Narrativas hispánicas
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Narrativas hispánicas

  1. 152 páginas
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Narrativas hispánicas

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La tensión de la adolescencia de Tomás llega a un punto de no retorno cuando viaja con su familia, como todos los años, al pequeño pueblo de veraneo en el que suelen pasar las vacaciones. Bajo la blanda inactividad veraniega todo empieza a suceder de pronto como en unencadenamiento inaplazable: el descubrimiento del sexo y de laviolencia, la muerte, la transgresión... Tomás se descubre a fogonazos, como si no pudiera evitar que su inteligencia fuese un paso por detrás de sus acciones, hasta que la dinámica de las cosas le lleva a participar en un acto que no puede perdonarse a sí mismo. Es entonces cuando se siente obligado a sentarse frente a la única persona que le puede juzgar y perdonar.

Agosto, octubre es una de esas novelas que tiene el valor y la maestría de agarrar del cuello, en toda su complejidad, a esa edad tan ambigua, desprotegida y violenta de la adolescencia. Andrés Barba resuelve eltapiz con la maestría psicológica que le ha convertido en uno de losescritores de referencia de su generación en uno de sus textos máslogrados y conmovedores: un cóctel explosivo entre el Pavese de El bello verano y los adolescentes de Gus Van Sant en Elephant.

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Información

Año
2010
ISBN
9788433932792
Categoría
Literatura

Primera parte

Recuerdo de agosto

Ocurría al volver a casa desde la playa, junto a sus padres y su hermana pequeña. La excitación se parecía más a una molestia que a un placer. Se quitaba el bañador y se masturbaba en el cuarto de baño antes de ducharse evocando imágenes medio difusas que acababa de ver hacía tan sólo unos minutos en la playa o en el paseo que la unía a la casa que habían alquilado sus padres para las vacaciones, imágenes casi abstractas de chicas de su edad, o incluso un poco mayores, de dieciséis, de diecisiete años. Más que la certeza de un cuerpo concreto sentía –cuando cerraba los ojos y comenzaba a tocarse– una suma difusa de cuerpos fantasma cuyas formas eran, a la vez, inquietantemente concretas. El pliegue, por ejemplo, de las caderas cuando estaban sentadas, la doblez de unos pechos vistos de perfil, las muescas extrañas y circulares, como hoyuelos, en el final de una espalda. No sentía atracción por aquellas formas, sino más bien una especie de asco fascinado, como si esas imágenes tuvieran algo digno de asombro y al mismo tiempo fueran demasiado inconsistentes. En ocasiones hasta encontraba dificultades para recordar los cuerpos concretos que acababa de ver en la playa, o los recordaba pero no los distinguía. Le quedaba una imagen lavada de una chica que caminaba en bikini por la orilla, como si le molestara su propia cadera para caminar, o la espalda de otra –una espalda delgada, como la de un hombre enfermo–, o unos brazos contra el pecho y luego una blancura anfibia, llena de venitas azules. Al masturbarse tampoco se podía decir que pensara concretamente en ellas. Tenía más bien la sensación de quedar sumergido, de que algo se debilitaba y luego crecía y más tarde se retiraba sin haber sido resuelto en absoluto. Respiraba arriba y abajo, arriba y abajo. Se limpiaba con papel higiénico, limpiaba el suelo, se miraba en el espejo.
«Cuánto has cambiado este año –había dicho la tía Eli nada más verle aquel verano–. Te has hecho un hombre de pronto.»
Se había hecho un hombre de pronto. En los últimos seis meses había crecido de manera tan desmesurada que había dejado de servirle la mitad del armario. Su padre lo atribuía al hecho de que se hubiese aficionado al deporte y a él mismo le fascinaba tanto su propia transformación que desde el día en que su padre hizo aquel comentario se entregó con un ímpetu redoblado al ejercicio físico. El rostro se había afilado, los labios habían dejado de ser carnosos para volverse más finos, parecidos a los de su madre, los pómulos se habían abultado también, y el mentón, lo que, junto a aquellos ojos redondos e infantiles, le daba a su rostro el aspecto de un muchacho espantado. Era consciente de aquel efecto, por lo que durante aquel año había adquirido la costumbre nerviosa de achinar los ojos cuando le hablaban como si algo le disgustara o como si estuviera reflexionando. Los brazos se habían alargado, y las piernas, pero el ejercicio los habían vuelto vigorosos. Estaba orgulloso de sus brazos, no tanto de sus piernas, que seguían siendo delgadas y que probablemente –o al menos mirando la anatomía de su padre– lo seguirían siendo toda la vida. El pecho permanecía anclado en un misterioso estado infantil a pesar de los ejercicios, un poco hundido hacia adentro. Era fibroso y más alto que la media, aunque sin destacar demasiado. Sabía que no era objetivamente guapo pero que su seriedad y su mutismo le hacían parecer atractivo. Aquel año, además, se había convertido en alguien fuerte. Fuerte como tal vez ni siquiera él mismo había pensado que pudiera llegar a serlo nunca. Había vivido su delgadez infantil y preadolescente como si se tratara de una maldición bíblica. Igual que una muchacha fea se mira al espejo y piensa con irritación Yo no soy esto, él se había mirado al espejo durante aquellos años y había sentido una especie de feroz desacuerdo entre lo que era y lo que veía. Un mes después de cumplir catorce años comprobó con asombro cuánto había cambiado y sintió como si se aplacara una rabia sorda, como si un plasma difuso se hubiese disuelto, apretó las mandíbulas.
«Y no sólo eso –dijo su madre–. Si tú vieras lo ordenado que se ha vuelto también...»
La tía Eli le hizo una carantoña infantil y le dio un sonoro beso, lo que le produjo un desagrado inmediato. El orden y la limpieza eran en realidad como una supuración del cambio físico. Se había vuelto ordenado y meticuloso, como si tuviese que seguir paso a paso y con gran cuidado un programa.
«No sé lo que le ha pasado. Tú sabes lo desordenado que era, pues de un día para otro...»
Odiaba de su madre aquella costumbre inamovible de hablar de él ante terceros como si no estuviese presente y el hecho de que lo estuviese haciendo ante la tía Eli le enervaba especialmente. Era quizá aquel extraño poder de su madre para convertirle en un niño de cinco años con un solo gesto o la vergüenza objetiva de quien pensaba que podía ser delatado constantemente lo que le sacaba de quicio. La tía Eli se sentó a su lado y se arrimó a él. Sintió sus enormes pechos sobre el hombro y esta vez no pudo evitar el asco. Se apartó de ella con una mueca involuntaria. Ni siquiera la enfermedad había conseguido adelgazarla, la había empalidecido mucho, eso sí, lo que hacía que más que una persona pareciera una enorme escultura de cera blanca y reblandecida.
«Te has hecho un muchacho, ¿eh? Ya ni quieres que te hagan mimos... O quieres que te los hagan, pero no la tía Eli...»
«Me voy a mi cuarto», dijo, levantándose como un resorte, y cuando aún no había abandonado la habitación oyó una débil disculpa de su madre y la voz de la tía Eli, comprensiva:
«Pero si es normal, mujer...»
Cada año alquilaban una casa distinta, y la de aquel verano era la mejor de todas desde hacía mucho tiempo, un chalet antiguo de dos plantas muy cercano a la playa. Tenía cuatro habitaciones en la planta superior –por lo que por primera vez no estaba obligado a compartir la habitación con su hermana durante las vacaciones– y una terraza enorme con persianas de caña que se enrollaban con unas cuerdas y se ataban a las pequeñas columnas que abrían el corredor. Cuando entraron por primera vez tuvo que reprimir un alarido de entusiasmo. Parecía una casa africana, un refugio de exploradores. La planta de abajo era diáfana, a la manera en que estaban diseñadas muchas casas de la ría para evitar que se las comieran las crecidas. Eran antiguas viviendas de pescadores reconvertidas en chalets de lujo para veraneantes de la ciudad, perfectamente rehabilitadas en el interior pero sabiamente mantenidas por los interioristas con algunas de sus «encantadoras incomodidades originarias» (Mamá). Durante los dos primeros días la disfrutaron con una alegría casi nerviosa. En el fondo eran una familia infantil. Igual que había familias melancólicas, o alegres, o destructivas, ellos eran una familia infantil. Se entusiasmaban a saltos, y luego se entristecían sin motivo. Necesitaban estímulos como puntapiés, sobre todo durante el verano, luego tenían la sensación de que la alegría se les empequeñecía y saltaban hacia otro entretenimiento con una lógica temeraria y aterrada, como si todo el verano fuese huir del tedio del último hobby. Eran tan desordenados en verano como ordenados en invierno. Durante el invierno su padre dirigía una oficina bancaria, su madre una farmacia en pleno centro de la ciudad y ellos acudían a clase, eran razonables y trabajadores, no muy emotivos y un poco herméticos, pero la casa respiraba un ambiente de sana quietud. El verano era el periodo de la anarquía. Todos se volvían un poco impacientes, un poco egoístas, más vivos y alegres casi todo el tiempo, pero también más expuestos a la decepción y al berrinche. Se peleaban más, pero también se confiaban y celebraban estar juntos. Al verano pertenecían también todos los momentos que recordaba de su vida de auténtica suspensión alegre, cenas en las que de pronto se quedaban los cuatro en silencio; como si algo burbujeara en ellos, o les lanzara hacia adelante en la vida, sus voces se volvían profundas y calmadas. Él siempre había anhelado las vacaciones con auténtica ansiedad y le resultaba extraño que aquel año hubiese sido distinto. El mes previo al viaje su padre planteó por primera vez en años la posibilidad de cambiar de lugar de veraneo. Se estuvo discutiendo el asunto en las cenas durante un par de semanas, pero la tía Eli se puso enferma y el asunto se resolvió por sí solo: irían donde siempre. Por encima de todo le ofendió el hecho de que nadie le pidiese su opinión, pero aquella ofensa se transformó de pronto en un sentimiento extraño e inédito hasta entonces, una especie de desilusión por sus padres, de decepción resentida: le parecieron unos pánfilos conformistas. Hubo incluso una cena muy amarga, dos semanas antes de las vacaciones, en la que discutieron mucho. La discusión duró varios minutos y fue subiendo de tono hasta que él llamó a la tía Eli «vaca enferma». Sabía que lo que había provocado aquel insulto no era animadversión contra la tía, a quien por otra parte quería sinceramente, sino una especie de ímpetu: la posibilidad de llamar a la tía Eli «vaca enferma» en plena discusión familiar era algo demasiado nuevo y demasiado violento para ser desatendido. En una milésima de segundo cruzaron por su cabeza pensamientos agilísimos, casi irresistibles, y finalmente no pudo evitar el deseo de contemplar la situación que desataría un comentario como aquél. Más que insultar a la tía Eli, deseaba provocar el espectáculo del insulto. Se incorporó a medias, apoyando las manos en la mesa, y dijo:
«No pienso pasarme el verano cuidando de una vaca enferma.»
Recordaba que aquellas palabras salieron de sus labios como un líquido, como algo denso y suave a la vez. Se asombró, quizá, de que fuera tan fácil. Quería arriesgarse, ponerlo todo en compromiso. Su padre pegó un sonoro puñetazo sobre la mesa, él se marchó del comedor. El desenlace de la escena fue todavía más penoso. Su madre fue a su cuarto en tono conciliador, le preguntó preocupada por qué había dicho aquello, le rogó que se disculpara con su padre. Recordaba que él estaba sentado en la cama y que su madre se sentó a su lado, que le acarició el cuello y que él se ruborizó sin querer. Se levantó y regresó al comedor, pidió disculpas evitando mirarle a la cara sin saber si se sentía humillado o sencillamente tenso, y cuando levantó la vista les vio a los dos allí; su padre seguía observándole severamente, su madre estaba de pie, a su lado, asombrada. No sabía por qué pero se veía incapaz de observarles como lo había hecho durante toda la vida: ya no eran símbolo de autoridad ni tenían aquel resplandor benéfico de la infancia, no eran seres superiores, algo extraño les había degradado a ellos también. Fue como si descubriera entonces en ellos rasgos falaces, vulgares. Aparecían entonces, a la despiadada luz de la normalidad, como dos personas blandas, llenas de miedo o de pasiones reprimidas.
La pelea se olvidó pronto, cosa que también le decepcionó un poco: se había vuelto obstinado durante aquel año. Hicieron el viaje de buen humor en tren y cuando llegaron a la casa en la que iban a vivir la alegría se volvió distendida y locuaz durante un par de días, luego entró en una especie de intervalo inquietante. Iban a la playa por la mañana y cuando regresaban a la casa para comer él recorría con la mirada el pinar del paseo, las dunas, los cuerpos de las chicas de su edad y de las mujeres mayores.
Casi todos los días corría por la orilla. Le fascinaba correr junto al mar. Tenía la sensación a ratos de que su cuerpo era una máquina sobre la que tenía una especie de control absoluto, y era como si se liberara de la vergüenza que le producía a veces y sin motivo. Al volver a la sombrilla de sus padres tiraba la camiseta y se daba un baño junto a unas rocas en las que su madre y su hermana solían ir a buscar cangrejos. El quinto día de vacaciones, cuando volvió de correr, se zambulló en el agua como hacía a diario y sintió una extraña tentación: se había sumergido sin coger mucho aire, pero cuando ya estaba bajo el agua decidió que bucearía hasta una roca que estaba a unos cuatro metros de profundidad y en la que había algo parecido a un coral. Dio dos o tres brazadas impetuosas, pero cuando estaba a mitad de camino se acercó a la roca y se agarró a ella. Decidió, desde allí, que aguantaría la respiración todo lo que pudiera. La roca era rugosa y negra, y cuando fijó el hombro bajo el saliente para no emerger a la superficie, comprobó que apenas le quedaba aire y que no podría aguantar más de tres o cuatro segundos. Luego sintió como si algo se quebrara, una resistencia tal vez, o un temor, y pensó que podría morir allí sin que el pensamiento le horrorizara ni un instante. Recordaba el sordo rumor silencioso del agua durante aquellos segundos y que mantuvo los ojos abiertos. El fondo del mar, que debía de estar a unos diez metros y hasta ese momento había sido transparente, se volvió un poco borroso. Mirando hacia arriba veía el techo luminoso del agua. Apenas sin aire, resultaba de una belleza prodigiosa, como si se hubiese vuelto de un cristal impenetrable. Luego tuvo la sensación de que el agua se hacía más densa, tan densa como el aceite, y también más oscura. Traspasado el umbral que creía que iba a ser su límite de la resistencia, sintió un extraño y misteriosísimo alivio, como si la sangre se hubiese oxigenado de nuevo. ¿Cuánto tiempo había transcurrido? No podía saberlo, pero aquella pequeña euforia fue seguida de una inmediata debilidad y de la sensación de que todo iba a volverse blanco, que la oscuridad de aquel fondo marino iba a iluminarse con un fulgor siniestro. Sacó el hombro del saliente y con sus últimas fuerzas dio una brazada hacia la superficie. Al salir del agua respiró con furia, sin saber si lo que le atravesaba el pecho de parte a parte era placer o dolor, y pensó que iba a perder el conocimiento. No sabía cómo había conseguido arrastrarse hasta la superficie de la ...

Índice

  1. Portada
  2. Primera parte
  3. Segunda parte
  4. Créditos