Panorama de narrativas
  1. 696 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
eBook - ePub
Detalles del libro
Vista previa del libro
Índice
Citas

Información del libro

La forja de un escritor; el nuevo volumen (veloz, libre, esencial, desnudo) de una obra monumental.

De los años que captura este libro, apenas quedan unos pocos recuerdos, nos dice el autor. Y, por encima de todos, uno: el de la ignorancia, la ingenuidad, el fracaso. Y, sin embargo, en Tiene que llover un Knausgård concentrado y frontal exprime su prodigiosa capacidad evocativa para, cerrando el círculo, describir el camino por el que llegó a convertirse en el autor que conocimos con La muerte del padre, y dar vívido testimonio de los impedimentos, errores y tropiezos que contribuyeron a conformarlo.

Un camino que empieza, en 1988, donde terminaría catorce años más tarde: en Bergen, con un veinteañero Karl Ove convertido en el alumno más joven de la Academia de Escritura de la ciudad, y pletórico de un entusiasmo que no tarda en abandonarle. Y es que el precoz novelista se revela inepto en todos los frentes: el social, el amoroso, el literario. Sus textos son infantiles, están hechos de clichés, y Karl Ove combate (bebiendo, saliendo de esta, enzarzándose en peleas o coqueteando con la delincuencia) la lacerante constatación de no ser un escritor en absoluto.

Pese a ello, persiste: va a la universidad, envía algunos cuentos, cosecha algunos rechazos; descubre un talento inesperado para la crítica literaria. Y tras sus primeros romances frustrados, el amor: Tonje, con la que se casará, y junto a la que verá cómo, cuando ya casi no lo esperaba, se convierte en algo parecido al autor que siempre había anhelado ser. Hasta que la insatisfacción que también lo había perseguido siempre se imponga, dando un sonoro carpetazo a la época que se dibuja en este libro: un tiempo del que emerge completa la silueta de un hombre atormentado, contradictorio e imperfecto, cada vez más próximo a emprender el autoanálisis inmisericorde que le llevará a descubrir el alcance de su vocación, tan trabajosamente conquistada. El mismo autoanálisis al que los lectores de todo el mundo han asistido, imantados, a lo largo de una saga de ambición infrecuente y escala titánica, que con Tiene que llover (veloz, libre, esencial, desnudo) entrega otro volumen inolvidable muy cerca de la culminación definitiva.

Preguntas frecuentes

Simplemente, dirígete a la sección ajustes de la cuenta y haz clic en «Cancelar suscripción». Así de sencillo. Después de cancelar tu suscripción, esta permanecerá activa el tiempo restante que hayas pagado. Obtén más información aquí.
Por el momento, todos nuestros libros ePub adaptables a dispositivos móviles se pueden descargar a través de la aplicación. La mayor parte de nuestros PDF también se puede descargar y ya estamos trabajando para que el resto también sea descargable. Obtén más información aquí.
Ambos planes te permiten acceder por completo a la biblioteca y a todas las funciones de Perlego. Las únicas diferencias son el precio y el período de suscripción: con el plan anual ahorrarás en torno a un 30 % en comparación con 12 meses de un plan mensual.
Somos un servicio de suscripción de libros de texto en línea que te permite acceder a toda una biblioteca en línea por menos de lo que cuesta un libro al mes. Con más de un millón de libros sobre más de 1000 categorías, ¡tenemos todo lo que necesitas! Obtén más información aquí.
Busca el símbolo de lectura en voz alta en tu próximo libro para ver si puedes escucharlo. La herramienta de lectura en voz alta lee el texto en voz alta por ti, resaltando el texto a medida que se lee. Puedes pausarla, acelerarla y ralentizarla. Obtén más información aquí.
Sí, puedes acceder a Panorama de narrativas de Karl Ove Knausgård, Kirsti Baggethun, Lorenzo Asunción, Kirsti Baggethun,Lorenzo Asunción en formato PDF o ePUB, así como a otros libros populares de Literatura y Biografías literarias. Tenemos más de un millón de libros disponibles en nuestro catálogo para que explores.

Información

Año
2017
ISBN
9788433937964

Séptima parte

Tres años y medio después, en los días que van de Navidad a Año Nuevo de 1992, me encontraba al final del Centro de Estudiantes, muy cerca de las escaleras que subían hacia la parte del edificio donde tenían su sede las organizaciones estudiantiles; estaba esperando al jefe de la Radio del Estudiante. Iba a realizar allí mi trabajo social, acababa de volver de un campamento de unos meses de duración en Hustad, en la costa de Molde, donde, junto con otros objetores de conciencia del oeste, recibí clases sobre distintos aspectos de trabajos por la paz y sobre la objeción de conciencia. Me pareció poco más que una broma, a casi nadie le importaban los aspectos idealistas del papel del objetor. La mayoría estaría en contra de las guerras, pero eso no les marcaba mucho, y yo reviví el campamento de la confirmación, al que asistí cuando estaba en octavo, y en el que todos nos sentimos muy a gusto, solos, lejos de casa, pero a nadie le importaba el motivo, nuestra relación con Jesucristo y Dios, razón por la que nos dedicamos sobre todo a sabotear la enseñanza, aprovechando al mismo tiempo lo que había de oferta de ocio para fines propios. En realidad, las únicas diferencias entre los dos campamentos eran la edad –la mayor parte de los que estaban en el campamento de Hustad tenían veintipocos años–, la duración –no era de dos días, sino de dos meses– y las instalaciones. Tenían una sala muy bien equipada para grupos musicales, una biblioteca muy bien surtida de libros, un cuarto oscuro y equipo de vídeo, había kayaks y equipo de buceo, y se nos ofrecía la posibilidad de sacarnos un carné de buceador. Organizaban excursiones por la zona en un autocar que venía a recogernos; una tarde nos llevaron a la ciudad de Kristiansand, donde pudimos salir y emborracharnos. Pero lo más importante eran los cursos. Alguien había trabajado duro para que los objetores de conciencia fueran tomados en serio en un tiempo en que la gente joven ardía por esa clase de causas y rebosaba de idealismo. A nosotros nos importaba una mierda. Las clases eran obligatorias, pero los que no se sentían indispuestos o les dolía la cabeza, apenas escuchaban lo que decían los profesores, y a veces dolía ver la desproporción entre su idealismo y entusiasmo ante la objeción de conciencia y nuestra ignorancia.
Aparte de la enseñanza colectiva, también teníamos unas asignaturas optativas, por ejemplo cine o música, o profundización en distintos temas teóricos, y como en esas clases uno podía hacer sugerencias, yo levanté la mano y pregunté si nos podían organizar un curso de escritura. ¿Un curso de escritura literaria? La propuesta fue recibida con entusiasmo; si había interés, claro que se podía organizar. Me convertí en una especie de líder del pequeño grupo de escritura, y lo primero que dije fue que no podíamos levantarnos a las siete de la mañana, como los demás, porque si escribías era muy probable que te quedaras escribiendo hasta tarde, que era cuando la inspiración solía ser mayor, y lo increíble fue que el profesor que iba a ser responsable del grupo lo aceptó sin poner ninguna pega, claro, entonces no sería fácil levantarse a las siete de la mañana, veré lo que puedo hacer. Lo consiguió, el grupo de escritura podía dormir por la mañana. Me remordía la conciencia, el hombre era amable y bienintencionado y se dejaba explotar, pero, por otra parte, yo no había pedido que me enviaran a ese campamento, y el que tuvieran una actitud tan positiva hacia nosotros no era culpa mía.
El profesor incluso organizó la visita de un escritor. Arild Nyquist vino en avión desde Oslo para darnos clase un día entero. Nos miró con sus ojos tristes y nos preguntó cuántos de nosotros escribíamos en serio, cuántos queríamos ser escritores. Nadie levantó la mano. Lo hacemos para tener facilidades aquí, dijo uno. Comprendo, dijo Arild Nyquist, tal vez no sea el mejor punto de partida, pero haremos lo que podamos. Entonces me remordió más aún la conciencia, porque a lo mejor hasta había dejado a su familia para venir hasta aquí a enseñar a los jóvenes y ardientes objetores de conciencia en el campamento de Hustad, él mismo ardiente en su día, para encontrarse con esto. Pero seguramente le pagaban bien, no sería tan grave.
Un día hicimos un juego de rol en el gimnasio. Nos repartieron distintos papeles de la sociedad mundial, unos representaban a Estados Unidos, otros a Rusia y China, otros a la India, la Unión Europea, los países escandinavos y África, y nos distribuyeron distintos escenarios sobre los que debíamos actuar. La organizadora del juego sugirió que yo hiciera de secretario general de las Naciones Unidas, y, en consecuencia, dirigiera esa conferencia universal. No sabía por qué me había elegido a mí, pero esas cosas ocurrían de vez en cuando, la gente me elegía, atribuyéndome ciertas cualidades. Cuando estudiaba literatura, por ejemplo, uno de los profesores se fijó en mí, y a veces en sus clases, sin razón aparente, me señalaba preguntando qué opinaba Karl Ove sobre esto o aquello.
Allí estaba yo, sentado en el gimnasio, intentando evitar una guerra mundial, organizando reuniones con las distintas partes, mediando y proponiendo soluciones intermedias. El único del campamento al que conocía de antes, Johs, representaba a Rusia. Johs era lo que mi abuelo materno habría llamado un sabio, estudiaba sociología y se decía de él que había obtenido las mejores notas que se habían dado en la universidad desde hacía mucho tiempo, o quizá nunca; había estudiado en París, y se encontraba a un nivel con el que los estudiantes que yo conocía sólo podían soñar. Pero nada de eso marcaba su manera de ser, era un hombre modesto, a veces casi abnegado, genuinamente bueno y amable, un hombre del que nadie tenía nada negativo que decir, considerado y empático, y por ello vulnerable, pensaba yo, pero el chico tenía buenos amigos que en cierto modo cerraban filas a su alrededor, que eran sus guardianes. Sus padres eran campesinos en Jølster, a sólo unos kilómetros de donde vivía mi madre, era fuerte, pero en él lo fuerte resultaba de algún modo secundario, algo que apenas notabas. Lo que sí notabas era su sensibilidad. Es probable que él se considerara un tipo normal y corriente, pero no lo era, yo nunca me había encontrado con esa combinación de cualidades que él poseía.
En nuestro juego de rol él era Rusia y superaba a todos en lo táctico, sobre todo a mí, de tal modo que él, es decir, Rusia, al terminar la jornada, había ganado grandes regiones de Europa y Asia, convirtiéndose en la única gran potencia mundial, al límite de conseguir el dominio total.
Johs se rió mucho con ello.
Por la noche, en el cuarto de estar con chimenea, donde retumbaba la música y la gente jugaba o leía revistas, fumaba y bebía cerveza, se me acercó uno de esos dinosaurios semidelincuentes de Bergen –yo estaba apoyado en la barandilla que daba a la planta de abajo–, y se colocó tan cerca de mí que resultaba amenazador.
–Tú te crees alguien, ¿a que sí? –me preguntó–. Secretario general de la ONU, ja, ja, ja. Tú y tus libros. Pero no eres nadie.
–Nunca he dicho que sea alguien –objeté.
–Cállate –dijo, y se alejó.
Versaban varias historias sobre él, entre ellas una que decía que en el despacho del jefe había gritado Fuck you and your family! Resultaba muy divertido que incluyera a la familia de esa manera. En el campamento había otros dos o tres de la misma calaña, eran violentos y seguramente podrían darme una paliza de muerte si se lo propusieran, pero a la vez eran tontos e ignorantes, mostraban una falta de conocimientos que en ocasiones tenía consecuencias muy singulares en la enseñanza las pocas veces que aparecían en clase.
El que unos tipos tan violentos se encontraran justo allí, en un campamento en el que se valoraba la causa de la paz y el pacifismo, resultaba irónico, claro que sí, pero también típico, porque esos tipos eran en cierto modo «alternativos», vivían medio dentro medio fuera de los marcos de la sociedad, y eso constituía precisamente la característica más importante del movimiento alternativo de la década de los setenta; si le quitabas la ideología, sólo quedaban la marginalidad y la droga.
Otra de las pandillas de Bergen estaba formada por músicos. Provenían de Loddefjord, Fyllingsdalen, Åsane, eran unos tipos que siempre estaban juntos, hundidos en el sofá leyendo cómics o viendo la televisión, pero cuando tocaban en grupo sufrían una transformación radical, parecían diablos evocando sus complejas imágenes sonoras de la nada, dominaban sus instrumentos a la perfección, y luego, tras todos esos estallidos, volvían a sumergirse en algún lugar a rumiar. La excepción era Calle, una de las pequeñas estrellas de la ciudad, sus bandas habían editado discos y hecho giras, y ahora tocaba con Lasse Myrvold, la leyenda de la banda The Aller Værste!, en una banda que se llamaba Kong Klang. Calle era distinto a los otros músicos, su curiosidad iba más allá de lo que sólo tenía que ver con la música, era simplemente abierto, y en el fondo, magnífico, pero cuando hablaba de cosas de las que yo podía opinar, como literatura, por ejemplo, se mostraba también ingenuo, lo que me conmovía, al igual que me conmovía todo tipo de debilidad mostrada por los fuertes.
En el campamento me mantenía más bien en un discreto segundo plano, andaba por ahí solo, leía bastante, como La montaña mágica, de Thomas Mann, en una versión danesa que me había comprado, pues la edición noruega era abreviada. Era la mejor novela que había leído en mucho tiempo, había algo en la relación entre lo sano y lo enfermo que me atraía; esa relación se manifiesta por primera vez cuando Hans Castorp da un paseo en solitario por los alrededores del sanatorio, y está subiendo por las hermosas laderas cuando de repente empieza a sangrar descontroladamente por la nariz, y luego en que de las mujeres de las que se enamora se fija justo en lo enfermizo, lo febril, los ojos brillantes, la tos, las espaldas encorvadas y las malas posturas de los cuerpos, todo enmarcado por verdes laderas y los deslumbrantes picos de los Alpes. También me resultaban fascinantes las grandes discusiones que tenían lugar entre el jesuita y el humanista, que eran casi como duelos de importancia vital, en las que de hecho todo estaba en juego. Me di cuenta de que estaban relacionadas con las descripciones de la vida en el sanatorio, formaban parte de lo mismo sin que pudiera explicarme cómo, ya que no conocía ninguno de los marcos de referencia en los que se desarrollaban las discusiones.
Había leído Doctor Faustus cuando tenía dieciocho años. Lo único que recordaba de ese libro era la caída de Adrian Leverkühn, cuando sus máximos esfuerzos en el arte coinciden con que vuelve a ser como un niño, y ese comienzo grandioso, cuando Zeitblom y Leverkühn son niños y el padre del compositor realiza sencillos experimentos, manipulando materia muerta para que se comporte como viva. También había leído Muerte en Venecia, el anciano que ya moribundo se maquilla y se tiñe el pelo con el fin de impresionar a ese hermoso joven.
Todo tiene lugar en la cercanía de la muerte en esos libros, que por lo demás estaban llenos de pensamientos e ideas sobre arte y filosofía, se encontraban en el centro de la gran tradición europea, pero no eran experimentales, como lo fueron las novelas de Joyce o Musil, en cierto modo carecían de independencia en la forma, y yo me preguntaba por qué. ¿El autor no sabía hacerlo? Escribía sobre la vanguardia, pero con la voz de un hombre tradicionalista como Zeitblom. A Espen, mi mejor amigo, no le gustaba Thomas Mann...

Índice

  1. Portada
  2. Sexta parte
  3. Séptima parte
  4. Créditos