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No hay ningún libro como éste. En primer lugar, ya irán viendo línea a línea por qué, pero, en segundo lugar, porque aquí se tratan asuntos sobre los que no se tiene una «visión distinta». Una «visión distinta» requiere en la óptica una separación de unos veinticinco centímetros. Con una distancia menor, las cosas no se ven bien y se emborronan a tal punto que no se las distingue cabalmente. Como consecuencia, es probable que uno pase por ellas sin darse cuenta y al perder porte pierdan también su importancia. Porque ¿qué estimación damos al jabón, al peine, al pan tostado, a las sábanas, los calcetines, el papel higiénico, la bombilla, el pijama o el orín de todos los días? Serán significantes pero ¿pueden considerarse significativos? El domicilio, nuestro hogar, es una cámara de compresión donde se disfruta o se sufre con tal intensidad que hasta las paredes se resienten con nuestras emociones, olores y maldiciones. Sin casa donde acantonarse se vive como en las afueras de uno mismo y, aun sin perder el embalaje del cuerpo, faltará la guarida que hace las veces de un segundo envoltorio orgánico. ¿Cómo no referirse pues a este recinto que de un lado acoge nuestra identidad y de otro la plantifica sobre los muebles o las cortinas, los lloros, los ronquidos o las pestilencias? ¿Cómo no tratar esa insidiosa diferencia que necesitamos atribuirnos respecto a nuestros vecinos iguales y apostados en el mismo rellano?

No hay ningún libro como éste. En primer lugar, ya irán viendo línea a línea por qué, pero, en segundo lugar, porque aquí se tratan asuntos sobre los que no se tiene una «visión distinta». Una «visión distinta» requiere en la óptica una separación de unos veinticinco centímetros. Con una distancia menor, las cosas no se ven bien y se emborronan a tal punto que no se las distingue cabalmente. Como consecuencia, es probable que uno pase por ellas sin darse cuenta y al perder porte pierdan también su importancia. Porque ¿qué estimación damos al jabón, al peine, al pan tostado, a las sábanas, los calcetines, el papel higiénico, la bombilla, el pijama o el orín de todos los días? Serán significantes pero ¿pueden considerarse significativos? El domicilio, nuestro hogar, es una cámara de compresión donde se disfruta o se sufre con tal intensidad que hasta las paredes se resienten con nuestras emociones, olores y maldiciones. Sin casa donde acantonarse se vive como en las afueras de uno mismo y, aun sin perder el embalaje del cuerpo, faltará la guarida que hace las veces de un segundo envoltorio orgánico. ¿Cómo no referirse pues a este recinto que de un lado acoge nuestra identidad y de otro la plantifica sobre los muebles o las cortinas, los lloros, los ronquidos o las pestilencias? ¿Cómo no tratar esa insidiosa diferencia que necesitamos atribuirnos respecto a nuestros vecinos iguales y apostados en el mismo rellano? Enseres domésticos evoca la vida del hogar poblada de en/seres (sujetos y objetos) que cohabitan en un continuo intercambio de influencias supuestamente menudas. De hecho, examinado el hogar someramente, no parecería que nos juguemos la vida en los componentes que por allí desfilan, tan comunes o habituales como una cama, un teléfono o un espejo, pero cualquiera sabe lo trascendente que acaba siendo todo aquello que se repite mucho. El domicilio acoge, día tras día, la médula de nuestra privacidad, el mundo que más nos duele o donde mejor se nos consuela. La casa es en apariencia una simple albañilería, pero al cabo actúa como un caparazón indespegable de la respiración. Si éste es un libro distinto (por su temática y su escritura singular) es también, a la vez, el más entrañado a lo común. En resumen, un logro asombroso. La mejor muestra, quizá, del talento, también muy distinto y distintivo, del autor.

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Información

Año
2014
ISBN
9788433935113
Categoría
Literature
Categoría
Literary Essays

1. GUARECERSE

LOS VECINOS
No se les ve muy a menudo y sólo se oyen algunas de sus maniobras de vez en cuando. Ocupan en el mismo rellano una casa muy parecida a la nuestra en cuanto a su distribución pero que difiere de nuestro hogar tanto en su quehacer y en su mobiliario como en el tufo que se percibe cuando en alguna ocasión tenemos la oportunidad de husmear el interior de su albergue. De hecho, más de una vez, lanzando nuestra mirada por su puerta entreabierta, constatamos los extraños elementos, desde las tapicerías a los objetos, que pueblan su salón y mediante los cuales parece posible imaginar su catadura y aficiones, en general incompatibles con las nuestras.
Son vecinos, pero la distancia que separa nuestras familias puede llegar a parecernos tan grande como para concluir que, a la manera de los seres exóticos, no tenemos nada que ver con ellos. Basta haber obtenido un vistazo de sus cortinas, por ejemplo, para deducir que esa colección de estrafalarias birrias podrían ser muestras de gentes temibles por su horror estético.
Esos vecinos viven, sin embargo, ajenos a esta consideración, ríen en los cumpleaños, reciben visitas de amigos locuaces y, lo que aquí más cuenta, siguen agregando por todas las habitaciones objetos de forma y procedencias abominables.
De otra parte, los peores artículos, regalados o adquiridos, tienden a apilarse en sus pisos de igual manera que los olores de sus guisos y esas bolas de cristal, postales, marcos, premios de tómbola o conchas marinas que se congregan sin más bajo la ley que el mal gusto les infiere.
Efectivamente, no se trata, en general, de personas agresivas. Se trata de gentes corrientes, celosas de su hogar y de la debida privacidad en la que incluyen sus prendas interiores, de él o de ella, con florecillas y estampados que eligieron al tuntún y a precios bajos.
Con todo ello, sin embargo, no presentan ningún inconveniente en que los visitemos, nos sentemos una tarde en su tresillo y les juzguemos. A fin de cuentas, en su salón se encuentra, para su orgullo, lo mejor de la casa, ya se trate de cretonas, figuras policromadas o lanzas africanas de las que penden flecos.
Esta exposición casera, consustancial a casi todo el mundo, se ha ido formando como los estratos en la Naturaleza y no admite crítica alguna de nuestra parte, ya que su salón, tal como se ve, procede de una conjunción de eventos sin necesaria semejanza con los nuestros.
En toda casa conocida, los cuartos de baño o la cocina siempre reclaman una reforma, pero el salón jamás se aviene a transformaciones radicales. Más aún, la profundidad histórica del salón lo vuelve reacio a cualquier tratamiento y con ello también a cualquier intervención que pudiera descaracterizarlo.
Cabría decir que el salón de los vecinos –igual que el nuestro, que juzgamos sin claridad– se ha ido formando a través de una larga sedimentación de peripecias, ornadas con sus celebraciones y tedios.
Hay factores del salón que proceden de tener hijos. Otros que derivan de parientes queridos y otros, en fin, que se fueron acoplando con una audacia que nadie puede fechar.
El salón que desempeñó antaño la función de escaparate dentro del hogar puede contar, por ejemplo, con un mueble o carrito de bebidas, que permite invitar a los de fuera y ofrecer mediante esta participación un sorbo de vida igualada a la suya.
De este modo, cualquier salón, aun pareciendo horripilante o incluso al ser horripilante, posee un punto sacramentado. Siendo esta pieza la menos frecuentada en pisos tradicionales, puede dar la sensación, al sentarse allí, de que se accede al generoso corazón de sus propietarios y su exagerado deseo de brindarnos acogida.
De hecho, hace un siglo, en la mayoría de los salones burgueses no entraba nadie o casi nadie. Sólo se reservaba para recibir, a la manera de una escena en donde el trato tendía a seguir un ritual premeditado.
Las cosas son ahora de otro modo, pero un rastro de su herencia perdura a través del especial cuidado que se le destina pensando, accidentalmente, en las visitas. Que la pieza conserve todavía en la actualidad ciertos detalles exhibicionistas, sea en el valor o en la rareza de algunos objetos, es prueba de su conspicua teatralidad. De ese salón no pasan más adentro los extraños, pero ¿cómo impedir que hasta allí lleguen rebufos de la cocina y hasta del cuarto de baño? Efectivamente, si el salón tiene puertas y acaso más que ninguna otra estancia, los vecinos –nosotros mismos– nos cuidamos de que permanezcan cerradas, celadas al incontrolable olor de otras estancias vedadas.
El olor, no el mal olor, el humus particular define el ser de cada casa y la mayor o menor unidad familiar planea como un hálito de madriguera, más intensa aún cuando el guiso hierve o el cuarto de baño difunde su efluvio.
Por ese olor, discurre una sumaria pero patente comunicación con nuestros vecinos, a su vez iguales a los guisos diferentes de nuestros fogones. Ellos han de olernos a nosotros mientras nosotros los olemos a ellos, todo en un trance de miasmas cruzadas que termina por igualarnos, queramos o no.
Nos saludamos, nos amamos, nos ignoramos y nos separamos para volver a reunirnos a través de los descabezados mensajes que transmiten los susurros o golpes al otro lado del tabique y su inconfundible penar.
Muchos de estos sonidos, la mayoría inconexos, algunos desnudos o procaces, refuerzan la conciencia de sentirse repetidos, puerta con puerta, pared con pared. Creemos no parecernos en nada pero justamente la conjugación de sus colchas o sus tapicerías que juzgamos peculiares, sus portazos o sus querellas los sitúan en un sistema de experiencias que remedan o descubren las nuestras.
Su desgracia, si llegara, la veríamos como una versión relativamente corregida de la propia, aunque sea casi imposible aceptar que su clase de felicidad sea equivalente. Porque cada unidad familiar se complace en la ilusión de creerse irrepetible –incluso en los cocidos– porque ningún porvenir, ningún final puede hallarse anticipado en otro lugar, siendo precisamente esta ilusión diferencial la que nos hace idénticos. Todos vecinos, todos vividos. Feos, enfermos, acicalados, desnudos, envejecidos.
EL VIENTO
Como a un vecino transparente y gigantesco desde el interior de la casa, como al gigantesco vecino, se oye al viento silbar. En la intemperie el viento amplísimo y huracanado se hace amo y quienes han quedado expuestos a su inclemencia llegan a la vivienda con una ración de calamidad entre mutilante y loca.
La casa se representa así como la casamata de un existir construido contra los pavores de la Naturaleza y de cuyo comportamiento nadie posee una explicación consoladora. La Naturaleza es absoluta. A su lado, la casa cobra una entidad superlativa cuando el viento bate los bulevares y las plantaciones y porque sus muros nos preservan diferencialmente de una azotaina sin mesura.
De hecho, en la Naturaleza, los tornados, ciclones o huracanes constituyen fenómenos de los que el mayor pavor se deduce. La erupción del volcán o el terremoto son muy temibles pero poseen en esencia un carácter demoniaco. Un carácter obtenido de sus impulsos tan oscuros como subterráneos. Subterrícolas. Subterrenales. Los vientos, sin embargo, son como efecto de los desesperados bufidos del Dios vecino.
El viento y la inundación son fenómenos masivos y esencialmente acéfalos, característicos del Dios sin cabeza ni corazón. Se expanden como las pandemias y sus efectos hacen temer que su capacidad obedezca al despliegue del desorden por el deseo de su propia –y bellísima– ostentación.
El terremoto procede de los bajos de nuestro hábitat y lo mismo puede decirse del volcán que se abronca bajo la parcela que habitamos. Pero el viento es, sin ambages, cólera y palabra de Dios.
Llega de algún lugar remoto y nos acomete como un imperio transparente. Tan devastador y vehemente como carente de manos, cabeza y pies. Venganza pura.
La corriente que silba por las ventanas y las puertas sería la versión más certera del invisible enemigo que nos acosa ingresando en casa. Viento que siendo inhumano buscaría introducirse en el hogar y cruzar sus estancias como un látigo entre la salud y las enfermedades duraderas.
Aire que corre veloz por las rendijas como un laminado animal o insecto sin calibre. Ajeno por completo a nosotros pero necesitado de un refugio tras haber recorrido, como una jauría, distancias incalculables.
Los anemómetros miden la velocidad del viento, pero la medición en su longitud, en su amplitud y profundidad queda fuera de los cálculos. Como un fantasma o un ensalmo, el viento sólo se define mediante su cólera incolora.
Su impulso, su corriente, su ímpetu no tratan de colonizar o aniquilar nada sino que se erigen como titanes a espaldas de la Humanidad, tan inocentes como infantiles puesto que incluso la muerte del viento gigantesco resulta impune.
Nos decimos: ¿de dónde viene ese viento? La meteorología y sus especialistas tratan de nombrarlo, pero todos sabemos que la atmósfera, pasiva y vieja, se ve azotada por vómitos delirantes y nuestro presente asaltado por millones de lanzas tal como si la incertidumbre del mundo se resolviera con su acuchillamiento global.
El viento enloquece a las personas tanto como se representa en la locura interna de lo natural, vuelco de vidrio dentro del cerebro humano. Vómito del desequilibrio que apuntilla el camino del aire y en cuyo interior el viento altamente enviciado se alcoholiza.
No se ve la ebriedad del viento en sentido estricto, pero su quimioterapia actúa como un tóxico cuya causalidad sin razón nos aniquila. ¿Qué mayor prueba, pues, de su existencia? Frente a él, la casa opone su parapeto, brinda la oportunidad de lograr conciencia de un solícito amparo y hasta favorece la paciente condición de reconocernos como animales de corral.
Sin predeterminación, las peroratas sobre los efectos de los habitantes en el cambio climático prestan alguna consolación. Porque si los cambios climatológicos pueden atribuirse, según la ciencia, a nuestra conducta, la acción de los seres humanos decidirá en algún momento que el tiempo mejore o que no lo haga. De este modo, seríamos dueños del mismo viento y, por derivación, de la beneficencia omnímoda del domicilio personal.
Más aún: los análisis sobre la alteración de las estaciones, la temperatura o el nivel del mar son informaciones de valor si se correlacionan con nuestra especie, porque así se recupera el mando ya desgastado por la edad de sus dioses.
En verdad, a la vez que se marchita la fe en nuestros cálculos se recobra la expectativa del espectáculo, pero siempre y cuando se contemple desde la segura baranda de nuestra casa. Aunque, con todo, ¿cómo se conjugará un ámbito obediente y doméstico con el cuerpo vandálico del tornado? Y sólo hay una respuesta tranquila: vivir y morir amenazados, a punto de ser fulminados.
LA LUZ
Una tía de mi padre, nacida en 1900, ex monja carmelita, me hacía ver, siendo niño, el milagro que suponía accionar una llave aquí y que una lámpara se encendiera allá, a metros de distancia. Y todo ello, además, con plena inmediatez, entre el silencio absoluto.
Que se prendiera la luz de la bombilla sin acercarle una tea o que se alumbrara la habitación sin recurrir al petróleo, el aceite o el gas constituía el milagro perfecto. Y no ya del progreso ilustrado o del progreso a secas sino debido a la vigilante presencia de Dios, de por sí veloz, inmediato, mágico y puro.
Y puede ser que, en efecto, mi tía no exagerara. En la historia racional o sorprendente del progreso, ningún otro descubrimiento puede haber parecido más divino que la energía eléctrica. El usuario conecta y desconecta el interruptor con sorprendente indiferencia respecto a la emocionante consecuencia que desencadena haciendo luz.
Sin duda esto es así, en descargo del actor, porque, aparte de la costumbre de asumir ya el prodigio eléctrico, nadie sería capaz de soportar el milagro inicial sin haberse electrificado antes. De hecho, si dentro de la bombilla llegara no ya la reflexión sobre la causa de su luz sino tan sólo la meditación sobre el extraño éxtasis del tungsteno, sería imposible vivir y reproducirse.
La luz nace de una mística irracional, pero su concreción incandescente en la bombilla presenta una inesperada herida ardiente. La herida flamígera de una impía electricidad que se impone mediante su menosprecio del sentimiento y por encima de todo dolor.
De hecho, que la luz nazca de la bombilla requiere que en su interior se haya hecho el vacío o contenga algún gas inerte. En la bombilla la luz proviene de una incandescencia que pasa por la nada y zigzaguea hasta la muerte del filamento, su «rojo blanco». El hilo metálico que soporta esta penitencia es volframio y su abnegación, claro está, total. De la electricidad que recibe ese hilo, sólo el cinco por ciento se convierte en luz, destila luz, mientras que el noventa y cinco por ciento restante se hace un estéril calor sin recompensa. Simple achicharramiento.
El tungsteno nos da luz a través de su sacrificio y la familia no puede olvidar reflexivamente que ese hilo incandescente presta su penitencia para que podamos vernos, comer o copular bajo su aura.
En tanto el filamento se quema, nuestras vidas se agotan con su oscuridad. Pero en tanto el tungsteno va inmolándose nuestra posibilidad luminosa mejora. ¿Cómo no pensar en Cristo y su pasión extrema?
Se trata en suma de otra metáfora, viva y en directo, de una inmolación o principio civilizatorio mediante el cual el mundo oscurantista pasaría de las sombras a la razón y de la superstición a la vela científica.
La luz eléctrica requiere una inversión energética muy alta, una cantidad de energía cien veces superior a su efecto luciente. Exactamente, su metáfora sería una coerción extrema de cuyo provecho macabro da cuenta el talante criminal que yace en su seno.
La luz que parte de esa celda transparente evoca la senda que marcó su nacimiento y refleja la permanente pugna de su interior. La casa se ilumina hoy como si tal cosa, pero una jauría de dolor tiene lugar dentro de esas pompas de cristal, ración exacta de sangre y penit...

Índice

  1. PORTADA
  2. PRÓLOGO
  3. 1. GUARECERSE LOS VECINOS
  4. 2. INTIMAR EL LECHO CONYUGAL
  5. 3. ELUCUBRAR EL BOLSO
  6. 4. CONECTAR EL TELÉFONO
  7. 5. COMER EL MANTEL
  8. 6. EXPELER LA TOS
  9. 7. ASEARSE EL CUARTO DE BAÑO
  10. 8. CONLLEVAR LOS ANIMALES DOMÉSTICOS
  11. 9. SUSPIRAR LAS PÉRDIDAS
  12. 10. RECORDAR EL ÁLBUM
  13. CRÉDITOS