Panorama de narrativas
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Panorama de narrativas

Una autobiografía revisitada

  1. 316 páginas
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Panorama de narrativas

Una autobiografía revisitada

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Vladimir Nabokov no podía escribir una autobiografía corriente, y Habla, memoria lo demuestra. A través de una serie de relatos largos, Nabokov, con el pretexto de contar su vida, construye un libro tan ameno, original, divertido y estilizado como sus novelas.

Nabokov rememora aquí sus meditaciones infantiles en el retrete, sus vacaciones en la finca campestre de la familia, sus amoríos adolescentes con Tamara en los museos de San Petersburgo; narra las peripecias de su huida de las huestes de Lenin y de su exilio europeo; escribe un homenaje a la honestidad política de su padre y a la belleza y ternura de su madre; pero lo que menos importa son los temas, porque de lo que se trata al fin y al cabo es de celebrar un festín de ingenio e inteligencia, de mordacidad despiadada y de nostalgia desgarradora, y en el que Nabokov es fiel a los consejos que daba a sus estudiantes de literatura: «¡Acariciad los detalles! ¡Los divinos detalles!»

Esta edición definitiva de Habla, memoria, corregida y aumentada por el autor, resulta, pues, una excelente introducción a Nabokov, una antología, un conjunto de pistas y claves que permitirán hacer una lectura más intensa y profunda de sus novelas. Y es, también, un elogio de sus grandes pasiones: la literatura, las mariposas, el ajedrez y, ¡oh sorpresa!, la familia.

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Información

Año
1986
ISBN
9788433943040
Categoría
Literature

CAPÍTULO DECIMOQUINTO

1
Van pasando, pasan, pasan, deslizándose los años, por utilizar una desgarradora inflexión horaciana. Pasan los años, cariño, y con el tiempo nadie sabrá lo que tú y yo sabemos. Crece nuestro hijo; las rosas de Paestum, del neblinoso Paestum, han desaparecido; estúpidos mecanicistas manosean ciertas fuerzas de la naturaleza que algunos mansos matemáticos, para su propia y secreta sorpresa, parecen haber presentido; de modo que quizá haya llegado la hora de que examinemos algunas instantáneas antiguas, pinturas rupestres de trenes y aeroplanos, estratos de juguetes en el pesado armario.
Nos remontaremos más atrás, hasta una mañana de mayo de 1934, y conduciremos respetuosamente hasta este punto prefijado la gráfica de un barrio de Berlín. Allí estaba yo, caminando de vuelta a casa, a las cinco de la madrugada, procedente de la maternidad cercana a Bayerischer Platz, adonde te había llevado un par de horas antes. Las flores primaverales adornaban los retratos de Hindenburg y Hitler en los marcos y fotografías coloreadas del escaparate de una tienda. Grupos izquierdistas de gorriones celebraban vociferantes sesiones matutinas en las lilas y los tilos. Un amanecer transparente había desenfundado por completo un lado de la vacía calle. En el otro, las casas todavía estaban azules de frío, y varias sombras alargadas iban estirándose gradualmente, a la prosaica manera que el día joven adopta cuando reemplaza a la noche en una cuidada y bien regada ciudad, en donde el fuerte sabor de los pavimentos alquitranados asoma por debajo de los olores a savia de los árboles de sombra; pero la parte óptica del asunto me resultaba completamente nueva, como una forma desacostumbrada de poner la mesa, porque nunca había visto hasta entonces aquella calle en particular al amanecer, aunque, por otro lado, había pasado a menudo por allí, deshijado, en tardes soleadas.
En la pureza y vacuidad de esta hora menos familiar, las sombras se habían confundido de lado, confiriendo así a la calle un tono de no inelegante inversión, como cuando ves reflejada en el espejo de la barbería la ventana hacia la que el melancólico barbero, mientras afila su navaja, vuelve su mirada (tal como hacen todos ellos en tales momentos), y, enmarcado en esa ventana reflejada, un fragmento de acera muestra una procesión de peatones despreocupados que caminan en sentido errado, hacia un mundo abstracto que inmediatamente deja de ser divertido para liberar un torrente de terror.
Cada vez que me pongo a reflexionar sobre el amor que siento por una persona, tengo la costumbre de dibujar radios que arrancan de mi amor –de mi corazón, del tierno núcleo de la materia personal– para dirigirse hacia puntos monstruosamente remotos del universo. Hay algo que me impulsa a comparar la conciencia de mi amor con cosas tan inimaginables e incalculables como el comportamiento de las nebulosas (cuya misma lejanía parece una forma de locura), los temibles precipicios de la eternidad, lo incognoscible que está más allá de lo desconocido, el desamparo, las frías y nauseabundas involuciones e interpretaciones del espacio y el tiempo. Es una costumbre perniciosa, pero no puedo hacer nada por evitarla. Puede compararse con el incontrolable salto de la lengua del insomne que repasa una muela cariada en la noche de su boca, haciéndose daño, pero, aun así, perseverando. He conocido a personas que, cuando tocaban accidentalmente alguna cosa –la jamba de una puerta, una pared– tenían que llevar a cabo toda una serie rápida y sistemática de contactos manuales con diversas superficies de la habitación antes de regresar a una existencia equilibrada. No tiene remedio; necesito saber dónde estoy yo; dónde estáis tú y mi hijo. Cuando se produce en mí esa explosión en cámara lenta, silenciosa, de amor, y despliega sus derretidos márgenes y me deja abrumado ante la sensación de algo mucho más vasto, mucho más duradero y potente que la acumulación de materia o energía en cualquier cosmos imaginable, mi mente no puede hacer otra cosa que darse un pellizco para comprobar si está en realidad despierta. Tengo que hacer un rápido inventario del universo, de la misma manera que una persona que sueña intenta condonar el absurdo de su situación asegurándose de que está dormida. Necesito que todo el espacio y todo el tiempo participen de mi emoción, de mi amor mortal, para quitarle mordiente a su mortalidad, y contribuir de este modo a combatir la absoluta degradación, ridículo y horror de haber llegado a tener una sensación y un pensamiento infinitos en el seno de una existencia finita.
Debido a que, en mi metafísica, soy un asindicalista empecinado y no me sirven de nada los viajes organizados por paraísos antropomórficos, cuando pienso en las mejores cosas de la vida quedo abandonado a mis propios y no despreciables recursos; es lo que ocurre ahora, cuando vuelvo la vista atrás para contemplar mi preocupación, propia casi del rito de covada, por nuestro hijo. Tú recuerdas muy bien las cosas que descubrimos (y que se supone descubren todos los padres): la forma perfecta de las uñas en miniatura de la mano que me mostrabas silenciosamente cuando se apoyaba, abierta como una estrella de mar, en tu palma; la textura epidérmica de miembros y mejillas, señalada con entonación apagada, remota, como si la suavidad del tacto sólo pudiese ser expresada por la suavidad de la distancia; ese no sé qué natatorio, resbaladizo, elusivo del tinte azul oscuro de los iris, que parecía retener aún las sombras de antiguos y fabulosos bosques en los que había más pájaros que tigres y más frutos que espinos, y donde, en una moteada espesura, nació la mente humana; y, sobre todo, el primer viaje de un niño a la siguiente dimensión, el recién establecido nexo entre el ojo y el objeto alcanzable, que los especialistas en biométrica y los miembros de la banda de los laberintos para ratas creen ser capaces de explicar. Se me ocurre que la más fiel reproducción alcanzable del nacimiento de la mente es la puñalada de asombro que acompaña el momento preciso en el que, mirando una maraña de hojas y ramas, nos damos cuenta de repente de que lo que parecía un elemento natural de ese enmarañamiento es un insecto o un pájaro maravillosamente disfrazados.
También se siente un intenso placer (y, después de todo, ¿qué otra cosa podría producir la labor científica?) si, al enfrentarnos al acertijo del florecimiento inicial de la mente humana, postulamos una pausa voluptuosa en el crecimiento del resto de la naturaleza, un repantigamiento y un haraganeo que permitieron que se formara,en primer lugar el Homo poeticus, sin el cual no se habría evolucionado hasta el sapiens. ¡Y que luego nos vengan con lo de la «lucha por la vida»! La doble maldición de la guerra y el esfuerzo devuelve al hombre al estadio de verraco, a la loca obsesión de la bestia gruñidora por la obtención del alimento. Tú y yo hemos comentado con frecuencia la aparición de ese destello maníaco en el ojo del ama de casa intrigante mientras estudia los productos de una tienda de ultramarinos o el depósito de cadáveres de una carnicería. ¡Esforzados del mundo, disolveos! Los libros antiguos están errados. El mundo fue hecho en domingo.
2
A todo lo largo de los años de la infancia de nuestro chico, en la Alemania de Hitler y la Francia de Maginot, tuvimos que pasar más o menos aprietos, pero algunos amigos maravillosos se encargaron de que dispusiera de todo lo mejor. Aunque impotentes para cambiar las cosas, tú y yo mantuvimos conjuntamente una celosa vigilancia sobre cualquier posible grieta que pudiera abrirse entre su infancia y nuestros propios estadios larvarios de aquel pasado opulento, y ahí es donde salen a escena aquellas hadas amistosas que reparaban la grieta cada vez que veíamos el peligro de que se abriese. Fue entonces, también, cuando la ciencia de la crianza de los bebés experimentó el mismo tipo de fenomenal y acelerado progreso que la aviación y la agricultura: cuando yo tenía nueve meses de edad, jamás me tomé en una sola comida una libra entera de espinacas escurridas, ni me dieron tampoco el zumo de una docena de naranjas cada día;, y la higiene pediátrica, que adoptábamos era incomparablemente más artística y escrupulosa que todo cuanto hubiesen podido imaginar nuestras nodrizas cuando nosotros éramos unos bebés.
Creo que los padres, burgueses –obreros de pajarita y pantalones de rayas trazadas a lápiz, solemnes padres atados a sus oficinas, tan diferentes de los jóvenes veteranos estadounidenses de hoy en día, o de cierto feliz expatriado de origen ruso y sin empleo fijo de hace quince años– no comprenderán mi actitud para con nuestro hijo. Cada vez que tú le alzabas en brazos, repleto de su biberón recién tomado y tan grave como un ídolo, y esperabas a que diera la señal posláctica de vía libre antes de convertir al bebé vertical en bebé horizontal, me acostumbré a participar tanto en tu espera como, en la tensión de su saciedad, que yo exageraba, debido a lo cual casi me fastidiaba tu animosa confianza en la rápida disolución de lo que a mí me parecía una dolorosa opresión; y cuando, por fin, la embotada burbujita estallaba en su solemne boca, yo solía experimentar un maravilloso alivio mientras tú, acompañando tus movimientos con un murmullo de felicitación, te inclinabas para depositarle en la penumbra de blancos bordes de su cuna.
¿Sabes una cosa? Todavía me noto en las muñecas ciertos ecos de los trucos que utilizan los empujadores de cochecitos, tales como, por ejemplo, la fácil presión hacia abajo que había que aplicar al asa para que el cochecito se levantara por delante y se encaramase al bordillo. El primero fue un complicado vehículo gris rata de fabricación belga, con gordos neumáticos autoides y lujosos muelles, tan grande que no entraba en nuestro canijo ascensor. Rodaba por las aceras con lento misterio señorial, y el atrapado bebé permanecía tendido boca arriba en su interior, bien tapado con plumas, seda y piel; sólo sus ojos se movían, cautelosamente, y a veces se volvían hacia arriba con un rápido barrido de sus espectaculares pestañas para seguir el lejano azul trenzado de ramas que se iba alejando, ocultándose al otro lado del borde de la semiabierta capota del coche, y luego lanzaba una mirada recelosa a mi cara para comprobar si aquel cielo y aquellos árboles tan guasones pertenecían casualmente al mismo orden de cosas que los traqueteos y el humor paternal. Le siguió un cochecito más ligero, y en este, más veloz, solía levantarse, tensando sus correas; se agarraba a los bordes; se ponía en pie, no tanto a la manera del mareado pasajero de un crucero de placer como a la del extasiado científico que viaja en una nave espacial; observaba las moteadas madejas del mundo vivo y cálido; miraba con interés filosófico la almohada que había conseguido arrojar por la borda; y hasta él mismo se cayó el día en que se rompió una correa. En una época más posterior incluso fue llevado en uno de esos pequeños armatostes que reciben el nombre de sillitas de ruedas; el niño fue bajando poco a poco desde sus muelles alturas iniciales, hasta que, cuando tenía aproximadamente un año y medio, pudo tocar el suelo dejándose caer hacia adelante en la sillita, y hasta golpearlo con los tacones como anticipación del momento en el que le dejarían suelto en algún jardín público. Una nueva ola evolucionaria comenzó a crecer, elevándole otra vez del suelo gradualmente, cuando, como regalo de su segundo cumpleaños, recibió un plateado Mercedes de carreras, de ochenta centímetros de largo, accionado por unos pedales interiores, como un órgano, en el que solía desplazarse con acompañamiento de ruidos de bombeo y golpeteos metálicos por la acera de Kurfürsterdamm, mientras las abiertas ventanas emitían el multiplicado bramido de un dictador que todavía andaba golpeándose el pecho en el valle de Neander, que tan atrás habíamos dejado nosotros.
Podría resultar valioso analizar los aspectos filogenéticos de la pasión que los niños varones sienten por las cosas montadas sobre ruedas, sobre todo los ferrocarriles. Naturalmente, ya sabemos lo que pensaba al respecto el Curandero Vienés. Dejaremos que él y los suyos sigan dándose codazos y empujones en su vagón de pensamiento de tercera clase, mientras viajan por el Estado-policía del mito sexual (por cierto, qué gran error por parte de los dictadores el haber ignorado el psicoanálisis: ¡toda una generación hubiese podido ser fácilmente corrompida por ese procedimiento!). La rapidez del crecimiento, la velocidad cuántica del pensamiento, la montaña rusa del sistema circulatorio..., todas las formas de vitalidad son formas de velocidad, y no es de extrañar que los niños que están creciendo pretendan aventajar a la Naturaleza con las propias armas de la Naturaleza, llenando una mínima extensión de tiempo con un máximo de disfrute espacial. No hay en el ser humano ninguna cosa tan profunda como el placer espiritual que se puede obtener de la explotación de las posibilidades de superar en fuerza de arrastre y velocidad a la gravedad, de vencer o imitar el tirón de la tierra. La milagrosa paradoja que supone el hecho de que los objetos redondos conquisten el espacio por el simple procedimiento de caer una y otra vez, en lugar de avanzar alzando laboriosamente unos pesados miembros, debió de suponer para la humanidad joven una saludabilísima conmoción. La hoguera a la que se asomaba el diminuto soñador salvaje cuando gateaba semidesnudo, o el incontenible avance de un incendio forestal, debieron de afectar, también, sin que Lamarck se enterase, a algún otro cromosoma de cierto misterioso modo que los genetistas occidentales ni siquiera tienen intención de elucidar, de la misma manera que los físicos profesionales se niegan a hablar siquiera del exterior del interior, del dónde de la curvatura; porque cada dimensión presupone un medio en el que puede actuar, y si, en el despliegue espiral de las cosas, el espacio se alabea hasta convertir...

Índice

  1. Portada
  2. Prólogo
  3. Capítulo primero
  4. Capítulo segundo
  5. Capítulo tercero
  6. Capítulo cuarto
  7. Capítulo quinto
  8. Capítulo sexto
  9. Capítulo séptimo
  10. Capítulo octavo
  11. Capítulo noveno
  12. Capítulo décimo
  13. Capítulo undécimo
  14. Capítulo duodécimo
  15. Capítulo decimotercero
  16. Capítulo decimocuarto
  17. Capítulo decimoquinto
  18. Notas
  19. Créditos