Panorama de narrativas
  1. 632 páginas
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De ser hijo a ser padre. Éste es el paso del autor en la segunda parte de las seis que conforman Mi lucha, esa inmensa novela autobiográfica que la crítica ha descrito como «un proyecto demencial que sólo los verdaderos genios pueden alcanzar». Karl Ove deja a su mujer y se marcha a Estocolmo. Allí se hace amigo de Geir, otro noruego, intelectual y fanático del boxeo. Y vuelve a encontrarse con Linda, una poeta que le había fascinado en un encuentro de escritores, y que será su segunda mujer. Su mundo cambia mientras él escribe y cuenta cómo es volverse a enamorar, los goces y los engorros de la paternidad, la necesidad de escribir, la cotidianeidad de la vida en familia o el cómico fracaso de sus vacaciones, la humillación de las clases de preparación al parto, las peleas con los vecinos... Knausgård escribe con una veracidad punzante sobre los instantes que componen una vida, la de un hombre que anhela con igual intensidad la soledad y el amor.

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Información

Año
2014
ISBN
9788433934819
Categoría
Literatura

Tercera parte

29 DE JULIO DE 2008
El verano ha sido largo, y aún no ha terminado. El 26 de junio acabé la primera parte de la novela, y desde entonces, hace más de un mes, tenemos a Vanja y a Heidi en casa, sin ir a la guardería, con todo el trabajo extra que eso conlleva. Yo nunca he entendido lo de las vacaciones, nunca he sentido necesidad de tenerlas, siempre he preferido trabajar. Pero si hay que tener vacaciones, las tengo. Pensábamos pasar la primera semana en esa pequeña cabaña que Linda insistió en comprar en una huerta comunitaria el otoño pasado, con la intención de que fuera en parte un lugar donde escribir, y en parte donde pasar los fines de semana. Pero a los tres días nos dimos por vencidos y volvimos a la ciudad. Meter a tres niños pequeños y dos adultos en una superficie muy limitada, con gente rodeándonos por todas partes, sin otra cosa que hacer que arrancar y cortar la hierba, no es precisamente una buena idea, sobre todo si la atmósfera reinante ya es tensa antes de instalarse. Tuvimos varias discusiones muy subidas de tono en ese lugar, sin duda para gran diversión de los vecinos, y la sensación que me producían esos centenares de jardincitos decorosamente cuidados, con todas esas personas viejas y medio desnudas, me hacía sentirme claustrofóbico e irascible. Los niños captan rápido esas situaciones y luego las aprovechan, sobre todo Vanja, que reacciona casi al instante a cualquier alteración de tono o volumen de la voz, y si la cosa va a más, se pone a hacer lo que sabe que más nos disgusta, y que nos hace perder los estribos si esa situación se alarga. Si de antemano uno ya está lleno de frustración, resulta casi imposible defenderse, y a partir de ahí empiezan los gritos, chillidos y demás miserias. La semana siguiente alquilamos un coche y nos fuimos a Tjörn, en las inmediaciones de Gotemburgo, donde la amiga de Linda, Mikaela, también madrina de Vanja, nos había invitado a la casa de verano de su novio. Le preguntamos si sabía lo que era convivir con tres niños. Y si estaba realmente convencida de querer tenernos allí. Dijo que lo estaba, había pensado que podría hacer bizcochos y cosas así con los niños, y llevárselos a bañarse en el mar y a pescar cangrejos, para que Linda y yo pudiéramos disfrutar de un poco de tiempo para nosotros solos. Nos dejamos tentar. Fuimos en coche hasta Tjörn, a ese extraño paisaje que se parece mucho al del sur de Noruega. Aparcamos delante de la casa de verano y desembarcamos con los niños y todos nuestros bártulos. La idea era quedarnos allí una semana, pero a los tres días recogimos de nuevo nuestras cosas, nos metimos en el coche y pusimos de nuevo rumbo al sur, para el evidente alivio de Mikaela y Erik.
Las personas que no tienen hijos, por muy inteligentes que sean, no suelen tener ni idea de lo que va el tema, al menos eso era lo que me ocurría a mí antes de tener a los míos. Mikaela y Erik son personas ambiciosas. Desde que la conozco, Mikaela ha ocupado exclusivamente cargos de ejecutiva en el mundo de la cultura; Erik dirige una fundación de alcance mundial, con sede en Suecia. Después de Tjörn, se iba a una reunión en Panamá, para luego pasar unos días de vacaciones con Mikaela en la Provenza; así viven, lugares sobre los que yo sólo he leído, están abiertos para ellos. En esa vida irrumpimos nosotros con pañales y toallitas húmedas, con John, que gatea por todas partes, Heidi y Vanja, que se pelean y gritan, ríen y lloran, nunca comen en la mesa, nunca hacen lo que les decimos que hagan, al menos no cuando estamos con más gente y es cuando más deseamos que se porten bien, porque lo notan, claro, cuanto más nos importa, más indómitos se vuelven. Y aunque la casa era grande y espaciosa, no lo era tanto como para que las niñas se volviesen invisibles en ella. En su deseo de parecer generoso y amante de los niños, Erik hacía como si no temiera por ningún objeto de la casa, pero su lenguaje corporal lo delataba; los brazos apretados contra el cuerpo, la manera en la que todo el rato iba colocando las cosas que las niñas acababan de descolocar, y su mirada distante. Estaba cerca de las cosas y del lugar que había conocido durante toda su vida, pero muy lejos de las personas que allí se alojaban esos días, mirándolas más o menos como se mira a los topos o a los puercoespines. Yo entendía cómo se sentía y él me caía bien. Pero me había presentado en su casa con todo eso, lo que imposibilitaba un verdadero encuentro. Erik se había formado en Cambridge y Oxford, y había trabajado durante varios años de broker en el mundo financiero londinense, pero durante un paseo que Vanja y él dieron hasta una colina junto al mar, dejó que la niña se pusiera a trepar libremente a varios metros delante de él, mientras él contemplaba las vistas, sin reparar en que ella sólo tenía cuatro años y era incapaz de ver el peligro, así que tuve que subir hasta allí corriendo, con Heidi en brazos. Cuando media hora después nos sentamos en un café, yo con las piernas entumecidas tras la dura carrera cuesta arriba, y le pedí que le diera a John trocitos de un bollo que le dejé al lado, pues yo tenía que controlar a Heidi y a Vanja, a la vez que ir a buscarles más comida, dijo que sí, que lo haría, pero no cerró el periódico, ni siquiera levantó la vista, y no vio por tanto que John, a medio metro de distancia de él, se estaba poniendo cada vez más nervioso, para acabar gritando con tanta fuerza que la cara se le puso color púrpura, frustrado porque ese trozo que tanto le apetecía estaba delante de sus narices, pero fuera de su alcance. Me di cuenta de que la situación cabreó a Linda, sentada al otro extremo de la mesa, pero se dominó y no hizo ningún comentario. Esperó a que saliéramos y nos quedáramos un momento a solas para decirme que volviéramos a casa enseguida. Acostumbrado a sus caprichos, le dije que se callara y que no tomara decisiones estando tan cabreada, y entonces resultó que se cabreó aún más, claro, y así seguimos hasta que a la mañana siguiente nos metimos en el coche y nos marchamos de allí.
El despejado cielo azul y el angosto paisaje azotado por el viento, y sin embargo muy hermoso, junto con la alegría de los niños y el hecho de que nos encontráramos en un coche y no en el compartimento de un tren o a bordo de un avión, que habían constituido nuestro medio de transporte los últimos años, distendió el ambiente, pero no tardamos mucho en volver a las andadas, porque teníamos que comer, y el restaurante que encontramos y donde paramos, resultó pertenecer a un club náutico, pero el camarero me dijo que si cruzábamos el puente llegaríamos a la ciudad, y allí, a unos quinientos metros, había otro restaurante, de manera que veinte minutos después nos encontrábamos sobre un puente alto y estrecho, pero densamente transitado, empujando dos carritos de niño, hambrientos y sólo con un paisaje industrial a la vista. Linda estaba furiosa, los ojos se le habían puesto negros, siempre acabamos así, dijo rabiosa, y eso no le pasa a nadie más que a nosotros, nada nos salía bien, íbamos a comer toda la familia, podía haber sido algo agradable, pero en vez de eso íbamos andando bajo el viento, rodeados por coches ruidosos y humos de escape por un puente de mierda. ¿Había visto alguna vez a una familia con tres hijos en una situación parecida? El camino que seguíamos acababa en una verja metálica con el logo de una compañía de seguridad. Para entrar en la ciudad, que encima parecía triste y lánguida, tuvimos que dar un rodeo de al menos quince minutos por un polígono industrial. Yo quería dejar a Linda, porque siempre se estaba quejando, siempre quería algo distinto, y nunca hacía nada para conseguirlo, se limitaba a quejarse, quejarse y quejarse, nunca aceptaba la situación tal y como se presentaba, y cuando la realidad no se correspondía con su idea preconcebida, era a mí a quien se lo reprochaba, tanto en cosas importantes como en cosas sin importancia. Bueno, lo habríamos dejado, pero la logística siempre volvía a unirnos, teníamos un coche y dos carritos de niño, de manera que no resultaba tan fácil hacer como si lo dicho no se hubiese dicho, empujar los sucios y destartalados carritos por el puente, subirlos hasta el bonito club náutico, meterlos en el coche y asegurar a los niños en sus sillas para llevarlos al McDonald’s más próximo, que resultó ser una gasolinera en la periferia de Gotemburgo, donde yo me senté fuera en un banco a comer mi perrito caliente, mientras Vanja y Linda se quedaron en el coche comiéndose los suyos. John y Heidi se habían dormido. Cancelamos la visita que habíamos planeado al parque de atracciones de Liseberg, pues no habría conseguido más que empeorar la situación, tal y como estaban las cosas. En lugar de eso nos paramos unas horas más tarde, como por impulso, en un llamado País de los Cuentos barato y cutre, donde todo era de la peor calidad. Llevamos primero a los niños a un pequeño «circo», que consistía en un perro saltando por unos aros a la altura de la rodilla, una mujer forzuda con pinta masculina, seguramente de un país del este de Europa, que vestida con un bikini lanzaba esos mismos aros al aire, para luego hacerlos girar alrededor de sus caderas, arte que dominaban todas las chicas de mi clase en la primaria, y un hombre rubio de mi edad con babuchas, turbante, y michelines que le colgaban por los pantalones bombachos, que se llenaba la boca de gasolina y que escupió cuatro veces fuego hacia arriba, al techo bajo. John y Heidi miraban atónitos. Vanja, que sólo pensaba en una tómbola por la que acabábamos de pasar, y donde te podía tocar un peluche, no paraba de tirarme del brazo, preguntando cuándo acababa la función. De vez en cuando miraba a Linda, que estaba sentada con Heidi sobre las rodillas. Tenía lágrimas en los ojos. Cuando salimos y empezamos a bajar hacia el pequeño Tívoli, empujando cada uno un carrito, al pasar por delante de una gran piscina con un largo tobogán de agua, que en la parte más alta exhibía un enorme trol, de casi treinta metros de altura, le pregunté por qué lloraba.
–No lo sé –contestó–. Los circos siempre me han conmovido.
–¿Por qué?
–Porque son tan tristes, pequeños y cutres y al mismo tiempo tan hermosos...
–¿Éste también?
–Sí. ¿No has visto a Heidi y a John? Estaban completamente hipnotizados.
–Pero Vanja y yo no –objeté sonriendo. También Linda sonrió.
–¿Qué? –preguntó Vanja, volviéndose hacia mí–. ¿Qué has dicho, papá?
–He dicho que mientras estábamos en el circo, tú sólo pensabas en el peluche que acababas de ver.
Vanja sonrió de ese modo que solía sonreír cuando hablábamos de algo que ella había hecho. Contenta, pero también impaciente, preparada para más.
–¿Qué he hecho? –preguntó.
–No has parado de tirarme del brazo, diciendo que querías ir a comprar un boleto ya.
–¿Por qué? –preguntó ella.
–¿Cómo quieres que yo lo sepa? Supongo que te gustaría conseguir ese peluche.
–¿Vamos ahora? –preguntó.
–Sí –contesté–. Es allí abajo.
Señalé el largo sendero asfaltado hacia las atracciones del Tívoli, que apenas podíamos vislumbrar a través de los árboles.
–¿Para Heidi también? –preguntó.
–Si ella quiere –respondió Linda.
–Sí que quiere –afirmó Vanja, inclinándose sobre Heidi, que iba sentada en el carrito–. ¿Quieres uno Heidi?
–Sí –contestó la niña.
Tuvimos que comprar boletos por importe de noventa coronas, hasta que ambas tuvieron su pequeño ratón de trapo en la mano. El sol ardía en el cielo sobre nuestras cabezas, el aire del bosque no se movía, toda clase de estridentes y retumbantes sonidos de los aparatos se mezclaba con la música de los ochenta procedente de las casetas que nos rodeaban. Vanja quería un algodón de azúcar, así que diez minutos después estábamos sentados en una mesa junto a un quiosco, al sol y rodeados de impertinentes y zumbantes avispas, con el azúcar pegándose a todo, a la mesa, a los carritos, a los brazos y a las manos, para sonora irritación de los niños, no era eso lo que se habían imaginado al admirar el cuenco de azúcar girando en el quiosco. Mi café estaba amargo y era casi imbebible. Un niño sucio vino hacia nosotros montado en un triciclo, chocó contra el carrito de Heidi y nos miró expectante. Tenía el pelo y los ojos oscuros, podría ser rumano o albanés, tal vez griego. Después de empotrar la rueda unas cuantas veces más en el carrito, se colocó de tal manera que no podíamos salir. Y allí se quedó, con la mirada clavada en el suelo.
–¿Nos vamos o qué? –pregunté.
–Pero Heidi quería montar –objetó Linda–. ¿No podemos hacerlo primero?
Un hombre robusto con las orejas salientes, también él moreno, se acercó, levantó al niño del triciclo, y lo llevó en brazos hasta la plazoleta que había delante del quiosco. Le acarició un par de veces la cabeza y acto seguido se acercó al pulpo mecánico que manejaba. De los brazos del pulpo colgaban pequeñas cestas en las que uno se podía montar, y que se movían lentamente hacia arriba y hacia abajo, sin parar de dar vueltas. El niño conducía su triciclo por la plazoleta, por donde no paraban de ir y venir personas vestidas de verano.
–Claro que sí –contesté. Me levanté, cogí los algodones de azúcar...

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