Panorama de narrativas
eBook - ePub

Panorama de narrativas

  1. 360 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
eBook - ePub

Panorama de narrativas

Detalles del libro
Vista previa del libro
Índice
Citas

Información del libro

Michael Beard es un físico que recibió hace años el Premio Nobel por un descubrimiento que en los medios científicos se conoce como la Combinación Beard-Einstein -y aquí comienza la feroz, irresistible ironía de McEwan, porque «combinación» implica también simbiosis, confusión-, y desde entonces se ha limitado a vivir apoltronado en sus laureles. Beard tiene ahora cincuenta y pocos años, y se encuentra en el tramo final de su quinto matrimonio, un final que no se parece en nada a los de sus cuatro uniones anteriores, menos emocionales y más convencionales. Porque Patrice, la quinta esposa, diecinueve años menor que él, y que observada desde ciertos ángulos se parece a Marilyn Monroe, cuando descubrió su aventura con una matemática de la Universidad de Berlín reaccionó con una euforia inesperada. Se mudó a otra habitación, y antes de que pasara una semana había iniciado una relación con Rodney Tarpin, el constructor que les rehabilitaba la casa, veinte años menor que Beard, capaz de subir corriendo las escaleras con un saco de cemento de cincuenta kilos bajo el brazo, y que no lee más que periódicos deportivos.

Beard, que nunca ha sido galardonado por su atractivo pero siempre ha tenido éxito con las mujeres, y en todos sus matrimonios ha sido el adúltero y el culpable, ahora sufre desesperadamente por la bella Patrice. Aunque quizá su dolor sea más intenso porque desde hace años no es más que un burócrata de la ciencia, un científico para quien la emoción y la aventura han quedado relegadas a la vida privada, la cabeza visible de un instituto estatal para la investigación de las energías renovables que es poco más que un artilugio político.

Entre los jóvenes becarios del instituto se encuentra Tom Aldous, que aún se apasiona por lo que hace, y tiene proyectos mucho más ambiciosos que la insignificante turbina a la que aspiran los políticos. Y cuando una noche Tom lleva a Beard a casa en su coche, y conoce a Patrice, la combinación de adulterio en las clases ilustradas y esperpento científico deviene una negra comedia de enredos, de intriga en el más puro estilo de Hitchcock, con cadáver incluido. Y aquí y ahora, en este mundo en los umbrales del gran cambio climático, del temido calentamiento global...

Preguntas frecuentes

Simplemente, dirígete a la sección ajustes de la cuenta y haz clic en «Cancelar suscripción». Así de sencillo. Después de cancelar tu suscripción, esta permanecerá activa el tiempo restante que hayas pagado. Obtén más información aquí.
Por el momento, todos nuestros libros ePub adaptables a dispositivos móviles se pueden descargar a través de la aplicación. La mayor parte de nuestros PDF también se puede descargar y ya estamos trabajando para que el resto también sea descargable. Obtén más información aquí.
Ambos planes te permiten acceder por completo a la biblioteca y a todas las funciones de Perlego. Las únicas diferencias son el precio y el período de suscripción: con el plan anual ahorrarás en torno a un 30 % en comparación con 12 meses de un plan mensual.
Somos un servicio de suscripción de libros de texto en línea que te permite acceder a toda una biblioteca en línea por menos de lo que cuesta un libro al mes. Con más de un millón de libros sobre más de 1000 categorías, ¡tenemos todo lo que necesitas! Obtén más información aquí.
Busca el símbolo de lectura en voz alta en tu próximo libro para ver si puedes escucharlo. La herramienta de lectura en voz alta lee el texto en voz alta por ti, resaltando el texto a medida que se lee. Puedes pausarla, acelerarla y ralentizarla. Obtén más información aquí.
Sí, puedes acceder a Panorama de narrativas de Ian McEwan, Jaime Zulaika en formato PDF o ePUB, así como a otros libros populares de Literatura y Literatura general. Tenemos más de un millón de libros disponibles en nuestro catálogo para que explores.

Información

Año
2011
ISBN
9788433933010
Categoría
Literatura

Primera parte

2000

Pertenecía a esa clase de hombres vagamente anodinos, a menudo calvos, bajos, gordos, inteligentes, que inexplicablemente atraían a determinadas mujeres hermosas. O él pensaba que las atraía, y al pensarlo parecía que así era. Y le convenía que algunas mujeres creyeran que era un genio al que había que salvar. Pero el Michael Beard de esta época era un hombre de mentalidad estrecha, anhedónico, monotemático, afligido. Su quinto matrimonio se estaba desintegrando y debería haber sabido comportarse, tomar distancia, asumir la culpa. ¿No eran los matrimonios, los suyos, como las mareas, en las que al reflujo sucede inmediatamente el flujo? Pero el último era diferente. No sabía cómo comportarse, tomar distancia era doloroso y por una vez, a su modo de ver, no había culpa que asumir. Era su mujer la que estaba teniendo una aventura, y la vivía de un modo flagrante, punitivo y desde luego sin remordimiento. Él estaba descubriendo en sí mismo, entre una diversidad de emociones, intensos momentos de vergüenza y nostalgia. Patrice salía con un constructor, el de ambos, el que había remozado su casa, equipado la cocina, alicatado de nuevo el cuarto de baño, el mismísimo individuo corpulento que a la hora del té le enseñó una vez a Michael una foto de su casa de falso estilo Tudor, renovada y adaptada por su propia mano, con un barco encima de un remolque y debajo de un farol victoriano sobre el piso de cemento del sendero de entrada, y con espacio para instalar una cabina telefónica roja y fuera de servicio. A Beard le sorprendió descubrir lo complicado que era ser cornudo. La desgracia no era simple. Que nadie dijese que en esta fase tardía de la vida era inmune a nuevas experiencias.
Se lo veía venir. Sus cuatro mujeres anteriores, Maisie, Ruth, Eleanor y Karen, que todavía se interesaban a distancia por su vida, habrían exultado, y él esperaba que no se enterasen. Ninguno de sus matrimonios había durado más de seis años, y era un logro, visto de esta forma, no haber tenido hijos. Sus mujeres habían descubierto pronto que ofrecía una pobre o aterradora perspectiva como padre, y para protegerse le habían dejado. Le complacía pensar que si había causado infelicidad nunca había sido prolongada, y decía algo en su favor que todavía se hablara con todas sus ex.
Pero no con la actual. En tiempos mejores, quizás se hubiese vaticinado a sí mismo un varonil recurso a un doble rasero, con accesos de cólera peligrosa, tal vez un episodio de borrachera mortal a altas horas de la noche en el jardín trasero, o la cancelación del seguro del coche de la cónyuge y la calculada conquista de una mujer más joven, una especie de derribo a lo Sansón del templo marital. En cambio, estaba paralizado por la vergüenza, por la magnitud de su humillación. Aún peor, le asombraba la importuna nostalgia de Patrice. Por esos días, no sabía de dónde le venía desearla, como si fuera un acceso de retortijones. Tenía que sentarse en algún sitio y esperar a que pasara. Al parecer, había un determinado tipo de maridos a los que excitaba la idea de que su mujer estuviera con otros hombres. Esos maridos podrían organizar que les metieran atados, amordazados y encerrados con llave en el ropero del dormitorio mientras su mejor mitad entraba en acción. ¿Había Beard por fin encontrado en su interior una capacidad para el masoquismo sexual? Ninguna mujer parecía o resultaba tan deseable como la esposa de la que de repente no podía disponer. Ostensiblemente, fue a Lisboa a visitar a una antigua amiga, pero fueron tres noches tristes. Tenía que recuperar a su mujer y ser capaz de no ahuyentarla con gritos, amenazas o brillantes lapsos de insensatez. Suplicar tampoco era propio de su carácter. Estaba aterrado, era un hombre abyecto, no acertaba a pensar en otra cosa. La primera vez que ella le dejó una nota –Me quedo a dormir en casa de R. Bss. P–, ¿fue él a la casa adosada de falso estilo Tudor, antaño de protección oficial, con la lancha protegida por una funda sobre el duro soporte y un jacuzzi en el diminuto jardín trasero, a aplastarle los sesos al hombre con su propia llave inglesa? No, estuvo viendo la televisión cinco horas con el abrigo puesto, se bebió dos botellas de vino y procuró no pensar. Y no pudo.
Pero lo único que podía era pensar. Cuando sus otras mujeres habían descubierto sus devaneos, se enfurecieron, fría o lacrimosamente, se empeñaron en expresar, durante largas sesiones hasta la madrugada, lo que pensaban sobre la confianza traicionada, y al final pedían la separación y todo lo que seguía. Pero cuando Patrice topó por casualidad con unos emails de Suzanne Reuben, una matemática de la Universidad Humboldt de Berlín, se puso anormalmente eufórica. Esa misma tarde trasladó su ropa al dormitorio de invitados. Fue una conmoción cuando él abrió las puertas del ropero para confirmarlo. Entonces comprendió que aquellas hileras de vestidos de seda y de algodón habían sido un lujo y un confort, versiones de ella misma colocadas en fila para agradarle. Ya no. Hasta se había llevado las perchas. Aquella noche Patrice sonrió en la cena mientras explicaba que ella también proyectaba ser «libre», y esa misma semana había iniciado su aventura. ¿Qué iba a hacer un hombre? Pidió perdón durante un desayuno, le dijo que aquel desliz no significaba nada, hizo grandiosas promesas que sinceramente creyó que cumpliría. Fue cuando más cerca estuvo de la súplica. Ella dijo que no le importaba lo que él hacía. Le importaba lo que ella estaba haciendo, y fue entonces cuando reveló la identidad de su amante, el constructor cuyo nombre siniestro era Rodney Tarpin, dieciocho centímetros más alto y veinte años más joven que el cornudo, y cuya única lectura, según se jactó cuando humildemente estaba enluciendo y biselando en casa de los Beard, era la sección de deportes de un tabloide.
Un síntoma temprano de la angustia de Beard fue la dismorfia, o quizás fue de la dismorfia de lo que se curó de repente. Por fin se conocía tal como era. Al sorprender cuando salía de la ducha una rosada piltrafa cónica en el empañado espejo de cuerpo entero, limpió el cristal, se plantó delante y se contempló incrédulo. ¿Qué resortes de narcisismo le habían permitido pensar durante tantos años que su aspecto era seductor? Aquella ridícula mata de pelo, a la altura del lóbulo de las orejas, que reforzaba su calvicie, el nuevo colgajo de grasa que pendía debajo de los sobacos, la inocente estupidez de la barriga y el trasero. En otro tiempo había podido mejorar su imagen ante el espejo estirando hacia atrás los hombros, manteniéndose erguido, tensando los abdominales. Ahora la grasa humana recubría sus esfuerzos. ¿Cómo era posible que retuviese a una joven tan hermosa como ella? ¿Sinceramente había pensado que la posición social bastaba, que su Premio Nobel la conservaría en su cama? Desnudo era una ignominia, un idiota, un alfeñique. Ya ni siquiera podía hacer ocho flexiones seguidas. Tarpin, en cambio, subía corriendo la escalera del dormitorio principal de los Beard con un saco de cemento de cincuenta kilos debajo del brazo. ¿Cincuenta kilos? Era más o menos lo que pesaba Patrice.
Ella le mantenía a distancia con su alegría letal. Eran insultos adicionales, el sonsonete con que decía «¡hola!», el recitado matutino de los detalles domésticos y sus andanzas vespertinas, y nada de esto habría importado si él hubiera podido despreciarla un poco y planear el modo de quitársela de encima. Entonces podrían haberse entregado al breve y horripilante desmantelamiento de su matrimonio sin hijos. Por supuesto que ella le estaba castigando, pero cuando él se lo dijo ella se encogió de hombros y respondió que habría podido decir lo mismo de él. Él dijo que ella simplemente había estado esperando esta oportunidad, y ella se rió y dijo que en tal caso se la agradecía.
En su estado delusorio estaba convencido de que justo cuando la estaba perdiendo había encontrado a la esposa perfecta. Aquel verano de 2000 ella vestía ropa distinta, tenía otro aspecto en casa: vaqueros desteñidos, chancletas, un cárdigan rosa astroso sobre una camiseta, el pelo corto y más oscuro el azul inquieto de sus ojos claros. Era de complexión delgada, y ahora parecía una adolescente. De las bolsas de plástico vacías, lustrosas y con asas, y del papel de seda depositados encima de la mesa de la cocina para que él los inspeccionase dedujo que se estaba comprando lencería nueva para que Tarpin se la quitase. Ella tenía treinta y cuatro años y conservaba el aire de fresas con nata de sus veinte años. No le incitaba, no le provocaba ni coqueteaba con él, lo que al menos habría sido una forma de comunicarse, sino que gradualmente perfeccionaba la viva indiferencia con que se proponía borrarle de su vida.
Él necesitaba dejar de necesitarla, pero el deseo pretendía otra cosa. Quería desearla. Una noche tórrida, destapado encima de la cama, trató de consumar una masturbación liberadora. Le fastidiaba no poder verse los genitales si no descansaba la cabeza sobre dos almohadas, y la fantasía era constantemente interrumpida por Tarpin, que, como si fuera un ignorante tramoyista que acarrea una escalera y un cubo, no paraba de moverse por el escenario. ¿Había en el mundo, aparte de Beard, algún otro hombre en aquel momento que intentase disfrutar pensando en su mujer a sólo nueve metros de distancia, al otro lado del rellano? La pregunta le disuadió de su intento. Y hacía demasiado calor.
Algunos amigos le decían que Patrice se parecía a Marilyn Monroe, al menos vista desde ciertos ángulos y con cierta luz. Había aceptado de buena gana aquella comparación que realzaba su estatus, pero él nunca la había visto así. Ahora sí. Ella había cambiado. Su labio inferior tenía una plenitud nueva, un augurio de problema cuando bajaba la mirada, y el pelo corto se le enroscaba en la nuca de una forma cautivadora y anticuada. Sin duda era más bonita que Marilyn cuando los fines de semana deambulaba por la casa y el jardín envuelta en una bruma rubia, rosa y azul claro. De qué adolescente intriga de colores se había él prendado, y a su edad.
Cumplió cincuenta y tres años en julio, y naturalmente ella no se acordó de su cumpleaños y luego fingió recordarlo, con su nuevo estilo alegre, tres días más tarde. Le regaló una corbata ancha y chillona, de un fosforescente verde menta, y le dijo que esas corbatas volvían a «estar de moda». Sí, los fines de semana eran lo peor. Ella entraba en una habitación donde él estaba, sin intención de hablar pero quizás queriendo hacerse ver, y miraba alrededor con una ligera sorpresa antes de marcharse. Estaba evaluando todo de nuevo, no sólo a él. Michael la veía tumbada con los periódicos en la hierba al fondo del jardín, debajo del castaño de Indias, aguardando a la sombra a que empezase su velada. Después se retiraba al cuarto de invitados para ducharse, vestirse, maquillarse y perfumarse. Como si le leyera el pensamiento, se aplicaba la barra de labios roja y espesa. Quizás Rodney Tarpin estuviese alentando lo del parecido con Marilyn, un tópico que Beard ahora se veía obligado a compartir.
Si estaba aún en casa cuando ella se iba (hacía lo que fuera por estar ocupado por la noche), se le hacía irresistible alimentar su nostalgia y su dolor observando a Patrice desde la ventana de arriba cuando ella salía al aire vespertino de Belsize Park, subía el sendero del jardín –qué desleal, por parte de la cancela desengrasada, chirriar como lo hacía antaño– y entraba en su coche, un pequeño y frívolo Peugeot negro, de arranque caprichoso. Patrice estaba tan ansiosa, acelerando al despegarse del bordillo, que su douleur se duplicaba porque ella sabía que él la observaba. Después su ausencia gravitaba en el polvo veraniego como el humo de una hoguera en el jardín, una carga erótica de invisibles partículas que le paralizaba durante muchos minutos huecos. No estaba loco de verdad, se repetía, pero pensaba que estaba ingiriendo un gusto, un trago amargo.
Lo que le maravillaba era su incapacidad de pensar en otra cosa. Cuando leía un libro, cuando daba una charla, en realidad estaba pensando en ella, o en ella y en Tarpin. Era una mala idea quedarse en casa cuando ella se veía con él, pero desde Lisboa no tenía ganas de visitar a antiguas novias. Aceptó, en cambio, una serie de conferencias nocturnas sobre la teoría del campo cuántico en la Royal Geographical Society, participó en coloquios de radio y televisión, y de vez en cuando sustituyó en algunos actos a un colega enfermo. Que los filósofos de la ciencia se engañen creyendo lo contrario, pero la física estaba exenta de contaminación humana, describía un mundo que existiría igual si no existieran los hombres y las mujeres y todas sus tristezas. Se adhería a esta convicción de Albert Einstein.
Pero aunque cenase hasta tarde con amigos, solía llegar a casa antes que Patrice y no tenía más remedio que esperar, quisiera o no, hasta que ella volviese, aunque nada sucediera cuando ya había vuelto. Se iba derecha a su habitación y él se quedaba en la suya para no tener que encontrársela en la escalera, en su estado de somnolencia pos-coito. Era casi mejor cuando ella se quedaba a dormir con Tarpin. Casi, pero a Bread le costaba una noche de insomnio.
Una noche de finales de julio, a las dos de la mañana, estaba en bata en la cama, escuchando la radio, cuando la oyó entrar en casa e inmediatamente, sin premeditación, puso en práctica un plan para ponerla celosa e intranquila e infundirle el deseo de volver a su lado. En el World Service de la BBC, una mujer hablaba de costumbres que afectaban a la vida doméstica en los pueblos kurdos de Turquía, un zumbido relajante de crueldad, injusticia y absurdo. Bajando el volumen, pero manteniendo los dedos en el botón, Beard entonó en voz alta un fragmento de una canción infantil. Supuso que Patrice oiría su voz desde su cuarto, pero no las palabras. Al terminar la frase, subió el volumen de la voz de la mujer durante unos segundos, y luego la interrumpió con una línea de la conferencia que había dado aquella noche e hizo que la mujer respondiera más por extenso. Repitió la maniobra durante cinco minutos, con su voz seguida de la de la mujer, a veces superponiendo astutamente las dos. La casa estaba en silencio, escuchando, por supuesto. Entró en el cuarto de baño, abrió un grifo, tiró de la cadena y se rió en voz alta. Patrice tenía que saber que la amante de Michael era ocurrente. Luego él emitió una especie de grito amortiguado. Patrice tenía que saber que se estaba divirtiendo.
No durmió mucho esa noche. A las cuatro, tras un largo silencio que indicaba una intimidad tranquila, abrió la puerta de su dormitorio mientras mantenía un murmullo insistente y bajó la escalera caminando hacia atrás, agachándose para crear en los peldaños con las palmas el sonido de las pisadas de su acompañante, sincopados con los suyos. Era uno de esos planes que sólo se le ocurriría a un loco. Después de acompañar a la mujer hasta la entrada, despedirla con besos silenciosos y cerrar la puerta con una firmeza que resonó en toda la casa, subió a su cuarto y dormitó por fin hasta después de las seis, repitiéndose en voz baja: «Júzgame por mis éxitos.» Se levantó una hora más tarde para asegurarse de que toparía con Patrice antes de que ella se fuese al trabajo y de que viera lo repentinamente alegre que él estaba.
Ella se detuvo en la puerta de la calle, con las llaves del coche en la mano y la correa de su bolsa repleta de libros colgada de la hombrera de su blusa de flores. No había la menor duda: parecía destrozada, exhausta, aunque su voz era tan clara como siempre. Le dijo que iba a invitar a Rodney esa noche, y que probablemente él se quedaría a dormir, y que le agradecería que él, Michael, no apareciese por la cocina.
Coincidió que era el día en que él viajaba al Centro de Reading. Aturdido de cansancio, emprendió el viaje mirando a través del cristal sucio de la ventanilla del tren la milagrosa combinación de caos y grisura en la periferia de Londres, y se maldecía por su estupidez. ¿Le tocaba a él escuchar voces a través de las paredes? Imposible, estaría fuera, en algún otro sitio. ¿Le expulsaría de su propia casa el amante de su mujer? Imposible, se quedaría y le haría frente. ¿Una pelea con Tarpin? Imposible, acabaría estampado contra el parqué del pasillo. Estaba claro que no había estado en condiciones de tomar decisiones o concebir planes, y en lo sucesivo tendría que tener en cuenta su inestable estado mental y actuar conservadora, pasiva, sinceramente y no violar normas, no hacer nada extremo.
Meses más tarde violaría cada elemento de esta resolución, pero se olvidó de ella al final de aquel día porque Patrice llegó a casa del trabajo sin provisiones (no había nada en la nevera) y el constructor no fue a cenar. Beard sólo la vio una vez esa noche, recorriendo el pasillo con una taza de té en la mano y un aire deprimido y gris, menos con un aspecto de icono del cine que con el de una maestra de primaria sobrecargada de trabajo y con una vida privada desastrosa. ¿Se había equivocado al reprenderse en el tren, habría surtido efecto su estratagema y ella, entristecida, se había visto obligada a cancelar la cena?
Reflexionando sobre la noche anterior, le pareció extraordinario que al cabo de una vida de infidelidades una noche con una amiga imaginaria no fuera menos excitante. Por primera vez en semanas se sintió levemente alegre y hasta silbó una canción de un musical mientras calentaba la cena en el microondas, y cuando se vio en el espejo hundido, con marco de pan de oro, del guardarropa de abajo, pensó que su cara había perdido grasa, tenía un aire resuelto y, a la luz de la bombilla de treinta vatios, poseía cierta nobleza, un posible efecto del yogur azucarado y bajo en colesterol que se obligaba a beber todas las mañanas. Cuando se acostó dejó la radio apagada y aguardó con la luz baja el contrito golpeteo de las uñas de Patrice en la puerta.
No lo oyó, pero no le preocupó no oírlo. Que ella pase la noche repasando su vida y las cosas importantes, que sopese en la balanza del valor humano a un Tarpin de manos callosas y el barco envuelto en una funda con el etéreo Beard de renombre universal. Las cinco noches siguientes, que él supiera, ella no salió de casa, y entretanto él atendía a sus compromisos de conferencias y otros encuentros y cenas, y cuando volvía, normalmente después de medianoche, procuraba que sus pasos seguros dieran la impresión en la casa oscurecida de un hombre que vuelve de una cita.
La sexta noche estaba libre para quedarse en casa y ella optó por salir, después de haber pasado más tiempo del habitual en la ducha y con el secador. Desde su observatorio, una ventanita empotrada muy adentro de un semirrellano del primer piso, la vio recorrer el sendero del jardín y detenerse junto a una mata alta de malvarrosas bermellonas, y extender la mano para examinar una flor. La cogió y la estrujó entre las uñas recién pintadas del pulgar y el índice, la examinó un momento y la dejó caer al suelo. El vestido de verano, de seda beige y sin mangas, con un solo pliegue al final de la espalda, era nuevo, una señal q...

Índice

  1. Portada
  2. Primera parte 2000
  3. Segunda parte 2005
  4. Tercera parte 2009
  5. APÉNDICE
  6. AGRADECIMIENTOS
  7. Créditos
  8. Notas