Panorama de narrativas
  1. 544 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
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Índice
Citas

Información del libro

Estamos a principios de los años ochenta del siglo pasado. Madeleine Hanna, una romántica incurable que está escribiendo su tesis sobre el amor en Jane Austen y George Eliot. También ella se convertirá en protagonista de una historia de amor apasionada, dolorosa e intensa. Porque en su vida aparecerán dos hombres muy diferentes. Leonard Bankhead, solitario, carismático y brillante estudiante de ciencias, y Mitchell Grammaticus, estudiante de teología atormentado por las dudas. Una vez finalizada la universidad, el triángulo se mantendrá, obligándoles a enfrentarse con el final de la juventud y a reflexionar sobre el sentido último de la vida y la verdadera naturaleza del amor.
«Jeffrey Eugenides posee un talento enorme y generoso » (Jonathan Franzen).
«Nos recuerda con una lucidez fuera de lo común lo que significa ser joven e idealista, perseguir el verdadero amor y enamorarse de los libros y las ideas» (Michiko Kakutani, The New York Times).

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Información

Año
2013
ISBN
9788433934222
Categoría
Literatura

Un loco enamorado

Para empezar, mira todos esos libros. Sus novelas de Edith Wharton, ordenadas no por títulos sino por fechas de publicación. La colección de Henry James de la Modern Library, regalo de su padre cuando cumplió veintiún años. Los manoseados libros en rústica que tuvo que leer en la facultad, mucho Dickens, algo de Trollope, junto con unas buenas raciones de Austen, George Eliot y las temibles hermanas Brontë. Un lote completo de libros de bolsillo en blanco y negro de New Directions, mayormente poesía de gente como H. D. o Denise Levertov. Estaban también las novelas de Colette que leía de tapadillo. La primera edición de Parejas, que era de su madre y que Madeleine había hojeado a hurtadillas en los últimos años de primaria y ahora utilizaba como soporte textual para su tesis de licenciatura en Lengua sobre la trama nupcial. Era, en suma, una biblioteca de tamaño medio –sin dejar de ser portátil– en gran medida representativa de lo que Madeleine había leído en la universidad, una colección de textos que parecían elegidos al azar, y cuyo centro de atención se iba estrechando poco a poco, como en un test de personalidad –uno sofisticado en el que no puedes hacer trampas adivinando la intención de las preguntas y acabas tan perdido que lo único que puedes hacer es responder con la verdad palmaria–. Y al cabo quedas a la espera del resultado, confiando en que te salga «Artística», o «Apasionada», y diciéndote que podrías seguir viviendo si te saliera «Susceptible», y temiendo íntimamente que pudiera salirte «Narcisista» u «Hogareña», aunque el resultado final es de doble filo y te hace sentirte diferente según el día, la hora o el chico con el que estás saliendo: «Incorregiblemente romántica.»
Éstos eran los libros en la habitación donde Madeleine estaba echada en la cama, con una almohada sobre la cabeza, la mañana de su graduación. Los había leído todos, algunos de ellos muchas veces, a menudo subrayando pasajes, pero eso no la ayudaba ahora en nada. Madeleine intentaba hacer caso omiso de la habitación y de todo su contenido. Con la esperanza de volver al olvido donde había estado acostada y a salvo durante las tres horas pasadas. Cualquier nivel más alto de vigilia la obligaría a enfrentarse a ciertos hechos desagradables: por ejemplo, la cantidad y variedad de alcohol que había ingerido la noche pasada, y el hecho de que se había dormido con las lentillas puestas. Pensar en estos hechos concretos la habría llevado, en primer lugar, a recordar las razones por las que había bebido tanto, algo que no quería hacer en ningún caso. Así que Madeleine se ajustó la almohada encima de la cabeza, impidiendo el paso a la luz de la mañana, y trató de volver a dormir.
Pero en vano. Porque justo entonces, al otro extremo del apartamento, empezó a sonar el timbre.
Principios de junio, Providence, Rhode Island; hacía casi un par de horas que había salido el sol, que iluminaba la blanquecina bahía y las chimeneas de la central eléctrica de Narragansett, que se alzaba como el sol de encima del escudo de la Universidad de Brown que engalanaba todos los gallardetes y banderolas desplegados por el campus, un sol de semblante sagaz que representaba el conocimiento. Pero este sol –el que iluminaba el cielo de Providence– mejoraba con creces el sol metafórico del escudo, porque los fundadores de la universidad, en su pesimismo baptista, habían decidido representar la luz del conocimiento encapotada por un manto de nubes, para indicar que la ignorancia no se había erradicado aún del reino humano, mientras que el sol real estaba ahora abriéndose paso a través de una formación nubosa y proyectaba astillados rayos de luz que infundían a los escuadrones de padres, que se habían pasado el fin de semana empapados y helados, cierta esperanza de que el tiempo –tan atípico para aquella época del año– no les arruinara la jornada de fiesta. En todo College Hill, en los geométricos jardines de las mansiones de estilo georgiano, en los jardines delanteros con aroma de magnolia de las mansiones victorianas, a lo largo de las aceras enladrilladas que discurrían junto a verjas de hierro parecidas a las de las viñetas de Charles Addams o las historias de Lovecraft; en el exterior de los estudios de arte de la Rhode Island School of Design, donde un estudiante de pintura que se había pasado toda la noche trabajando tenía puesta a Patti Smith a todo volumen; arrancando destellos a los instrumentos (tuba y trompeta, respectivamente) de los dos miembros de la banda de desfiles de Brown que habían llegado demasiado temprano al punto de cita y miraban en torno nerviosos, preguntándose dónde estaban los demás; reluciendo en las calles laterales adoquinadas que llevaban ladera abajo hasta el río contaminado, el sol brillaba en cada pomo de latón, en cada ala de insecto, en cada hoja de hierba. Y, al unísono con la luz que inundaba súbitamente la mañana, como un pistoletazo de salida a toda actividad de la jornada, el timbre de la puerta del apartamento del cuarto piso de Madeleine empezó a sonar de forma insistente y clamorosa.
Los timbrazos le llegaban menos como un sonido que como una sensación, un shock eléctrico que le recorría el espinazo. Se quitó la almohada de encima de la cabeza con un solo movimiento y se incorporó en la cama. Madeleine sabía quién estaba tocando el timbre. Sus padres. Había quedado en desayunar con Alton y Phyllida a las 7.30. La cita la había concertado con ellos dos meses atrás, en abril, y ahí los tenía ahora, a la hora convenida, de aquel modo impaciente y responsable. Que Alton y Phyllida hubieran venido en coche desde Nueva Jersey para ver su graduación, que lo que se disponían a celebrar aquel día fuera no sólo el logro académico de su hija sino el logro propio como padres, no tenía nada de raro o de inesperado en sí mismo. El problema era que Madeleine, por primera vez en su vida, no quería participar en ello. No estaba orgullosa de sí misma. No estaba de humor para celebraciones. Había perdido la fe en la importancia de aquel día y de lo que representaba.
Pensó en no abrir. Pero sabía que si no abría ella, lo haría alguna de sus compañeras de apartamento, y entonces tendría que explicar su desaparición de la noche anterior, y adónde y con quién había ido. Así que, muy a regañadientes, se levantó de la cama y se enderezó.
La cosa –allí de pie– pareció ir bien durante un momento: la cabeza la sentía extrañamente ligera, como si se hubiera vaciado. Pero luego la sangre, que le fluía dentro del cráneo como arena que cae en un reloj de arena, se topó con un obstáculo, y sintió un estallido de dolor en la nuca.
En medio de tal dolor, como el furioso núcleo del cual éste emanara, el timbre volvió a sonar.
Salió de su cuarto y avanzó descalza y dando traspiés hasta el interfono del recibidor, y apretó el botón HABLE para acallar el timbre.
–¿Sí?
–¿Qué pasa? ¿No has oído el timbre? –Era la voz de Alton, tan grave y autoritaria como siempre, pese al hecho de estar saliendo de un altavoz tan pequeño.
–Lo siento –dijo Madeleine–. Estaba en la ducha.
–Anda ya... ¿Nos dejas pasar, por favor?
Madeleine no quería. Tenía que lavarse antes.
–Bajo ahora mismo –dijo.
Esta vez mantuvo apretado unos cuantos segundos el botón de HABLE, cortando así la respuesta de Alton. Volvió a apretarlo y dijo:
–¿Papá?
Pero mientras ella decía esto Alton debía de estar hablando también, porque cuando apretó el botón de ESCUCHE no le llegaron más que ruidos de la electricidad estática.
Madeleine aprovechó esta pausa en la comunicación para apoyar la frente en el marco de la puerta. La madera tenía un tacto agradable y fresco. De pronto le vino a la cabeza el pensamiento de que, si mantenía la cara apretada contra aquella madera tranquilizadora, tal vez sería capaz de curarse el dolor de cabeza, y de que, si podía mantener la frente apretada contra el marco de la puerta durante el resto del día, mientras de alguna forma salía a la vez del apartamento, quizá lograría desayunar con sus padres, marchar en el desfile de graduación y conseguir el título de fin de carrera.
Levantó la cara y volvió a apretar HABLE.
–¿Papá?
Pero lo que le llegó fue la voz de Phyllida.
–¿Maddy? ¿Qué pasa? Déjanos entrar.
–Mis compañeras aún están dormidas. Bajo yo. No volváis a tocar el timbre.
–¡Queremos ver tu apartamento!
–Ahora no. Bajo. No toquéis más el timbre.
Apartó la mano de los botones y se echó hacia atrás, lanzando una mirada furiosa al interfono, como desafiándole a que volviera a sonar. Cuando vio que no lo hacía, empezó a volver sobre sus pasos por el pasillo. Estaba a mitad de camino del cuarto de baño cuando emergió delante de ella su compañera Abby, cortándole el paso. Bostezaba, y se pasaba una mano por la abundante cabellera, y luego, al ver a Madeleine, sonrió con complicidad.
–Vaya –dijo–. ¿Adónde fuiste cuando te escabulliste anoche?
–Mis padres están ahí abajo –dijo Madeleine–. Tengo que ir a desayunar con ellos.
–Venga, cuéntame.
–No hay nada que contar. Tengo prisa.
–¿Por qué llevas la misma ropa, entonces?
En lugar de responder, Madeleine se miró la ropa. Diez horas atrás, cuando cogió prestado el vestido Betsey Johnson negro de Olivia, Madeleine pensó que le quedaba muy bien. Pero ahora lo sentía caliente y pegajoso, el grueso cinturón de piel se le antojaba una atadura sadomasoquista y había una mancha cerca del dobladillo que no tenía el menor deseo de identificar.
Abby, entretanto, había llamado a la puerta de Olivia.
–Vale ya con el corazón roto de Maddy –dijo, ya dentro–. ¡Despierta! Tienes que ver esto.
El camino hacia el cuarto de baño estaba despejado. Madeleine necesitaba desesperadamente –casi médicamente– una ducha. Como mínimo tenía que lavarse los dientes. Pero la voz de Olivia era ya audible. Dentro de unos segundos Madeleine tendría a dos compañeras de apartamento interrogándola. Sus padres pronto volverían a tocar el timbre. Desanduvo el pasillo con el mayor sigilo, despacio. Se puso unos mocasines que había junto a la puerta, asentando bien los talones mientras tentaba el equilibrio y salió a toda prisa al descansillo.
El ascensor la aguardaba al final de la moqueta floreada. Y la aguardaba abierto –cayó en la cuenta Madeleine– porque no había cerrado la puerta corredera al salir de él dando tumbos unas horas antes. Ahora cerró la puerta por completo y pulsó el botón del vestíbulo, y el vetusto artefacto experimentó una sacudida y empezó a descender a través de la negrura interior del edificio.
El edificio de Madeleine, un castillo neorrománico conocido como el Narragansett, se había construido a principios de siglo y ocupaba la pendiente en esquina de Benefit y Church Street. Entre los elementos de la época que aún conservaba –el lucernario de vidrio de colores, los candelabros de pared dorados, el vestíbulo de mármol– estaba el ascensor. Construido a la manera de una gigantesca jaula con barras metálicas curvadas, el aparato aún funcionaba con normalidad, pero se movía con lentitud, y, mientras descendía poco a poco hacia el vestíbulo, Madeleine tuvo la oportunidad de hacer que su aspecto fuera un poco más presentable ante sus padres. Se pasó los dedos por el pelo, peinándoselo. Se adecentó los dientes delanteros frotándoselos con el dedo índice. Se frotó las pestañas para quitarse las briznas secas de rímel y se humedeció los labios con la lengua. Por último, al pasar por la balaustrada de la segunda planta, se miró en el pequeño espejo de la pared trasera.
Una de las cosas buenas de tener veintidós años, o de ser Madeleine Hanna, era que tres semanas de angustia romántica, seguidas de una noche de colosal exceso alcohólico, no bastaban para hacer demasiado visibles los estragos. Salvo la ligera hinchazón alrededor de los ojos, Madeleine seguía siendo la misma persona morena y guapa de siempre. Las simetrías de su cara –nariz recta, pómulos y línea de la barbilla parecidos a los de Katharine Hepburn– eran de tal precisión que parecían matemáticas. Sólo la fina arruga de la frente delataba el carácter levemente ansioso de la persona que Madeleine creía, en esencia, ser.
Vio a sus padres esperando abajo. Estaban atrapados entre la puerta del vestíbulo y la puerta de la calle. Alton con una chaqueta de cloqué, Phyllida con un traje azul marino y un bolso a juego con hebillas doradas. Por espacio de unos segundos, Madeleine sintió el impulso de detener el ascensor y dejar a sus padres varados en aquel vestíbulo en medio de todos aquellos aderezos de ciudad universitaria –los pósters de grupos New Wave con nombres como los Jodida Desdicha o los Clítoris, la pornografí...

Índice

  1. Portada
  2. Un loco enamorado
  3. Peregrinos
  4. Una jugada brillante
  5. Descansa en el Señor
  6. Y a veces estaban muy tristes
  7. Kit de supervivencia de la soltera
  8. Créditos
  9. Notas