CRONICAS
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CRONICAS

  1. 320 páginas
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Recuperamos la contundente crónica en primera persona de la Movida del guitarrista y letrista de Loquillo y Trogloditas, acompañada por un prólogo de Carlos Zanón.

España, años ochenta. Surgen como se­tas grupos de rock con ganas de comer­se el mundo. Hay barra libre de caballo y otras sustancias. Muchos rockers veinteañeros se pasean por el lado salvaje al que cantó Lou Reed y coquetean con aquello del vivir rápido, morir joven y dejar un bonito cadáver. Sabino Méndez estuvo allí y sobrevivió para contarlo. Esta es la crónica de primera mano de una década convulsa y creativa, que el autor vivió en­tre Barcelona y Madrid como integrante de Loquillo y Trogloditas y letrista de al­gunas canciones que se convertirían en himnos. El libro habla de la gestación del grupo, de las giras accidentadas, de la relación con otras bandas como Alaska y los Pegamoides, Radio Futura, Gabinete Caligari, Siniestro Total, los Burros de Manolo García y Quimi Portet... Y también de la industria discográfica, los locales legendarios, los críticos que se movían alrededor de esa pujante escena musical, las actitudes punk y rockabilly y el mito y la verdad del «sexo, drogas y rock and roll».

Fue una época de rebeldía, genialidades y excesos, una década canalla y pro­digiosa durante la que el país se transformó y algunos se asomaron al abismo. Méndez la evoca sin mistificaciones ni

edulcoramientos. Escrito en el año 2000, Corre, rocker merece sin duda ser recuperado: no solo es uno de los testimonios más lúcidos sobre ese periodo, sino también una crónica personal de una extraor­dinaria potencia literaria.

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Información

Año
2018
ISBN
9788433939012
Categoría
Literatura

VIII. LAS LLAVES DE LA CIUDAD

Fondo musical: «La Rambla» de Quimi Portet
Cómo negar la mitad en sombra de la vida, si están ahí los sueños.
FRANCISCO UMBRAL, Mortal y rosa
1
Detecto jirones de niebla al fondo del desfiladero de la memoria. Debe de ser a causa de las emanaciones de opio que se levantan desde la Plaza Real. Piedras húmedas, antiquísimas, horadadas por callejones. En invierno, el reflejo del cielo gris uniforma orines y humedad, y las manchas en las piedras relucen, se ennoblecen. Entras, entonces, en el Glaciar o el Sidecar y te acoge un calor confortable de novela burguesa, de bohemios en paro. En primavera llega hasta allí el verde de las palmeras y el delicioso eco de la putrefacción del puerto. En septiembre, la lluvia convierte las baldosas del suelo en espejos oscuros, y en el reflejo de las farolas de hierro el muecín hace una llamada a la oración que solo puede oírse en el mundo sin aire del cerebro. Innecesario decir que me gustan mucho los barrios viejos.
Pero es en verano, al atardecer, cuando encuentro mi verdadero tiempo bajo esos porches. Ramblas abajo, a mi izquierda queda el barrio gótico y a mi derecha lo que se dio en llamar el «barrio chino». En la zona zurda reinan los negros, que tienen más contacto con la heroína; en la de la derecha prevalecen los magrebíes, que se desenvuelven mejor con el comercio del hachís y de cuya heroína hay que desconfiar, pues suele ser de baja calidad. Los gitanos, pocos y alejados, han sido desplazados al purgatorio social de la calle San Gerónimo. Ocasionalmente, emigra alguna rara avis, un egipcio musculoso con un polvo de excelente calidad o un marroquí dinámico y moderno que maneja grandes cantidades.
En el primer escalón de la búsqueda de opiáceos, los barrios viejos eran un lugar tan bueno como otro cualquiera. Las piedras seguían estando en el mismo sitio, inamovibles, perpetuas, desde que me acercaba a ellas a los diecisiete años para tomar cervezas con los amigos. Por tanto, la responsabilidad no corresponde al lugar, ni a morenos, gitanos o marroquíes. Ellos solo cumplen la misma función que en otro tiempo desempeñaron los chinos hasta que los echó la guerra civil. Eso quiere decir la desagradable labor de ser el que se encarga del trabajo sucio.
2
Varios volúmenes encuadernados en símil piel bajan por su propio pie de la estantería. Trepan a la mesa de mi escritorio y me saludan con confianza. Pensaba que no los volvería a ver, a pesar de que me han acompañado en todas mis mudanzas desde el cajón oscuro de los libros.
Abro el tomo que corresponde a 1986 y me sorprende mi propia minuciosidad. En la columna, trazada con regla, que corresponde a los gastos mensuales apunté las cantidades que dedicaba a narcóticos. Me maravilla mi candidez. Malditismo y contabilidad. Bienvenidos a los ochenta.
La cantidad mensual llega en ese año y en los siguientes hasta los seis dígitos. Cada yonqui es un caso aparte, no puedo opinar en representación de nadie. Lo que puedo decir es que mis cofrades de hábito y yo llegamos a beber menos, dejar de tomar otras sustancias e incluso hacer gimnasia diariamente para estar en mejor forma y poder consumir más heroína. Es muy diferente tu adicción si eres un yonqui con cierto nivel económico o un yonqui minucioso que apunta todos sus gastos, por repelente que sea reconocerlo. De la misma manera, ambas circunstancias cambian mucho la situación cuando intentas desengancharte.
Sigo hablando por mí. El ambiente de los heroinómanos es uno de los más egoístas y desapegados que conozco. Tampoco es tan sencillo engancharse; puedes progresar imperceptiblemente hacia la adicción, pero se necesita algún tipo de insistencia. Así que, en primera instancia, todo el mundo allí tiene claro cuánto de elección voluntaria hay en el asunto; si bien hay que reconocer que todos intuyen algo difuso en la somnolencia del narcótico que responde a la parte en sombra de la vida. Pero no por eso puedo permitirme hablar cuando me preguntan sobre otros músicos de la época que también estaban en el ajo. Sencillamente, no hablábamos entre nosotros del tema. A veces surgía la invitación espontánea y se comentaban las excelencias del material si ese fuera el caso. Pero nada de abrir tu corazón frente a la cucharilla recalentada, nada de comentar opciones personales.
La inyección en la vena y la eclosión de una flor de sedación en el cerebro. El origen de su uso no hay que buscarlo, en nuestro caso, en ningún spleen. Pero también sería absurdo pensar que las tomábamos solo para divertirnos. Era, más bien, la escalofriante curiosidad de Juan Sin Miedo. Para mis camaradas y para mí, el descubrimiento de unas sustancias que podían alterar con gran rapidez nuestro estado de ánimo con solo apretar un émbolo fue irresistible. La gratificación a largo plazo nos resultaba absolutamente indiferente. Solo queríamos sentir aquí y ahora. Una vez descubierto ese botón nos dedicamos a apretarlo una y otra vez, como ratas de laboratorio que redactaran su propio parte médico.
La capacidad creativa nunca se vio afectada, ni para bien, ni para mal. A lo sumo fue acelerada o retardada, pero el criterio estético nunca resultó afectado. Compasión, belleza y tiempo histórico son los ingredientes de cualquier barro estético, y eso no se altera por sedado o excitado que esté uno. Cabría distinguir entre las drogas cuyos efectos se manifiestan en lo más profundo del cerebro y las que afectan a sus redes periféricas. El LSD desencadena unos, para mí, inexplicables procesos químicos en el interior de la bóveda craneal y puede llevar a la difuminación de fronteras entre lo que se quiere contar y la acción de contarlo. En esos momentos, tan solo levantar el bolígrafo de la mesa y dirigirlo hacia la cuartilla puede convertirse en la mayor hazaña artística y perceptiva que, ¡ay!, por desgracia, nunca quedará plasmada en el papel. Anfetaminas, cocaína y heroína dan la sensación de afectar más bien a nuestro complejo entramado de radares exteriores, excitándolo o sedándolo. Ninguna de las dos predisposiciones puede variar el fondo de valores estéticos de cada cual. Desde un conocimiento científico puramente empírico, un especialista podría oponer multitud de objeciones a lo que digo. Valga solo recordar que hablo de una interpretación sensorial personal. La capacidad de tolerancia y la receptividad de la constitución de cada cual puede introducir variantes en el resultado. De cualquier manera, mi veredicto es que la ingestión de estupefacientes ni suma ni resta nada a la tarea artística como no sea tiempo para concentrarse en ella.
El día que el primer mono se bajó del árbol fue mirado como un monstruo por sus compañeros. El día que ese mismo mono decidió recostarse debajo de ese mismo árbol para observar la puesta de sol, recibió duras críticas de sus congéneres por no participar en la caza del mamut. A cambio, nació el pensamiento poético. No es extraño que ese mono terminara escogiendo la heroína entre el abanico de sustancias posibles. Nunca ansioso, nunca excitado, es la situación perfecta para la perezosa y detenida observación poética.
El precio a pagar es la esclavitud para con tus propios órganos y unos irreversibles daños físicos. De adolescentes, con nuestra arrogancia y urgencia, creemos ingenuamente que todo es reducible a una operación aritmética entre tiempo y materia, frecuencias y cantidades. Luego la vida nos descubre, como en casi todas sus cosas, que ella es una señorita exigente de mucha más complejidad. Como herencia de ese descubrimiento me corresponde un hígado en permanente libertad vigilada y la más absoluta convicción de que la frase de William Burroughs «La heroína detiene el crecimiento» es totalmente exacta, aunque en un sentido que supongo inimaginable para su autor.
3
No conozco nada más prometedor que la sensación de recibir un mes de mayo en Las Ramblas de Barcelona. Obsérvese que el único adjetivo ha sido seleccionado con el máximo cuidado. Los puestos de las floristas se llenan de color con una cosecha más fresca que de costumbre y las chicas empiezan a andar un poco más ligeras de ropa.
Tú, al levantarte, solo has tenido que ponerte unos vaqueros y una camiseta blanca. Es esa facilidad de enfundarte cuando se acerca el verano y vives en un país mediterráneo. La brisa marina sopla por el tubo de Las Ramblas y tú vas a sentarte con el resto de los yonquis bajo el monumento a Pitarra. Años antes, durante el franquismo, bajo esa misma estatua se amparaban las trotonas a ofrecer su mercancía. Años después, los bares para estudiantes con posibles de la cercana universidad han lavado la cara de la calle Escudillers.
Pero estamos en el presente detenido de 1986. El día es largo, el sol tarda en declinar. Llegas a media tarde y desprecias las primeras ofertas porque, desde hace varios días, conoces que corre por allí un egipcio que tiene una mercancía de primera. Los días anteriores se te ha escapado, pero hoy vienes preparado a conciencia. Has conseguido estirar tu dosis hasta el máximo y el síndrome tardará en aparecer. La urgencia del mono no te hará desistir de la paciente espera. Los cotilleos corren rápido. Se comenta que el egipcio durará poco en la calle. Es demasiado joven, demasiado agresivo. Llama mucho la atención, siempre rodeado de sus dos o tres jovencísimas acompañantes.
En el fondo es la misma espera indiferente de la filosofía surf californiana que tanto nos gustaba. Olvidarse de todo hasta que llega ese momento exacto del espacio y el tiempo que trae la ola adecuada. La redundancia del mar te hace saber que ninguna de esas olas es imprescindible; tarde o temprano cogerás la onda buena. Ese sentimiento de contingencia absoluta llegó a convertirse para mí en una droga de efectos mucho más necesarios que los propios opiáceos.
Esperando con tranquilidad bajo los tilos supe que ese río de la vida del que hablaba Heráclito, cuyas aguas no puedes probar dos veces, se había detenido para mí.
Mañana no hay que hacer nada. Dentro de algunos días habrá que ir a esparcir música por dos o tres lugares de nuestra geografía con una buena provisión de esa especie de líquido amniótico mental en el equipaje. A la vuelta te esperan los tilos y las palmeras de nuevo, joven Méndez, y todos esos conocidos callejeros con los que te pasas el día sin ni siquiera saber dónde viven, ni de qué lugar provienen. Así, ola tras ola, y vuelta a empezar. Podíamos ir a comer un falafel y volver paseando mientras la brisa marina nos refrescaba suavemente la cara entrando desde el mar por el ancho pasillo de edificios. De vuelta del paseo, el egipcio no ha aparecido. No importa. El sol se ha detenido, las aguas no fluyen. Volvemos a sentarnos. Los pintores callejeros, los músicos nómadas, alguna prostituta, los actores que ofrecen sus pantomimas en la acera por unas monedas. Son Las Ramblas que yo veo en mi calendario de los ochenta.
No me crece la barba, imagino. Los árboles congelan sus brotes esperándome. Por mucho que seamos solamente tiempo y procesos biológicos, la mente consigue los mejores milagros. Lástima que estos sean siempre fulgurantes y provisionales.
Paseamos bajo los soportales de la Plaza Real. Los «secretas» sentados en la mesa de una de las terrazas piden dos cervezas. Uno de ellos lleva barba, una larga melena, vaqueros y unos mocasines delatores. Habrase visto. La policía secreta es, en esos lugares, cualquier cosa menos la cualidad propia de su calificativo. Pero no les importa. Saben que su trabajo es dibujar un mapa aproximado de control de todos los extraños caminos de esas gentes. En general, dejan bastante en paz a los yonquis. No tiene sentido vapulearse entre los polichinelas. Por eso está tan nervioso el egipcio; sabe que sus propias ansias le convierten en un arlequín demasiado llamativo.
Nos volvemos a sentar bajo el monumento comiendo pistachos. El aire gira a azules y hace ignición el primer amarillo de las farolas. El sol se está yendo a dormir por el estrecho pedazo de horizonte inhóspito que nos dejan ver los edificios del puerto, pero el río temporal sigue inmóvil. Me baño en aire caliente y húmedo, me baño en presente. Expando los pulmones y aspiro esa vida que veranea. Echamos las cáscaras de los pistachos a las palomas. Voces, ruido de motores, bocinas, chiquillería. En ese momento de luz incierta diluyéndose en grises, aparece el egipcio. La brisa le viene empujando las espaldas. Lleva una coqueta gorra de chulapo echada sobre el cogote y una cazadora high-school de piel carísima, reluciente e inencontrable. A su remolque vienen el par de adolescentes malcaradas que le acompañan siempre y ejercen de secretarias y guardia de corps. Los yonquis pierden la compostura y se arraciman en torno a ellos. Cada una de las chiquillas malcaradas intenta alejarlos gritando más que la otra, creyendo que esa es la forma adecuada de hacer méritos de cara al egipcio. Procuramos ignorar su vertiente de proxeneta, que nos irrita bastante. Es menos guapo de lo que se cree. Los rizos del tupé le quedan bien sobre la piel morena, saliendo así como por casualidad de debajo de la gorra. Pero eso no justifica esa especie de parqué de la Bolsa que se está escenificando en medio de la acera central de Las Ramblas.
A la vuelta de la esquina, en la primera terraza de la Plaza Real están los «secretas» con sus cervezas. El egipcio se enfada. El crescendo de voces amenaza con girar la esquina y si los «secretas» presencian tal tumulto no les quedará más remedio que hacer algo. Es tan fácil hacer las cosas mal. Nosotros nos quedamos quietos donde estamos y seguimos comiendo pistachos. Al egipcio no le gusta nada todo esto. Está muy molesto, pero disfruta dando órdenes. Es rápido, tajante, y riñe a los yonquis; pero la culpa es suya. Quién le manda vestir tan bien, tener tan buen material y acompañarse de ese séquito.
El racimo se dispersa tan rápido como se formó. Preguntamos y hay cita para luego. Pasamos de esperar. Ahora es nuestro turno. Nos tocará seguirlo por calles y calles, esperando que se calme. Las mismas calles del barrio adelante y atrás. Cruzaremos todo el «barrio chino» y volveremos en dirección contraria, pasaremos tres veces por el mismo sitio. Lo seguiremos en todas sus paradas. No hay prisa. Volveremos a cruzar Las Ramblas (pero mucho más arriba) y atravesaremos el «gótico». Entonces diremos «basta» y le pillaremos algo. Cuando eso sucede, la corriente del río vuelve a ponerse en marcha para el egipcio y desaparece de nuestras vidas; mientras, las papelinas se deslizan por el bolsillo que tiene la costura rota y van a instalarse entre el forro y el dobladillo de mi abrigo de cuero. En contra de lo que se cree, no siempre tienes una exagerada prisa por probar el material recién adquirido, especialmente si el tiempo se ha parado a tu alrededor y decrece un hermoso crepúsculo de verano. Tu famoso «caballo» está ahí, tranquilizador, en el bolsillo. Si apareciera algún síntoma de síndrome, siempre estás a dos minutos de taxi del paraíso. Compramos una botella de bourbon y volvemos a la Plaza Real a tomar unas tapas. Cuando los yonquis nos preguntan por el egipcio les decimos que no tenemos noticia.
Mientras la noche cae sobre el verano detenido veo los neones del Bagdad, Los Tarantos, el Karma, el Jamboree Club, el Jai-Alai. Porno, flamenco, rock, jazz, apuestas... Los «secretas» ya no están en la mesa de los soportales, que ahora está solitaria bajo un fluorescente neurasténico. Podría charlar un rato con esa mesa si quisiera consolarla; pertenece al mismo ámbito del tiempo sólido que yo. Pasan los taxis negros y amarillos con la luciérnaga verde en la cabeza. El «gótico», sus paredes chorreantes de humedad, sus piedras sucias, su olor a detritus.
Sentado bajo el monumento a Pitarra, el río de Heráclito detuvo sus aguas y yo me bañé en ellas. «En esos muros de piedra se abrió una pequeña puerta», como decía Evelyn Waughn, y, al otro lado, encontré un río estático, inmovilizado, donde la charla era pausada en torno al fuego ambarino de una botella de whisky. Fuese quien fuese, amigo o compañera, Oriol Llopis o Nina Be, subiríamos luego a nuestro ático y disfrutaríamos de una tertulia perezosa llenando los vasos y probando el material del egipcio. En efecto, realmente era tan bueno como decían.
4
La pequeña puerta en los muros de piedra anunciaba su condición de trampa y nadie se llamaba a engaño. Pero tras ella se detuvo el tiempo y encontré la primera versión de la c...

Índice

  1. PORTADA
  2. PRÓLOGO: TODO EL MUNDO AMA A SABINO
  3. UNAS PALABRAS DEL AUTOR
  4. PRÓLOGO
  5. I. DEFICIENTE
  6. II. SÁBADO
  7. III. SER CYRANO O SER PINOCHO
  8. IV. SANGRE, DICE HEMINGWAY
  9. V. PERO ¿EXISTE JULIA ROBERTS?
  10. VI. EL PENE. MANUAL DE INSTRUCCIONES
  11. VII. DIÁLOGO ENTRE CAPITALISTAS
  12. VIII. LAS LLAVES DE LA CIUDAD
  13. IX. EL MUSEO DEL ROCK AND ROLL
  14. X. SHAKESPEARE Y OTROS GILIPOLLAS
  15. XI. SOL
  16. XII. MEDITERRÁNEO VIOLENTO
  17. XIII. LA CANCIÓN QUE HAY QUE CANTAR DE VEZ EN CUANDO
  18. XIV. MI BELLA AYUDANTE EN MALLAS
  19. EPÍLOGO
  20. CRÉDITOS