Panorama de narrativas
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Panorama de narrativas

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La edición de El hechicero, un texto inédito de Nabokov, ha sido saludada internacionalmente como un acontecimiento literario de primera magnitud.

El hechicero, que fue calificada por Nabokov como «la primera palpitación de Lolita », cuenta también, en efecto, una historia de paidofilia, pero con un enfoque, un desarrollo y una intensidad peculiares, y tan extraordinarios como los de la novela que hizo mundialmente famoso a su autor. El protagonista es aquí un caballero de posición acomodada, atormentado por los interrogantes que le plantean sus inclinaciones eróticas, se enamora un día de una niña de doce años a la que conoce por casualidad en los jardines de una gran ciudad europea. Incapaz de contener sus impulsos, el caballero decide acercarse a la niña casándose con su madre, una viuda cuyo estado de salud ofrece serias dudas.

Tan metafórico como siempre, pero más explícito que nunca en las escenas eróticas, este nuevo Nabokov nos muestra al gran escritor en plena posesión —en pleno disfrute, habría que decir— de su talento creador, calibrando matices, midiendo efectos, mezclando astutamente lo trágico y lo cómico, el horror del pecado y el picante de la farsa, construyendo una trama perfecta, arrastrando al lector y cautivándole con el hechizo y la magia de las palabras.

El hechicero ha sido felizmente rescatado de entre sus papeles por su hijo Dmitri, quien la ha traducido del ruso. Ya el propio Vladimir Nabokov se propuso publicarla, pero la redacción de Ada y su traducción de Eugene Onegin le apartaron de este proyecto. Sólo ahora, pues, aparece esta «nouvelle», que entra por derecho propio en el canon de las mejores obras de este autor. Pues se trata, sin la menor sombra de duda, de una obra maestra.

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Información

Año
1987
ISBN
9788433943064
Categoría
Literatura

El hechicero

«¿Cómo explicármelo, cómo reconciliarme conmigo mismo?», pensaba, las pocas veces que llegaba a pensar. «No puede tratarse de lascivia. La carnalidad más tosca es omnívora, mientras que la otra, la refinada, exige que haya, tarde o temprano, una satisfacción. Y si bien es cierto que he vivido cinco o seis aventuras de las corrientes, ¿acaso podría comparar su naturaleza insípidamente fortuita con esta otra llama tan singular? ¿Qué pensar de esta? En nada se asemeja, por supuesto, a la aritmética del libertinaje oriental, en el que una pieza resulta tierna en razón inversa a su edad. Oh, no, no puede ser contemplada como un grado especial dentro de un conjunto genérico, puesto que se trata de algo que está absolutamente divorciado de lo genérico, algo que no es más valioso sino incomparable. ¿Qué es, pues? ¿Enfermedad, delito? Por otro lado, ¿resulta compatible con los escrúpulos y la vergüenza, con la mojigatería y el miedo, con la continencia y la sensibilidad? Porque ni siquiera soy capaz de considerar la posibilidad de causar dolor o de provocar inolvidables repugnancias. Qué bobada, no soy ningún violador. Las limitaciones que les impongo a mis deseos, las máscaras que invento para ellos cuando, en la vida real, hago aparecer con artes de ilusionista ciertos métodos que me permiten saciar mi pasión, poseen una providencial sutileza. No soy un ladrón, solo un ratero. Aunque, quizá, en una isla circular, con mi pequeño Viernes femenino... (y no sería sencillamente cuestión de seguridad, sino que allí me estaría permitido convertirme en un salvaje, aunque, ¿no será que ese círculo es un círculo vicioso, con una palmera en el centro?).
»Dado que sé, de acuerdo con la razón, que el albaricoque del Éufrates10 solo es dañino si está enlatado; que el pecado es inseparable de las costumbres cívicas; que todas las higienes tienen sus hienas; y dado que sé, también, que esta misma razón no se opone a la vulgarización de aquello cuyo acceso ella misma prohíbe en otras circunstancias..., descartaré ahora todo eso y ascenderé a un plano más elevado.
»¿Qué ocurriría si el camino que conduce a la auténtica felicidad pasara, en efecto, a través de una membrana aún delicada, que no ha tenido tiempo de endurecerse, de enmarañarse, de perder la fragancia y el trémulo resplandor a través del cual podemos penetrar en la estrella palpitante de esa felicidad? Incluso dentro de estas limitaciones, mi proceder está regido por una refinada selectividad; no me atrae la primera colegiala que pasa por mi lado, todo lo contrario –cuán numerosas son las que podemos ver, en la grisura matinal de cualquier calle, que nos parecen demasiado fornidas, o flacuchas, o que llevan un collar de granos, o gafas–, pues todas las de esos tipos me interesan tan poco, en sentido amoroso, como una vieja conocida de tipo obeso podría interesar a otros. En cualquier caso, e independientemente de esas otras sensaciones especiales, me encuentro a gusto entre los niños en general, así de sencillo; sé que yo sería un padre amantísimo en el sentido corriente de la palabra, y hasta ahora no he sido capaz de averiguar si esto es un complemento natural de lo otro, o una contradicción demoníaca.
»Llegados a este punto, quiero invocar esa ley de la gradación que he repudiado en donde me parecía ofensiva: he tratado a menudo de sorprenderme a mí mismo en la transición de un tipo de ternura al otro, del simple al especial, y me gustaría muchísimo saber si son mutuamente exclusivos, si, a fin de cuentas, deben ser adscritos a géneros diferentes, o si hay uno de ellos que, nacido en la noche de Walpurgis de mi tenebrosa alma, es una extraña floración del otro; pues, si fuesen dos entes distintos, tendría que haber dos clases distintas de belleza, y el sentido estético, invitado a la mesa, se derrumbaría estrepitosamente entre dos sillas (pues tal es el destino de todo dualismo). Por otro lado, el viaje de vuelta, de la ternura especial a la simple, me parece bastante más fácil de entender: aquella, por así decirlo, se le resta a esta en el mismo momento en que queda saciada, lo cual parece indicar que la suma de sensaciones es efectivamente homogénea, suponiendo que puedan aplicarse aquí las reglas de la aritmética. Es una cosa extraña, muy extraña, y lo más extrañísimo de todo es, quizá, que, con el pretexto de analizar ciertos fenómenos notables, esté tratando simplemente de encontrar alguna justificación para mi culpa.»
Así, más o menos, se agitaban sus pensamientos. Tenía la fortuna de ejercer una profesión refinada, precisa, y bastante lucrativa, que le servía para refrescarle las ideas, satisfacer su sentido del tacto, y alimentar su vista con un punto resplandeciente rodeado de terciopelo negro. Entraban ahí las cifras, y los colores, y sistemas enteros de cristalización. De vez en cuando su imaginación quedaba encadenada durante varios meses, y la cadena solo tintineaba en alguna que otra ocasión aislada. Además, tras haber, a sus cuarenta años, decidido que ya se había atormentado sobradamente con esta infructuosa inmolación de sí mismo, sabía por fin regular sus anhelos y se había resignado, con notable hipocresía, a la idea de que solo una afortunadísima combinación de circunstancias, una mano echada de improviso por el destino, podía llegar a producir algo que tuviese un parecido, aunque solo fuera fugaz, con lo imposible.
Su memoria atesoraba aquellos pocos momentos con melancólica gratitud (eran, al fin y al cabo, un regalo) y melancólica ironía (le había, al fin y al cabo, tomado el pelo a la vida). Así, durante sus viejos tiempos de alumno de la politécnica, mientras ayudaba a la hermana pequeña de un compañero de curso –una cría somnolienta y pálida de ojos aterciopelados y un par de negras trenzas– a empollar geometría, no la había rozado ni una sola vez, pero la misma proximidad de su vestido de lana bastó para que las líneas trazadas sobre el papel temblaran y se borraran, para que todo se desplazara, avanzando a un trote corto, tenso y clandestino, hacia otra dimensión, aunque luego volvieran a presentarse la dura silla, la lámpara, la colegiala que garabateaba apresuradamente. Sus otros momentos afortunados habían pertenecido a este mismo género lacónico: una cría nerviosa con un mechón de cabello caído sobre un ojo, en un despacho forrado de cuero en donde él esperaba el momento de ser recibido por su padre (ese martilleo en su pecho: «¿Tienes cosquillas?»); o aquella otra, la de hombros color jengibre, que le mostró, en un rincón apartado de un patio bañado de sol, una lechuga negra que estaba a punto de devorar a un conejo verde. Todos estos habían sido momentos lastimosos, apresurados, separados por años de expediciones y búsquedas, y hubiera no obstante pagado cualquier cosa por uno solo de ellos (intermediarios abstenerse).
Al recordar tan extremas rarezas, todas aquellas diminutas amantes que había tenido y que jamás llegaron a enterarse de la presencia del íncubo, se maravillaba también cuando comprobaba hasta qué punto había permanecido él misteriosamente ignorante de su posterior destino; sin embargo, cuantísimas veces, en un hirsuto césped, en un vulgar autobús urbano, o en una playa utilizable solamente como alimento de algún reloj de arena, se había sentido traicionado por una inexorable y precipitada elección, o bien había visto cómo el azar se burlaba de sus súplicas provocando una descuidada serie de acontecimientos que interrumpía el goce de sus ojos.
Flaco, de labios secos, con una incipiente calvicie y ojos siempre vigilantes, se sentó ahora en un banco de un parque. El mes de julio abolió las nubes, y al cabo de un minuto él se puso el sombrero que hasta entonces sostenía en sus blancas manos de delgados dedos. La araña hace una pausa, la pulsación se detiene.
A su izquierda estaba sentada una anciana, morena y enlutada, de frente enrojecida; a su derecha, una mujer de lacio pelo de un rubio deslucido se encontraba muy atareada con su labor de calceta. Mecánicamente, mientras su mirada seguía el revoloteo de los niños en el colorido reverbero, y pensaba de paso en otras cosas –el trabajo que le ocupaba en ese momento, la forma atractiva de su nuevo calzado–, vio por casualidad, junto al tacón de uno de sus zapatos, una gran moneda de níquel cuyo relieve estaba parcialmente borrado por el roce con la gravilla. La recogió. La mostachuda mujer de su izquierda no respondió a su lógica pregunta; la incolora de su derecha dijo:
–Guárdesela. En días impares trae suerte.
–¿Por qué solamente en días impares?
–Eso dice la gente en mi tierra, en...
Nombró un pueblo en el que él había admirado antaño la ornamentada arquitectura de una diminuta iglesia negra.
–Vivimos al otro lado del río. Hay muchos huertos en toda la ladera, es un sitio encantador, sin polvo ni ruido...
Una charlatana, pensó él; parece que tendré que irme.
Y en este momento se alza el telón.
Una niña de doce años (sus cálculos jamás fallaban), vestida de violeta, caminaba rápida y firmemente sobre unos patines que, más que deslizarse por la gravilla, la machacaban a medida que ella iba alzándolos y dejándolos caer con pasitos japoneses, que la dirigían hacia su banco a través del variable azar del sol. Subsecuentemente (y hasta el final de todo lo que siguió), le pareció que desde el principio, a partir de aquel momento mismo, había sabido valorar a la niña de pies a cabeza: la viveza de sus rizos rojizos (recientemente cortados); el brillo de sus grandes y ligeramente vacuos ojos, que, sin saber por qué, le recordaron la piel translúcida de la grosella; su tez alegre y cálida; sus labios rosados, ligeramente entreabiertos, por donde asomaban un par de grandes incisivos apoyados apenas en la protuberancia del labio inferior; el color veraniego de sus brazos desnudos, con brillante vello rojizo en los antebrazos; la apenas insinuada blandura de su todavía estrecho pero ya no completamente plano pecho; la oscilación de los pliegues de su falda con sus concavidades sucintas y suaves; la delgadez y el brillo de sus desaseadas piernas; las toscas correas de los patines.
La niña se detuvo delante de su gárrula vecina, que se volvió para hurgar en el interior de algo que tenía a la derecha, y sacó luego una rebanada de pan con un pedazo de chocolate encima, y se lo dio a la niña. Esta, mientras masticaba rápidamente, utilizó la mano que le quedaba libre para desabrocharse las correas y desprenderse de toda la pesada masa de suelas de acero y sólidas ruedas. Luego, volviendo a la tierra en la que habitamos todos, se enderezó con una instantánea sensación de celestial descalzamiento, no reconocible inmediatamente como producto de la ausencia de los patines bajo los zapatos, y se fue, caminando a pasos alternativamente vacilantes y decididos, hasta que al final (debido probablemente a que se había terminado el pan), salió corriendo a toda velocidad, balanceando sus liberados brazos, apareciendo y desapareciendo de su vista, confundida con un fraternal juego de luces bajo el violeta y verde de los árboles.
–Su hija –observó él insensatamente– ya es toda una moza.
–Oh, no... No somos parientes –dijo la calcetera–. No tengo hijos, y no lo lamento.
La anciana de luto rompió a sollozar y se fue. La calcetera la miró y siguió tejiendo intermitentemente, con veloces movimientos relampagueantes, y arreglando a veces la cola que arrastraba su feto de lana. ¿Valía la pena seguir la conversación?
Las chapas del talón de los patines relucían al pie del banco, y las morenas correas le miraban a los ojos. Esa mirada era la mirada de la vida. Su desesperación se había redoblado. Añadido a todas sus antiguas pero todavía vivísimas desesperaciones, un nuevo y especial monstruo se había presentado ahora... No, no debía quedarse. Inclinó su sombrero («Hasta luego», respondió en tono amistoso la calcetera) y cruzó la plaza. Aunque sabía que había actuado de acuerdo con el instinto de conservación, cierto secreto vendaval seguía empujándole de costado, y su curso, concebido originalmente como una travesía en línea recta, se desvió a la derecha, hacia los árboles. Aunque sabía por experiencia que una nueva ojeada no haría más que exacerbar sus imposibles ansias, completó su giro hacia la sombra iridiscente, buscando furtivamente con la mirada una mancha violeta entre los demás colores.
En el paseo asfaltado se oía el ensordecedor estruendo de los patines. Un grupo jugaba en el borde a la pata coja. Y allí, esperando su turno, con un pie extendido hacia un lado, los llameantes brazos cruzados sobre el pecho, inclinada aquella vaporosa cabeza de la que emanaba un vivo fulgor castaño, y desprendiéndose, poco a poco, desprendiéndose de la capa de violeta que se volatilizaba en cenizas bajo la terrible e inadvertida mirada del caballero... Jamás hasta entonces, no obstante, se había visto la causa subordinada de su espantable vida complementada por la principal, y siguió su camino apretando los dientes, sofocando sus exclamaciones y sus gemidos, y luego dirigió una pasajera sonrisa a un crío que apenas si sabía caminar, y que se le había metido entre las dos hojas de tijera que eran sus piernas.
«Sonrisa abstraída», pensó patéticamente. «De todos modos, solo los seres humanos son capaces de abstraerse.»
Cuando amaneció dejó soñolientamente su libro a un lado como si fuese un pez muerto que dobla su aleta, y comenzó de repente a censurarse a sí mismo: por qué, se preguntó, sucumbiste al abatimiento de la desesperación, por qué no intentaste entablar una conversación, y luego trabar amistad con esa calcetera, la mujer del chocolate, institutriz o lo que fuera; e imaginó a un jovial caballero (que, de momento, solo se le parecía por sus órganos internos) que por este procedimiento –y gracias a esa misma jovialidad– propiciaba la ocasión de sentar a ay-qué-traviesa-eres en sus rodillas. Sabía que no era una persona muy sociable, pero también que era un hombre de recursos, persistente, y capaz de resultarle simpático a cualquiera; más de una vez, en otros territorios de su vida, había tenido que improvisar un tono o que emplearse tenazmente y a fondo, sin dejarse desanimar por el hecho de que su objetivo inmediato no estuviera, en el mejor de los casos, más que indirectamente relacionado con su meta más remota. Pero cuando la meta te ciega, te asfixia, te abrasa la garganta, cuando la saludable vergüenza y la enfermiza cobardía analizan cada uno de tus pasos...
La niña cruzaba ruidosamente el asfalto en medio de las demás, correctamente inclinada hacia delante y haciendo oscilar rítmicamente sus relajados brazos, deslizándose veloz y confiada. Trazó con destreza una curva, y el aleteo de la falda le dejó el muslo al desnudo. Luego se le pegó tanto el vestido al cuerpo que llegó a perfilar una pequeña hendedura en su espalda cuando, con un casi imperceptible movimiento ondulatorio de sus pantorrillas, comenzó a patinar lentamente hacia atrás. ¿Era concupiscencia ese tormento que experimentaba mientras la estaba consumiendo con los ojos, maravillado por el sonrojo de su cara y la compacta perfección de cada uno de sus movimientos (especialmente cuando, tras quedarse un instante en congelada inmovilidad, la niña se lanzó de nuevo a la carrera impulsada por el veloz vaivén de sus rodillas)? ¿O era más bien la angustia que siempre acompañaba sus desesperadas ansias de extraer alguna cosa de la belleza, de retenerla un instante, de hacer algo con ella, fuera lo que fuese, a condición de que hubiese algún tipo de contacto, de que algo, fuera como fuese, apagara esas ansias? ¿Por qué devanarse los sesos tratando de descifrar este enigma? La niña comenzaría a correr otra vez y desaparecería, y mañana aparecería otra, como un destello, y así transcurriría su vida, en una sucesión de desapariciones.
¿O sería de otro modo? Vio a la misma mujer haciendo calceta en el mismo banco y, tomando nota de la circunstancia, en lugar de una caballerosa sonrisa le dirigió una mirada maliciosa, dejó asomar bajo su labio azulado un brillante colmillo, y se sentó. No duró mucho tiempo su perturbación ni tampoco el temblor de sus manos. Trabaron una conversación que, por sí misma, le produjo a él una extraña satisfacción; se desvaneció el peso que notaba en el pecho, y comenzó a sentirse casi contento. La niña apareció, caminando pesadamente con sus patines sobre la gravilla, igual que el día anterior. Sus ojos gris claro se posaron en los de él durante un momento, a pesar de que quien hablaba no era él sino la calcetera, y, tras haberle aceptado, se volvió despreocupadamente hacia otro lado. Momentos más tarde estaba sentada al lado de él, agarrada al borde del banco con sus manos rosadas de abultados nudillos, y de repente una vena se movió bajo su piel, y luego se formó un profundo hoyuelo junto a su muñeca sin que se movieran sus hombros, encorvados por la posición, mientras sus pupilas dilatadas seguían la pelota que corría por la gravilla. Al igual que el día anterior, su vecina, tendiendo la mano por delante de él, le pasó un bocadillo a la niña, que, mientras comía, estuvo haciendo entrechocar suavemente sus peladas rodillas.
–... su salud, por supuesto; pero, sobre todo, un colegio de los más buenos –estaba diciendo una voz lejana, cuando de repente el caballero notó que la cabeza de ri...

Índice

  1. Portada
  2. Primera nota del autor
  3. Segunda nota del autor
  4. Nota de Dmitri Nabokov sobre la traducción al inglés
  5. El hechicero
  6. Posfacio de Dmitri Nabokov
  7. Notas
  8. Créditos