Narrativas hispánicas
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Narrativas hispánicas

  1. 184 páginas
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Narrativas hispánicas

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«Un escritor que sorprende por la eficacia de la prosa, que consigue convulsionar al lector ante las contradicciones y las debilidades del género humano» (Guadalupe Nettel, Hoja por Hoja)

Enfrentado a una vida miserable como empleado de una empresa, Gabriel Lynch decide rebelarse. Sus odios no tendrán otro objetivo que Constantino, su jefe, el perfecto caballerete empresarial que le ganó el puesto y la mujer. Sin embargo, para que su alzamiento resulte efectivo, el apocalíptico y lenguaraz Lynch tendrá que enfrentarse a su carencia casi total de recursos, pasados y presentes, y a su proverbial mala fortuna, reverso exacto de la suerte que parece acompañar cada movimiento de su enemigo. Esta es la historia de una guerrilla de un solo hombre, de un gerente que seduce mujeres con chistes sobre su digestión y de dos chicas, una de Recursos Humanos y otra de Finanzas, entendidas como objetivos políticos. A través de estas páginas, el lector se topará, a grandes golpes de estilo, con una ácida exploración del mundo pesadillesco de la oficina y una mirada irónica y feroz sobre las relaciones entre jefes, empleados y desempleados, de la mano de un narrador mayor en la nueva literatura iberoamericana.

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Información

Año
2007
ISBN
9788433933263
Categoría
Literatura

LA VIDA PLEBEYA DE GABRIEL LYNCH

Esta es la historia de mi odio.
Otros debieron combatir tiranías, derrumbar imperios, tirotear príncipes incluso, como quien tirotea conejos. Otros debieron combatir reinos que gobernaban la vida de millones. Yo, que soy cobarde en toda norma, sólo me alzo contra la sociedad anónima que rige la mía. Como exigen los tiempos mezquinos que corren, apenas soy capaz de oponerme a que la vida de oficinista me anule. O que me balde más de lo que ya me ha baldado.
Soy subversivo en mi propia escala. No aspiro a la revolución sino a otra cosa, que ahora mismo sólo entreveo y que se parece a la autoconservación y la delincuencia.
Me llamo Gabriel Lynch y mis días se agotan en un escritorio de la división de impresiones de un conglomerado de diseño y edición. Tengo un lapicero, una máquina en buen estado, una silla casi cómoda, dos lupas y un muestrario de papeles y tintas que es reemplazado cada seis meses para incluir productos nuevos, aunque esencialmente iguales a los anteriores.
Explicaré, a modo de esbozo, el escalafón de este reino. Soy supervisor y dependo de un gerente llamado Constantino. Diez técnicos me deben lealtad. Diez supervisores se la debemos a nuestra vez al gerente, último eslabón visible –para los empleados de bajo nivel, como yo– de la cadena de mando.
Sólo al gerente le está permitido escalar al tercer piso de nuestra torre de oficinas y talleres y respirar el aire de los amos, esos seres pálidos y prácticamente incorpóreos que pueblan las coordinaciones y la presidencia.
Me obsesionan, debo admitirlo, los amos. He visto o soñado ver sus siluetas en el ascensor, a través del canal de vidrio esmerilado que lo divide del nuestro. He observado el talle y las piernas de sus mujeres por detrás del enrejado del estacionamiento. Por eso solicité la plaza de gerente cuando quedó libre, cuando el sujeto que la ocupaba llegó a ser lo suficientemente pálido y etéreo como para ascender a una coordinación.
Fracasé. Mis méritos eran pocos. Soy blanco y sospecho que haber llegado a un puesto de supervisión tiene que ver con ello. Pero no parezco, fuera del tono de la piel, uno de los amos: no uso pantalones de pinzas ni me repego el cabello al cráneo con gomina ni provengo de la cosecha de alumnos de los colegios privados que generalmente ascienden por nuestra escala de Jacob hasta lo más alto, como ángeles que son.
No: yo soy carne de escuela numerada. Me enseñaron humildad y resignación. También me enseñaron unos episodios patrios que eran mentira y unas fórmulas técnicas que no tenían más remedio que ser verdad.
Tú eres un resentido. Eso me dijo una chica que se acostaba conmigo en la universidad, aburrida de mi interminable plática sobre la estupidez de sus padres y amigos, la imbecilidad de nuestros profesores y nuestra propia e insondable arrogancia.
Sí: era y soy un resentido. Al menos en eso tenía razón aquella chica, a quien nunca me atreví a decirle que su boca no olía bien ni resultaba agradable su sudor, a la que no le dije que habría hecho mejor adoptando el baño como práctica regular para dejar de asfixiarme durante sus desplantes amorosos.
Un resentido sólo pide trabajo por dos razones: para que no se lo den y quejarse o para que se lo den y quejarse más. Yo soy de la segunda calaña.
Algo hay en mí que responde al ideal de autosuperación que cada empresa cacarea a sus esclavos. Prefiero trabajar a no hacerlo; prefiero contar con poco dinero que no contarlo en lo absoluto. Prefiero la ropa barata que los harapos.
Pero, de cualquier forma, odio.
Esta es también la historia de mi odio.
Cruzo la calle rumbo al automóvil de Constantino, el gerente. Las manos en los bolsillos, baja y de hiena la mirada. Acaricio con una llave, al pasar, el costado metálico, deslumbrante, de la máquina. He postergado tres noches esta noche: una de remordimiento, otra de infructuoso olvido, la última ya de planeación. Alcanzo la gasolinera y compro dos litros de combustible; me los entregan en una botella plástica, grasosa, tapada precariamente con un atado de papel y ligas.
Una bomba. Casi: su semilla.
Me llamo Gabriel Lynch y esta es la historia de mi odio. No puedo tirotear al príncipe: sólo puedo quemarle el automóvil. Pero no hoy. Regreso a casa y espero tres noches más, las necesarias para que cualquier gasolinero olvide mis rasgos, la forma de mi cara y hasta mi voz.
Miro el televisor hasta el amanecer; luego voy al trabajo, no hablo, no salgo a fumar, no volteo al despacho de mi enemigo. Todo plazo se agota y, de cualquier modo, la espera nos consume cada vez. Nunca aprendemos. Pasan tres noches.
No es agudo, como el apetito de mujer o dinero, mi odio. Es una comezón más íntima, que reseca los labios y oprime el estómago. Continua, nociva como la inminencia de una convulsión.
Así que este soy ahora, me digo ante los escaparates, y paseo mi poca estatura y mala ropa por el supermercado brillante y abandonado de la medianoche. En el apartado de jardinería encuentro lo que requiero. Guantes de goma, una regadera metálica, hilaza. El aire, amargo, huele a abono. Me concedo unas noches más. Escucho música y, de madrugada, lloro un poco. Así que esto soy ahora.
Reservé este recurso para el final, para la inevitable –e inhabitable– derrota. Cuántas noches serenas gracias al confort del crimen. Pensaba, pienso: Si me vencen les tendré algo preparado. Si me aplastan los mataré. Si me abandonan los perseguiré hasta el mismo precipicio.
El odio es como el muro de una casa que nos encierra o como el marco de un retrato que nos muestra una cara detestada.
Contemplo esa cara ahora y le escupo mi lamento.
Pensé al principio levantar la mano contra Fernanda, pero no soy tan vil. Todavía no. De cualquier modo, Constantino será apenas otra estación en la ruta de puterías en que acabarán empeñados sus carnes y huesos –ya hablaré de ella, episodio brillante en mis desastres amorosos.
Vencido en la oficina desde mi frustrado asalto a la gerencia, desprestigiado y eludido por todos, tampoco podría hacer gran cosa allí. Murmurar es de cobardes y no ha llegado para mí la hora de la hipocresía –que llegará, llegará–. No puedo dar un golpe definitivo: me han orillado a multiplicarlos, a derribar un árbol con un cortaúñas.
Lo derribaré.
Carezco de poderes, pero me sobra el odio.
Digo: esta es la historia de mi odio, la purga de mi corazón, el salario del asco y el miedo. Digo: esta es la noche propicia para quemar el automóvil del príncipe Constantino.
La regadera se basta para los dos litros de gasolina y baño en su interior la hilaza, amorosamente, como la madre a su primogénito. Salgo a la calle y avanzo, cuadra tras cuadra, y miro pasar los automóviles de la policía que, despacio y sin rumbo, olfatean las extorsiones de peatones a las que dedicarán la noche. Mi noche.
Apenas diez cuadras me separan de Constantino. Quizás duerma cubierto por un pijama de seda o los cuerpos acrobáticos de doce rubias. Poco me importa si disfruta la mejor película japonesa o el mejor culo rumano mientras vierto la gasolina con mi regadera metálica sobre el cofre, las puertas, las llantas, los cristales, el depósito de combustible que fuerzo con una llave de tuercas.
Qué maravilla de calle, dijo Constantino la primera mañana que regresó a la oficina luego de rentar esta casa, no se escucha un grito o arrancón, ni siquiera me preocupa dejar el Pontiac afuera. Es barata, está muy cerca de la avenida Del Prado, pero parece decente. Eso dijo.
Debiste preocuparte, hijo de perra, preocuparte por interpretar el silencio como un peligro –eso haría el más simple animal–, debiste preocuparte por no tentar a Fernanda con invitaciones a conciertos de jazz que yo no quería escuchar ni podía permitirme, debiste ocultar los títulos de la universidad privada ante mi resentimiento, debiste bajar el volumen del televisor –inmenso como mesa de ping-pong– y pedirle a la rubia de alquiler que interrumpiera sus gemidos por un instante.
Ahora no puedes hacer nada más que verme: si te asomas y corres la persiana me verás atando la hilaza impregnada de gasolina a la defensa de tu Pontiac y desenrollándola.
Qué trabajo tan profesional el mío. Qué prodigio de técnica. Nadie diría justamente que un alumno de una escuela tan técnica, tan pública, tan numerada –carne del rastro que surte a los esclavistas– vencería la pereza de sus iguales para hacer algo así.
¿O sí?
¿O es sólo que me engrandezco porque nadie más lo hace y en realidad estamos tú y yo, Constantino, rodeados de genios paupérrimos, tímidos, que nunca dan muestras de su talento incomparable?
No lo creo, simplemente no lo creo.
Este soy ahora y esta es la historia de mi odio.
Me despojo de los guantes de goma y lanzo un cerillo al piso, justo donde el cabo de hilaza lo reclama. Dejo caer una y otra vez las pequeñas llamas desde el aire, como paracaidistas, hasta que la cuerda se inflama. Retrocedo antes de que, como advertía el libro guerrillero que me instruyó, llegue la llamarada.
Es un crujido inmenso lo que llega, el gemido de un alma comprimida por la mano del fuego, llamas que infectan y derriten como el amor.
Pero no es esta la historia de mi amor.
Es sólo la descripción de lo que puede hacerse si se lee el libro adecuado, el barato manual de un guerrillero, comprado en una librería de viejo, que ningún suspicaz policía supo conocer y perseguir, que se quedó allí, latente, para que yo despertara el fuego prometido por sus páginas.
Arde el Pontiac.
Corro durante las primeras, oscuras calles, y luego camino, despacioso, abandono cada prueba en un lugar remoto y distinto: un lote baldío, la hojarasca de una casa en renta, la caja de una camioneta escolar. Me deshago de la regadera, la hilaza, un guante, otro.
Resoplo al cerrar la puerta de la casa, con la seguridad de que nadie me ha visto y no habrá testimonios que me infamen. Me aterra el sonido de sirenas, repentino como una pedrada, pero la ventana me asoma solamente a unos camiones de bomberos, no a un piquete de agentes desencajados en pos de mi cabeza.
Pongo la música más alta de lo debido y me festejo con unas botellas de cerveza, cinco o siete. Cuando estoy ebrio subo a la azotea y miro, más cerca de lo que pensé, la columna de humo. Ya no hay sirenas, sólo luces policiales. Constantino, espero que lloroso y conmovido, en bata, despeinado, dará a los policías su versión: Mire, oficial, paladeaba yo el mejor culo de Rumania cuando...
Brindo en su imaginaria dirección y pienso en los viajes que nunca hice ni haré, los libros que no podré pagarme, las mujeres a las que jamás dirigiré la palabra.
Ebrio, recito poemas cuando la humareda me corona.
Cuento a los vientos la historia de mi odio.
Hasta que amanece.
No: hasta que me canso y bajo.
Yo nací para millonaria pero se me torció el rumbo. Eso decía mi madre cuando se sentaba, cerca de fin de mes, a sacar las cuentas de las enormidades –es un decir– que se había gastado en autobuses y comida.
Se nos torció el rumbo, sin duda.
He vivido como si fuera hijo secreto de un rey, en espera de que...

Índice

  1. Portada
  2. ASÍ HABLABA CONSTANTINO
  3. LA VIDA PLEBEYA DE GABRIEL LYNCH
  4. LA CAÍDA DE CONSTANTINO
  5. CATECISMO PARA ESCLAVISTAS
  6. LA LUCHA CON EL ÁNGEL
  7. Créditos