Narrativas hispánicas
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Narrativas hispánicas

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Dora, una periodista de información municipal que se dedica a rellenar las aburridas páginas de una agenda cultural, debe montarse cada día en el tren de cercanías para subir y bajar de la periferia, donde vive, a Barcelona, donde trabaja. Una conversación entre un grupo de pacientes psiquiátricos, las interferencias vecinales que impiden una lectura reposada de El oficio de vivir de Pavese, un viaje al Dublín de Joyce y el azúcar concentrado de una cabalgata de Reyes generan una secuencia de absurdidades que harán que la protagonista entre en un estado de distanciamento con respecto a la realidad: ¿es verdaderamente normal aquello que se considera normal?; ¿cómo podemos salir del camino que nos han marcado?; ¿por qué diantres nos sometemos a relaciones de poder y a maneras de vivir que nos resultan contraproducentes? De repente, Dora se siente como aquella gallina que su padre volvió loca al pillarle la cabeza con la puerta del corral. Por suerte, los trayectos en tren le servirán para ir madurando un plan de acción inspirado en el artista de calle Banksy. Joyce y las gallinas parte de una constatación que requiere tomar medidas drásticas. Demasiado a menudo la existencia no tiene sentido alguno, y todos necesitamos un pretexto para tirar adelante como sea. Con un humor a veces lacónico y a veces delirante, Anna Ballbona retrata en esta novela de debut, que quedó finalista de la primera edición del Premio Llibres Anagrama de Novela, a una mujer en transformación, un paisaje desdibujado y un tiempo de incertidumbre.

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Información

Año
2016
ISBN
9788433937261
Categoría
Literature

Segunda parte

I

La revelación gallinácea de Dublín merecía una acción múltiple. Las pasiones confesadas por Murphy habían ocasionado el primer indicio, el cosquilleo de un cambio colosal en Dora. El ovillo se iba desenredando poco a poco. Aquella grieta inicial, atisbada una tarde en un pub dublinés que no se parecía en nada a un pub de Dublín, después de dos horas de lectura soporífera de Finnegans Wake, se había ensanchado y ahora dejaba entrar mucha más luz y, de paso, una brisa fresca que transportaba a Dora hacia nuevos parajes, el sueño de una vida nueva. Las pasiones de Murphy la habían sacado de la penumbra, del espacio invisible, de la cabeza gacha y la mirada baja.
El primer cambio que introdujo fue la moto. Dora no tenía carné de conducir por culpa de una pereza ancestral y profunda, quizá también por el temor inconfesado de tener que poner los cincos sentidos en el manejo de un bólido que podía ser fácilmente mortal si la atención se relajaba un poco. Por este motivo se había refugiado en autobuses y trenes, por precarios que resultasen, por retraso que llevaran.
El transporte público de este país ganaría cualquier competición si el parámetro de medida fuese el desbarajuste. Da igual lo concurrido que fuese el concurso. Ella se había acostumbrado a estar pendiente de los horarios, los retrasos, las debilidades e incontinencias del sistema, la poca vergüenza y la falta de seriedad del servicio de cercanías. No se puede descartar que este animal de costumbres pétreas en cuanto a la movilidad que era Dora guardase algún vínculo subterráneo con su parentesco gallináceo, los festivales de escuela y aquellos fantasmas mal digeridos que arrastraba.
En cambio, se podía afirmar con seguridad que la incorporación de la moto a su vida había sido una palanca más para seguir abriendo la grieta de Dublín, para operar la Transformación. Aunque efímera y reducida, la experiencia de la velocidad era como un dulce narcótico. Decidió, pues, comprarse un sencilla Vespa, para la que no necesitaba carné y que le permitía cubrir trayectos cortos. Ahora, para ir a trabajar, iba en moto desde Llerona hasta la estación de Granollers-Canovelles o de Granollers-Centre, donde los trenes pasaban con más frecuencia, y cogía uno a Barcelona. Treinta y cinco minutos de viaje. Lo que reducía el trayecto del tren y le daba más margen de maniobra con los horarios de ida y vuelta.
Ir en moto la relajaba; esos veinte minutos de audibilidad cero a su alrededor, con sólo un rumor suave que lo envolvía todo, la afianzaban en la tierra, le imprimían una fortaleza y una determinación imprescindibles en esta nueva etapa iniciada por la revelación gallinácea. Se acabó bajar la cabeza, cloquear siempre como pidiendo perdón, como diciendo «sí, señor marqués», «sí, señora baronesa»; se acabó ir siempre en la dirección del canon, seguir el sistema, lo establecido. Esa Dora ya no existía. Si alguien podía amar las gallinas, a las que siempre había considerado un símbolo de cobardía, fragilidad y sombra, ella podía alcanzar un estadio superior, responder a todos los sapos que se había tenido que tragar durante años. ¿Qué dice, sólo responder? Vomitar unos ciento cincuenta kilos de sapos que dormían todas las noches bien agarrados a su estómago y que de vez en cuando, en el momento más inesperado, la desvelaban con su croar inoportuno. ¡Basta ya de croar! ¡Basta ya de borricadas! ¡Basta de canon! ¡Basta de invisibilidad! El proceso de transformación de Dora estaba repleto de lemas y proclamas que se gritaba íntimamente, como un fuego nuevo que alimentaba con paciencia franciscana.
Acariciaba un plan, y el plan empezó a tomar forma, precisamente en los viajes en moto, cada vez más ambiciosos, que hacía de su casa al tren, preferentemente a la estación de Granollers-Canovelles. Dora exploraba con curiosidad arqueológica los barrios, calles y rincones que había alrededor de esta estación de la periferia, notablemente más deteriorada que la estación de Granollers. Le había tomado predilección a este entorno.
En el lado más próximo a la estación se encuentra Can Giner, un barrio de bloques de pisos surgido durante el desarrollismo de la dictadura franquista, en los años sesenta; en aquel tiempo acogió una fuerte inmigración del resto del Estado. En los últimos veinte años habían llegado gentes procedentes de otros países. Un poco más allá, pero al lado todavía de Can Giner, estaba Can Besllum, una urbanización de nivel económico alto, con casas que se empezaron a levantar desordenadamente en los años ochenta, y que ahora tienen, por regla general, dos plantas, patio o jardín y en algunos casos también piscina.
Can Giner está en el lado de Granollers: la mayoría de los pisos son baratos, y durante años sufrió falta de equipamientos básicos y problemas de comunicación con la ciudad, de la que queda muy alejada; un autobús directo, pero de paso esporádico, une Can Giner con el centro. Los últimos años, en plena crisis económica y con el escándalo de las hipotecas, sucumbió a una plaga de desahucios. Can Besllum está en el término de Canovelles: las casas suelen ser caras y, desde 2008, a causa de la crisis, empezaron a aparecer carteles de «En venta», carteles que todavía se pueden ver. El barrio dispone de pistas de tenis, gimnasio y un club de tiro de precisión, y los vecinos tienen grandes coches aparcados delante de la puerta o, sobre todo, en el garaje.
Can Giner y Can Besllum muestran, por su proximidad geográfica y por lo que significan, las contradicciones de la periferia. Dora lo iba descubriendo poco a poco, a través del hallazgo de nuevas calles y vistas originales, de las peculiaridades de las casas y los paisajes urbanos exóticos que le proporcionaban sus pequeñas excursiones. Hacía igual que cuando iba a correr, el otro peldaño de su cambio que había aflorado: siempre procuraba alargar un poco más la vuelta para recorrer nuevos caminos desconocidos. La metáfora sale sola.
Primero, Dora salió a correr tres veces a la semana; después, cuatro, y alguna vez incluso cinco. Una cosa llevó a la otra y se acabó aficionando a las carreras populares, de diez kilómetros, en primer lugar, y más tarde, medias maratones. Madurar también debe ser crear unos hábitos a los que se otorga un valor incalculable, casi aleccionador. No obstante, tampoco es que practicase el ejercicio de ir pregonando las virtudes de correr y «tú por qué no corres; deberías probar, ya verías qué bien te sentaría, se te pasarían todos los males». Dora apreciaba demasiado su propia individualidad como para ir a fastidiar la de los demás.
Bien mirado, correr y hacer yoga son actualmente dos trending topics del consejo fácil al prójimo, del remedio que todo lo arregla. Ambos son elementos que una amiga suya, Luci, había practicado de cara a las nuevas etapas quincenales, incluso semanales, que iba abriendo en sus ciclos regulares de altos y bajos. Su periodicidad en los desequilibrios era la de un reloj suizo. Una vez a la semana comían juntas. Y Luci salía siempre con la misma historia:
–Soy una persona nueva, siento que el yoga me está funcionando muy bien, que me estoy encontrando a mí misma. Estoy «haciendo limpieza» de verdad –exclamaba Luci con un convencimiento totalmente sincero.
Otro día:
–He estado hablando mucho con la psicóloga y lo veo todo claro, mucho más claro. He de dejar que las cosas fluyan más. No hay que preocuparse por lo que no puedes controlar, ¿verdad? Además, ahora corro veinte minutos todos los días y me siento como nueva. Como te lo digo.
Otro día:
–¿Te he contado que fuimos a cenar con las madres del cole de Cesca? –preguntaba a Dora.
–No, no me lo has contado... –respondía ella, sospechando la cantinela que le venía encima. Efectivamente, Luci se ponía en marcha:
–Huy, en la cena, una madre que estaba sentada a mi lado, cuando ya llevaba un gintónic encima empezó a contarme que no se llevaba bien con el marido, que éste siempre le decía que adelgazase, que hiciese algo, que no podía continuar así. Yo la consolé. «Tienes que escucharte a ti misma, tienes que ser tú», le dije. Cosas así, para darle seguridad, para que se sintiese comprendida y acompañada. Me va muy bien este papel de consoladora. Creo que también forma parte de la nueva Luci. Estoy haciendo limpieza, Dora, esta vez sí que estoy haciendo limpieza. –El mundo de las madres de la escuela podría llenar varias tesis doctorales.
Otro día:
–He ido a clases de guitarra... –anunciaba Luci, rezumando alegría por las puntas de los dedos.
–¿Y el yoga? ¿No decías que te iba tan bien? –inquiría Dora, adivinando el giro de la historia que vendría a continuación.
–No, no acababa de gustarme. Y por los horarios, ya sabes, los niños... Además, el profesor de guitarra es el hermano de una madre del cole. Es especial, me parece que hemos conectado y me entiende muy bien –se liaba.
–¿Y cómo va la guitarra?
–Muy bien, hoy me ha dicho que prepararíamos una de Paco de Lucía, que lo haríamos juntos, aunque para empezar él la tocaría y yo podría cantar... ¡Me gusta tanto cantar!
–Pero a ver, Luci, ¿tú sabes tocar la guitarra? –Dora a veces no podía evitar impacientarse.
–Eso es lo de menos, Dora, no seas tan rutinaria.
Así más o menos todas las semanas. Con una regularidad extrañamente estricta, el ciclo siempre volvía a empezar. Luci encarnaba esa necesidad de convencerse a sí misma de alguna pequeña mentira vendiéndoles la moto a los demás. Con mensajes de nuevos ciclos y mantras de quincalla, iba tirando. E iban tirando los demás. Al final, cada uno se lo monta como puede y se busca sus pretextos para sobrevivir. Éste era un ejemplo. Un clarísimo exceso de afirmaciones de Alicia en el País de las Maravillas.
Tenía también otro amigo, Ramon, que era una negación constante ante cualquier avance o cambio posible porque rechazaba la existencia de cualquier problema, molestia u obstáculo propios. El proceso de negarlo era ejecutado de la manera más fácil y directa: no lo escuchaba. Ramon se perdía en debates grotescos de dudoso interés, criticaba todo lo que le rodeaba y sus infinitas contradicciones por medio de opiniones emitidas a bocajarro, en un dolby-surround que nadie le había pedido. Al final, siempre volvía al punto de partida: convencer al interlocutor para convencerse él mismo de que todo iba como la seda porque el problema siempre eran los demás.
Ramon polemizaba sobre todo y emitía opinión de cualquier cosa: desde la rana que despierta a los vecinos cuando croa hasta el pan de espelta, las bicicletas con motor o un defensa del Barça que chupaba banquillo. Estaba un poco solo y tenía todo el tiempo del mundo para pensar estas truculencias y muchas otras; el tedio le llevaba a enfrascarse en discursos inacabables que parecía que hubiese traído preparados de casa. Los traía preparados de casa. Ya podía aparecer un dragón en la conversación que él lo aprovechaba para llevar el diálogo hacia la rana, y después, como el que no quiere la cosa, sacaba a colación el pan de espelta mezclado con las bicicletas con motor. Totalmente embalado hacía una no-pregunta a alguien invisible y, como si nada, se iba al terreno que le convenía para sacar a relucir lo que quería destacar y afirmarse un día más. «Eso, al final, es como ese defensa del Barça, del que no se acuerda nadie, siempre calentando el banquillo, aunque está claro que debería tener más minutos...»
Esta capacidad de polemizar sobre cualquier tontería –reflexionaba Dora– se reproduce como un ejercicio gimnástico en las tertulias de radio, en las que casi ningún interlocutor tiene la menor intención de prestar atención al otro. Sólo se trata de fingir que se escucha y simular alguna pirueta verbal –nada del otro mundo, evidentementeque permita poner al otro fuera de juego y provocar un poco de griterío. Esta sociedad grita, y considera –se acaba convenciendo– que quien más grita es quien más razón tiene.
Es como si todo el mundo quisiese hacer el papel del «loco de la redacción», pero sin fijarse, sin ser consciente de ello. Aunque no se den cuenta, todo el mundo apuesta por un papel más consistente que el de pueblo, árbol o gallina. Puede ser que, después, no sepan demasiado bien en qué se convierten. Alguien hace de Ramon, alguien de tertuliano desaforado, y otro alguien del «loco» que describe Àngel Ferran en su ¿Cómo se hace un diario?
Finalmente se abre la carta del loco de la redacción.
Cada redacción, es sabido por los periodistas, tiene su propio loco. Un loco pacífico, que, unas veces poeta y otras crítico, envía carta tras carta con sus últimas poesías completas, o bien con críticas hacia lo que el periódico va publicando.
Con una sonrisa de complicidad, Dora volvió a mirar estos papeles con alguna de las muchas ocurrencias del periodista y dibujante Àngel Ferran, aguijón afilado del humorismo. Como muchos otros, en 1939 tuvo que exiliarse y su rastro nos ha llegado mucho más difuminado de lo que merecería. También ahora esta ocurrencia de Àngel Ferran servía para aliviarle un rato la larga jornada. Esta hoja la tenía guardada entre el batiburrillo de una caja que había llenado en el último traslado de la redacción a raíz de la oleada de recortes:
Hasta que un día, además de la carta llega el loco en persona, y ya no es tan pacífico como su literatura. Entonces, si ha conseguido entrar, cosa que sucede casi siempre, desaparecen en un santiamén director y redactores, y el más modesto, el que se ha incorporado el último, es designado para recibirlo. Generalmente, sin embargo, no recibe.
Después de devolver la hoja a su hábitat desordenado, Dora echó un vistazo a su alrededor y captó una de esas conversaciones que se producen en un extremo de la redacción. No era exactamente un debate que escrudiñara las razones y concomitancias de la última noticia que sacudía la política catalana. Las cosas siempre pueden ser un poco más de estar por casa:
–Está buenorra la vicepresi, ¿eh? Ha salido guapa en la foto, ¿no? Uhmmmmm –onomatopeya que indicaba placer–, el día que fui a entrevistarla estaba... Vaya, ni te cuento cómo estaba –decía uno de los periodistas estrella, refiriéndose a la vicepresidenta del gobierno. Lo dijo bien alto, con ostentación.
–Ésta todavía tiene un buen meneo o algo más, ¿eh? –continuaba otro. Rieron babeando.
–Ya está bien, chicos, que la vicepresidenta podría ser vuestra madre –metió baza, con eficacia, la secretaria del director, que pasaba por allí de manera oportuna.
Y la madeja se enredó de una manera idiota, sin interés. La actualidad y la familia estaban bien, sí, como siempre.
Dora volvió a su mesa. Y oyó que alguien la llamaba.
–Eh, Dora, a ti que te gustan las noticias insólitas. Mira esta que acabo de ver en Twitter. Creo que es de hace tiempo, pero da igual, tiene mucha gracia. Léetela.
Y le mostró:
MUERE CUANDO PRACTICABA ZOOFILIA
CON UNA GALLINA
Un hombre de 39 años murió aplastado en Orense por una gran roca mientras practicaba zoofilia con una gallina, según informó ayer el periódico Faro de Vigo. Herminio R. C. tenía entre las manos a la gallina, y su cuerpo fue descubierto por unos niños que estaban jugando. El forense explicó que el movimiento de la víctima cuando «intentaba beneficiarse al animal» provocó el derrumbamiento de la roca que lo aplastó. Efe.
La Vanguardia, 11 de diciembre de 1990
Dora no oculta que le gustan las noticias peculiares, pero ésta más bien le producía angustia.
Hay un tipo de comportamiento social en el que, si no se vigila, la arenga lleva al inmovilismo, a la esterilidad. Es un fenómeno bastante reiterado e incluso corriente: siempre es más fácil culpar a los otros que intentar cambiar lo que está al alcance de cada uno. «La culpa es negra y nadie la quiere», había oído decir Dora a su abuela. Algunos han hecho de ello, de echar la culpa al vecino, su deporte de riesgo, como quien saca la gallinaza del corral y la suelta en el portal del vecino. «La gallinaza es muy buen abono para encima», dice alguien en Ulises. Pero claro, los locos siempre son los otros y siempre es en los demás donde se aprecian las rarezas. Y se señalan con fruición, incluso con encarnizamiento, para provocar la risa. Y los pobres diablos ríen, incapaces de entender el significado profundo de las cosas. Y la actualidad y la familia están bien, sí, como siempre.
–He encontrado a la terapeuta que me hacía falta, soy un persona nueva, ¿lo notas?
Luci estaba constantemente en disposición de decir que había encontrado el equilibrio, aunque, para ello, reclamase la atención de los demás con verdadera disciplina, y se comparase con ellos, los imitase y los emulara, a falta de otras referencias. Ramon no salía de su yo. A Luci se le multiplicaban hasta el infinito. Los dos eran sus amigos. Con una comía. Con el otro tomaba una cerveza alguna tarde cuando ella salía del trabajo.
Entre no abandonar el yo y perderse en la infinidad de posibilidades, entre el aleccionamiento por todos sitios y la perforación del propio ombligo, Dora confiaba en el movimiento. El desplazamiento tenía que servir para que pasasen cosas. Tenía que ser una palanca, un detonador. Éste es el sentido que dio a la incorporación de la moto, y también al otro cambio profundo, el de ponerse a correr. Todo son imágenes que conducen a constatar, de forma muy clara, que su trayectoria orbital se estaba moviendo de alguna manera. A pesar de que Ramon y Luci la llevaban a sus t...

Índice

  1. PORTADA
  2. PRÓLOGO: CONTRA LA MANSA DOCILIDAD
  3. PRIMERA PARTE
  4. SEGUNDA PARTE
  5. TERCERA PARTE
  6. A MODO DE DEDICATORIA. AGRADECIMIENTOS
  7. NOTAS
  8. CRÉDITOS