Panorama de narrativas
  1. 400 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
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Información del libro

Inspirada en la experiencia autobiográfica de la autora, cuyo hermano mayor padeció una obesidad que le provocó un fatal ataque al corazón, esta novela es una sátira feroz de las «familias felices» y de una sociedad desquiciada, que se obsesiona con el culto al cuerpo y al mismo tiempo publicita y consume toneladas de comida basura. Pero es también una indagación en las complicadas relaciones entre hermanos, en el complejo de culpa y la necesidad de redención, en la lucha por salvar de la autodestrucción a las personas a las que queremos y a nosotros mismos. «Su mejor novela hasta el momento... Preparaos para algunos episodios brutalmente viscerales. Pero ¿quién podía pensar que una novela sobre la dieta podía ser tan conmovedora y desbordante de suspense?» (Amanda Craig, The Independent).

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Información

Año
2014
ISBN
9788433934901

II. Hacia abajo

1

Cuando asomé la cabeza por la puerta, Edison, desde debajo de un lío de mantas, dijo con una especie de graznido:
–No he dormido mucho.
Ya eran las diez de la mañana y teníamos un montón de cosas que organizar. Al menos yo.
–Bien. Si estás inquieto, es porque te lo estás tomando en serio. Ahora arriba.
No estaba acostumbrada a darle órdenes a mi hermano mayor. Tras permitirle, durante dos largos meses –y desviando tímidamente la vista como si yo fuera «poquita cosa»–, que se diera un atracón tras otro y cayera en un estado de salud cada vez más calamitoso, ponerme mandona me revitalizaba.
Fletcher se había refugiado en el sótano y los chicos estaban en el colegio, y cuando Edison bajó tuvimos la cocina para nosotros solos. Él, medio perdido y atontado, se quedó en el centro, mirando primero a un lado, luego al otro, hasta que preguntó, con la voz de quien suplica algo:
–¿Qué hago?
–Ésa es la actitud correcta. –Yo había preparado el protocolo tumbada junto al cuerpo rígido de Fletcher, entreviendo los tenues contornos grises de las cortinas mientras la cabeza no paraba de darme vueltas–. De momento lo que haremos es instalarnos ya mismo en un motel, después buscaremos un apartamento. El final de la comida tal como la conoces no empezará hasta que encontremos un alojamiento permanente. Mientras tanto, irás a ver a mi médico. Ese intervalo te dará tiempo para reafirmar tu determinación o para decidir que no estás por la labor.
–¿Qué pasa si no lo estoy?
Me alegró ver que era consciente de que el compromiso era tan difícil de cumplir que podría no ser capaz de cumplirlo.
–Pues que no habrá apartamento y te llevaré directamente al aeropuerto.
–Me odiarías –dijo, con aire taciturno.
–No, nada de eso. Me sentiría decepcionada, nada más.
–Eso era lo que decía mamá. Y me duele en el alma.
El proyecto tenía un tufillo maternal, no cabe duda, y en adelante tendría que vivir con la idea de que me habían caído del cielo no dos hijos, sino tres.
–Pero..., el desayuno... –Edison agitó los dedos en el aire–. ¿Cómo será?
–Espero encontrar nuestra zona cero privada en menos de una semana. Hasta entonces podrás comer, pero quiero que aproveches ese tiempo para pensar por qué comes y para reflexionar sobre el hecho de que tendrás que devolver hasta el último bocado. Es decir, que a partir de ahora todo lo que comas tendrás que descomerlo. Para esta mañana sugiero café y tostadas. Puedes zamparte toda la hogaza con medio kilo de mantequilla si no puedes controlarte, pero debes tener presente que cada bocado te costará una sensación adicional de estar muriéndote de hambre. Y eso puede hacer que aparezca... la moderación.
Bastaron dos rebanadas para acomplejarlo.
–Ojalá no tuvieras que verme así.
–Ve acostumbrándote.
Lo observé con la misma mirada fija cuando estaba a punto de echarse la mezcla de nata y leche en la taza alta. Su ración habitual era una medida de café por dos de mezcla, lo que convertía el contenido en un batido espeso y tibio del que él se bebía al menos cuatro tazas en una mañana. Bajo mi dura mirada, echó sólo un par de cucharadas y frunció el ceño al ver el resultado.
–No es lo mismo –dijo.
–Mejor que no lo sea –dije–. ¿Has pensado alguna vez en las calorías que contiene eso que tomas? Veinte por cada cucharada. Hasta ahora no he dicho nada, y me avergüenzo de no haberlo hecho, pero has estado consumiendo casi cuatro litros de esa mezcla cada cinco días. –Me puse a garabatear unas cifras en el bloc de notas del teléfono de la cocina–. Haz el cálculo. Cinco mil seiscientas setenta calorías, o sea, el equivalente a casi un kilo de grasa por semana. Así que disfruta de tu café con leche mientras puedas, porque tendrás que aprender a tomarlo solo.
Y eso quería decir que yo tendría que aprender a tomarlo solo. No era únicamente Edison quien necesitaba unos días para «reafirmar» su determinación. El café solo en el estómago vacío me ponía mala.
Subí corriendo a mi estudio para reservar habitaciones en el Blue Cottages, un motel con cabañas blancas separadas y persianas color cobalto que sólo quedaba a dos calles de mi casa; para empezar, estaría prácticamente al lado de Tanner y Cody mientras se acostumbraban al nuevo estado de cosas. Estar en el estudio atenta a los ruidos me recordó la encubierta sensación de estar engañando que tuve el día en que compré el billete de avión de Edison. Todavía no había hablado con Fletcher.
Después fui al desván a buscar maletas, una grande para mí y otra para el excedente de mi hermano. Hice la mía en el dormitorio, de puntillas, y el mero hecho de sacar el cepillo de dientes del espejo común me hizo sentirme desleal. A un observador ingenuo, una mujer que mete la ropa interior en una maleta, a escondidas, le habría hecho pensar en una esposa a punto de romper los votos matrimoniales, unos votos que yo había hecho muy en serio. Me desesperaba pensar que Fletcher pudiera sorprenderme así, como quien ha entrado a robar algo, y que su corazón se sintiera herido por el temor a que me dispusiera a abandonarlo.
Porque eso era lo que estaba haciendo, además de mentirme a mí misma. No sabía si me iba sólo unos días o muchos meses, pero, en cualquier caso, se trataba de una violación del contrato.
Había empezado a ayudar a Edison con su maleta –es decir, a bajarla en su lugar– cuando oí que la puerta del sótano se cerraba de golpe. Fletcher subió las escaleras dando saltitos para quitarme la maleta. Por ilusorios que fueran los viajes de Edison a Europa, el equipaje estaba hecho y eso era lo único que importaba.
–Hola –dijo Fletcher, bajando sin esfuerzo alguno la voluminosa maleta marrón–. Se me ocurrió subir a despedirme antes de que salierais para el aeropuerto.
A pesar de que, a hurtadillas, había echado al café unas gotas de leche y nata, seguía sintiéndome mal.
–Ha habido un cambio de planes –dije, llevándolo hacia el vestíbulo, donde dejó en el suelo la maleta de Edison–. No vamos al aeropuerto.
Fletcher se volvió.
–¿Recuerdas lo que te dije?
–Que si Edison se quedaba aquí cinco segundos más después de que saliera el vuelo, yo –me costaba decirlo– iba a tener problemas. Pero no se quedará aquí. En cuanto a lo del avión, no dijiste que Edison tenía que cogerlo.
–Muy legalista.
–Si lanzas un ultimátum, sólo puedes esperar que lo respete al pie de la letra. De todos modos, he reservado habitaciones en el Blue Cottages. Nos vamos ahora.
Fletcher tenía oído para los pronombres.
–¿Nos vamos?
Edison nos seguía con su segunda bolsa, más ligera, con la que continuaba luchando. Dejé que se las arreglara solo y pensé: Ahí se queman otras veinte calorías.
–Me voy con él. Después nos buscaremos un apartamento. Quiero ayudarlo a perder peso.
Las miradas de Fletcher podrían haber agujereado un trozo de papel. Se quedó literalmente de piedra. Con algunas excepciones, como el desastre del Bumerán, reaccionaba al revés que la mayoría: lo que en casi todos los hombres desencadenaba la furia, en Fletcher Feuerbach llevaba a los extremos de la compostura.
–Perder peso suele ser una actividad que uno puede hacer solo –dijo, en un enunciado muy preciso–. Por lo que he leído, puede hacerse tanto en Nueva York como en Iowa.
–Tú eres un atleta, y deberías apreciar la idea del entrenador personal.
–Yo no tengo.
–Tú no lo necesitas, Edison sí. Y, a decir verdad, es posible que yo también. Sería más fácil convivir conmigo si perdiera unos kilos.
–A ver si lo entiendo –dijo Fletcher, y fijó la mirada en un punto situado entre Edison y yo; mi hermano se había escabullido y estaba en el recibidor–. Dices que te vas a vivir con tu hermano para poder leer juntos la etiqueta de los ingredientes del requesón. ¿Y cuánto tiempo se supone que va a durar ese... noviazgo?
–Si lo pillo comiendo un solo Ho-Ho –dije, clavando la vista en Edison–, durará lo que yo tarde en volver a casa. A ciento treinta por hora, y con las luces largas. Pero si lo veo decidido, y si sigue mis instrucciones, mis órdenes, y parece que la cosa funciona... Bueno, no puedo decir cuánto durará hasta que se suba a una báscula. La nuestra no puede usarla, no mide tanto peso.
Yo ya no quería evitar el tema de la obesidad.
Fletcher miró fijamente a Edison y habló utilizando una agresiva tercera persona.
–No podrá.
–Ya lo veremos, hermano –dijo Edison–. No me conoces tan bien como crees.
–Conozco a la gente como tú. Antes de rescatar a mis hijos de una adicta a la metanfetamina, una mujer grosera, una ladrona, oí más declaraciones altisonantes de las que te imaginas. Sandeces para engañarse a uno mismo. Que te dejen solo en una habitación con un plato de patatas fritas y verás como picas. La voluntad es un músculo, y la tuya es tan fofa como todo tú, hermano.
–Ni te imaginas lo que he tenido que pasar. Ponerme a mí a prueba no tiene nada que ver con salir a dar una vuelta en bicicleta. ¿Quieres apostar algo?
–¿Qué? ¿Para que pagues con el dinero de mi mujer? Creo que paso. No querría duplicar tu vergüenza.
Ésa fue la primera ocasión en que Edison reveló lo que debía de seguir siendo un compromiso bastante frágil. Una perspectiva distante de mi marido: Fletcher podía resultar una herramienta útil. A Edison no le gustaría fallar ante mí; peor aún se sentiría si fallaba ante Fletcher. Con todo, si la hostilidad de mi marido era beneficiosa para mi hermano, se acercaba a pasos agigantados el momento en que yo tendría que comenzar a vigilar lo que era bueno para mí. Por si acaso parezco increíblemente abnegada, quiero subrayar que, en realidad, estaba protegiendo mi proyecto. En ese sentido siempre había sido muy decidida, y acotar la atención no era más que una forma de egoísmo: mi proyecto.
–¿Podrías dejarnos un momento a solas, por favor? –preguntó Fletcher a Edison con una educación que sólo cabe calificar de extraña.
–Bueno, lo que es seguro es que me voy de aquí. Esperaré en el coche.
Edison salió arrastrando la maleta con un porte más rígido y erguido que el que su masa permitía. Cuando me quedé a solas con mi marido sentí un extraño temor.
–¿También vas a abandonar a mis hijos?
Otra vez pronombres. Con ellos a veces recuperaba a sus hijos.
–Cualquier apartamento que consiga estará a poca distancia a pie de esta casa. Tanner y Cody pueden visitarnos todas las veces que quieran.
Visto que no dije nada sobre la posibilidad de visitarlos a ellos, debía de saber lo que venía a continuación.
Fletcher no se enfadó; se puso triste, y fue peor. Fue tierno y realista a la vez. Para mí fue importante que no le resultase fácil hablar, y en su voz no hubo malevolencia.
–No puedo prometer que cuando vuelvas te vaya a recibir con los brazos abiertos.
Por muy suavemente que lo dijera, fue un gancho de derecha.
–Esto no es contra vosotros.
–¿Dejas plantados a tu marido y a tus hijos por el culo gordo de tu hermano y dices que no es contra nosotros?
–Voy a tomarme un tiempo. Dejo una familia para ocuparme de otra –dije, sin dar el brazo a torcer–. ¿Por qué tendrías que castigarme por eso?
–No estoy amenazando con «castigar» algo que obviamente te gustaría que yo considerase un gran corazón, una acción admirable. No es rencor, en serio, pero si haces algo como esto, debes saber que tiene consecuencias. En mis sentimientos, y no difiere mucho de lo que ocurre en el mundo físico. Golpeas con un martillo un molde y se parte en dos, y no porque el molde quiera partirse en dos. Es una simple cuestión de causa y efecto. Veo que estás dispuesta a dejarnos colgados por una ilusión y... y me siento un ser descartable. Descartable por cualquier cosa.
Me gustaba la manera en que hablaba mi marido. En su estado habitual, callado y triste, los demás no veían que era muy atento, y por lo general en los dos sentidos de la palabra, si bien en ese momento sólo en uno.
–No es una ilusión –dije, con voz débil.
–Ese cerdo no va a perder ni un gramo. Ahora lo tienes entusiasmado con tu ambicioso plan, que si le atrae es más que nada porque significa no tener que enfrentarse a lo que lo espera cuando vuelva a Nueva York. Seguirás pagándole la cuenta y él no tendrá que poner en orden su vida, pero en cuanto vea que no puede comerse una galleta, adiós plan. ¿Por qué tu hermano es tan importante para ti?
–Tiene que ser importante para alguien.
–... ¿Y qué pasa si te lo prohíbo?
–No lo intentes. Creo recordar que me salté la parte del «honrar y obedecer».
–Te lo prohíbo –dijo Fletcher, pero sin fuerzas y con un dejo sardónico, aunque él quería parecer formal.
–De acuerdo. Y yo te prohíbo que me lo prohíbas. Jaque mate.
–Es un gorrón con el que tienes un parentesco accidental. Yo soy tu marido porque tú me elegiste. Que «quieras» a ese boca...

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