El mapa y el territorio
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El mapa y el territorio

  1. 384 páginas
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El mapa y el territorio

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Si Jed Martín, el protagonista de esta novela, tuviera que contarles la historia, quizá comenzase hablándoles de una avería del calentador, un 15 de diciembre. O de su padre, arquitecto conocido y comprometido, con quien pasó a solas muchas noches navideñas.

Evocaría, desde luego, a Olga, una rusa muy bonita, a la que conoce al principio de su carrera en la exposición inaugural de su obra fotográfica, consistente en los mapas de carreteras Michelin. Esto sucede antes de que llegue el éxito mundial con la serie de «oficios», retratos de personalidades de todos los sectores (entre ellas el escritor Michel Houellebecq), captados en el ejercicio de su profesión.

También debería referir cómo ayudó al comisario Jasselin a dilucidar un caso criminal atroz, cuya aterradora puesta en escena dejó una impronta duradera en los equipos de la policía. Al final de su vida, Jed alcanzará cierta serenidad y ya sólo emitirá murmullos.

El arte, el dinero, el amor, la relación con el padre, la muerte, el trabajo, Francia convertida en un paraíso turístico son algunos de los temas de esta novela decididamente clásica y abiertamente moderna.

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Información

Año
2011
ISBN
9788433933140
Categoría
Literature
Categoría
Classics

Segunda parte

I

Jed se despertó sobresaltado hacia las ocho de la mañana del 25 de diciembre; el alba despuntaba sobre la Place des Alpes. Encontró un delantal en la cocina, limpió sus vomitonas y luego contempló los desechos pegajosos de Damien Hirst y Jeff Koons repartiéndose el mercado del arte. Franz tenía razón, ya era hora de organizar una exposición, daba vueltas en redondo desde hacía meses, esto empezaba a influir en su humor. Se puede trabajar en solitario durante años, es la única manera de trabajar, la verdad sea dicha; llega siempre un momento en que experimentas la necesidad de mostrar tu trabajo al mundo, menos para recibir su juicio que para tranquilizarte sobre la existencia de ese trabajo e incluso sobre tu existencia propia, la individualidad es apenas una ficción breve dentro de una especie social.
Reflexionando en las exhortaciones de Franz redactó un e-mail de recordatorio a Houellebecq y luego se preparó un café. Unos minutos más tarde se releyó asqueado. «En este período de fiestas, que supongo que pasa usted con su familia...» ¿Qué le empujaba a escribir gilipolleces semejantes? Era público y notorio que Houellebecq era un solitario con fuertes tendencias misantrópicas y que apenas le dirigía la palabra a su perro. «Sé que está muy solicitado y por eso le ruego que acepte mis disculpas por permitirme insistir otra vez en la importancia que tendría para mí y para mi galerista que participase en el catálogo de mi futura exposición.» Sí, esto ya estaba mejor, una dosis de adulación servil nunca estaba de más. «Le adjunto algunas fotografías de mis cuadros más recientes y estoy a su entera disposición para mostrarle mi obra de una forma más completa, donde y cuando lo desee. Si no me equivoco vive usted en Irlanda; puedo desplazarme hasta allí si le resulta más cómodo.» Bueno, ya vale así, se dijo, y pulsó la tecla de Enviar.
El enlosado del centro comercial Olympiades estaba desierto aquella mañana de diciembre, y los inmuebles cuadrangulares y elevados parecían glaciares muertos. Mientras se internaba en la fría sombra proyectada por la torre Omega, Jed volvió a pensar en Frédéric Beigbeder. Era íntimo de Houellebecq, al menos tenía esa reputación; tal vez pudiera intervenir. Pero sólo tenía un número antiguo de móvil y de todos modos Beigbeder seguramente no respondería un día de Navidad.
Respondió, no obstante.
–Estoy con mi hija –dijo, con un tono irritado–. Pero ahora mismo se la llevo a su madre –añadió, para atenuar el reproche.
–Tengo que pedirle un favor.
–¡Ja, ja, ja! –se carcajeó Beigbeder, con una alegría forzada–. ¿Sabe que es usted un tío fantástico? No me llama durante diez años y de pronto me telefonea el día de Navidad para pedirme un favor. Usted es un genio, probablemente. Sólo un genio puede ser tan egocéntrico, rayando en autista... De acuerdo, nos vemos en el Flore a las siete –concluyó, inesperadamente, el autor de Una novela francesa.
Jed llegó con cinco minutos de retraso, vio enseguida al escritor en una mesa del fondo. A su alrededor las mesas vecinas estaban desocupadas y formaban una especie de perímetro de seguridad de un radio de dos metros. Unos provincianos que entraban en el café e incluso algunos turistas se daban codazos señalando a Beigbeder con un dedo, encantados. A veces un amigo penetraba en el interior de este perímetro y le besaba antes de marcharse. Sin duda había en aquello una ligera pérdida de ganancias para el establecimiento (del mismo modo, el ilustre Philippe Sollers tenía en vida, al parecer, una mesa reservada en la Closerie des Lilas que no podía ocupar nadie más que él, decidiera o no Sollers ir a comer allí). Compensaba ampliamente esta ínfima pérdida de ingresos la atracción turística que representaba para el café la presencia asidua, verificable, del autor de 13,99 euros, presencia, por lo demás, plenamente en consonancia con la vocación histórica del local. Por sus valientes posiciones en favor de la legalización de la droga y de la creación de un estatuto de prostitutas de ambos sexos, y por las más convencionales sobre los indocumentados y las condiciones de vida de los presos, Frédéric Beigbeder se había ido convirtiendo en una especie de Sartre de la década de 2010, para sorpresa general y un poco para la suya propia, ya que su pasado le predisponía más bien a asumir el papel de un Jean-Edern Hallier y hasta de un Gonzague Saint-Bris. Exigente compañero de ruta del Nouveau Parti Anticapitaliste de Olivier Besancenot, del que recientemente había denunciado los riesgos de tendencias antisemitas en una entrevista en el Spiegel, había logrado hacer olvidar los orígenes –semiburgueses, semiaristocráticos– de su familia, y hasta la presencia de su hermano en las instancias dirigentes de la patronal francesa. Cierto es que el propio Sartre distaba mucho de haber nacido en una familia indigente.
Sentado ante un mauresque,1 el escritor examinaba con melancolía un pastillero metálico casi vacío, que ya sólo contenía un vago residuo de cocaína. Al ver a Jed le hizo una señal de que se sentara a su mesa. Un camarero se acercó rápidamente para tomar la comanda.
–Pues no sé. ¿Un Viandox? ¿Todavía existe?
–Un Viandox –repitió Beigbeder, pensativamente–. La verdad es que es usted un bicho raro...
–Me ha sorprendido que se acordara de mí.
–Oh, sí... –respondió el escritor con un tono extrañamente triste–. Oh, sí, me acuerdo de usted...
Jed expuso su petición. Advirtió que Beigbeder, al oír el nombre de Houellebecq, tuvo una ligera crispación.
–No le pido su número de teléfono –se apresuró a añadir Jed–, sólo le pregunto si puede llamarle para hablarle de mi propuesta.
El camarero trajo el Viandox. Beigbeder callaba, reflexionaba.
–De acuerdo –dijo finalmente–. De acuerdo, le llamaré. Con él nunca se sabe muy bien cómo va a reaccionar, pero en este caso quizá le aporte un provecho a él también.
–¿Cree que aceptará?
–No tengo ni la menor idea.
–Según usted, ¿qué podría convencerle?
–Bueno... Quizá le sorprenda lo que voy a decirle, porque no tiene esta fama en absoluto: el dinero. En principio pasa del dinero, vive como un monje, pero su divorcio le ha dejado sin blanca. Además, había comprado unos apartamentos en España a la orilla del mar y van a expropiárselos sin indemnización, debido a una ley de protección del litoral con efecto retroactivo, una historia de locos. En realidad, creo que en este momento está un poco apurado, es increíble, ¿no?, con todo lo que habrá ganado. Así que mire: si le ofrece una buena cantidad, creo que hay posibilidades.
Enmudeció, terminó de un trago su cóctel, pidió otro, miró a Jed con una mezcla de reprobación y melancolía.
–¿Sabe usted?... –dijo al cabo–. Olga. Le amaba.
Jed se encogió levemente en la silla.
–Quiero decir... –continuó Beigbeder–. Le amaba de verdad. –Se calló, le miró moviendo la cabeza con incredulidad–. Y usted la dejó volver a Rusia... Y nunca más le ha dado señales de vida... El amor... El amor es raro. ¿No lo sabía? ¿No se lo habían dicho nunca?
»Le hablo de esto, a pesar de que evidentemente no es de mi incumbencia –prosiguió–, porque ella pronto va a volver a Francia. Tengo todavía amigos en la televisión y sé que Michelin va a crear una nueva cadena en la TNT, Michelin TV, centrada en la gastronomía, la tierra, el patrimonio, los paisajes franceses, etc. La va a dirigir Olga. Bueno, sobre el papel el director general será Jean-Pierre Pernaut, pero en la práctica será ella la que tendrá toda la autoridad sobre los programas. Ya ve... –concluyó, con un tono que indicaba claramente que la entrevista había terminado–, usted ha venido a pedirme un pequeño favor y yo le hago uno grande.
Lanzó una mirada acerada a Jed, que se levantaba para irse.
–A no ser que lo más importante para usted sea la exposición... –Movió de nuevo la cabeza y añadió con disgusto, rezongando con una voz casi inaudible–: Putos artistas...

II

El Sushi Warehouse de Roissy 2E ofrecía un surtido excepcional de aguas minerales noruegas. Jed se decidió por la Husqvarna, más bien un agua del centro de Noruega, que burbujeaba discretamente. Era sumamente pura, aunque en realidad no más que las otras. Todas estas aguas minerales se distinguían sólo por un burbujeo, una textura en la boca ligeramente diferentes; ninguna de ellas era en lo más mínimo salada ni ferruginosa; el punto común entre las aguas minerales noruegas parecía ser la moderación. Hedonistas sutiles, estos noruegos, se dijo Jed al pagar su Husqvarna; era agradable, se dijo además, que existan tantas formas distintas de pureza.
El techo nuboso llegó muy deprisa, y con él esa nada que caracteriza a un viaje aéreo por encima del techo nuboso. Brevemente, a mitad del recorrido, divisó la superficie gigantesca y arrugada del mar, como la piel de un viejo en fase terminal.
El aeropuerto de Shannon, en cambio, encantó a Jed por sus formas rectangulares y nítidas, la altura de sus techos, las asombrosas dimensiones de sus pasillos; operando al ralentí, ya sólo lo usaban las compañías low cost y los transportes de tropas del ejército norteamericano, pero visiblemente había sido concebido para un tráfico cinco veces superior. Con su estructura de pilares metálicos, su moqueta rasa, databa probablemente de principios de los años sesenta o incluso fines de los cincuenta. Más todavía que Orly, recordaba aquel período de entusiasmo tecnológico en el cual el transporte aéreo era uno de los logros más innovadores y prestigiosos. A partir de los comienzos de los años setenta, tras los primeros ataques palestinos –más tarde reiterados, de un modo más espectacular y profesional, por los de Al-Qaeda–, el viaje aéreo se había transformado en una experiencia puerilizante y concentracionaria que uno deseaba que acabase cuanto antes. Pero en aquella época, se dijo Jed mientras aguardaba su maleta en el inmenso vestíbulo de llegada –los carros metálicos, cuadrados y macizos, seguramente también eran de esos años–, en la época sorprendente de los Treinta Gloriosos, el viaje en avión, símbolo de la aventura tecnológica moderna, era algo muy distinto. Reservado todavía a los ingenieros y a los directivos, a los constructores del mundo del mañana, estaba llamado, como nadie dudaba en el contexto de una socialdemocracia triunfante, a ser cada vez más accesible para las capas populares, a medida que se desarrollase su poder adquisitivo y su tiempo libre (lo que, por otra parte, finalmente se había producido, pero a consecuencia de un desvío a través del ultraliberalismo adecuadamente simbolizado por las compañías low cost, y a costa de una pérdida total del prestigio anteriormente asociado con el transporte aéreo).
Minutos más tarde, Jed tuvo una confirmación de su hipótesis sobre la edad del aeropuerto. El largo pasillo de salida estaba decorado con fotografías de personalidades eminentes que habían honrado el lugar con su visita: esencialmente, presidentes de Estados Unidos y papas. Juan Pablo II, Jimmy Carter, Juan XXIII, George Bush padre e hijo, Pablo VI, Ronald Reagan..., no faltaba ninguno. Al llegar al fondo del pasillo, Jed comprobó asombrado que el primero de estos visitantes ilustres no había sido inmortalizado por medio de una foto, sino pura y simplemente por un cuadro.
De pie en la pista, John Fitzgerald Kennedy había adelantado al grupito de oficiales: entre ellos se advertía la presencia de dos eclesiásticos; en segundo plano, unos hombres de gabardina pertenecían probablemente a los servicios de seguridad americanos. Con el brazo levantado hacia delante y hacia arriba –cabe imaginar que hacia la multitud agolpada detrás de las barreras–, Kennedy sonreía con ese entusiasmo y ese optimismo cretinos tan difíciles de imitar para los que no son norteamericanos. Jed volvió atrás para examinar detenidamente el conjunto de representaciones de personalidades eminentes. Bill Clinton estaba tan regordete y liso como su más insigne antecesor; era preciso convenir en que los presidentes demócratas americanos parecían, en general, lúbricos usuarios de Botox.
Al volver hacia el retrato de Kennedy, Jed se vio, sin embargo, inducido a una conclusión de otra naturaleza. El Botox no existía en esa época, y el control de las hinchazones y arrugas, que hoy día se obtiene mediante inyecciones transcutáneas, lo ejercía entonces el pincel complaciente del artista. Así pues, en los ultimísimos años cincuenta, y hasta muy a principios de los sesenta, aún era concebible confiar la tarea de ilustrar y exaltar los momentos estelares de un reinado a artistas pintores: al menos a los más mediocres. Indudablemente el cuadro era una birria, bastaba con comparar el tratamiento del cielo con lo que habrían hecho Turner o Constable, hasta los acuarelistas ingleses de segunda fila habrían salido más airosos. No deja de ser cierto que había en aquel cuadro una especie de verdad humana y simbólica, a propósito de John Fitzgerald Kennedy, que no alcanzaba ninguna de las fotos de la galería, ni siquiera la de Juan Pablo II, pese a que estaba muy en forma, sacada sobre la escalerilla del avión en el momento en que abría los brazos de par en par para saludar a una de las últimas poblaciones católicas de Europa.
También el Hotel Oakwood Arms tomaba su decoración de los tiempos pioneros de la aviación comercial: publicidades de época de Air France o Lufthansa, fotografías en blanco y negro de Douglas DC-8 que surcaban la atmósfera límpida, de comandantes de a bordo con uniforme de gala posando orgullosos en su cabina. Jed había visto en Internet que la ciudad de Shannon debía su nacimiento al aeropuerto. Había sido construida en los años sesenta, en un emplazamiento donde nunca había existido ningún poblado ni pueblo. La arquitectura irlandesa, por lo que había podido ver, no poseía ningún carácter específico: era una mescolanza de casitas de ladrillo rojo, similares a las que se encontraban en los arrabales ingleses, y de vastos bungalows blancos, rodeados de un espacio asfaltado y bordeados de césped, a la americana.
Esperaba más o menos tener que dejar un mensaje en el contestador de Houellebecq, hasta ahora sólo se habían comunicado por correo electrónico y al final por sms: no obstante, el escritor respondió, al cabo de varios timbrazos.
«Reconocerá fácilmente la casa, es el césped en peor estado de todas las inmediaciones», le había dicho Houellebecq. «Y quizá de toda Irlanda», había agregado. Entonces Jed había creído que exageraba, pero la vegetación alcanzaba, en efecto, alturas colosales. Jed siguió un sendero de baldosas que serpenteaba a lo largo de una decena de metros entre los arbustos de cardos y las matas de espino, hasta llegar a un terraplén asfaltado sobre el cual había aparcado un todoterreno Lexus RX 350. Como cabía esperar,...

Índice

  1. Portada
  2. Primera parte
  3. Segunda parte
  4. Tercera parte
  5. Epílogo
  6. AGRADECIMIENTOS
  7. Créditos
  8. Notas