¡Menudo reparto!
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Citas

Información del libro

«Ingeniosa y brillante, una sátira y una fábula política» (Justo Navarro, El País ).

«Levanta el entramado con re­cursos que proceden de Sterne y Diderot, pasan por Dic­kens y alcanzan a Conan Doyle y Agatha Christie» (Luis Marigómez, Diario 16 ).

«El tono satírico que nunca des­maya hace que la lectura sea divertida, pero en realidad la novela es seria, muy seria, incluso muy amarga, como suelen serlo las mejores sátiras» (Robert Saladrigas, La Vanguardia ).

Verano de 1990, Inglaterra está al borde de una guerra contra Sadam Husein y Michael Owen, un joven escritor sin blanca, recibe el encargo de la anciana Tabitha Win ­shaw de escribir la biografía de su rica familia y llegar al fondo del posible asesinato de su hermano Godfrey, fa­llecido según ella a manos de uno de sus parientes. Es así como Owen conoce a la familia Winshaw: Thomas, magnate del cine y voyeur; Dorothy, fabricante de comi­da basura; Mark, traficante de armas y amigo de Sadam Husein; Hilary, una columnista absolutamente ignoran­te, o Henry, visionario del libre mercado. ¡Menudo re­parto! es un retrato cruel y despiadado de aquellos que mandan en la Inglaterra de hoy: banqueros, industriales, políticos, traficantes de armas y barones de los medios de comunicación, engendrados en la orgía de saqueo económico que fue la década de los ochenta. Una nove­la de detectives, un libro de denuncia, un relato gótico y una mirada ácida sobre los hijos de la época thatcheria­na. Además, la presente edición incluye un prólogo de Kiko Amat.

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Información

Año
2010
ISBN
9788433932808

Primera parte

Londres

AGOSTO DE 1990

–Señorita –decía Kenneth–, no sabrá usted por casualidad dónde está mi cuarto, ¿verdad?
Shirley sacudía tristemente la cabeza y decía:
–No, me temo que no.
–Ya –decía Kenneth, y hacía una pausa–. Lo siento. Me voy.
Shirley titubeaba, mientras en su interior tomaba cuerpo una decisión.
–No, espere. –Hacía un gesto apremiante con la mano–. Póngase de espaldas un momento.
Kenneth se daba la vuelta, y se encontraba frente a un espejo en el que podía ver su propio reflejo y, más allá, el de Shirley. Ella le daba la espalda, y se meneaba para sacarse la combinación por la cabeza.
–Un momento, señorita –decía él.
Mi mano, que descansaba entre mis piernas, se meneó.
Kenneth bajaba rápidamente el espejo, que era de bastidor.
Shirley se volvía hacia él y decía:
–Es usted un encanto. –Terminaba de sacarse la combinación por arriba, y empezaba a desabrocharse el sujetador.
Mi mano empezó a moverse, acariciando perezosamente el grueso tejido de algodón.
Shirley desaparecía tras la cabeza de Kenneth.
–Bueno –decía Kenneth–, una..., una cara bonita no lo es todo, ¿sabe?
Mientras sujetaba el espejo, intentaba no mirarlo, pero no podía evitar echarle un vistazo de vez en cuando. Y a cada vislumbre, su cara reflejaba un dolor físico. Shirley se ponía la bata.
–No es oro todo lo que reluce –decía Kenneth.
Ella aparecía por detrás de su cabeza, el cuerpo envuelto en aquella bata que le llegaba hasta las rodillas, y decía:
–Ya puede darse la vuelta.
Él se volvía y la miraba. Parecía encantado.
–¡Caramba, qué provocativo!
Shirley se cepillaba el pelo hacia atrás, azorada.
Mi mano se paró de nuevo. Iba a darle a la «pausa», pero me lo pensé mejor.
Kenneth empezaba a pasearse por la habitación, y decía, con una pizca de chulería:
–Bueno, supongo que tiene que estar usted bastante asustada con todas las cosas que han pasado esta noche.
–No mucho –decía Shirley.
Se sentaba en la cama de matrimonio, con aquel pesado armazón de roble.
Kenneth se acercaba rápidamente hasta ella.
–Pues yo sí.
–Tengo una idea –decía Shirley, y se inclinaba hacia delante.
Kenneth se daba la vuelta y empezaba a pasearse otra vez. Como para sí mismo, decía:
–Sí, yo también tengo un par de ellas.
–Venga, siéntese aquí –decía Shirley. Le daba unas palmaditas al sitio de la cama que le quedaba al lado–. Venga.
Empezaba a sonar una orquesta, pero ninguno de los dos se daba cuenta. Kenneth se sentaba a su lado.
–Tengo que hacerle una proposición –decía ella.
–Ah –decía Kenneth.
Shirley se le acercaba un poco más.
–¿Por qué no se queda aquí esta noche? –decía–. No me apetece pasar la noche sola, y así nos haremos compañía el uno al otro.
Mientras Shirley decía eso, Kenneth se volvía hacia ella y se inclinaba un poco más. Por un momento, parecía que iban a besarse.
Los observé.
Kenneth se apartaba.
–Sí –decía–, un plan estupendo, señorita, pero... bueno... –Se levantaba y empezaba a pasearse de nuevo–. Yo..., no nos conocemos demasiado bien.
Se dirigía a la puerta. Parecía que Shirley decía algo, pero no se la oía, y entonces empezaba a abrir las sábanas de la cama y a ahuecar las almohadas. Mientras lo hacía, volvía a vérsela reflejada; esta vez en un espejo de cuerpo entero que había enfrente de la cama. No se daba cuenta de que Kenneth había alcanzado la puerta. Él giraba la cabeza para echarle un último vistazo, y luego se escabullía rápidamente.
Shirley, que seguía arreglando su cama, decía:
–Puedo quedarme en el... –se volvía y se interrumpía. Veía que Kenneth se había ido– ... sillón.
Le di al botón de rebobinado.
Por un momento Shirley se congeló: tenía la boca abierta, y le temblaba todo el cuerpo. Luego se volvió, alisó la cama. Kenneth entró de espaldas en la habitación. Shirley pareció decir algo, se sentó en la cama, Kenneth pareció decir algo, se sentó a su lado, pareció que hablaban, él se levantó y se paseó de espaldas, se apartó rápidamente de ella, Kenneth se paseó y habló, ella se toqueteó el pelo, él apartó la mirada de ella, ella desapareció tras la cabeza de él, empezó a quitarse la bata, a Kenneth se le transformó la cara varias veces y subió y bajó el espejo, Shirley volvió a ponerse el sujetador, salió de detrás de la cabeza de él, empezó a ponerse la combinación por la cabeza, dijo algo, Kenneth levantó rápidamente el espejo, dijo algo, le echó un vistazo al espejo, y Shirley empezó a menearse para ajustarse la combinación.
Le di a la «pausa».
La cara de Kenneth y la parte de atrás del cuerpo de Shirley se reflejaban en el espejo. Temblaban. Volví a darle a la «pausa». Se movieron un poquito. Le di una y otra vez. Empezaron a moverse a sacudidas. Shirley movió los brazos. Una vez. Y otra más. Se meneaba. Estaba quitándose la combinación. Se la sacaba por la cabeza. Kenneth la observaba. Sabía que no debía mirar. Shirley casi se había quitado la combinación, tenía los brazos en alto.
Mi mano, que descansaba entre mis piernas, también se meneaba.
Kenneth articuló algo, muy despacio. Bajó el espejo, fuera del alcance de su vista. Lo mantuvo bajo para no poder mirarlo.
Shirley se volvió hacia él, y articuló algo. Fueron sólo dos palabras pero pareció que duraban mucho. Luego siguió sacándose la combinación por la cabeza. Terminó de sacársela en siete sacudidas. Se llevó las manos a la espalda. Sus dedos se entretuvieron en los corchetes del sujetador.
Mi mano comenzó a moverse, acariciando el grueso tejido de algodón.
Shirley se volvió. Inició un paso. Desapareció tras la cabeza de Kenneth.
Kenneth empezó a articular algo.
Alguien llamó a la puerta.
–¡Mierda! –exclamé, y me incorporé de un salto. Apagué el vídeo. La pantalla pasó del blanco y negro al color, y regresó el volumen: una voz masculina, muy grave y muy alta. Había un hombre en la pantalla. Rodeaba a un niño con sus brazos. Algún documental. Bajé el volumen de la televisión y comprobé si tenía los pantalones abrochados. Le eché un vistazo general a mi apartamento. Decidí que era demasiado tarde para hacer algo al respecto, y fui a abrir la puerta. ¿Quién podía ser a las nueve y cuarto, un jueves por la noche?
Abrí la puerta unos centímetros. Era una mujer.
Tenía unos ojos azules penetrantes y muy inteligentes, ojos que sin duda me habrían sostenido la mirada intensamente si yo no los hubiese evitado a propósito, prefiriendo en cambio abarcar los detalles de su tez pálida y ligeramente pecosa y su abundante pelo cobrizo. Me sonrió, sin exagerar, sólo lo suficiente para ofrecerme una muestra de sus bonitos dientes, todos iguales, y para hacerme sentir que tenía que devolverle la sonrisa, por muy difícil que pudiese resultar. Me las arreglé para producir lo que supongo que debió de parecer una especie de media sonrisa siniestra. Era emocionante e insólito encontrarme a aquella persona en el umbral, pero mi placer se vio mitigado no sólo por lo inoportuno de la interrupción sino también por la molesta y apremiante sensación de que ya había visto a aquella mujer en alguna parte, de que podría haberse esperado que la reconociese y que incluso recordase su nombre. En la mano izquierda sostenía una hoja din A4, doblada por la mitad; la mano derecha le colgaba inquieta a un costado, como si estuviera intentando encontrar un bolsillo donde esconderla.
–Hola –dijo.
–Hola.
–No le molesto, ¿verdad?
–En absoluto. Sólo estaba viendo la televisión.
–Es que... Bueno, ya sé que no nos conocemos muy bien ni nada, pero pensé que podía pedirle un favor, si no le parece mal.
–Me parece bien. ¿Quiere pasar?
–Gracias.
Mientras cruzaba el umbral de mi piso, traté de recordar cuánto tiempo hacía que no tenía una visita de cualquier clase. Seguramente, desde que había venido mi madre: tal vez dos o tres años. Ésa también debía de haber sido la última vez que había limpiado el polvo o pasado la aspiradora. De todos modos, ¿qué demonios quería decir con aquello de «no nos conocemos muy bien»? Sonaba bastante excéntrico.
–¿Me da su abrigo?
Se quedó mirándome fijamente; entonces me di cuenta de que no llevaba abrigo, sólo vaqueros y una blusa de algodón. La situación me pareció un poco desconcertante, pero conseguí ocultarlo sumándome a su risa nerviosa. En definitiva, fuera hacía calor y aún había bastante luz.
–Bueno... –dije, una vez nos hubimos sentado los dos–. ¿En qué puedo ayudarla?
–Bueno, pues el asunto es el siguiente... –Y entonces, justo cuando empezaba a explicarse, me llamaron la atención las manchitas pardas del dorso de su mano, y me vi intentando adivinar cuántos años tendría, porque su cara, y sobre todo sus ojos, aún tenían un aire interrogativo, fresco y jovial, y a juzgar sólo por eso, yo habría dicho que como mucho tendría treinta y pocos, y sin embargo en aquel momento empecé a pensar si no estaría más cerca de mi edad, o sería incluso mayor, si no iría a cumplir unos cuarenta y cinco, y mientras trataba de llegar a una conclusión, me di cuenta de que ella había acabado de hablar y estaba esperando una respuesta, y yo no me había enterado de nada de lo que había dicho.
Se produjo una pausa larga y tensa. Me levanté, metí las manos en los bolsillos, y me acerqué a la ventana. No me cupo más que darme la vuelta tras unos segundos y decir todo lo educadamente que pude:
–¿Cree que podría explicármelo otra vez?
Se quedó perpleja, pero hizo todo lo posible por disimularlo.
–Por supuesto –dijo, y luego se puso a explicarlo todo de nuevo, sólo que esta vez, dado que me había acercado hasta la ventana, me encontraba frente a la televisión y no podía evitar mirar al atezado y sonriente caballero de pelo moreno de la pantalla, que le había pasado el brazo por encima a aquel niñito, a quien parecía querer caerle bien fuese como fuese; aquel niñito que le escuchaba muy derecho con la mirada perdida, y casi se apartaba bruscamente dé aquella figura paternalista de la indeleble sonrisa y el poblado bigote negro. Y había algo tan atrayente en aquella escena, algo tan cargado de intención y tan antinatural, que me hizo olvidarme de que se suponía que estaba escuchando a la mujer hasta que ella casi había acabado, y entonces me di cuenta de que seguía sin tener ni idea de lo que estaba hablando.
Hubo otra pausa, más larga y más tensa que la primera. Me pensé mi siguiente movimiento con mucho cuidado antes de hacerlo: un paseo abstraído y despreocupado hasta el otro lado de la habitación, y luego un descenso fortuito de mis nalgas sobre la mesa del comedor, de modo que me encontrase ligeramente apoyado cuando la tuviese frente a mí. Y en ese momento, dije:
–¿Sería usted tan amable de repetirlo por casualidad?
Me miró fijamente unos segundos.
–Espero que no le importe que se lo pregunte, Michael –dijo–, pero ¿se encuentra usted bien?
Era una pregunta razonable, según el criterio de cualquiera, pero no era mi intención dar una respuesta sincera.
–Se trata de mi capacidad de concentración –dije–. Ya no es lo que era. Demasiada televisión, supongo. Si usted pudiese..., una vez más... Esta vez la escucharé. De verdad.
La situación estuvo en vilo un rato. No me habría sorprendido nada si se hubiese limitado a levantarse y a abandonar la habitación. Se quedó mirando su hoja din A4 y pareció preguntarse si era mejor olvidarse por completo del asunto: renunciar a la tarea claramente ingrata de intentar que yo me enterase de unas cuantas palabritas en inglés. Pero entonces, tras aspirar profundamente, comenzó a hablar de nuevo: en voz alta, lenta e intencionadamente. Estaba claro que era mi última oportunidad.
Y a esas alturas, la habría escuchado; la habría escuchado de verdad, porque, aparte de todo, había despertado mi curiosidad. Pero la cabeza me daba vueltas, mis sentidos eran un puro torbellino, puesto que había emplea...

Índice

  1. Portada
  2. Prólogo: un elegante sátiro
  3. ¡Menudo reparto!
  4. Prólogo 1942-1961
  5. Primera parte. Londres
  6. Segunda parte. «Muertes programadas»
  7. El legado de los Winshaw
  8. NOTA DEL AUTOR
  9. Créditos
  10. Notas