Narrativas hispánicas
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Narrativas hispánicas

  1. 416 páginas
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Narrativas hispánicas

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El invitado amargo empieza con el anuncio de la muerte del padre en una escena de cama de su hijo, y termina, al cabo de más de tres décadas, el mismo día del año y en la misma casa, donde la entrada de unos ladrones hace salir de una caja negra el pasado de dos amantes.

En el transcurso, no siempre lineal, de ese tiempo iniciado por el encuentro de un escritor de treinta y cinco años y un joven estudiante que escribe versos, el libro se despliega como una novela de la memoria, un recuento verídico tratado con los dispositivos de la ficción. Pero también como un ensayo narrativo sobre las ilusiones y los resentimientos del amor, y como un doble autorretrato con paisaje –el de la España cambiante de los años 1980– y con figuras, una rica galería de personas reales, algunas sobradamente conocidas, tratadas como personajes o testigos de una tragicomedia de la felicidad, la infidelidad, las búsquedas personales y el anhelo de lo que pudo ser.

Luis Cremades y Vicente Molina Foix han escrito de un modo singular pero separadamente este libro sin precedentes. En la libertad mutua de rememorar por separado, en la importancia dada a lo que pusieron por escrito mientras se amaban y se traicionaban, los autores reencuentran el territorio común de la palabra para mirarse desde el presente tratando de recuperar con desnuda autenticidad, sin nostalgia, lo que esos espejos contuvieron en su día y han dejado como poso.

Y lo han hecho, como ellos mismos señalan irónicamente, siguiendo el patrón del «folletín» en el sentido original del término: cada capítulo, firmado en alternancia por ambos, se escribía sin previo acuerdo y le llegaba al otro manteniendo la intriga, como en las novelas del siglo XIX. Con la diferencia de que en ese feuilleton en 64 capítulos los dos protagonistas-lectores sabían el final, pero no las sorpresas y revelaciones que su propia historia les podía deparar.

En este libro, que no dejará indiferente a ningún lector, asistimos a la demostración de la probada maestría de Molina Foix y a la revelación narrativa de un poeta, largo tiempo en silencio.

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Información

Año
2014
ISBN
9788433934536
Categoría
Literature

Primera parte

1. Vicente

En mitad de la noche del 30 de diciembre de 1978 sonó el teléfono en el dormitorio. Yo dormía abrazado a M., sosteniendo su cuerpo sin ropa, y al quitarle mis manos para responder a la llamada M. se despertó. Levanté el supletorio en forma de góndola que estaba sobre la mesilla art déco, aquella noche conectado por si llegaba desde Alicante la llamada que temía. La palabra áspera y poco detallada de Rafael, el marido de mi hermana, me dio a entender, sin decir la palabra muerte, que papá había muerto. Antes de dar fin a la breve conversación telefónica, M., que no me había oído hablar más que de aviones y horarios, se puso a llorar a mi lado. Lloraba con más lágrimas que yo.
Pasé la noche de San Silvestre velando el cuerpo de mi padre, una estructura sólida y grande que a finales de agosto de ese mismo año yo había visto dar largas caminatas por la orilla y nadar vigorosamente en las aguas de la playa de San Juan, y a primeros de diciembre, cuando regresé de Oxford, encontré postrada en un sillón del mirador de la casa familiar, sosteniendo la cabeza de un anciano absorto, sumido, demacrado. Mientras mamá nos miraba desde la antesala, intentando una sonrisa plácida que no escondía el rictus de su propia agonía, me incliné sobre él, se dejó dar mi abrazo sin cambiar de postura en el sillón, pero al ir a besarle en las mejillas, tres meses antes encarnadas y aquel día de invierno pegadas al hueso y lívidas, apartó la cara, como si sintiera vergüenza de presentarse con la estampa de hombre acabado ante el único hijo que no había seguido su fulminante declive desde que en octubre se le detectase un cáncer de pulmón con metástasis. Nunca había estado enfermo, había dejado de fumar a los cincuenta años, se había jubilado en plena forma, y ahora, con setenta y dos años recién cumplidos, yacía en la morgue del sanatorio Vistahermosa de Alicante. Por los alrededores del edificio, incluso en la cafetería del establecimiento, sonaba el estallido de los «benjamines» y se oían cánticos de fiesta de quienes, sin tener muertos que velar, transitaban la calle y la carretera cercana o se tomaban las uvas en compañía de sus enfermos con curación.
M. era la hija de un formidable muralista republicano, exiliado largo tiempo en Latinoamérica y pintor allí al servicio del dictador Trujillo, a la que yo amaba de un modo inesperado, incierto en su continuidad y por ello quizá más frenético. Nos habíamos conocido seis meses antes, al principio del verano de 1978, ella saliendo de una historia de amor con un hombre casado de gran renombre que le doblaba en años, y yo viviendo en un lánguido compañerismo la prolongación de un amorío con Andy, un muchacho del norte de Inglaterra que trabajaba de recepcionista en un salón de belleza de Mayfair. Llegado a Madrid a primeros de junio para las vacaciones de verano, que en Oxford, por la altivez de su calendario lectivo, empiezan antes y acaban después que en el resto de las universidades británicas, la conocí dentro de un grupo de amigos escritores poco más o menos en la treintena (Fernando Savater, Eduardo Calvo, Javier Marías, Luis Antonio de Villena, Ángel González García), que frecuentaban el café-bar Dickens y cortejaban, más como ideas platónicas que como ligues factibles, a un hermoso frente de juventudes también asiduo del falso bar inglés. Y allí estaba María, María Vela-Zanetti, su hermano Pepe, Isabel Oliart, Pablo García Arenal, hijos todos de ilustres progenitores afines a la Institución Libre de Enseñanza, dejándose caer también por la terraza del Dickens, con menos frecuencia, los hermanos Íñigo y Javier Ramírez de Haro, guapos y nobles de cuna. María y yo nos amamos cuatro trimestres de Oxford, contando el de verano, que al contrario que los otros tres no lleva nombre. Yo tenía al conocerla treinta y dos años y ella veintitrés, una diferencia de edad muy reducida en comparación con la que la separaba de sus dos novios anteriores.
En las noches de aquel verano con María el teléfono empezó a sonar de madrugada. La primera vez estábamos aún despiertos y ella se asustó, como si la llamada, interrumpida al tercer timbrazo, fuese la contraseña de una advertencia. Sonó de nuevo al cabo de unos minutos, y descolgué enseguida preguntando quién era; al otro lado de la línea se oyó un silencio, antes de colgar. Las llamadas se hicieron regulares, aunque espaciadas; los fines de semana no había, y María sabía por qué.
María vino a Oxford a pasar unos días conmigo en el primer trimestre del curso 1978-79, el Michaelmas Term, causando revuelo entre los españoles adscritos a St. Antony’s, donde yo, miembro del college por concesión de su warden Raymond Carr, solía almorzar los días de semana. La sensación primera la producían sin duda la belleza y el genio ocurrente de María; a continuación afloraba la sorpresa de mi irrupción en tan rutilante compañía femenina. Un colega inglés del departamento de Hispánicas, con el que había yo coincidido un par de veces en el único pub de ambiente de la ciudad universitaria, nos vio pasar abrazados cerca de la Biblioteca Bodleiana y me hizo un guiño de sobrentendido que tal vez incluía la congratulación por la calidad de la estratagema.
Efectos similares tuvo María cuando llegó a Alicante el primer día del año para acompañarme en el entierro de mi padre. Se hospedó en el hoy inexistente Hotel Palas, que ella asoció con regocijo a la diosa Atenea, hasta que le expliqué que se trataba del antiguo Palace rebajado de su afrancesamiento en la etapa «espagnolisante» del nomenclátor franquista. Era entonces ya un hotel decadente, pese a lo cual no fui bien mirado al entrar de noche camino de la habitación de María; la señorita había solicitado una habitación individual, me dijeron en recepción al salir.
Su presentación familiar en una circunstancia tan íntima sirvió posiblemente de escaparatismo escapista de mi anterior carencia de novias. Creo que el alivio, no exento de una cierta suspicacia, fue mayor para mi hermana que para mi madre, muy satisfecha (hasta el fin de sus días) de ver a su hijo pequeño como al eterno soltero que no le traería nunca a casa una nuera pasada por los altares. María volvió a Madrid después del funeral, y yo me quedé dos días más en Alicante, ocupado en trámites testamentarios, alguno de ellos lacerantemente sórdido.
En los días de enero que pasamos juntos en Madrid, antes de mi regreso a Oxford para iniciar el Hilary Term, María me ayudó a superar el desconcierto, en esa primera fase más acusado que el sufrimiento. Pero ella, con la delicada inseguridad que era un rasgo de su carácter, se puso en duda como consuelo: «Vicente, a veces me pregunto si te gustaría hablarme o escribirme de lo que piensas o sientes por la muerte de tu padre [...] Fue todo tan brutal que muchas veces me sorprendo a mí misma tratando de imaginarte en esta terrible noche del 31. No sé si empezaste a contármelo y yo me puse a llorar. No me acuerdo; lloré demasiado este último mes [...] Me aterra intuir un cierto desamparo en el que te he dejado por pudor; nunca me atreví casi a hablar de ello. Eres tan contradictorio: las ocasiones en que estás pidiendo solamente que te mimen un poco, pero te cuesta tanto reconocerlo. A lo mejor no tienes una necesidad real de ello.»
He confiado siempre, desde que empecé a practicarlo, en el vínculo que crea la correspondencia escrita. Mi padre, decía mi madre, era un artista en la materia; en cierta ocasión ablandó con una carta a un hueso, el catedrático de Resistencia de Materiales de la Escuela de Ingenieros de Caminos, que había rechazado con excesiva severidad un elaborado trabajo de fin de curso presentado por mi hermano una hora fuera de plazo, y desde entonces la «carteta» de papá (el valenciano surgía en casa en los momentos efusivos) era un modelo apodíctico dentro de nuestra familia. María me quería más al natural que por escrito; su fe no traspasaba los mares. En esa misma carta de febrero de 1979 de la que he citado un párrafo escribía que la lejanía entre Madrid y Oxford, que yo llevaba con más templanza, a ella le producía ansiedad, sobre todo cuando de noche, después de cenar fuera o ir a un cine, sufría la sensación de «vuelta a casa» sola.
Mientras tanto, me dolía el estómago desde buena mañana, tanto los días de clase como los de descanso, y en ayunas el dolor era como una tenaza que amenazaba con estrangular el duodeno: a mí, que había heredado de mi madre un apetito voraz y un aparato digestivo capacitado para triturar los platos más densos de la cocina española. Los dolores no cesaban, y el médico fue categórico tras la primera consulta y los primeros análisis en el hospital de la universidad. Tenía abierta una úlcera, y en el origen de esa lesión estaba, al doctor no le cabía duda, la herida psicosomática de la pérdida paterna que le conté al hacer el historial.
María, por su parte, añadía a las incertidumbres de la distancia los celos, no de una persona concreta (inexistente), sino de esa zona mía que, aun conociéndola desde el principio, le resultaba opaca y en la que no podía esgrimir su gran poder de seducción. Tampoco me ocultaba que tenía en Madrid un pretendiente tenaz al que yo conocía superficialmente. «Advierto que no estás dispuesto a compartir más que lo superfluo, aunque, para qué negarlo, es lo más agradable.» Conservo cartas suyas bellas y fieras, pero María prefería la rapidez del teléfono; no me encontraba a veces, estando yo en el momento de su llamada en la estación de Paddington o haciendo trasbordo en los andenes de Reading, situados enfrente de la cárcel. Mis clases eran muy llevaderas y pocas, y solía pasar al menos dos días a la semana en Londres, a cincuenta minutos de Oxford. Impacientada por mi condición de fantasma itinerante, María me colgaba el teléfono después de algún reproche que yo había encajado agriamente.
Esa necesidad de ver y tener al ser amado que la fe amorosa no suple María la expresaba con maravillosa contradicción en una carta que, leída ahora, tiene todo el sentido de un final. «La distancia te convierte en un horario de tren del que vivo, muy a mi pesar, pendiente. No sé si me explico: quiero aburrirme de verte; que estés aquí para que deje de tener importancia tu presencia y la tenga todo lo demás.» Mi úlcera sangrante se curó pasada la primavera, pero en algún momento del mes de mayo María decidió que lo más sano era cortar conmigo y unirse al pretendiente recalcitrante, con el que hoy sigue, para satisfacción de todos.
Con el fin del curso 1978-79 y del Trinity Term acababa mi contrato con la Universidad de Oxford, mi residencia en el país al que llegué en verano de 1971 con la insensata idea de aprender la lengua inglesa en tres meses, quedándome en él por pundonor ocho años, y también mis languideces con el joven recepcionista del salón de belleza de Mayfair.
En octubre de 1976, iniciado mi primer trimestre en Oxford, había cumplido treinta años, y eso me produjo una angustia que sólo mitigó en parte el engranaje de la prosopopeya oxoniense, tan bien contada en sus novelas por Javier Marías, sucesor en ese mismo puesto años después. Entre high tables, comitivas formales por los quadrangles, exámenes con atavío académico y encaenias honoríficas a fin de curso, pasé muy distraído aquel primer año de luto por mi juventud, que estaba seguro de que había tocado a su fin en el cambio del desaforado número 2 al riguroso 3 de la madurez. ¿Quién iba a ligar, y menos aún querer a semejante estafermo? Mis exequias tuvieron en Londres dos o tres alegrías de una noche gracias a los asiduos, sobre todo australianos, de un club gay (la palabra acababa de adoptar su doble sentido americano en Gran Bretaña) llamado Napoleon, «Neipólion», según lo decían ellos. Pero el mayor indicio de que tal vez mi juventud no estuviera del todo perdida fueron esos diez meses de María. Su irremediable final y poco después mi regreso a España después de casi nueve años ingleses sirvieron de detonante de un nuevo sistema de vida cuya ordenanza me daba recelo.
Es un tiempo del que no tengo muchas reminiscencias, más allá del sentimiento de reocupación de un territorio, de recuperación cotidiana y no por carta de los amigos íntimos, de los viajes frecuentes a Alicante, donde mi madre desconsoladamente viuda me recibía con alborozos de doncella. Nada más recuerdo del periodo que va desde el verano de 1979 al primer trimestre, ya sin advocación docente, de 1981. Quizá porque mi memoria, que es materialista como mi propia alma, sólo se adhiere a las personas que ocupan cada tiempo, y en esos dieciocho meses, felices supongo en una España que reencontraba recién repuesta de la larga tiranía facciosa, ninguna persona me ligó a la realidad.
Uno de los amigos con quien reanudé el trato frecuente era Luis Antonio de Villena, por quien, como él y yo hemos evocado jocosamente más de una vez, sentí una viva antipatía (correspondida) al conocernos de lejos en el mundillo literario madrileño, hasta que, por mediación benéfica de Vicente Aleixandre, descubrimos afinidades y sintonías que, tras un periodo de apagón en el inicio del siglo XXI, siguen hoy calurosas. Fue Luis Antonio, que siempre ha cultivado un pool de alevines, quien una noche de finales de abril de 1981 me presentó, después de haberme hablado de él con ánimo casamentero, a Luis Cremades, joven alicantino que quería ser poeta y estudiaba primero de sociología en la Complutense. Luis me gustó mucho aquella primera vez; guapo, inteligente, dotado de humor, aunque con una peculiaridad física que suele contrariarme. Que fuera alicantino me resultaba por lo demás muy acogedor: un atavismo con la ciudad donde crecí, entre los cinco y los dieciséis años, y donde cometí los primeros actos impuros con representantes de mi sexo.
La contrariedad física de Luis era su estatura, menor de lo que, a lo largo de una vida ya extensa, he podido establecer como una invariante impremeditada en el hecho de sentirme atraído instintivamente; nada por debajo del metro ochenta suele despertar el fulminante alzado de ojos que comparto en situaciones lúbricas con los perros y sus orejas erguidas. Pero Luis tenía, por el contrario, sin salir aún del cómputo físico anterior a cualquier contacto íntimo, dos cosas que me pirran: cuello y gafas. No todo el mundo valora ese tronco que une trascendentalmente el cuerpo con la cabeza. Hace años que no veo a Luis, y me pregunto por la actualidad de su cuello, que entonces, las fotos de los primeros años ochenta lo muestran, era esbelto y alto, con un modo dórico de encajar en el capitel de su rostro.
Mi encomio de sus gafas no tenía mérito, pues soy un incondicional de esos artilugios, que encuentro que le sientan bien a todo el mundo excepto a mí; llevé gafas desde cuarto de bachillerato, primero unas gafitas tenues de varillaje mondo, cambiadas al llegar a Madrid para estudiar la carrera por unos armatostes cuadrados de pasta negra, posiblemente debidos a la estética pop; en la mili, con el sanguinario humor de la soldadesca, me ganaron el apodo de «el Televisores». Vuelto a la vida civil me pasé, ya para siempre, a las lentillas, reservando las gafas para el recogimiento y las mañanas en que has madrugado y has de salir de casa precipitadamente. La puesta de la lentilla, incluso hoy, con cuarenta años de experiencia, me pide parsimonia.
Pocos días después de aquella cena propiciada por Luis Antonio, el día 7, quedamos ya a solas Luis y yo, no recuerdo en qué sitio ni con qué excusa, si es que la hubo. Yo quería verle, y debí de ser el que llamó primero a su colegio mayor, un ritornello telefónico en mi vida sentimental. Acababa él de cumplir, el 1 de mayo, diecinueve años.
Esa noche la pasamos juntos en mi casa. El cuello griego, las gafas depositadas antes de pasar a la acción sobre la mesilla art déco, el cabello largo. Ahora que lo tocaba calibraba yo, que he sufrido de un mal pelo, ralo y rizoso, desde la adolescencia, lo abundante y recio que él lo tenía.

1. Luis

Era febrero, 1981. Hacía menos de seis meses que vivía en Madrid. Había llegado a la facultad de Sociología desde Alicante, sin saber bien por qué, tras muchas indecisiones. El curso anterior había pasado del entorno seguro del colegio de los jesuitas a un instituto público recién abierto. Necesitaba un poco de caos alrededor, pensaba, para valerme por mí mismo. Los últimos meses en Alicante fueron especialmente intensos: había aprendido mecanografía, me había presentado por libre a los exámenes de tres cursos de inglés en la Escuela Oficial de Idiomas, había aprobado la selectividad, el examen para el carnet de conducir, había tenido mi primer trabajo en la taquilla de un aparcamiento de coches... Y con parte de ese dinero había hecho un viaje en barco, con la vieja Mobilette, a Mallorca y Menorca. Había estado en Ibiza y Formentera los veranos anteriores. Era la despedida de un mundo feliz, tal como se entiende en esta costa mediterránea. Después, ya en septiembre, había ido a Madrid a buscar alojamiento. Era tarde. No quedaban plazas en los colegios mayores, caminé al azar de puerta en puerta por la ciudad universitaria, me equivoqué varias veces y provoqué alguna situación cómica involuntaria pidiendo plaza en un colegio para posgraduados, donde me hicieron la entrevista de admisión completa por divertirse, dejando para el final la cuestión –obvia– de la edad. Casi por azar encontré plaza en uno de los colegios adscritos a la Universidad Complutense, junto al Parque del Oeste, algo alejado de la ciudad, pero que permitía ir caminando hasta la facultad de entonces incluso en los días fríos. Pasados los días de las novatadas, propias de un pueblo tribal disfrazado de nación y fuertemente clasista, como lo es todavía; pasados los días de que te encierren en el altillo de un armario o te arrastr...

Índice

  1. Portada
  2. Primera parte
  3. Segunda parte
  4. Tercera parte
  5. Final: El comienzo
  6. Notas
  7. Créditos