Panorama de narrativas
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Panorama de narrativas

  1. 192 páginas
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Panorama de narrativas

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Índice
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Información del libro

Un volumen de relatos cuyo hilo conductor es la bipolaridad, el desdoblamiento, el contraste, un juego infinito como infinito es el océano de la lengua. Unos relatos en los que el lector se encontrará con presencias sorprendentes: desde el fantasma de Scott Fitzgerald que aletea en el titulado «El pequeño Gatsby» hasta un travesti llamado Giosefine en homenaje a Joséphine Baker.

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Información

Año
2016
ISBN
9788433937469
Categoría
Literatura

El juego del revés

EL JUEGO DEL REVÉS

1
Cuando Maria do Carmo Meneses de Sequeira murió, yo estaba mirando Las Meninas de Velázquez en el Museo del Prado. Era un mediodía de julio y yo no sabía que ella se estaba muriendo. Me demoré contemplando el cuadro hasta las doce y cuarto, después me alejé lentamente procurando transportar en mi memoria la expresión de la figura del fondo, recuerdo que pensé en las palabras de Maria do Carmo: la clave del cuadro está en la figura del fondo, es un juego del revés; crucé los jardines y cogí un autobús hasta la Puerta del Sol, comí en el hotel, un gazpacho bien frío y fruta, y fui a acostarme para engañar el bochorno meridiano en la penumbra de mi habitación. Me despertó el teléfono a eso de las cinco, o tal vez no me despertó, me hallaba en un extraño duermevela, fuera zumbaba el tráfico de la ciudad y en la habitación zumbaba el aparato de aire acondicionado, que en mi conciencia era en cambio el motor de un pequeño remolcador azul que cruzaba el estuario del Tajo al atardecer, mientras Maria do Carmo y yo lo observábamos. Una llamada de Lisboa, me dijo la voz de la telefonista, después oí la pequeña descarga eléctrica del conmutador y una voz masculina, neutra y grave, me preguntó mi nombre y luego dijo: soy Nuno Meneses de Sequeira, Maria do Carmo ha muerto a mediodía, el entierro será mañana a las cinco de la tarde, le llamo por su expresa voluntad. El teléfono hizo clic y yo dije oiga, oiga. Han colgado, señor, dijo la telefonista, la comunicación se ha interrumpido. Cogí el Lusitania Exprés de medianoche. Tan sólo llevaba conmigo una pequeña maleta con lo estrictamente necesario y rogué al encargado que me dejara reservada la habitación durante dos días. La estación, a aquellas horas, estaba casi desierta. No había reservado litera y el jefe del tren me asignó un compartimento al final del convoy, donde había otro pasajero, un hombre corpulento que roncaba. Me preparé con resignación para una noche de insomnio, pero, en contra de lo previsto, hasta los alrededores de Talavera de la Reina dormí profundamente. Luego permanecí acostado, inmóvil y despierto, mirando por la ventanilla oscura el oscuro desierto de Extremadura. Tenía muchas horas para pensar en Maria do Carmo.
2
La Saudade, decía Maria do Carmo, no es una palabra, es una categoría del espíritu, sólo los portugueses son capaces de sentirla, porque poseen esa palabra para decir que la tienen, lo dijo un gran poeta. Y entonces empezaba a hablarme de Fernando Pessoa. Yo iba a buscarla a su casa de Rua das Chagas hacia las seis de la tarde, ella me esperaba detrás de la ventana, cuando me veía aparecer por Largo Camões abría el pesado portalón y bajábamos hacia el puerto deambulando por Rua dos Fanqueiros y Rua dos Douradores, sigamos un itinerario fernandino, decía ella, éstos eran los lugares predilectos de Bernardo Soares, contable auxiliar en la ciudad de Lisboa, semiheterónimo por definición, era aquí donde ideaba su metafísica, en estos locales de barberos. A esas horas, la Baixa estaba atestada de gente presurosa y vocinglera, las oficinas de las compañías de navegación y de las empresas comerciales echaban el cierre, en las paradas de los tranvías se formaban largas colas, se oían los gritos con los que los limpiabotas y los vendedores callejeros de periódicos intentaban atraer la atención. Nos adentrábamos en el ajetreo de Rua da Prata, cruzábamos Rua da Conceição y bajábamos hacia Terreiro do Paço, blanco y melancólico, donde los primeros transbordadores, atestados de gente que volvía a su casa, zarpaban hacia la otra orilla del Tajo. Ésta es ya una zona de Álvaro de Campos, decía Maria do Carmo, en pocas calles hemos pasado de un heterónimo a otro.
A esas horas, la luz de Lisboa era blanca hacia el estuario y rosada sobre las colinas, los edificios dieciochescos parecían una oleografía y el Tajo estaba surcado por una infinidad de embarcaciones. Avanzábamos hacia los primeros muelles, esos muelles a los que Álvaro de Campos iba a esperar a nadie, como decía Maria do Carmo, y ella recitaba algunos versos de la «Oda marítima», el pasaje en que el pequeño paquebote dibuja su silueta en el horizonte y Campos siente un volante que empieza a rodar dentro de su pecho. El crepúsculo estaba cayendo sobre la ciudad, se encendían las primeras luces, el Tajo relucía con reflejos tornasolados, en los ojos de Maria do Carmo brillaba una gran melancolía. Tal vez seas demasiado joven para entenderlo, a tu edad yo no lo habría entendido, nunca me hubiera imaginado que la vida era como un juego al que jugaba en mi infancia de Buenos Aires. Pessoa es un genio porque supo comprender el otro lado de las cosas, de lo real y de lo imaginado, su poesía es un juego del revés.1
3
El tren estaba parado, por la ventanilla se veían las luces de la pequeña localidad fronteriza, mi compañero de viaje tenía el rostro sorprendido y descompuesto de quien acaba de despertarse de repente a causa de la luz, el policía hojeó atentamente mi pasaporte, viene a menudo a nuestro país, dijo, ¿qué hay por aquí que tanto le interesa? La poesía barroca, contesté. ¿Cómo dice?, murmuró. Una señora, dije yo, una señora con un nombre un poco raro, Violante do Céu. ¿Muy guapa?, preguntó él con malicia. Supongo, dije yo, murió hace tres siglos y vivió siempre en un convento, era monja. Él meneó la cabeza y se atusó el bigote con aire socarrón, me puso el visado y me tendió el pasaporte. Los italianos siempre tan bromistas, dijo, ¿le gusta Totó? Muchísimo, dije yo, ¿y a usted? He visto todas sus películas, dijo él, me gusta más que Alberto Sordi.
El nuestro era el último compartimento que quedaba por controlar. La puerta se cerró con un golpe seco. Al cabo de unos segundos alguien hizo oscilar un farol en el andén y el tren se puso en marcha. Las luces se apagaron de nuevo, quedó tan sólo una bombilla azulada, era noche cerrada, estaba entrando en Portugal como tantas otras veces en mi vida, Maria do Carmo había muerto, notaba una sensación extraña, como si estuviese contemplando desde lo alto a otro yo mismo que en una noche de julio, dentro de un compartimento de un tren casi a oscuras, estuviera entrando en un país extranjero para ir a ver a una mujer a la que conocía bien y que había muerto. Era una sensación desconocida hasta entonces y se me ocurrió pensar que tenía algo que ver con el revés.
4
El juego consistía en lo siguiente, decía Maria do Carmo, nos poníamos en círculo, cuatro o cinco niños, lo echábamos a pito pito gorgorito y a quien le tocaba se ponía en el centro, escogía a quien quisiera y le lanzaba una palabra, una cualquiera, por ejemplo mariposa, y éste debía pronunciarla enseguida al revés, pero sin pensárselo, porque el otro contaba uno dos tres cuatro cinco, y al llegar a cinco ya había ganado, pero si conseguías decir a tiempo asopiram, entonces eras tú el rey del juego, te colocabas en el centro del corro y lanzabas tu palabra a quien tú quisieras.
Mientras subíamos hacia la ciudad, Maria do Carmo me contaba su infancia bonaerense de hija de exiliados, me imaginaba un patio de arrabal repleto de niños, fiestas melancólicas y pobres, estaba lleno de italianos, decía, mi padre tenía un viejo gramófono de bocina, se había traído de Portugal algunos discos de fados, era el treinta y nueve, la radio decía que los franquistas habían tomado Madrid, él lloraba y ponía sus discos, es así como lo recuerdo en sus últimos meses, sentado en un sillón en pijama mientras lloraba en silencio escuchando los fados de Hilário y de Tomás Alcaide, yo me iba corriendo al patio a jugar al juego del revés.
Se había hecho de noche. Terreiro do Paço estaba casi desierto, el caballero de bronce, verde por el salitre, parecía absurdo, vámonos a comer algo a Alfama, decía Maria do Carmo, arroz de cabidela, por ejemplo, es un plato sefardí, los judíos no retorcían el cuello a las gallinas, les cortaban la cabeza y cocían el arroz con la sangre, conozco una taberna donde lo hacen como en ningún sitio, en cinco minutos estaremos allí. Pasaba, lento y traqueteando, un tranvía amarillo repleto de rostros cansados. Sé en lo que estás pensando, decía ella, por qué me he casado con mi marido, por qué vivo en esa casona absurda, por qué estoy aquí jugando a las condesas, cuando él llegó a Buenos Aires era un oficial elegante y amable, yo era una chiquilla melancólica y pobre, ya no podía soportar la vista de aquel patio desde mi ventana, y él me sacó de aquella vida grisácea, de una casa con lámparas de escasas velas y la radio encendida a la hora de la cena, no puedo dejarle, a pesar de todo, no puedo olvidar.
5
Mi compañero de viaje me preguntó si podía tener el placer de invitarme a tomar un café. Era un español ceremonioso y jovial que cubría con frecuencia ese trayecto. En el vagón restaurante conversamos afablemente, intercambiando impresiones pormenorizadas y formales, llenas de lugares comunes. Los portugueses tienen un buen café, dijo, pero no parece que les sirva de mucho, hay que ver lo melancólicos que son, les falta salero, ¿no cree usted? Le dije que tal vez lo hubieran sustituido con la saudade, él se mostró de acuerdo, pero prefería el salero. Vida no hay más que una, dijo, hay que saber vivirla, señor mío. No quise preguntarle cómo lo hacía en su caso, y hablamos de otra cosa, de deportes creo, a él le encantaba el esquí, la montaña, y desde este punto de vista en Portugal no había absolutamente nada que hacer. Objeté que también allí había montañas, oh, sí, la Serra da Estrela, exclamó, un simulacro de montaña, para llegar hasta los dos mil metros han tenido que plantar una antena. Es un país marítimo, dije yo, un país de gente que se lanzó al océano, que ha dado al mundo locos decorosos y corteses, esclavistas y poetas enfermos de lontananzas. A propósito, preguntó, ¿cómo se llamaba esa poetisa que ha mencionado esta noche? Soror Violante do Céu, dije, en español también tendría un nombre espléndido, Madre Violante del Cielo, es una gran poetisa barroca, se pasó la vida sublimando su deseo por un mundo al que había renunciado. No será mejor que Góngora, preguntó con cierto aire de preocupación. Distinta, dije yo, con menos salero y más saudade, naturalmente.
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El arroz de cabidela tenía un sabor refinadísimo y un aspecto repugnante, nos lo sirvieron en una enorme fuente de barro con una cuchara de madera, la sangre y el vino hervidos formaban una salsa espesa y parda, las mesas eran de mármol, entre una hilera de barriles y una barra de cinc dominada por la corpulencia del señor Tavares, a medianoche aparecía un cantante de fados de aspecto macilento acompañado por un viejecito con una viola y por un atildado señor con una guitarra, cantaba antiguos fados mortecinos y lánguidos, el señor Tavares apagaba las luces y encendía las velas sobre las repisas, los clientes de paso ya se habían marchado, sólo quedaban los más asiduos, el local se llenaba de humo, con cada final había un aplauso discreto y solemne, algunas voces pedían «Amor é agua que corre», «Travessa da Palma», Maria do Carmo estaba pálida, o tal vez fuera la luz de las velas, o tal vez hubiera bebido demasiado, su mirada permanecía inmóvil y en sus pupilas, enormes, bailaba la luz de las velas, me parecía más hermosa que de costumbre, se encendía un cigarrillo con aire de embeleso, ya está bien, decía, vámonos de aquí, saudade sí pero a pequeñas dosis, no sea que nos indigestemos, la Alfama estaba casi desierta, nos deteníamos en el mirador de Santa Luzia, había una tupida pérgola de buganvillas, apoyados en el antepecho contemplábamos las luces del Tajo, Maria do Carmo recitaba «Lisbon revisited» de Álvaro de Campos, un poema en el que una persona se asoma a la misma ventana de su infancia, pero ya no es la misma persona y tampoco es la misma ventana, porque el tiempo cambia a los hombres y las cosas, íbamos bajando hacia mi hotel, ella me cogía de la mano y me decía: escucha, quién sabe qué somos, quién sabe dónde estamos, quién sabe por qué estamos ahí, escucha, vivamos esta vida como si fuese un revés, esta noche, por ejemplo, piensa que eres yo y que te estrechas entre tus brazos, yo pensaré que soy tú y que me estrecho a mí misma entre mis brazos.
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De todas formas no es que a mí me guste mucho Góngora, dijo mi compañero de viaje, no lo entiendo bien, me hace falta un diccionario, y además no me atrae mucho la poesía, prefiero el cuento, por ejemplo Blasco Ibáñez, ¿le gusta Blasco Ibáñez? Moderadamente, dije yo, tal vez no sea mi estilo. Pues, entonces, ¿quién?, ¿Pérez Galdós quizá? Eso sí, mucho mejor, desde luego, dije yo.
El camarero nos sirvió el café en una bandeja reluciente, tenía una cara soñolienta, estoy haciendo una excepción con los señores porque éstas no son horas para el vagón restaurante, son veinte escudos. A pesar de todo, estos portugueses son amables, dijo mi compañero de viaje. Por qué a pesar de todo, dije yo, son amables, seamos justos.
Estábamos cruzando una zona de astilleros fluviales y de fábricas, aún sin la claridad del día. Quieren adaptarse a la hora de Greenwich, pero en realidad para el sol es una hora menos, y además ¿ha visto alguna vez una corrida portuguesa?, no llegan a matar al toro, sabe usted, el torero baila a su alrededor durante media hora y luego al final hace un gesto simbólico con el brazo recto como una espada, entra una manada de vacas con cencerros, el toro se agrega al rebaño y todos a casa, olé, si a usted eso le parece torear. Tal vez sea más elegante, dije yo, para matar a alguien no siempre hace falta darle muerte, a veces basta un gesto. Qué va, dijo él, el duelo entre el hombre y el toro tiene que ser mortal, pues si no sería una pantomima ridícula. Pero todas las ceremonias son una estilización, objeté, ésta mantiene sólo el envoltorio, el gesto, me parece más noble, más abstracta. Mi compañero de viaje pareció reflexionar. Puede que sí, dijo sin mucha convicción, ah, mire, ya estamos en las afueras de Lisboa, será mejor que volvamos al compartimento a preparar las maletas.
8
El asunto es bastante delicado, casi no nos atrevíamos a pedírtelo, lo hemos estado discutiendo, puede llegar a presentar inconvenientes, quiero decir que, como mucho, puede ocurrir que te denieguen el visado de entrada en la frontera, verás, no queremos ocultarte nada, antes era Jorge quien nos servía de correo, era el único que tenía un pasaporte de la FAO, ya sabes que ahora está en Winnipeg, da clases en una universidad canadiense, no hemos encontrado aún la forma de reemplazarlo.
Las nueve de la noche, piazza Navona, en un banco. Me lo quedé mirando, con una expresión perpleja en la cara tal vez, no sabía qué pensar, me sentía algo violento, incómodo, como cuando estás hablando con alguien a quien conoces desde hace tiempo y un día te revela algo que no te esperabas.
No es que queramos involucrarte, sería por esta vez y nada más, créeme que sentimos muchísimo tener que pedírtelo, aunque nos digas que no nuestra amistad por ti no cambiará, ya lo sabes, bueno, piénsatelo, no pretendemos una respuesta de inmediato, sólo queremos que sepas que nos echarías una mano.
Fuimos a tomar un helado a una cafetería de la plaza, elegimos una mesita de la terraza, alejados de la gente. Francisco tenía una expresión tensa, tal vez se sintiera violento él también, sabía que se trataba de algo que, incluso aunque me negara, yo no podría olvidar como si nada, eso es, tal vez precisamente lo que le daba miedo eran mis posibles remordimientos. Nos tomamos dos granizados de café. Permanecimos en silencio largo rato, sorbiendo lentamente nuestras bebidas heladas. Son cinco cartas, dijo Francisco, y cierta cantidad de dinero para las familias de dos escritores que fueron detenidos el mes pasado. Me dijo los nombres y esperó a que hablase. Yo no añadí nada y bebí un poco de agua. No creo que sea necesario decirte que es dinero limpio, es la manifestación de solidaridad de tres partidos democráticos italianos a los que hemos pedido ayuda, si lo estimas oportuno puedo concertarte un encuentro con los representantes de los partidos en cuestión, podrán confirmártelo. Dije que no lo consideraba oportuno, pagamos, empezamos a pasear por la plaza. De acuerdo, dije, me voy dentro de tres días. Me dio un apretón de manos rápido y enérgico, agradeciéndomelo, y ahora no te olvides de lo que tienes que hacer, es de lo más sencillo, me escribió un número en una hojita de papel, cuando llegues a Lisboa llama a este número, si te contesta una voz masculina cuelga, insiste hasta que te conteste una voz de mujer, entonces debes decir: ha salido una nueva traducción de Fernando Pessoa. Te dirá cómo veros, ella es nuestro enlace entre los exiliados que viven en Roma y las familias que se han quedado en el país.
9
Todo resultó facilísimo, tal como había previsto Francisco. En la frontera ni siquiera me hicieron abrir las maletas. En Lisboa me alojé en un hotelito del centro, detrás del teatro de la Trinidade, a dos pasos de la Biblioteca Nacional, que tenía un portero del Algarve cordial y parlanchín. En mi primer intento una voz de mujer contestó a mi llamada y yo dije: buenas tardes, soy un italiano, me gustaría informarle de que ha salido una nueva traducción de Fernando Pessoa, quizá pueda interesarle. Nos vemos dentro de media hora en la librería Bertrand, me contestó, en la sala de las revistas, yo rondo los cuarenta, tengo el pelo oscuro y llevo un vestido amarillo.
10
Nuno Meneses de Sequeira me recibió a las dos de la tarde. Cuando llamé por la mañana me contestó un criado, el señor conde ahora está descansando, esta mañana no podrá recibirle, pásese a las dos de la tarde. Pero ¿dónde están los restos de la señora? No sé bien qué decirle, señor, discúlpeme, venga a las dos de la tarde, haga el favor. Cogí una habitación en mi hotelito de siempre detrás del teatro de la Trinidade, me di una ducha y me cambié de ropa. Hacía tiempo que no le veíamos por aquí, me dijo el portero del Algarve, siempre tan cordial. Cinco meses, desde finales de febrero, dije. ¿Y qué tal el trabajo?, preguntó él, ¿otra vez de bibliotecas? Ése parece mi sino, contesté.
Largo Camões estaba inundado por el sol, en la placita había unas palomas posadas sobre la cabeza del poeta, algún jubilado sentado en los bancos, viejecitos dignos y tristes, un soldado y una criada, la melancolía del domingo. Rua das Chagas estaba desierta, y apenas pasaba algún esporádico taxi vacío, la brisa marina no bastaba para aliviar el bochorno denso y húmedo. Buscando un poco de fresco entré en un café, solitario y sucio, en el techo zumbaban inútilmente las aspas de un enorme ventilador, el dueño dormitaba detrás del mostrador, pedí un sumo helado, él espantó las moscas con un trapo y abrió cansinamente la nevera. No había comido y no tenía hambre. Me senté en una mesa y encendí un cigarrillo, esperando que llegara la hora.
11
Nuno Meneses de Sequeira me recibió en un salón barroco con muchos estucos en el techo y dos grandes tapices roídos en las paredes. Iba vestido de negro, tenía la cara reluciente, su cráneo calvo resplandecía, estaba sentado en un sillón de terciopelo carmesí, cuando entré se puso de pie, hizo una imperceptible inclinación con la cabeza y me invitó a sentarme en un sofacito bajo la ventana. Los postigos estaban cerrados y en la habitación flotaba un intenso olor a tapicería vieja. ¿Cómo murió?, pregu...

Índice

  1. Portada
  2. Nota del traductor
  3. Prólogo a la segunda edición italiana (1988)
  4. El juego del revés
  5. Dos relatos sin domicilio fijo (1981-1985)
  6. Un cuento recuperado (1986)
  7. Créditos
  8. Notas