La nueva lucha de clases
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La nueva lucha de clases

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La nueva lucha de clases

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No, el filósofo no está en su torre de marfil, elucubrando sobre abstracciones trascendentales. Este manifiesto?breve, directo, contundente? es una suerte de reflexión de emergencia sobre el presente. Una indagación en las medias verdades sobre lo que está sucediendo en Europa, donde se superponen los atentados terroristas del radicalismo islámico?como los de París? con la llegada de una multitud de emigrantes y refugiados.?i?ek, torrencial y visceral, no está para poner paños calientes, sino para poner el dedo en la llaga. Y así, plantea que no podemos quedarnos en el mero lamento compungido, en la compasión ante las víctimas inocentes, que debemos ir a las causas que generan la espiral de retroalimentación entre el islamofascismo y el racismo. Para ello es necesario superar ciertos tabúes de la izquierda y al mismo tiempo denunciar el capitalismo global que genera nuevas formas de esclavitud, y airear la obscena corriente subterránea de las religiones?que amparan la pedofilia, las agresiones contra las mujeres? y su violencia divina. La solución de esta encrucijada pasa, en opinión del filósofo, menos por la acción militar que por el fomento de la igualdad y la recuperación de la lucha de clases. El huracán?i?ek vuelve a la carga con un libro pertinente, certero y provocador.

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Información

Año
2016
ISBN
9788433937087
Categoría
Letteratura
Categoría
Saggi letterari

EL DOBLE CHANTAJE

En su estudio clásico Sobre la muerte y los moribundos, Elisabeth Kübler-Ross postuló su famoso esquema de cinco fases para explicar nuestra reacción cuando nos comunican que sufrimos una enfermedad terminal: negación (simplemente rehusamos aceptar el hecho: «Esto no me puede estar pasando a mí»); ira (que estalla cuando ya no podemos seguir negando el hecho: «¿Cómo es posible que esto me esté pasando a mí?»); negociación (la esperanza de que de alguna manera podamos posponer o mitigar el hecho: «Que pueda vivir para ver graduarse a mis hijos»); depresión (desinversión libidinal: «Voy a morir, ¿por qué he de preocuparme de nada?»); aceptación («No puedo luchar contra la enfermedad, así que es mejor que me prepare»).* Más tarde, Kübler-Ross aplicó esas fases a cualquier forma de pérdida personal catastrófica (quedarse sin trabajo, la muerte de un ser amado, el divorcio, la drogadicción), y también recalcó que no tienen por qué darse necesariamente en el mismo orden, ni los pacientes tampoco tienen por qué experimentar los cinco estadios.
En la Europa Occidental de hoy en día, la reacción de las autoridades y de la opinión pública parece constar de una combinación parecida de reacciones dispares. Encontramos (cada vez menos) la negación: «No es tan grave, lo mejor es no hacer caso.» Encontramos la ira: «Los refugiados son una amenaza para nuestro modo de vida y, además, entre ellos se ocultan fundamentalistas musulmanes: ¡hay que detenerlos a cualquier precio!» Encontramos la negociación: «Muy bien, ¡establezcamos cuotas y apoyemos los campos de refugiados en sus países!» Encontramos la depresión: «¡Estamos perdidos, Europa se está convirtiendo en Europastán!» Lo que nos falta es la aceptación, que en este caso significaría un plan europeo coherente para enfrentarse al problema de los refugiados.
Los ataques terroristas del viernes 13 de noviembre de 2015 en París complicaron aún más las cosas. Sí, deberíamos condenarlos sin paliativos, pero... nada de peros: habría que condenarlos radicalmente, sin atenuantes, para lo cual se necesita algo más que el simple espectáculo patético de la solidaridad de todos nosotros (de la gente libre, democrática y civilizada) contra el criminal Monstruo Islamista.
Hay algo extraño en las solemnes declaraciones según las cuales estamos en guerra con el Estado Islámico: todas las superpotencias del mundo contra una banda religiosa que controla una pequeña extensión de tierra en su mayor parte desértica... Lo cual no significa, naturalmente, que no debamos centrarnos en destruir el ISIS, sin condiciones, sin ningún «pero». El único «pero» es que deberíamos centrarnos de verdad en destruirlo, y para ello hace falta mucho más que patéticas declaraciones y llamamientos a la solidaridad de todas las fuerzas «civilizadas» contra el demonizado enemigo fundamentalista. Lo que debemos evitar es embarcarnos en la típica letanía de la izquierda liberal de que «No se puede combatir el terror con el terror; la violencia sólo engendra violencia». Ha llegado el momento de empezar a plantear cuestiones desagradables: ¿cómo es posible que el Estado Islámico exista, sobreviva? Todos sabemos que, a pesar de la condena formal y el rechazo generalizados, existen fuerzas y estados que en silencio no sólo lo toleran, sino que lo ayudan.
Tal como señaló recientemente David Graeber, si Turquía hubiera establecido un bloqueo absoluto en los territorios del ISIS igual que ha hecho en las zonas de Siria controladas por los kurdos, y hubiera mostrado la misma «negligencia benigna» hacia el PKK y las YPG que ha mostrado hacia el Estado Islámico, éste se hubiera derrumbado hace tiempo, y es probable que los atentados de París no hubieran ocurrido.1 Algo parecido sucede en otras partes de la región: Arabia Saudí, el aliado clave de los Estados Unidos, se alegra de que el ISIS combata al islam chiita, e incluso Israel se muestra sospechosamente tibio en su condena del ISIS, fruto de un cálculo oportunista (el ISIS combate a las fuerzas chiitas proiraníes, que Israel considera su principal enemigo).
El acuerdo sobre los refugiados alcanzado por la Unión Europea y Turquía, que se anunció al final de noviembre de 2015 –Turquía pondrá freno al flujo de refugiados hacia Europa a cambio de una generosa ayuda económica, que de entrada será de tres mil millones de euros–, es un gesto vergonzosamente desagradable, una auténtica catástrofe ética y política. ¿Así es como va a llevarse la «guerra contra el terror», sucumbiendo al chantaje turco y recompensando a uno de los principales culpables de la expansión del ISIS en Siria?
Este confuso contexto deja bien claro que la «guerra total» contra el ISIS no se debería tomar en serio: los grandes guerreros no van a por todas. Sin duda nos hallamos en medio de un choque de civilizaciones (el Occidente cristiano contra el islam radicalizado), pero de hecho los choques ocurren dentro de cada civilización: en el espacio cristiano tenemos a los Estados Unidos y Europa Occidental contra Rusia; en el espacio musulmán tenemos a los sunitas contra los chiitas. La monstruosidad del ISIS sirve como fetiche para encubrir todas estas luchas, en las que cada bando finge combatir al ISIS para golpear a su auténtico enemigo.
Lo primero que deberíamos destacar en un análisis más serio que vaya más allá de los clichés sobre la «guerra contra el terror» es que los ataques de París fueron una perturbación momentánea y brutal de la vida cotidiana. (Es importante observar que los lugares atacados no representan instituciones militares ni políticas, sino la cultura popular cotidiana: restaurantes, salas de concierto...) Dicha forma de terrorismo –una perturbación momentánea– caracteriza sobre todo los ataques en los países occidentales desarrollados, en marcado contraste con muchos países del Tercer Mundo, donde la violencia es un hecho constante de la vida. Pensemos en la existencia diaria en el Congo, Afganistán, Siria, Irak, Líbano...: ¿dónde está la indignada solidaridad internacional cuando centenares de personas mueren allí? Deberíamos recordar ahora que vivimos en una «cúpula» en la que la violencia terrorista es una amenaza que estalla de manera esporádica, en contraste con países donde (con la participación o la complicidad de Occidente) la vida cotidiana consiste en un terror y una brutalidad permanentes.
En su obra En el mundo interior del capital, Peter Sloterdijk demuestra cómo, en la globalización actual, el sistema mundial completó su desarrollo y, en cuanto que sistema capitalista, acabó determinando todas las condiciones de vida. El primer signo de esta evolución fue el Crystal Palace de Londres, la sede de la primera exposición universal en 1851: reflejó la inevitable exclusividad de la globalización en cuanto que construcción y expansión de un mundo interior cuyos límites son invisibles, aunque prácticamente insalvables desde fuera, y que está habitado por los mil quinientos millones de ganadores de la globalización; esperando en la puerta encontramos a un número de personas tres veces mayor. En consecuencia, «el espacio interior de mundo del capital no es un ágora ni una feria de ventas al aire libre, sino un invernadero que ha arrastrado hacia dentro todo lo que antes era exterior».2 Este interior, construido sobre los excesos capitalistas, lo determina todo: «El hecho primordial de la Edad Moderna no es que la Tierra gire en torno al sol, sino que el dinero lo haga en torno a la Tierra.»3 Tras el proceso que transformó el mundo en global, «la vida social sólo podía desarrollarse en un interieur ampliado, en un espacio ordenado domésticamente y climatizado artificialmente».4 Cuando manda el capitalismo cultural, se reprimen todas las revueltas que modelan el mundo: «Bajo tales condiciones, ya no podrían suceder acontecimientos históricos, en todo caso accidentes domésticos.»5
Lo que Sloterdijk señaló correctamente es que la globalización capitalista no representa tan sólo apertura y conquista, sino también un mundo encerrado en sí mismo que separa el Interior de su Exterior. Los dos aspectos son inseparables: el alcance global del capitalismo se fundamenta en la manera en que introduce una división radical de clases en todo el mundo, separando a los que están protegidos por la esfera de los que quedan fuera de su cobertura.
Los ataques terroristas del pasado 13 de noviembre en París, así como el flujo de refugiados, nos recuerdan por un momento el mundo violento que queda fuera de nuestra Cúpula, un mundo que, para nosotros, los que estamos dentro, aparece sobre todo en reportajes televisivos acerca de lejanos países violentos que no forman parte de nuestra realidad. Por eso es nuestro deber ser plenamente conscientes de la violencia brutal que impera fuera de nuestra Cúpula, no sólo religiosa, étnica y política, sino también sexual. En su extraordinario análisis del juicio del atleta sudafricano Oscar Pistorius, Jacqueline Rose señaló que el asesinato de su novia Reeva Steenkamp ha de leerse dentro del complejo contexto del miedo del hombre blanco a la violencia negra, así como también dentro del contexto de la terrible y generalizada violencia contra las mujeres: «En Sudáfrica, cada cuatro minutos se denuncia la violación de una mujer o una chica, a menudo adolescente, y a veces incluso una niña, y cada ocho horas una mujer es asesinada por su pareja. En Sudáfrica ese fenómeno se ha bautizado como “feminicidio íntimo”, o, como la periodista y escritora de novelas policíacas Margie Orford denomina al asesinato reiterado de mujeres por todo el país, “feminicidio en serie”.»6
En ningún momento deberíamos minimizar este fenómeno por considerarlo como algo marginal: desde el grupo islamista radical Boko Haram y Robert Mugabe, el presidente de Zimbabue, hasta Putin, la crítica anticolonialista de Occidente se presenta cada vez más como el rechazo de la confusión «sexual» occidental y como la exigencia de que regresemos a la jerarquía sexual tradicional. Como es natural, soy perfectamente consciente de que la exportación inmediata del feminismo y los derechos humanos occidentales puede servir de herramienta al neocolonialismo ideológico y económico (todos recordamos que algunas feministas estadounidenses apoyaron la intervención de su país en Irak como una manera de liberar a las mujeres de ese país, mientras que el resultado fue justo el contrario).7 Pero también deberíamos negarnos tajantemente a extraer la conclusión de que los izquierdistas occidentales deberían llevar a cabo una «renuncia estratégica» y tolerar en silencio la «costumbre» de humillar a las mujeres y a los gays en nombre de una lucha antiimperialista «superior».
¿Qué hacer, entonces, con los cientos de miles de personas desesperadas que aguardan en el norte de África o en las costas de Siria, que huyen de la guerra y el hambre e intentan cruzar el mar y encontrar refugio en Europa? Nos encontramos aquí con dos respuestas principales que representan las dos versiones del chantaje ideológico cuyo objetivo es conseguir que nosotros, los destinatarios, nos sintamos irremisiblemente culpables. Los liberales de izquierdas expresan su indignación ante el hecho de que Europa permita que miles de personas se ahoguen en el Mediterráneo: suplican que Europa muestre su solidaridad abriendo las puertas de par en par. Los populistas antiinmigración afirman que deberíamos proteger nuestro modo de vida y dejar que los africanos y árabes solucionen sus problemas solos. Ambas soluciones son malas, pero ¿cuál es la peor? Parafraseando a Stalin, las dos son las peores.
Los mayores hipócritas son aquellos que defienden abrir las fronteras: en su interior saben perfectamente que eso nunca ocurrirá, pues impulsaría una revuelta populista instantánea en Europa. Van de almas bellas que se sienten superiores al mundo corrupto mientras en secreto participan en él: necesitan este mundo corrupto, pues es el único terreno en el que pueden ejercer su superioridad moral. El motivo por el que apelan a nuestra empatía hacia los pobres refugiados que huyen a Europa lo formuló hace un siglo Oscar Wilde en las líneas iniciales de su obra El alma del hombre bajo el socialismo, donde señaló que «en el hombre resulta mucho más fácil suscitar emociones que inteligencia».8
[Los hombres] se encuentran rodeados de una horrenda pobreza, de una atroz fealdad y de una repulsiva miseria. Es inevitable que se dejen conmover por todo eso. En consecuencia, no es de extrañar que los hombres, con unas intenciones admirables pero erróneas, se dediquen muy seriamente, y también muy sentimentalmente, a la tarea de remediar los males que ven a su alrededor. Pero sus remedios no curan la enfermedad: lo único que hacen es prolongarla. En realidad, puede decirse que sus remedios forman parte integrante de la enfermedad. Por ejemplo, intentan solventar el problema de la pobreza manteniendo vivos a los pobres; o, si no, tal como mantiene cierta escuela avanzada, divirtiendo a los pobres. Pero esto no es ninguna solución: tan sólo sirve para agravar el problema. El único objetivo justo ha de ser construir la sociedad sobre una base tal que la pobreza sea imposible. Y lo cierto es que las virtudes altruistas han impedido la consecución de esa meta.
Con respecto a los refugiados, esto significa que nuestro objetivo justo debería ser intentar reconstruir la sociedad global de tal modo que los refugiados ya no se vieran obligados a vagar por el mundo. Utópica como puede parecer, esta solución a gran escala es la única realista, y la exhibición de virtudes altruistas nos impide, en última instancia, lograr ese objetivo. Cuanto más tratemos a los refugiados como objeto de ayuda humanitaria, y permitamos que la situación que los obligó a dejar sus países se imponga, más vendrán a Europa, hasta que las tensiones se pongan al rojo vivo, no sólo en los países de origen de los refugiados sino también aquí. Así pues, frente a este doble chantaje, volvemos a la gran pregunta leninista: ¿qué hacer?

UN DESCENSO AL MAELSTROM

La crisis de los refugiados ofrece una oportunidad única para que Europa se redefina a sí misma, para que se distinga de los dos polos que se le oponen: el neoliberalismo anglosajón y el capitalismo autoritario con «valores asiáticos». Aquellos que se lamentan del actual declive de la Unión Europea parecen idealizar su pasado, pero esa Unión Europea «democrática» cuya pérdida lamentan nunca ha existido. Las políticas recientes de la Unión Europea no son más que un intento desesperado de conseguir que Europa encaje en el nuevo capitalismo global. La crítica habitual que lleva a cabo la izquierda liberal de la Unión Europea –que consiste en decir que básicamente no tiene nada de malo, tan sólo cierto «déficit democrático»– delata la misma candidez de los críticos de los países excomunistas que, en el fondo, los apoyaban, quejándose tan sólo de la falta de democracia. En ambos casos, de todos modos, estos críticos benévolos no se dan cuenta de que el «déficit democrático» es una parte necesaria de la estructura global.
Pero aquí soy aún más escéptico y pesimista. Cuando hace poco respondí a las preguntas de los lectores de Süddeutsche Zeitung acerca de la crisis de los refugiados, el asunto que llamaba más la atención se refería precisamente a la democracia, pero con un sesgo populista derechista: cuando Angela Merkel hizo su famoso llamamiento público en que invitó a centenares de miles de refugiados a entrar en Alemania, ¿cuál era su legitimación democrática? ¿Qué le daba derecho a introducir un cambio radical en la vida de Alemania sin una consulta democrática? Naturalmente, no pretendo apoyar a los populistas antiinmigración, sino señalar con claridad los límites de la legitimación democrática. Lo mismo se puede decir de aquellos que defienden una apertura radical de las fronteras: ¿son conscientes de que, puesto que nuestras democracias son naciones-estado, su exigencia equivale a la suspensión de la democracia? ¿Se debería permitir que una transformación tan enorme y fundamental afecte a un país sin consultar por vía democrática a la población? (La respuesta podría ser, naturalmente, que a los refugiados también se les debería conceder el derecho de voto; pero está claro que esto no es suficiente, pues una medida así sólo se puede tomar una vez que los refugiados se han integrado en el sistema político de un país.) Un problema parecido surge con los llamamientos a la transparencia en las decisiones de la Unión Europea: lo que temo, por ejemplo, es que, puesto que en muchos países una mayoría de la opinión pública no deseaba acudir en ayuda de Grecia, si las negociaciones con la Unión Europea se hubieran hecho públicas, los representantes de los países habrían defendido medidas aún más duras contra Grecia... En este caso nos encontramos con un viejo problema: ¿qué ocurre con la democracia cuando la mayoría se siente inclinada a votar por, pongamos, leyes racistas y sexistas? No me da miedo extraer la conclusión de que las políticas emancipadoras no deberían verse limitadas a priori por procedimientos formales y democráticos de legitimación. No, muy a menudo la gente no sabe lo que quiere, o no quiere lo que sabe, o simplemente quiere algo que está mal. Aquí no es posible ningún atajo.
¿Dónde nos encontramos hoy en día? Europa sigue atrapada en medio de una gran pinza, uno de cuyos extremos es Estados Unidos, y el otro, China. Estados Unidos y China, vistos desde un punto de vista metafísico, son lo mismo: el mismo desatado frenesí de tecnología desencadenada y de organización desarraigada del hombre medio. Cuando el último rincón del globo ha sido conquistado técnicamente y se puede explotar desde el punto de vista económico; cuando, cualquier incidente que escojamos, en cualquier lugar que escojamos, y en cualquier momento que escojamos, nos es accesible todo lo deprisa que deseemos; cuando, a través de la «cobertura en directo» televisiva, podemos «experimentar» de manera simultánea una batalla en el desierto iraquí y una representación de ópera en Pekín; cuando, en una red digital global, el tiempo no es más que velocidad, instantaneidad y simultaneidad; cuando el ganador de...

Índice

  1. PORTADA
  2. EL DOBLE CHANTAJE
  3. ¿DE DÓNDE PROCEDE LA AMENAZA?
  4. LOS ODIOSOS MIL EN COLONIA
  5. NOTAS
  6. CRÉDITOS