Narrativas hispánicas
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Narrativas hispánicas

  1. 144 páginas
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Narrativas hispánicas

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El sonido del viento que acaricia las hojas es el ritornelo que recorre estos relatos de González Sainz. Susurra acerca de la vida y la muerte, del inexorable paso del tiempo o el ajuste de las cuentas de una vida, pero también de la sensualidad de los cuerpos y el enigma del deseo. El motivo sonoro puede acompañar el lento caminar de dos ancianos que se enfrentan a la crueldad de un joven de insultante belleza, o asemejarse al siseo de la puerta giratoria de un viejo café, donde unos niños entran y salen, un hombre observa y descifra la secreta belleza de una mujer, y otro anuncia su próxima muerte a sus amigos de toda la vida. O asociarse al goce de una niña que sopla pompas de jabón en el pretil de un puente e ignora a su madre que la mira con los ojos del miedo... Otras veces, lo que trae el viento que agita el follaje es la seductora sonrisa de una vendedora de helados, los vericuetos de la vida conyugal, el sabor a limón del amor. O la inasible imagen de una mujer detrás de un escaparate ante el que uno de los narradores pasa obsesivamente cada día para verla, para contemplar ese cuerpo no sabe si escultórico o quitahípos o quitaaliento. Y para mirar a los que la miran. «Nos precipitamos», reflexiona uno de los narradores del libro, «al abismo de las imágenes y los relatos.» Y es allí donde mirar, imaginar, desear y, cómo no, contar, establecen una fecunda relación, donde el enigmático susurro de hojas y palabras se convierte en ese murmullo –¿indescifrable?– en el que reverbera el misterio de nuestra condición.

Literatura para leer lentamente, para saborear y meditar, para prestar atención desde lo que se dice a lo que se vive y viceversa, literatura para acompañar nuestras vidas con la vida de nuestras palabras hasta allí donde unas y otras declinan, callan.

«González Sainz es un narrador excepcional y un maestro del idioma que se prodiga menos de lo que sería deseable» (Jon Juaristi, ABC ).

«El autor prosigue su fascinante peripecia narrativa en el universo descoyuntado del nihilismo contemporáneo... Su forma de narrar capta la irrepetible individualidad de cada destino singular, pero colocándola en el coro de la humanidad que la rodea y de la que es parte, inconfundible, como la rama de un árbol» (ClaudioMagris).

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Información

Año
2014
ISBN
9788433934994
Categoría
Literatura

LA LÍNEA DE LA NUCA

(LA CURVATURA DE LA ESPALDA)

Para Margarita Hernando de Larramendi
Miró el reloj y se dio cuenta de que todavía le quedaba bastante tiempo por delante. Había caminado ya un buen trecho desde que salió por la mañana, una buena tirada con el fresco al principio, cuando da gusto caminar por cualquier sitio y todo se antoja aún posible y vividero, y luego ya otro tanto por lo menos mientras comenzaba a apretar el calor y se echaba encima el día sin pensarlo, y al notar que empezaba a estar un poco cansado, un poco aturdido también por la barahúnda del gentío y el barullo del tráfico, decidió detenerse un rato a descansar –¿a hacer tiempo?– en algún lugar que le resultara agradable.
Se acordó de que, no muy lejos de donde se encontraba, había un viejo y espacioso café que conocía de antiguo, uno de esos sitios bulliciosos y sin embargo acogedores entre cuyas mesas se tiene a veces la impresión de que de alguna forma se teje, con la maraña de las conversaciones y los gestos y la abigarrada asiduidad de sus clientes, si no el secreto –que eso sería quizá mucho decir–, por lo menos algo así como una urdimbre o cañamazo de la vida, como su réplica acaso. De modo que se ladeó un poco –tiempo, se repitió, todavía bastante tiempo por delante– y se dirigió en derechura hacia allí aun a costa de alargar lo que hiciera falta su trayecto.
Al llegar, empujó la puerta giratoria por la que ya había entrado otras veces y dio un rápido vistazo dentro a la redonda. Había a esas horas bastantes mesas libres –el ambiente era grato y sosegado– y él se sentó a una de las que dominaban la cristalera que daba a la plaza. A su derecha, en una de las mesas del fondo, una mujer joven repasaba con lápiz unos folios escritos a máquina deteniéndose un momento en cada renglón –¿comprobaba datos?, ¿verificaba un razonamiento?–, y por el lado de su izquierda, en la mesa contigua, un grupo de seis hombres ya entrados en años parecía enzarzado en una amena y distendida conversación. Hablaban de las últimas obras de acondicionamiento de la plaza emprendidas por el ayuntamiento, y había quien mostraba su acuerdo y hasta su entusiasmo –«es que daba pena como estaba», decía– y quien en cambio manifestaba a las claras su discrepancia –«pues yo lo que creo es que no hacen más que gastar, gastar y derrochar a manos llenas, y alguno habrá que se llene los bolsillos»–; pero todo ello, tanto las avenencias como los desacuerdos o reticencias, se expresaba en un clima de tan apacible camaradería y tan grata dicción –«ya no va uno a reconocer nada», oía ahora, «ya nada va a ser lo que era»–, que le resultaba un verdadero placer escucharles. Era evidente que lo que allí contaba de verdad no era tanto lo que se decía o la defensa de lo que se decía cuanto el poder decirlo y poder ser escuchado, que lo que contaba era la compañía que hacen las palabras. ¡Cuántas veces, pensó, con las palabras se ataca o se defiende como si fueran armas, pero qué pocas nos dejamos acompañar por ellas, ir con ellas como se va con las personas o estar con ellas!
Al poco de haberse sentado y mientras se hallaba escuchando al grupo de su izquierda –la mujer joven seguía repasando sus folios y era realmente atractiva si uno se detenía a mirarla–, se le acercó de pronto el camarero y le preguntó qué iba a tomar. Se trataba de un muchacho de unos treinta años con la cabeza rapada al cero y los ojos muy grandes que llevaba una chaquetilla blanca de uniforme abrochada hasta arriba, y antes de limpiarle la mesa, de frotar una y otra vez la superficie del mármol con movimientos retorcidos o ensortijados de un paño húmedo, le respondió que ahora mismo iba a uno de los señores del grupo que le había estado haciendo señas con la mano. En ese momento –el camarero se retiró a traerle el café que le había pedido– entraba una pareja joven bromeando por la puerta giratoria que también se veía desde su mesa a través de una cristalera corrida. Primero entró ella y cuando él, en el cuadrante posterior al de la muchacha, se encontraba en el medio, sin hueco de salida ni a la calle ni al establecimiento, la chica retuvo en seco el mecanismo giratorio de la puerta y lo dejó encajonado. Durante un momento quedó apresado, sin poder ir ni para adelante ni para atrás, hasta que ella soltó la puerta y la dejó girar. Pero cuando quiso entrar en el café, cuando salió casi despedido por el impulso tan fuerte que había dado para vencer la resistencia de ella, ésta se había vuelto a introducir en el movimiento circular y había salido de nuevo a la calle. Entonces él fue a salir también, pero al empujar la hoja de la puerta y meterse dentro del movimiento de rotación, ella se coló otra vez dentro desde la calle, de manera que cuando él salía, ella entraba y viceversa.
Se reía cada vez más y cuanto más se reía ella, más parecía irse desesperando él, lo que le daba a la chica todavía más motivos para seguir riéndose. Al final –entraban y salían un poco molestos otros clientes– ella le esperó dentro del café y le echó amorosamente los brazos al cuello en cuanto apareció el muchacho acezando como quien emerge de una prolongada zambullida. Igual que si hubiese caído en una celada, él quiso desembarazarse entonces y desprenderse de su abrazo lo mismo que acababa de hacer con el mecanismo de la puerta, pero ella se reía y le decía que no fuera tonto, que si se enfadaba es que era tonto. Terminó abrazándola también y sucumbiendo a ella como a un movimiento de rotación, si bien de un modo mohíno, como disminuido e irremisible, o como quien acaba haciendo algo grato pero a disgusto que de suyo nunca hubiera querido hacer aunque fuera lo más hermoso del mundo.
Entonces se lo llevó a la barra y pidió algo para los dos; le daba besos de vez en cuando sin dejar de reírse y era como si a aquel joven se lo hubiera tragado alguna cosa, como si lo hubiera engullido su bochorno o más bien la alegría de ella, el haber sido objeto de una broma allí delante de todos al entrar y delante también del tiempo por delante, de todo el tiempo que ambos tenían todavía por delante o bien de la propia urdimbre de la vida, de su réplica acaso.
* * *
El camarero de la cabeza rapada y la chaquetilla blanca abrochada hasta arriba vino a traerle el café y un vaso de agua –dejó el ticket bajo el vaso– y volvió a decirle al señor que lo requería en el grupo que enseguida iba a atenderle. Ahora hablaban de la guerra en curso, de una guerra sin choques de ejércitos ni campos de batalla, sólo con daños y víctimas. «Todo cambia», apostilló el que parecía menos hablador de todos, un poco retirado con su silla en un rincón de la mesa, «todo cambia, pero al que le toca, le toca y ya está, como siempre.»
Tenía una papada muy pronunciada y unos ojos algo saltones y tristes que daban la impresión de mirar siempre hacia abajo. Era de esos rostros que parece que no se atreven o que les cuesta trabajo levantar la vista, como si algo en la vida les hubiera hecho bajarla definitivamente o no tuvieran ya razón alguna para mirar a las cosas cara a cara. Su desarreglo en el vestir, un traje de verano de un modelo anticuado lleno de arrugas y una camisa de cuello desgastado que no hacía juego ni por asomo, denunciaba a la persona que vive sola y contrastaba con la indumentaria cuidadosa de su compañero de al lado, un hombre de una barbita blanca muy bien recortada y una camisa de colores vistosos propia de quien todavía aspira a gustar.
El hombre de la papada pronunciada, pese a seguir la conversación e intervenir a ratos de un modo casi siempre sentencioso, parecía a menudo distraído y a veces volvía la vista hacia atrás –y hacia abajo– o hacia el lado –y también hacia abajo– y otras más bien sólo directamente hacia el suelo. Se pasaba la mano cada cierto rato por la cara y, al final del gesto, se quedaba descansando un momento con el mentón y una mejilla sobre la palma abierta y grande de la mano, tan ensimismado y taciturno como si alguna razón poderosa lo retuviese en otra parte.
Todo lo contrario del compañero que se sentaba enfrente, un hombre delgado y pequeño que tenía un permanente aspecto de asombro y una movilidad continua con la que parecía querer compensar lo menguado de su persona y su presencia. Miraba a menudo al hombre de la papada, sobre todo cuando éste se quedaba absorto, lo mismo que miraba a cada uno de los que hablaban en cuanto abrían la boca o a cada movimiento que se produjese a su alrededor; tampoco le quitaba ojo al hombre delgado de pelo ralo blanco y cortado casi al rape que se sentaba a su lado y le insistía al camarero en cuanto le veía aparecer para que se acercara.
«Eso es lo que creéis vosotros, que sois unos ingenuos con los años que tenéis», decía, a la izquierda del anterior, el que solía llevar la voz cantante, más joven seguramente y de mejor aspecto que los otros y más vivo de movimientos; «hoy el campo de batalla está en todas partes y el choque en cada cosa que hacemos. Todo es una guerra y no hay más que guerra; incluso el amor es una guerra.» Solía estar en desacuerdo con todo –«hombre, no será para tanto», le replicó a su vez por lo bajo el hombrecillo delgado con su permanente aspecto de asombro– y llevaba la contraria a quien hablara de un modo tan sistemático y casi como por principio, tan tajantemente convencido también siempre, que los demás le oían muchas veces como quien oye llover. No se daban por ofendidos cuando arremetía contra alguno –«es como es y ya está», decían– y estaban igual de acostumbrados a su tono y a su combativa negatividad que a la papada pronunciada del hombre de ojos saltones que hoy tenía la mirada triste y absorta.
* * *
No hay como la edad, pensó, no supo muy bien con qué significado, el hombre que había entrado en el café a descansar o hacer tiempo interrumpiendo su trayecto. Les escuchaba desde su mesa e, inadvertidamente, su mirada se le iba de cuando en cuando hacia las acacias de la calle sacudidas ahora de improviso por unas rachas de viento más fuertes.
En cambio la mujer joven que repasaba los folios estaba sentada, en muchos sentidos, al otro lado, en el banco corrido del fondo sobre cuyo respaldo se elevaban los grandes espejos que revestían las paredes. Si se miraba al que quedaba a su espalda, se veía reflejado por detrás su pelo largo y moreno, y a intervalos, cuando de vez en cuando ella se lo recogía en una trenza que al no quedar sujeta con nada se volvía a deshacer lentamente, podía verse asimismo el dorso blanco y esbelto de su cuello que se inclinaba sobre los folios y también un poco la curvatura de su espalda. Daba la impresión entonces de verla por entero, por delante enfrascada en su tarea y, al mismo tiempo, reflejada distendidamente por detrás, y la línea de su nuca –la posición de su espalda– parecía requerir que se comprobase cada cierto rato ese contraste entre enfrascamiento y distensión, entre contracción y esbeltez, igual que ella comprobaba sus datos en los folios o verificaba un razonamiento.
A veces su rostro parecía contrariado, ceñudo, y otras era como si de repente se ensanchara y alisara y toda la luz cálida y serena de la mañana que entraba por la cristalera hubiese estado ya desde siempre en su cara. De vez en cuando –todavía con el pensamiento puesto en lo que estuviera revisando–, alzaba la vista de sus papeles y dirigía la mirada un momento hacia delante, hacia donde se hallaba, tras la cristalera también corrida como los espejos a su espalda, la puerta giratoria en la que había bromeado hacía poco la chica con su pareja, y después, más detenidamente, miraba hacia la plaza, que quedaba a su derecha. Era entonces cuando su rostro se mostraba más hermoso.
Empezaba a apretar ya de lo lindo el calor, y en las copas de los árboles el airecillo que mecía el verde reciente de sus hojas era igual que una sonrisa que se insinuara y remitiese y luego se insinuara de nuevo para permanecer a veces durante un rato. La mujer se quedaba mirando las hojas como embebida y luego miraba a los transeúntes que pasaban al otro lado de los cristales en un sentido y otro. Había momentos en que todos pasaban en una dirección –como si ésa fuera la adecuada o hubiera algo al cabo que los atrajera, una meta halagüeña quizá o una promesa– y otros en que casi todos coincidían en ir en la dirección opuesta tal vez por motivos semejantes, pero lo normal, lo más perceptible, era que se cruzaran y confundieran, en distinta e imprevisible proporción cada vez, los que iban hacia un lado y los que iban hacia el otro junto a los que vagaban sin motivo aparente de una parte para otra que muchas veces parecían ser la mayoría.
Al cabo de un rato ella volvía a sus folios, a sus datos o sus razonamientos, lo mismo que él volvía a mirarla de frente y a mirarla también al espejo. Era una mujer atractiva si uno se detenía a contemplarla con atención –¿es el atractivo lo que llama de veras la atención, o es la atención más bien lo que realmente hace a algo atractivo?, se preguntó, ¿no será la belleza la sola atención?–, y una de las veces que ella levantó los ojos primero hacia el frente y a la redonda, y después hacia las hojas de los árboles que se mecían o bien permanecían detenidas y, a renglón seguido, hacia los transeúntes que circulaban en uno u otro sentido, sus miradas se cruzaron, improvisa y momentáneamente, como dos pequeños imanes que se adhieren un instante para resbalar enseguida el uno sobre el otro y soltarse. Pero se habían visto, se habían fijado el uno en el otro, y aunque él volviera su vista automáticamente hacia el otro lado, hacia el grupo de los señores de edad que conversaban sobre la guerra y las obras y conversaban también sobre errores, sobre los errores e inutilidades de todo ello, y ella la inclinara también mecánicamente sobre sus folios, a partir de entonces, en el recorrido de sus miradas, en la parábola de unos ojos al frente y a la redonda o al lado, entró a formar parte asimismo la comprobación de ese cruce o superposición de miradas por un momento como se comprueba un dato o se verifica un razonamiento o más bien como se queda uno detenido una vez más ante la oscilación imprevisible de las hojas en los árboles.
* * *
«Tanto trabajar y tanto penar en la vida, para acabar como esos pobres, cubierto con una sábana o unos cartones y alineado con otros desgraciados para que te saquen en las televisiones y discutan si ha sido un error», oyó decir al que parecía más joven y solía llevar la voz cantante. Por la puerta giratoria entraban ahora unos niños con su padre –antes había entrado un señor distraído que no había estado atento al momento de salirse de la puerta circular y había tenido que dar la vuelta entera y repetir la entrada– y en cuanto se vieron dentro y hubieron solicitado sus consumiciones, les faltó tiempo para volver a la puerta giratoria y jugar a entrar y salir de nuevo. Unas veces entraban los dos juntos empujando en el mismo cuadrante, otras se dejaba el uno al otro encajonado en el medio como antes la muchacha a su acompañante, y otras, las más ya al final, como ocurre en ocasiones con los juegos, que se van haciendo cada vez más frenéticos y exaltados hasta que algo se rompe o alguien daña o perjudica a otro, hacían girar la puerta todo lo rápido que les era posible y se colaban en ella para salir luego riéndose como podían, con una resolución expeditiva que no admitía la menor vacilación ni el más mínimo error.
La velocidad a la que impulsaban la puerta daba apuro a los demás clientes que querían entrar o salir, y éstos esperaban a que remitiese o trataban de frenarla. Era como si estuviesen aguardando ante un precipicio o una vorágine que los pudiera engullir, y los niños, entonces, cuando se daban cuenta, se detenían un momento y les dejaban paso, pero sólo para lanzarse a jugar luego de nuevo cada vez más acalorados, ajenos por completo a cualquiera de los miedos o aprensiones de los mayores. Ellos no tenían ni prevenciones ni necesidades de verificación, no tenían ni les faltaba tiempo, eran el tiempo, el tiempo que gira o encajona o te saca despedido, o quizá más bien el tiempo –y sus errores– era su juego.
«Os vais a hacer daño», acudió un momento el padre a reprobarles; «os vais a hacer daño o se lo vais a hacer a alguien y luego vendrán los lloros, como siempre.» Fuera, un viento inaprensible removía las copas de las acacias y las hojas y las ramas ostentaban un bamboleo irreductible a cualquier comprobación, a cualquier otra modalidad de la mirada...

Índice

  1. PORTADA
  2. UNOS PASOS AÚN ANTE EL UMBRAL (EL AIRE DE SU SONRISA)
  3. LOS OJOS DE LA CARA
  4. LA LÍNEA DE LA NUCA (LA CURVATURA DE LA ESPALDA)
  5. LA AMPLITUD DE LA SONRISA (LA DIRECCIÓN DE LA CORRIENTE)
  6. DURANTE EL BREVE MOMENTO QUE SE TARDA EN PASAR
  7. LA LIGEREZA DEL PECÍOLO
  8. COMO MÁS TARDE TUVE OCASIÓN DE COMPROBAR
  9. CRÉDITOS