Narrativas hispánicas
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Narrativas hispánicas

  1. 280 páginas
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Narrativas hispánicas

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El amor del revés es la autobiografía sentimental de un muchacho que, al llegar a la adolescencia, descubre que su corazón está podrido por una enfermedad maligna: la homosexualidad: «En 1977, a los quince años de edad, cuando tuve la certeza definitiva de que era homosexual, me juré a mí mismo, aterrado, que nadie lo sabría nunca. Como la de Scarlett O?Hara en Lo que el viento sellevó, fue una promesa solemne. En 2006, sin embargo, me casé con un hombre en una ceremonia civil ante ciento cincuenta invitados, entre los que estaban mis amigos de la infancia, mis compañeros de estudios, mis colegas de trabajo y toda mi familia. En esos veintinueve años que habían transcurrido entre una fecha y otra, yo había sufrido una metamorfosis inversa a la de Gregorio Samsa: había dejado de ser una cucaracha y me había ido convirtiendo poco a poco en un ser humano.» El amor del revés es la historia de un camino de perfección que trata de poner al descubierto, sin clichés y sin moralismos, la intimidad desnuda de alguien que de repente se siente apartado de las normas sociales y trata de sobrevivir entre ellas. El autor cuenta su propia vida con una sinceridad a veces hiriente: el descubrimiento de su condición sexual, los primeros amores juveniles, los problemas psicológicos derivados de su inadaptación, la terapia conductual que realizó para cambiar sus inclinaciones enfermas, la exploración del sexo, las primeras relaciones afectivas, los contactos con el mundo gay y el descubrimiento progresivo y tardío de la felicidad, «el valor exacto de la ternura». Es también el retrato de una sociedad infectada por la intolerancia y por el prejuicio, que busca enfermedades imaginarias para marcar su propio territorio moral. Hasta ahora Luisgé Martín había ido filtrando detalles de su biografía en sus novelas. En este libro convierte en objeto de la narración su propia vida, ejemplar en el sentido clásico del término: sirve para vislumbrar a través de ella las debilidades y las grandezas de la naturaleza humana; sus miserias, sus ambiciones y sus logros. El resultado de su empeño es una obra de una franqueza arrolladora y una calidad literaria excepcional que rememora décadas de máscaras, tanteos y exploraciones, en un trayecto primero doloroso y después liberador hacia el conocimiento de uno mismo. Un retrato íntimo y sin velos, una portentosa contribución a la literatura autobiográfica.

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Información

Año
2016
ISBN
9788433928122
Categoría
Literature

V. EL CABALLERO DE LA TABLA REDONDA

En el gabinete de psicólogos me dieron de alta pocos meses después. Aseguraron, aprovechando mis propios testimonios, que ya habían hecho por mí todo lo que podían hacer: me atraían las chicas y había adquirido unas habilidades sociales suficientes para conseguir que mi sexualidad cristalizara. Ni una cosa ni otra eran ciertas, pero yo, aguijado por mis urgencias, me había hecho creer a mí mismo que la transformación estaba consumada y que su cumplimiento real sería una cuestión de tiempo.
Tardé más de un año en reconocer el fracaso, en aceptar definitivamente que en mi futuro, venturoso o desconsolado, no habría ninguna mujer. Aquella fantasía sólo se mantuvo mientras la intensidad del tratamiento la avivaba. Las llagas del amor de Jesús, además, me forzaban a buscar un remedio, y en aquellos tiempos me resultaba más fácil imaginar una curación clínica que un amor homosexual distinto a aquél.
No recuerdo con demasiada precisión qué ocurrió en aquellos meses. En diciembre de 1983 escribí la última anotación de mi diario, en la que repasaba las ilusiones y los desengaños y en la que hacía un recuento pesimista del porvenir: «Pienso cada vez con más fuerza que la vida es una mierda y que no merece la pena vivirla. Estoy perdiendo casi todo, y lo que he ganado –poco– está como siempre incompleto. Creo que no volveré a enamorarme nunca, y tal vez deba alegrarme de ello, porque de ese modo no habrá más heridas. Llegará tarde o temprano la muerte y moriré solo, sin nadie que apriete mi mano en el último momento.»
Esa modulación melodramática y redicha se completaba con un lirismo romántico de mala ralea. Citaba los versos célebres de William Wordsworth y hacía con ellos elaboraciones existencialistas:
Pues aun cuando el resplandor tan encendido antaño
se aparte definitivamente de mis ojos,
aunque nada pueda devolverme las horas
del esplendor en la hierba, de la gloria en las flores,
la belleza permanecerá en el recuerdo.
¿Cuáles eran las horas del esplendor en la hierba y de la gloria en las flores? ¿Dónde estaba el resplandor tan encendido antaño? ¿Qué belleza habría de permanecer en mi recuerdo?
Me sentía tan desheredado y tan menesteroso que soñaba con esas paradojas: perder sin haber tenido, añorar lo que nunca existió. Una de las canciones que escuchaba obsesivamente en aquellos tiempos era «Ne me quitte pas», de Jacques Brel, y lo hacía encarnándola en mí, poniendo a su servicio la biografía de mi propio corazón. El deseo de vivir una historia de amor real era tan grande que estaba dispuesto a aceptar simplemente sus cenizas: ser abandonado, suplicar a mi amante que me dejara ser la sombra de su sombra: «l’ombre de ton ombre, l’ombre de ta main, l’ombre de ton chien».
Ese amante fantasmal siguió siendo durante mucho tiempo Jesús. Mantuvimos una relación fría, desafiante, que a mí me irritaba cada vez más pero que no me atrevía a romper. Nunca hablábamos cara a cara, pero en algunas ocasiones nos escribíamos cartas grandilocuentes y llenas de mentiras. Él tuvo varias novias, con las que no llegó a acostarse jamás, y yo, que seguía enamorado de él, confiaba todavía en que al olvidarle podría encontrar ya sin rémoras una chica con la que compartir mi vida.
El luto sentimental fue largo y zigzagueante. Yo seguía haciendo con desgana mis ejercicios conductistas y me masturbaba pensando en figuras parecidas a Frankenstein: senos, muslos y pies de mujer; ojos y manos de hombre, vergas. Pero los grandes esfuerzos de la voluntad pueden sostenerse sólo durante un periodo de tiempo exiguo. Comencé poco a poco a flaquear. El onanismo es el único placer que, por solitario, no puede admitir reglas ni condiciones. No puede transigir con conveniencias. Su único sentido es la delicia, el encantamiento, y yo, con esas ordenanzas taxativas, lo practicaba contra natura, afilando más el cilicio que la complacencia. La disciplina, de ese modo, fue templándose: los senos se hicieron cada vez más pequeños y musculosos, los muslos se volvieron velludos y los pies se agrandaron. Las costuras del frankenstein desaparecieron.
Durante ese periodo de penitencia –que duró muchos meses– no volví a los urinarios ni hice nada que comprometiera mi pureza. Seguí comprando revistas pornográficas sodomitas para poder mirarlas mientras escuchaba músicas estridentes y me provocaba tormentos en el cuerpo. No conocí a ningún homosexual. Llevé una vida cartujana, llena de espiritualidad sublime. Leía libros eminentes, educaba mi pensamiento filosófico y acudía a todas las ramas del saber en busca de la prudencia y la armonía que necesitaba.
Fue en aquellos meses cuando comprendí que no estaba enfermo, que la homosexualidad era tal vez una carga de Dios, como las que llevaron Noé o Job, pero no una peste. Aprendí, con cierta beatería, a darme cuenta de que la mayoría de mis sentimientos eran bondadosos y de que si había una salvación, por lo tanto, yo la tendría.
La sabiduría nunca enmienda las pasiones. La inteligencia no remedia la idolatría o el fanatismo. Lo que se ha cultivado durante los años de formación –las ideas irracionales, las angustias subconscientes, los temores a las cosas que no existen– no se borra ya jamás del temperamento. La religión, por ejemplo, perdura siempre: los que se criaron como católicos sienten culpa e irresponsabilidad durante toda su vida, aunque apostaten o se conviertan al budismo; los que fueron educados en el protestantismo guardan el sentido del deber y la severidad del alma sean cuales sean las mudanzas de su fe. Los sentimientos de la infancia –igual que la religión, las supersticiones o la ideología familiar– se adhieren a alguna víscera oscura y quedan guiando el pulso del pensamiento incluso cuando creemos que fueron olvidados o refutados por otros más razonables. La infancia es la verdadera patria del hombre, como decía Rilke, pero es también su cárcel.
Hoy, cuarenta años después de descubrir en mí esa naturaleza de insecto, sigo teniendo en alguna parte de mi esqueleto, en las junturas de los huesos, en el espinazo o en el tejido de la médula, las manchas de la vergüenza. Ya no guardo el secreto, sino que, al contrario, hago alarde de él –me muestro casi con exhibicionismo en cualquier ámbito, escribo artículos en los periódicos hablando de la discriminación, compongo estas memorias sodomitas–, pero en el fondo de mi conciencia pervive sin duda algún rastro de aquellos años: los prejuicios, el sentimiento de inferioridad, el peso inofensivo del fracaso.
En aquellos meses, por lo tanto, comprendí que no estaba enfermo, pero no dejé nunca de sentir que lo estaba.
Hay un episodio excepcional, absurdo, que revela el comportamiento descomedido que me guiaba en esos años. En la facultad había conocido, durante el segundo curso, a Carlos, que tenía una visión del mundo muy parecida a la mía y que acabaría siendo uno de los grandes amigos de mi vida. Compartíamos unos orígenes familiares humildes e intentábamos desclasarnos a través de la cultura. Hablábamos de libros –que intercambiábamos–, de movimientos artísticos y de metafísica. En el verano del tercer curso hicimos juntos un viaje a la costa cantábrica, desde San Sebastián hasta el occidente de Asturias (el mismo viaje que yo había planeado hacer con Jesús un año antes), lo que nos permitió confirmar que la fraternidad que sentíamos el uno hacia el otro no era pasajera. Durante ese viaje no le conté la historia de mi vida, pero tomé la decisión de hacerlo en cuanto reuniera el valor suficiente.
Íbamos juntos al cine muchas veces, y ese verano de 1983, al regreso del Cantábrico, la Filmoteca había programado un ciclo monumental que se llamaba «Las 100 mejores películas de la Historia del Cine». Una tarde quedamos para ver Los cuatrocientos golpes o Jules et Jim (una de Truffaut, en todo caso). Yo no había elegido ese día para mi confesión, pero el debate suscitado por la película o la intimidad que se creó entre nosotros mientras caminábamos conversando a la salida, me decidieron de improviso a dar el paso. Entramos en una hamburguesería de la Puerta del Sol, nos sentamos en una mesa de la planta de arriba y, al hilo de lo que veníamos hablando –sobre el abandono de la infancia de Antoine Doinel o sobre la fría pasión amorosa de Jules y de Jim–, le anuncié que tenía que hacerle una revelación muy importante.
–Soy homosexual –dije con las manos temblorosas. Y añadí cómicamente–: Ahora hazme todas las preguntas que necesites hacerme.
Carlos, a diferencia de Manuel, reaccionó como yo deseaba: comprendió mi angustia y trató de actuar conforme a ella. Recuerdo bien su rostro cabizbajo y afligido, empeñado además en encontrar preguntas que no fueran banales o inconvenientes. Yo permanecí, como acostumbraba, mostrando sin disimulo mi hiperestesia, rasgándome figuradamente todas las vestiduras y derramando –en este caso sin simbolismo– las lágrimas que la ocasión merecía.
Al cabo de un rato nos quedamos callados. Yo, con los ojos enrojecidos; él, con la mirada perdida, sin acertar ya a decirme nada que me sacara de mi ensimismamiento. Habíamos terminado la hamburguesa, sólo quedaban restos de comida, y probablemente yo fumaba un cigarrillo tras otro. Entonces, de repente, con esa extraña naturalidad que otorga el sufrimiento a los gestos extravagantes, me levanté de la mesa y le pedí que me esperara. Salí del restaurante y comencé a caminar por Madrid exagerando mi desconsuelo. En esas ocasiones sólo me salvaban el exceso, el fingimiento romántico, los aspavientos.
Recorrí la calle Preciados, llena de gente, y entré en la cafetería Zahara de la Gran Vía, que en su primer piso tenía varias cabinas telefónicas discretas e insonorizadas. Me metí en una de ellas y llamé a Ángeles. Era en aquellas semanas cuando la había conocido y cuando estaba reuniendo coraje para quedar con ella a solas y declararle mi amor. Probablemente la exposición radiactiva a la homosexualidad que había sufrido durante mi confesión a Carlos me había empujado de nuevo, reactivamente, a buscar el paraíso de la normalidad, a soñar con un matrimonio feliz y sereno.
No recuerdo de qué hablé con Ángeles. Fue una conversación breve e insignificante, seguramente llena de silencios. Quizá le hablé de Truffaut para intentar impresionarla. Quizás hablamos del calor del verano en Madrid, de los días que faltaban para regresar a la vida corriente. Luego colgué, reconfortado, y volví despacio, por el mismo camino, a la hamburguesería. Habían pasado treinta minutos, tal vez algo más. Carlos estaba allí, inmóvil, esperándome con mansedumbre. Le dije que me encontraba mejor, que la angustia me había desaparecido. Salimos de allí y nos fuimos a casa.
La palabra «angustia» tiene su origen en el término latino angustiae, que significa «estrechez, angostura». Según la definición clínica es un estado afectivo, pero en realidad, como indica su etimología, describe una circunstancia física: el estrechamiento de los órganos internos del cuerpo, la compresión de las entrañas hasta que se produce el dolor. Los que se enferman no son los afectos –esos humores gaseosos–, sino el esternón, la clavícula, las costillas que protegen al corazón. Incluso las vértebras. Hay un quebranto corporal orgánico, de las células, de las moléculas. Hay una afección que podría verse en el microscopio o en el análisis sanguíneo.
El alcoholismo o la adicción a las drogas me han parecido, en algunos momentos de mi vida, hábitos curativos, medicinales. Nunca he consumido estupefacientes de ningún tipo –por miedo, no por puritanismo– ni he corrido el riesgo real de la dipsomanía, pues la parte digestiva de mi organismo se indisponía antes de que el alcohol se apoderara totalmente de la sangre. Durante una época, sin embargo, sí bebía lo suficiente como para curar esa angustia que me había ido creciendo en alguna membrana, en los alveolos pulmonares, en las terminaciones nerviosas. Bebía dos gin-tónics y comenzaba a respirar con mayor fluidez. El tercero me permitía recobrar un cierto dominio de mi pensamiento, separarme de las obsesiones y concebir el futuro animosamente. A veces me llevaba a la euforia, sobre todo si estaba en alguna discoteca con música de mi gusto, y me ponía entonces a bailar o a tener de nuevo sueños prodigiosos. Era un estado muy fugaz –si seguía bebiendo mucho, lo destruía el malestar; si no volvía a beber, se evaporaba en la nada–, pero mientras permanecía en él no había dolor ni tribulaciones.
Durante la mayor parte de mi vida he creído que lo único sensato que se puede hacer es huir de ella, de la propia vida: enajenarse. No por nihilismo, sino por mero cálculo biológico. Siempre he tenido el convencimiento de que vivir es, incluso para los seres felices, un error formidable. Una enfermedad crónica que debe ser medicada con sustancias químicas en sus fases más agudas. La ginebra, la marihuana y la penicilina son fármacos.
En algún momento que no recuerdo con precisión –o en el que no hubo precisión que pudiera recordarse– comencé a abandonar los sueños de cambio y me resigné a seguir siendo Cenicienta, a llevar una vida triste entre escarnios y urinarios. Dejé de comprar revistas eróticas en las que aparecieran mujeres y de mirar las fotografías pornográficas masculinas escuchando ruidos desagradables o música estrepitosa. Me masturbaba mirando pechos musculosos y vergas en erección. Sentía una culpa que no podía ser expiada de ninguna forma, pero poco a poco había llegado a comprender que tendría que cargar con ella durante el resto de mi vida.
Un día, en los primeros meses de 1984, a los veintidós años de edad, decidí responder a un anuncio por palabras de una de esas revistas homosexuales que compraba furtivamente en quioscos solitarios y apartados. No recuerdo tampoco cuál era el anuncio ni si obtuve respuesta a mi carta. El sistema de comunicación, como he explicado, era aparatoso. Yo mandaba una carta a la redacción de la revista: un sobre en blanco –franqueado– metido dentro de otro sobre. En la redacción rellenaban la dirección del anunciante y le enviaban mi carta. Él la leía y decidía si le interesaba conocerme. Yo no facilitaba nunca el número de teléfono, sino la dirección postal de mi casa. Tenía una llave del buzón y lo abría maniáticamente cada día a la hora de la comida, antes de que mi padre regresara del trabajo y lo abriera con su llave. Incluso si estaba enfermo, me levantaba de la cama y bajaba al portal a recoger el correo. Toda la correspondencia, por lo tanto, pasaba por mis manos, de modo que podía evitar que alguna carta indiscreta se extraviara. Si había conseguido seducir al anunciante, éste me respondía contándome cosas de su vida e indicándome un método de contacto. Muchas veces el anunciante era, como yo, temeroso, y si vivía con su familia no se atrevía a dar un número de teléfono. En ese caso, proponía una cita en algún lugar público y en una fecha lejana para prevenir los retrasos del correo y las premuras de agenda. «El mejor día para mí es el jueves siete de febrero», dice Ricardo en una de las pocas cartas que guardo de aquellas correspondencias, «y el lugar, ya que también eres universitario, podría ser Moncloa, en los soportales en los que hay un monumento al ejército. Allí para el autobús A, que viene de Somosaguas. Podemos vernos en esa parada el jueves siete a las siete de la tarde. Si tienes algún problema con la fecha y no puedes acudir, no pierdas el contacto y contéstame.» La carta estaba fechada el dos de enero, y en una posdata precisaba el lugar para que no hubiera malentendidos: «Jueves día siete a las siete de la tarde en la parada del A que llega de Somosaguas, no en la parada desde la que sale. Son distintas.» En la cita de Ricardo faltaba uno de los elementos característicos de este tipo de encuentros: la señal de identificación, las marcas con las que los dos desconocidos deberían reconocerse. En ocasiones se describía la ropa: una camisa verde, una bufanda de cuadros escoceses, un abrigo largo. Otras veces se optaba por un objeto visible: una cartera en bandolera, un libro sujeto en la mano e incluso una flor prendida a la solapa.
No sé quién es Ricardo. Tal vez ni siquiera llegué a encontrarme con él en aquella parada de autobús, aunque si guardé la carta debió de haber alguna razón singular para hacerlo. En los siguientes quince años conocí a través de contactos por palabras a doscientos o trescientos chicos –quizá más–, y sólo de algunos guardo recuerdos. El primero de ellos es Agustín.
A Agustín lo conocí a principios de 1985. Él puso un anuncio y yo le respondí dándole mi dirección. En la carta que me mandó entonces explicaba: «Quiero decirte que tengo 16 años. No me importa tu edad. ¿Y a ti?» Debajo del número seis, repasado con el bolígrafo, se adivina un cinco. «Me llamo Agustín, pero imaginemos una contraseña. Si me llamas, pregunta por Farida. Si soy yo, te contestaré. Si no, te dirán que te has equivocado y cuelgas, intentándolo de nuevo otro día.»
Guardo un poemario que se titula Versos para Farida y que fue escrito para Agustín. Nos vimos tres o cuatro veces. A mí me fascinó su belleza adolescente y su dulzura. Treinta años después, puedo recordar aún su rostro imberbe, de ojos grandes y piel muy pulida.
Agustín era, como yo, tímido y retraído, de modo que durante las tardes que pasábamos juntos apena...

Índice

  1. Portada
  2. I. El nacimiento de la cucaracha
  3. II. La guarida de los monstruos
  4. III. El corazón de las tinieblas
  5. IV. La naranja mecánica
  6. V. El caballero de la Tabla Redonda
  7. VI. Las plegarias atendidas
  8. VII. Los días felices
  9. VIII. La boca lleva de flores y de peces
  10. IX. El muchacho sin nombre
  11. X. La vida de los salmones
  12. Créditos