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  1. 384 páginas
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Tom Ripley, el inquietante protagonista de El talento de Mr. Ripley, La máscara de Ripley y El amigo americano, se encuentra un día a un extraño adolescente que no quiere separarse de él: el joven Frank Pierson, hijo de un multimillonario, que se siente acosado por un espantoso secreto. Sólo un hombre como Ripley, acostumbrado a las aguas turbias, podría ayudarle en su lucha desesperada contra el sentimiento de culpa que le corroe.

Comienza entonces para los dos amigos un vagabundeo que les lleva de París a Berlín (donde Frank es víctima de un secuestro), después a Hamburgo y finalmente a los Estados Unidos, a la lujosa y nefasta mansión de los Pierson. Allí, frente a su destino, el frágil joven ¿podrá seguir los pasos de Ripley, el cínico, o cederá bajo el peso de su sufrimiento moral?

Por primera vez, Tom Ripley revela al lector su cara oculta: la de un hombre generoso, dispuesto a todo para ayudar a un ser en apuros. Y también por primera vez Patricia Highsmith se dedica a reconstruir el universo de un adolescente atrozmente atormentado por un acto que cometió pero también rebelado contra la sociedad y tremendamente desgraciado a causa de una historia amorosa.

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Información

Año
2022
ISBN
9788433937681
Categoría
Literature

1

Tom avanzó con el mayor silencio posible sobre el suelo de parquet, cruzó el umbral del cuarto de baño, se detuvo y escuchó.
Zz-zzz–zz-zzz–zz-zzz.
Las laboriosas bestezuelas volvían a hacer de las suyas, aunque Tom aún podía oler el Rentokill que había inyectado en sus agujeros de salida aquella misma tarde. Los bichos seguían serrando, como si los esfuerzos de Tom no hubieran servido para nada. Echó un vistazo a la toalla de manos color rosa que estaba doblada debajo de uno de los anaqueles de madera y vio que ya se había formado un minúsculo montoncito de serrín fino.
–¡Cerrad el pico! –exclamó Tom, golpeando el armario con un puño.
Cerraron el pico. Silencio. Tom se imaginó a los bichitos que empuñaban sierras haciendo una pausa, mirándose unos a otros con aprensión, pero, al mismo tiempo, moviendo la cabeza como si dijeran: «Ya ha ocurrido antes. Es el “amo” otra vez, pero se irá dentro de un minuto.» También a Tom le había ocurrido otras veces: si entraba en el cuarto de baño con pasos normales, sin pensar siquiera en la carcoma, a veces detectaba su zumbido diligente antes de que los bichitos le detectasen a él. Sin embargo, si daba un paso más o abría un grifo, permanecían callados durante unos minutos.
Heloise decía que Tom se tomaba el asunto demasiado en serio.
–Pasarán años antes de que hagan caer el armario.
Pero a Tom le molestaba el hecho de que le hubiese derrotado la carcoma, que ésta le obligara a soplar para quitar el serrín de sus pijamas limpios cuando los sacaba del armario, que la compra y aplicación de un producto francés denominado Xylophene (nombre de fantasía para el queroseno) y el haber consultado dos enciclopedias que tenía en casa hubieran resultado inútiles. Camponotus roe galerías en la madera y construye su nido. Véase Campodea. Sin alas, ciego, pero serpentino, huye de la luz, vive debajo de las rocas. Tom no podía imaginarse que aquellos bichejos fuesen serpentinos y, además, no vivían debajo de las rocas. El día anterior había ido especialmente a Fontainebleau a comprar Rentokill. Sí, el día anterior había iniciado su blitzkrieg y hoy había iniciado el segundo ataque, pero seguía derrotado. Claro que resultaba difícil disparar el Rentokill hacia arriba, lo cual era necesario porque los agujeros se hallaban en la parte inferior de los anaqueles.
El zz-zz-zz volvió a oírse en el preciso instante en que los sones de El lago de los cisnes emitidos por el tocadiscos en el piso de abajo cambiaban de compás e iniciaban un elegante vals como si, al igual que los insectos, se burlasen de él.
«De acuerdo. Me rindo», se dijo Tom. «Al menos por hoy.»
Pero aquel día y el día anterior había querido ser constructivo: había limpiado su escritorio, tirado muchos papeles, barrido el invernadero, escrito varias cartas, entre ellas una importante a Jeff Constant, dirigida a su domicilio particular de Londres. Tom llevaba tiempo aplazando el momento de escribir dicha carta, pero hoy la había escrito por fin y en ella le pedía a Jeff que la destruyera inmediatamente después de leerla: Tom aconsejaba que no se hicieran más supuestos descubrimientos de telas o dibujos de Derwatt, y preguntaba retóricamente si no bastaban los beneficios de la compañía de material para artistas, que seguía floreciente, y de la Escuela de Arte de Perusa. La Buckmaster Gallery, concretamente Jeff Constant, fotógrafo profesional que ahora era copropietario de la galería junto con Edmund Banbury, periodista, llevaba algún tiempo acariciando la idea de vender más fracasos de Bernard Tufts, es decir, más imitaciones imperfectas de la obra de Derwatt. Hasta el momento el éxito les había sonreído, pero Tom, por razones de seguridad, quería que lo dejasen.
Tom decidió salir a dar un paseo, tomarse un café en el bar de Georges y pensar en otras cosas. Eran sólo las nueve y media de la noche. Heloise se encontraba en la sala de estar, charlando en francés con su amiga Noëlle. Ésta, una mujer casada que vivía en París, pasaría la noche en casa de Tom y Heloise, pero sin su marido.
Succès, chéri? –preguntó animadamente Heloise, incorporándose en el sofá amarillo.
Tom se rió con cierta ironía.
Non! –siguió hablando en francés–. Reconozco mi derrota. ¡La carcoma me ha vencido!
–A-a-aaaaah –gruñó comprensivamente Noëlle, y luego profirió una carcajada burbujeante.
Sin duda estaba pensando en otra cosa y se moría de ganas de proseguir su conversación con Heloise. Tom sabía que las dos planeaban hacer juntas un crucero a finales de septiembre o principios de octubre, tal vez al Antártico, y querían que Tom fuese también. El marido de Noëlle ya se había negado rotundamente, alegando que tenía que ocuparse de sus negocios.
–Voy a dar un paseíto. Estaré de vuelta dentro de media hora más o menos. ¿Necesitáis cigarrillos? –preguntó a las dos.
Ah, oui! –dijo Heloise, queriendo decir que necesitaba un paquete de Marlboro.
–¡Lo he dejado! –dijo Noëlle.
Que Tom recordara, lo había dejado al menos tres veces. Tom asintió con la cabeza y salió por la puerta principal.
Madame Annette aún no había cerrado la verja del jardín. Tom decidió cerrarla él mismo a la vuelta. Dobló hacia la izquierda y se encaminó hacia el centro de Villeperce. El aire era fresco para mediados de agosto. Las rosas florecían profusamente en los jardines de sus vecinos, visibles detrás de las vallas de alambre. Debido al adelanto de una hora para ahorrar luz diurna, había más luz de lo normal, pero de pronto Tom se dijo que ojalá hubiera cogido una linterna para alumbrarse al volver a casa. En aquella calle no había aceras propiamente dichas. Tom aspiró hondo. Al día siguiente pensaría en Scarlatti, en el clavicémbalo en lugar de la carcoma. Pensaría en llevar a Heloise a los Estados Unidos, quizás a finales de octubre. Sería su segundo viaje. A Heloise le encantaba Nueva York, y San Francisco le parecía hermoso. Igual que el azul Pacífico.
Luces amarillentas iluminaban las ventanas de algunas de las casitas del pueblo. Sobre la puerta del bar de Georges colgaba su talismán color rojo tabac y debajo de él brillaba la luz.
–Marie –dijo Tom al entrar, saludando con la cabeza a la propietaria, que en aquel momento servía una cerveza a un cliente.
Era un bar de obreros, más próximo al domicilio de Tom que el otro bar del pueblo y a menudo más divertido.
Monsieur Tome! Ça va? –Marie se echó hacia atrás el pelo negro y rizado, con cierta coquetería, y su boca grande, reluciente de carmín, dirigió una sonrisa atrevida a Tom. Tendría por lo menos cincuenta y cinco años–. Dis-donc! –chilló, sumiéndose de nuevo en la conversación con dos clientes encorvados ante sus vasos de pastis en el mostrador–. ¡Ese cochino..., más que cochino! –gritó Marie, como si quisiera llamar la atención utilizando aquella palabra que cada día sonaba innumerables veces en el establecimiento. Sin que le prestasen atención los dos hombres, que ahora hablaban simultáneamente, dando grandes voces, Marie prosiguió–: ¡Ese cochino se pone a sus anchas como una puta que acepta demasiado trabajo! ¡Se merece lo que le ha ocurrido!
Tom se preguntó si estaría hablando de Giscard o de un albañil del pueblo.
–Café –dijo Tom, aprovechando que Marie le prestó atención durante una fracción de segundo–. Y un paquete de Marlboro.
Sabía que Georges y Marie eran partidarios de Chirac, el llamado fascista.
–¡Eh, Marie! –tronó la voz de barítono de Georges a la izquierda de Tom, tratando de calmar a su esposa.
Georges, bajito y rechoncho, de manos gruesas, limpiaba unas copas que iba depositando cuidadosamente en el anaquel situado a la derecha de la caja registradora. Detrás de Tom se jugaba una ruidosa partida de futbolín: cuatro adolescentes hacían girar las barras, y los hombrecillos de plomo con sus pantaloncitos de plomo se movían hacia atrás y hacia delante, chutando una pelota del tamaño de una canica. De pronto Tom se fijó en un chico al que había visto cerca de su casa unos días antes; se encontraba a su izquierda, más allá de la curva de la barra. Su pelo era castaño y llevaba una chaqueta de obrero, azul, como solían llevarla los trabajadores franceses, y pantalones tejanos. Al verle por primera vez –en el momento en que Tom abría la verja del jardín una tarde que esperaba visitas–, el chico había abandonado su posición debajo de un enorme castaño al otro lado de la calle y había echado a andar, en dirección contraria a Villeperce. ¿Estaría vigilando Belle Ombre, observando las costumbres de la familia? Otra pequeña preocupación, igual que la carcoma. Tom se dijo que tenía que pensar en otra cosa. Removió su café, bebió un sorbo, miró de nuevo hacia el muchacho y vio que éste le estaba observando. El chico bajó los ojos inmediatamente y cogió su vaso de cerveza.
’Coutez, monsieur Tome! –Marie se inclinó sobre el mostrador hacia Tom y señaló al chico con el pulgar–. Américain –susurró en voz alta para imponerse al espantoso ruido de la máquina tragaperras que en aquel momento empezaba a sonar–. Dice que ha venido para trabajar durante el verano. ¡Ja, ja, ja! –Se rió con voz ronca, como si fuera divertidísimo el que un americano trabajase, o quizás porque creía que no había trabajo en Francia, de ahí que hubiese tanto paro–. ¿Quiere conocerle?
Merci, non. ¿Dónde trabaja? –preguntó Tom.
Marie se encogió de hombros y se dispuso a servir la cerveza que un cliente acababa de pedirle.
–¡Oh, ya sabes dónde puedes meterte eso! –chilló alegremente Marie a otro cliente mientras llenaba el vaso.
Tom pensaba en Heloise y el posible viaje a los Estados Unidos. Esta vez deberían subir hasta Nueva Inglaterra. Boston. La lonja de pescado, Independence Hall, Milk Street y Bread Street. Era la tierra natal de Tom, aunque suponía que ahora le resultaría desconocida. La tía Dottie, la de los regalos hechos a regañadientes en forma de cheques de once dólares con setenta y nueve centavos en los viejos tiempos, había muerto, dejándole diez mil dólares, pero no su casita de Boston, la casita que a Tom tanto le habría gustado tener. Al menos podría enseñarle a Heloise la casa en la que había crecido, enseñársela desde fuera. Tom suponía que la casita la habrían heredado los hijos...

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