Narrativas hispánicas
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Narrativas hispánicas

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Narrativas hispánicas

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Madrid, marzo de 1964: Marta se dirige a una manifestación de las recién creadas Comisiones Obreras del Metal en la sede de los Sindicatos Verticales. Va cargada de panfletos que expresan la solidaridad de los estudiantes universitarios con la lucha obrera. Un año más tarde, Ramón asiste a una sesión de la asamblea libre de estudiantes en Madrid y participa en la marcha encabezada por Aranguren, García Calvo, Montero Díaz y García Vercher. En el verano del 66 Carmenchu ve frustrado un viaje a China a causa de una tuberculosis. El estado de excepción posterior al atentado contra el inspector de la Brigada Político-Social Melitón Manzanas en agosto de 1968 retiene a Lola y Carmenchu en los calabozos del Gobierno Civil de San Sebastián durante un mes… Distanciados de la dirección del partido maoísta al que pertenecen, todos ellos deciden, junto a otros compañeros jóvenes y dogmáticos, constituirse en un grupo basado en los principios del marxismo-leninismo-pensamientomaotsétung, pero sin conexión alguna con el resto de partidos de la misma orientación, y con el objetivo inequívoco de combatir al Estado fascista, derrocarlo y seguir la lucha hasta conseguir el socialismo. Ellos, «el grupo», son los protagonistas de esta historia que va repasando los hechos más significativos del muy decisivo periodo de 1964 a 1974. Son relatos de esfuerzo, generosidad y arrojo, también de miedos y vacilaciones; fragmentos de vida que la autora acompaña de unos apéndices con documentación que permitirán al lector sumergirse de lleno en los últimos años de la dictadura franquista. Ana Puértolas no se limita a dar cuenta de las batallas libradas durante una época dura y despiadada, sino que hurga en las dudas, los conflictos y las perplejidades de unos muchachos entregados a una lucha arriesgada, forzados a la clandestinidad y abanderados de una ideología que va mostrando, en mayor o menor medida, su rostro más sombrío.

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Información

Año
2016
ISBN
9788433937162
Categoría
Literatura

1. MARZO DE 1964. MARTA

La cita era en el Teide, a las seis y media de la tarde. Había mucha claridad en las calles, estamos ya en marzo, se dijo Marta, y eso la tranquilizó. Le gustaba la luz, sobre todo la del cielo de Madrid que tanto le había asombrado cuando vino a estudiar a la capital. Un cielo despejado, una atmósfera quieta y un sol siempre cálido por mucho frío que hiciera, no como en Zamora, con ese viento gallego que desbarataba todo lo que pillaba. No era momento de pensar en el tiempo, estaba entrando en el Teide, y fue directa hacia Ramón y Carlos. Habían quedado un poco antes de la hora para esperar juntos a Guille, su contacto con la dirección de FUDE, pero apenas tuvieron tiempo de saludarse. Hola, cómo estáis, Guille se les acercó y sin darles ocasión de contestar (ni que importara eso, pura fórmula, ya se sabía), hola, seguidme, les condujo al interior de un dos caballos y les entregó una bolsa a cada uno. Habrá lío, tened cuidado, y ahora cada uno por su cuenta, ¡ah!, a las nueve aquí, y media hora más tarde la cita de seguridad en el Gijón. Marta metió el paquete dentro de su bolso, una enorme bandolera recién comprada, y suspiró tranquila, le cabían todos los panfletos, menos mal, así se evitaba ir con un bulto sospechoso a cuestas, además esos bolsos gigantescos de cuero eran moneda corriente y nadie podría sospechar qué llevaba dentro. Miró de reojo a Ramón y a Carlos, y sin despedirse se dirigió hacia Sindicatos por la acera del Teide. La primera parte de su misión estaba hecha, recoger la mercancía, la más fácil. Podía haber ocurrido que justo les hubiera visto un policía, todo era posible en ese Madrid pantanoso y esquivo. Pero no, había echado a andar y no veía nada raro detrás. Tampoco delante. Los polis debían de estar todos en el paseo del Prado. Bueno, tranquila, tenía tiempo de sobra, quizás lo mejor era entrar a tomar un café en algún sitio y no pasearse como tonta, cantaba la parrala. Ramón vio cómo se dirigía hacia el sur de la Castellana a buen ritmo, ni muy rápido ni muy lento, qué bien andaba, pensó, pasos largos y un cuerpo casi inmóvil sobre sus piernas, flotando. Marta sintió su mirada pero no quiso volver la vista atrás. No acababa de entender a Ramón, tampoco tenía por qué, eran compañeros de estudios y de militancia estudiantil, no había necesidad alguna de comprenderle. Redicho lo era un rato, un mal muy compartido, había tantos como él, siempre con sus citas a cuestas, pero había además algo decisivamente nefasto, le gustaba Neruda, Pablo Neruda, un autosatisfecho de mucho cuidado, el poeta que cantaba a las pequeñas cosas, el optimista crónico, no podía aguantarlo. Ella era vallejiana, con eso estaba dicho todo. César Vallejo, el cholo amargado frente al chileno encantado de haberse conocido, triunfador y coleccionista maniaco. Al llegar a Cibeles Marta se olvidó del café y decidió cruzar al otro lado de la Castellana, hacia Correos, el Ritz y el Prado, para situarse frente a Sindicatos, imposible pasar de largo, no fijarse en la contundente construcción de los años cuarenta. Pero cuando llegó a Felipe IV, se le ocurrió rodear el museo y entrar en la iglesia de los Jerónimos. Le encantaban las iglesias vacías, medio a oscuras, daba gusto sentarse en un banco y dejar volar la cabeza. Lo hizo. Notaba el peso de los panfletos en su bolso y sabía que se acercaba la hora. Tenía miedo, mucho miedo en realidad, pero qué le iba a hacer, se había comprometido y no había más que hablar. Con miedo o sin miedo sacaría los panfletos del bolso y los repartiría. Era su primera acción en la calle y estaba realmente asustada. Pero, asustada o no, tenía que hacerlo. Se trataba de una concentración convocada por Comisiones Obreras, nada menos que los del Metal, prometía ser sonada y había que estar allí, había que luchar contra el franquismo en todos los frentes, no sólo desde la universidad. Para eso militaba ella en FUDE, para acabar con la explotación, para que los trabajadores cobraran un sueldo justo y vivieran en casas de verdad, no en esos barrios de mierda, con calles sin asfaltar y edificios a medio hacer que había visto al llegar a Madrid. Un auténtica tropelía, y todo para que unos pocos, los de siempre, acumularan más y más riqueza. Por cierto, ¿qué decían los panfletos? Miró a su alrededor, no había nadie. Con disimulo sacó uno del bolso y leyó el encabezamiento: Los estudiantes apoyamos la lucha de la clase obrera. No siguió, le entraron, de pronto y a la vez, la angustia y las prisas, se había hecho tarde sin darse cuenta, mientras estaba allí sentada tan a gusto, en silencio, al margen del mundo, retrasando el momento del reparto y el miedo, con ganas de dejar todo aquel paquete en el confesionario que tenía al lado, pero imposible, en fin, salió de los Jerónimos y se dirigió a Sindicatos. Los jeeps de los grises estaban aparcados justo delante, embutidos entre los árboles, el paseo y los jardines, pero se coló entre ellos como si nada. Menos mal que me he puesto el abrigo beige y no la trenca azul marino, no es cosa de parecer una progre. Así, con ese abrigo, resplandecía la señorita que llevaba dentro, y ningún gris podría imaginarse que se dirigía a la convocatoria de Sindicatos. Ya en la acera, un montón de gente se agolpaba contra las enormes puertas de cristal del edificio intentando entrar, y otro buen montón parecía gritar desde dentro. Marta se había acercado a los de fuera, pegándose al grupo, y de repente sintió en todo el cuerpo una explosión que reventaba en medio de la multitud. No entendía qué ocurría, sólo se sentía incrustada entre las puertas y el gentío, zarandeada por todos lados, cuando de pronto comprendió que la causa del estruendo eran los cristales, una lluvia de cristales rotos que caían por todas partes. Las puertas se habían hecho trizas con la presión de la muchedumbre, y con los cristales estallaron los gritos: libertad sindical, libertad sindical. Marta temblaba de terror físico y del otro. Unas manos amigas la cogieron por debajo de los hombros y la levantaron por los aires, evitando que los vidrios rotos dieran en su cuerpo. Liberada de la aglomeración, salió pitando hacia el paseo, escapando de la debacle y diciéndose al mismo tiempo: ahora, ahora es el momento. Sacó los panfletos del bolso y empezó a repartirlos entre los que corrían junto a ella. Deprisa, Marta, deprisa, no te pares, sigue corriendo, entrega los papeles, tú sigue, sigue, repártelos todos, no te detengas, hasta que, mirando tan sólo a izquierda y derecha, fue a dar con los brazos de un gris plantado en sus mismas narices. No podía creérselo. Que te estés quieta, hijaputa, que estás detenida. Pero de dónde había salido ese poli. Ése y los demás, porque de pronto eran ya tres los que la rodeaban y la llevaban en volandas, prendida de los brazos, a uno de los jeeps que había visto hacía tan sólo unos minutos. Era ya noche cerrada, comprobó absurdamente mientras le ponían unas esposas y la empujaban a un hueco del banco lateral del furgón. Hola, dijo Marta, sin dar crédito a lo que le estaba sucediendo. Los otros detenidos eran tres hombres con pinta de obreros y mayores, pensó ella con sus diecinueve años recién cumplidos y su abrigo beige de pija. No podré ir al Teide, se le ocurrió a continuación, qué pensarán Ramón y Carlos, claro, si no les cogen a ellos; a mí por torpe, por no mirar por dónde ando, que cuando empezó la estampida no veía nada ni a nadie, una estúpida novata, me daría de cabezazos, cretina, inepta. Pero da igual, ya no hay remedio. ¿Le quedarían panfletos en el bolso? No podía comprobarlo con las manos esposadas. ¿Y mis padres?, ¿quién dirá a mis padres que estoy detenida? Igual ni se enteran allí lejos. No puedo pensar en eso ahora. Tranquilidad, sobre todo mucha tranquilidad, me han cogido y basta. A la primera. Jamás había tirado panfletos ni participado en una concentración en la calle, sólo en la facultad, y eso es diferente, ya lo sabía yo, sobre todo una concentración obrera, no tiene nada que ver, y encima con este abrigo que me distingue de lejos, la universitaria roja de todas las concentraciones, brillando como una farola, para ponérselo más fácil. Patosa, primeriza y pasmada, con la cabeza vacía tras el espanto de los cristales, el reparto a ciegas y a la carrera, directa a brazos de los grises.
Cuando el furgón estuvo lleno les llevaron directamente a la comisaría de la calle Fernanflor, junto a Las Cortes. De película, pensó Marta al entrar, una sala amplia dividida en dos por una barandilla de madera que a su vez marcaba dos alturas. Arriba, a la izquierda, detrás de la baranda y envueltas en el tufo denso de tabaco negro, se apretaban las mesas de los policías. Abajo, en la entrada, depositaron a los detenidos sobre un par de bancos desgastados. Marta era la única mujer. A ver, tú, ven aquí, le espetó sin muchos miramientos uno de los de arriba. Malencarado, chaparro, con la chaqueta arrugada, la corbata torcida y un cigarrillo entre los dedos, como en las películas, se reafirmó, ya nos dirás quién te ha engañado, puta comunista, a ver, dame ese bolso. Marta callaba como muerta. Aún están calientes tus panfletos de mierda, pero no vamos a echar contigo toda la noche, venga, nombre, dirección, carné de identidad, Antonio, tómale todos los datos, que ésta va directa a la central. Seguía sin creerse lo que le estaba pasando. ¿Cómo podía ser que ese policía fuera exactamente como los de la pantalla? Y ese escenario, ¿era auténtico? Las mesas abarrotadas de carpetas y papeles, las nubes de humo que parecían dibujadas ex profeso. Y para colmo los panfletos aquellos. Ni ella estaba allí ni esa comisaría estaba en Madrid ni la corbata de ese policía de pacotilla era real ni los panfletos habían estado nunca en su bandolera de cuero. Los dejaron esperando en los bancos mientras pasaban uno a uno por las mesas de arriba cuando les tomaban los datos en una máquina de escribir que hacía un ruido de los demonios. Era tarde ya, tan sólo quedaban el poli de mentira, que no paraba de dar zancadas entre las mesas y daba órdenes, el que se llamaba Antonio, y un tercero que, como el anterior, tomaba declaraciones maltratando a porrazos la máquina. Marta no podía dejar de mirar la barandilla aquella de madera, con una entrada lateral, los papeles amontonados, de entregarse a aquella confusión sorda donde retumbaban las teclas de las máquinas, las voces de los polis. Estaba aturdida y al mismo tiempo dominada por una paz inmensa y soporífera. Un auténtico despropósito. No hay nada que hacer, sólo esperar, eso lo tenía claro, pero le preocupaba el abandono en que se veía caer, un desmayo paralizante. Ya vería, de momento estaba insensible y pasmada, fijando la vista en los barrotes de la baranda, en el pasamanos, envuelta en la peste helada del tabaco. Por poco tiempo. De nuevo en el furgón, los condujeron a Sol, a la Dirección General de Seguridad. El coche aparcó en un patio interior y los detenidos fueron subiendo de uno en uno por unas escaleras estrechas. Marta se fijó en que recorrían varios pasillos, subían y bajaban escaleras, hasta que finalmente los repartieron por distintos despachos. A ella le tocó uno pequeño con una mesa al fondo y dos sillas en primer plano. Siéntate, le señaló un policía mientras leía un papel sin apenas mirarla. No tenía nada que ver con el que le había tocado en suerte en la comisaría de la calle Fernanflor. Con una chaqueta de punto gris y una corbata de rayas bien anudada, tenía el aspecto de cualquier amigo de su padre un domingo por la tarde. A ver si vamos rapidito. ¿Quién te dio esos panfletos? ¿Qué panfletos? No me hagas perder el tiempo, estos panfletos que llevas en tu bolso. No sé, me los debió meter alguien. ¿Qué hacías tú en Sindicatos? Yo venía del Museo del Prado y al ver aquel jaleo enfrente me acerqué a ver qué pasaba, enseguida un guardia me detuvo. El de la chaqueta gris se enfrascó de nuevo en la lectura del mismo papel de cuando ella entró. Aquello parecía no tener pies ni cabeza. Tras unos minutos de silencio, y como si tuviera relación con lo que acababa de leer, volvió a sus preguntas de antes, con desgana, preguntar por preguntar, así, por pura obligación, sin curiosidad alguna. Marta, por su parte, se limitó a negar toda evidencia sabiendo que no colaba, no podía hacer otra cosa, eso le había quedado claro, si os cogen no sabéis nada, no habéis hecho nada, no, no, no, siempre no, os tenéis que plantar en el no porque es la única oportunidad de salir bien librados si tenéis suerte. ¿Tendría suerte ella?, se dijo Marta. Se acordó de pronto del paquete de Rumbo corto que guardaba en el bolsillo derecho de su abrigo, era de Ramón y se lo había metido sin darse cuenta en la barra del Teide. Buen momento para sacarlo y hacer como que fumaba de toda la vida, cuando jamás de los jamases se había echado un cigarrillo al cuerpo, pero le consolaba hacerlo ahora, y evitar de paso las preguntas sobre ese paquete, ya eran demasiadas las cosas ajenas que le habían endosado esa noche. ¿Puedo fumar? Sí, desde luego, puedes fumar hasta ahogarte en humo. El poli de gris le dio fuego. En ese instante, por una puerta que Marta no había visto al entrar, casi detrás de donde estaba ella, apareció otro policía. Ése debía de ser el malo, porque, como el de la comisaría, apestaba a tabaco negro, tenía una cara enrojecida, una nariz en forma de pera, y encima se presentó con la camisa remangada y la corbata torcida como si viniera de descargar contenedores en el muelle. ¿Qué te ha dicho esa niña estúpida? Si se ve que es una imbécil. ¡Así que queriendo ayudar a los obreros! ¿Sabes tú lo que es un obrero? El humo del primer cigarrillo de su vida le raspó la garganta haciéndole toser con desespero. No te nos asfixies ahora, que luego dirán que hemos sido nosotros, como con Grimau, ya ves, en esta misma ventana. Le dio un sofoco como a ti, le abrimos la ventana para que respirara aire fresco y mira, se cayó al patio, ya es mala suerte, se hizo trizas la cabeza. Y luego que nosotros le empujamos, como si no tuviéramos otra cosa que hacer, empujar a todos los comunistas que pasan por aquí. Pero tú no eres comunista, niñata de mierda, a ti alguien te ha engañado y ahora mismo nos vas a decir quién ha sido. Marta chupaba su cigarrillo con fruición y a punto estuvo de quemarse los dedos. Tranquila, se volvió a repetir, tú como si nada, y siguió sin abrir los labios hasta que el primer poli hizo una llamada desde el teléfono y a los pocos minutos entró un gris. ¿Adónde me llevan, qué van a hacer conmigo?, le preguntó al de la chaqueta de punto. Tú a los calabozos, a ver si te vas a creer que no tenemos otra cosa en que ocuparnos, más de un camarada tuyo nos espera, a saber lo que nos cuenta, mañana seguimos contigo. Más pasillos, más y más escaleras, siempre hacia abajo, hasta llegar a un portalón enrejado. Detrás, un par de grises charlaban en el puesto de guardia. Os dejo a ésta. Vale, dame el bolso, a ver, el reloj, ¿cordones en los zapatos?, toma tu tabaco, ya nos pedirás lumbre, y ahora sígueme. Un tufazo a moho, bazofia rancia y humo concentrado de montañas de cigarrillos asaltó el estómago de Marta. A punto de echar el cocido del mediodía sobre el uniforme del guardia, hizo un esfuerzo y de mala manera siguió al del uniforme hasta llegar a una celda. Aquí tienes, para que no te quejes de frío. El gris le entregó algo parecido a una manta de color indefinido y cerró de un golpe seco la puerta metálica. Se fijó entonces en la luz amarillenta y vacilante de la bombilla que colgaba de un techo altísimo, estaba agotada, con las tripas hechas un enredo, se arrebujó en la manta sobre la esterilla del poyete de piedra y deseó con todas sus fuerzas dormir, desaparecer lo antes posible. ¿De qué camaradas le estarían hablando? ¿Habrían detenido a Ra...

Índice

  1. PORTADA
  2. 1. MARZO DE 1964. MARTA
  3. 2. MARZO DE 1965. RAMÓN
  4. 3. VERANO DE 1966. CARMENCHU
  5. 4. NOVIEMBRE DE 1966. MARTA
  6. 5. AGOSTO DE 1968. CARMENCHU
  7. 6. AGOSTO DE 1968. LOLA
  8. 7. 1969, ANTES Y DESPUÉS. MARTA
  9. 8. SEPTIEMBRE DE 1970. CARMENCHU
  10. 9. NOVIEMBRE DE 1970. PACO
  11. 10. MARZO DE 1971. MARTA Y ÁNGELA
  12. 11. PRIMAVERA DE 1972. MARTA
  13. 12. OTOÑO DE 1973. EL COMITÉ DE MADRID
  14. 13. ENERO DE 1974. LA CÉLULA DE COMERCIO
  15. 14. ENERO-MARZO DE 1974. CRIS
  16. 15. ABRIL DE 1974. CARMENCHU
  17. 16. DICIEMBRE DE 1974. MARTA
  18. AGRADECIMIENTOS
  19. CRÉDITOS