los oficiales penetran en la cripta. El viejo alsaciano se suicida en su cuarto con la pistola que le dieron en la guerra del 14.
Yersin escucha en la radio alemana que la bandera de la cruz gamada ondea sobre la azotea del Lutetia, justo encima de la habitación que hace esquina en el sexto piso. El hotel se convierte en la sede de la Abwehr, el servicio de espionaje del ejército. Sentados en torno al piano, los oficiales de negro y gris agotan las reservas de coñac. Después de la batalla de Francia viene la guerra con Inglaterra, machacada por los aviones de Göring, el otro amante de la pintura que, a espaldas de Hitler, envía dotaciones para que recojan en las ciudades ocupadas las obras localizadas por sus propios equipos de historiadores del arte.
Dos meses después de la visita de Hitler a París, Trotski es asesinado el 20 de agosto en su refugio de México por los hombres de Stalin, el aliado de Hitler que es aliado de los japoneses. Todas las piezas de un rompecabezas de dimensión planetaria ocupan su lugar. Y diez días más tarde, el 30 de agosto, las tropas japonesas desembarcan en Tonkin y ocupan Haiphong y Hanói. Los oficiales colocan sus sables sobre las mesas bajas del Hotel Metropole y agotan las reservas de coñac. Indochina es invadida. Sentado en su mecedora, delante del mar, Yersin espera a que los oficiales de la Kampetai vengan a instalarse en su casa y hagan de la gran casa cuadrada su comandancia en Nha Trang. Buscarán en vano una botella de coñac.
Estas querellas entre Yersin y los japoneses son ya viejas.

EN HONG KONG

El anciano que cierra su viejo cuaderno vuelve a verse a sí mismo vestido de explorador a su regreso del país de los sedangs, con la chaqueta de tela verde y el tahalí de sus instrumentos. Yersin se despide del padre Guerlach. Tiene treinta y un años de edad. Baja hasta Saigón, lee el telegrama de Roux, a quien no ha vuelto a ver desde su conferencia en la Sociedad Geográfica. Los telegramas. Eso es porque Roux y Pasteur son fulminantes. Y bombardean a las autoridades con sus mensajes. Los pasteurianos consideran a Yersin uno de los suyos, siempre en la reserva de la ciencia. Enviaron mensajeros a Nha Trang, donde supieron que Yersin estaba en el monte. El monte, dice Roux con irritación, encogiéndose de hombros.
Como si no fuera bastante con el mar.
Faltan veinte años para la Primera Guerra Mundial, pero ya la batalla científica es también política y las alianzas son las mismas. Una epidemia de peste en China se extiende hacia Tonkin y llega a Hong Kong en mayo. El terror a su guadaña se levanta sobre el horizonte y enseguida llega la hecatombe, el pánico entre los ingleses de K...

Índice

  1. PORTADA
  2. ÚLTIMO VUELO
  3. INSECTOS
  4. EN BERLÍN
  5. EN PARÍS
  6. EL RECHAZADO
  7. EN NORMANDÍA
  8. UNA GRAN TORRE DE HIERRO EN EL CENTRO
  9. UN MÉDICO DE A BORDO
  10. EN MARSELLA
  11. EN EL MAR
  12. VIDAS PARALELAS
  13. ALBERT & ALEXANDRE
  14. EN VUELO
  15. EN HAIPHONG
  16. UN MÉDICO DE POBRES
  17. LA LARGA MARCHA
  18. EN PHNOM PENH
  19. UN NUEVO LIVINGSTONE
  20. EN DALAT
  21. ARTHUR & ALEXANDRE
  22. HACIA LOS DOMINIOS DE LOS SEDANGS
  23. EN HONG KONG
  24. EN NHA TRANG
  25. EN MADAGASCAR
  26. LA VACUNA
  27. EN CANTÓN
  28. EN BOMBAY
  29. LA VERDADERA VIDA
  30. EN HANÓI
  31. LA CONTROVERSIA DE LOS POLLOS
  32. UN ARCA
  33. UNA AVANZADA DEL PROGRESO
  34. EL REY DEL CAUCHO
  35. PARA LA POSTERIDAD
  36. FRUTAS & VERDURAS
  37. EN VAUGIRARD
  38. MÁQUINAS & HERRAMIENTAS
  39. EL REY DE LA QUININA
  40. ALEXANDRE & LOUIS
  41. CASI UN «DWEM»
  42. BAJO LA VERANDA
  43. EL FANTASMA DEL FUTURO
  44. LA PEQUEÑA BANDA
  45. EL MAR
  46. AGRADECIMIENTOS
  47. CRÉDITOS
  48. NOTAS