En la confidencia
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En la confidencia

  1. 208 páginas
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En la confidencia

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Eloy Fernández Porta escribe sobre lo que se dice, lo que no se dice y lo que se dice a medias: un ejercicio de pensamiento y confesión.

Algo más que un pálpito, algo menos que un saber. Eso es lo que compartimos en el instante de la confidencia, y eso contiene este libro, que, si fuese música, tendría que sonar a media voz, porque su materia es el secreteo y el susurro. Una reflexión sobre los rumores, las medias verdades, los secretos y las mentiras; sobre la transmisión de informaciones, las confidencias, el lenguaje, la maledicencia; sobre el oprobio, la privacidad, el control, las redes sociales. Una muestra de erudición omnívora y personalidad intransferible que abarca las disciplinas y terrenos más diversos (el cine y la literatura, la fotografía y el cómic, el arte y la ilustración) desde la radicalidad, el cruce de géneros y el despliegue de referencias.

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Información

Año
2018
ISBN
9788433939166
Categoría
Literature
Categoría
Literary Essays

VIII. ERÓTICA DEL SECRETO DE ESTADO

Corrupto, nepote, falsario, jumento, incumplidor de juramentos electorales, saqueador del erario público, cacique, califa, mercachifle de las urnas, sicario de corporaciones foráneas, chambelán de infieles y martillo de compatriotas –Shylock e Iscariote redivivos–, el gobernante, tras largas, victoriosas legislaturas, se derrumba, de improviso..., al publicarse en prensa –una foto pixelada, la pista de audio de una conversación salaz– una imagen orgiástica.
La batería antiatómica. «Los estudios del Instituto Kinsey han demostrado sin lugar a dudas que de entre todos los métodos de seducción conocidos ninguno resulta tan rápido, tan eficaz y asequible como la revelación de secretos militares, políticos y económicos –por este orden–. “Si para seducir a una empleada administrativa cualquiera”, escribe un estudioso no exento de sensibilidad social, “puede bastar con la fotocopia de un tratado secreto de colaboración cultural en Centroamérica, en cambio para inducir al pecado a una operaria se hace preciso recurrir, cuando menos, a un tratado de no agresión en Oriente Medio; una licenciada, por su parte, no sabrá negarse ante un modelo de mitra de cañón corto con recarga automática y velocidad de disparo regulable en función del apellido del blanco”; para no prolongar en exceso la cita de elementos técnicos transcribiré la conclusión, donde se lee que “ni siquiera la Papisa Juana habría sido capaz de resistirse al atractivo de un mapa de radares”; y el estudioso sostiene, con audacia, que se sabe de mujeres moribundas en loor de santidad que han abandonado súbitamente la agonía para pecar –abandonando así una carrera celeste prometedora y estable– con un Lord que exhibía, con la sonrisa culta y diabólica de los lores, un plano de las baterías antiatómicas en el noroeste de Escocia.» (Giorgio Manganelli, «Sesso e politica», en Lunario dell’orfano sannita.)
En el punto de cruce entre lo divino y lo humano, la confidencia irrumpe. La Papisa chismosa, la beata que mancilla su currículo de vísperas, y no por el pecado de la carne: por el magnetismo de lo confidencial. En su poética amorosa Manganelli parte de una constatación trivial y la somete a una extensión desmesurada: bíblica tormenta, los bajos instintos confidenciales se llevan en riada a la Virtud. Y, en efecto, algo de las viejas mitologías pervive en los quehaceres cotidianos: en el flirteo, la sexualidad y el gobierno, efectos, todos ellos, de la deriva confidencial. Así, personajes tales como la novicia o el chambelán, habitantes de la norma y de la pompa, se nos presentan como seres míticos, inasequibles al sentimiento; en los actos que los involucran vuelve a suceder la invención de la subjetividad. En la prosa manganelliana, con su aleación neobarroca de pensamiento atávico y constatación pragmática, el mito es lo más material. «Pasta para hacer dioses»: esta imagen aberrante, que fulgura en otro de sus racconti, nos da la idea de una divinidad volcada, desde su nacimiento, en la flexión subjetiva, en la masa y el masaje: labor de los dedos sobre el cuerpo inerte, Isis manos a la obra. Insuflar vida a esa masa es el acto de privacidad primero.
Presiones y modulaciones. «Hay grifos y dentífricos. Las personas-grifo necesitan que les den un buen apretón, y ahí les sale todo. En cambio, a las personas-dentífrico hay que ir apretándolas poco a poco, y cada vez van sacando algo más. Y bien, ¿de qué tipo eres tú?» La frase proviene de un melodrama; su emisor es una arquitecta experimentada y directa; su receptor, un viudo misterioso. Se acaban de conocer. La frase habla, pues, sobre modular las confesiones, desde los comentarios casuales hasta los secretos de familia. Es un excelente gesto de erótica comunicativa, más eficiente que el parpadeo y el escote. Son muy apreciadas las personas-dentífrico, que no se abren a las primeras de cambio pero saben responder a las solicitudes ajenas, soltando cuerda a medida que cunde la relación y gana en profundidad de campo. La persona-dentífrico propone un ritmo previsible y sensato, el medio tiempo de la canción relacional. Su madurez es apreciada, porque ha aprendido a someter sus sentimientos a pautas y plazos. En cambio, la persona-grifo suele despertar suspicacias. ¿Será un sociópata? ¿Un histérico? Su retahíla de confesiones súbitas, no solicitadas, es un desmán pasional, tanto que, en última instancia, resulta impersonal: quien se confiesa tan a las bravas podría hacerlo con cualquiera. En ese show yo no soy yo, solo soy un espectador de pasiones indirigidas.
Ante la persona-grifo habrá que ponerse en guardia. Hay buenas razones para desconfiar. Cuando conozco a alguien interesante doy por sentado que contiene informaciones sensibles. Deberé aplicar la presión adecuada para buscarlas; ganaré un amigo, me enteraré de cosas. Roces, masajes, aplique de dedos y una caricia calculada: ese proceso es minucioso y placentero; si me quitan el derecho a realizarlo –a intentarlo, con la posibilidad de equivocarme, de presionar en el lugar equivocado–, ¡qué decepción! ¿Qué incentivo tendría embarcarse en otra relación más si no puedo trabajar la confianza a mi manera, con mi técnica, tocando y modulando como solo yo sé, haciendo que la complicidad surja en el orden que yo propongo, reordenando así la materia de su vida, reviviéndola solo en el orden temporal y afectivo del lazo enhebrado por mí, con ella?
Por cierto: la frase que encabeza este epígrafe no proviene de un melodrama. No hay viudo ni arquitecta. Su verdadera fuente es un telefilme de guerra. Su emisor es un torturador. Su receptor, la víctima.
The Minister of Information says: ¡achanta mui! Ser discreto es ser patriota; la indiscreción es alta traición. Tal es la ley de lo confidencial que se impone, por decreto, en tiempos de guerra, cuando las informaciones acerca de las estrategias militares deben ser guardadas en el mayor de los secretos. Medir las palabras en la calle, en el mercado y en la plaza se convierte entonces en un deber de Estado: así se integran en la vida marcial aquellos civiles que no han sido reclutados, y en particular, oh sorpresa, las mujeres. «Loose lips sink ships»: las habladurías hunden barcos. La facilidad de la lengua inglesa para el proverbio se mostró una vez más en la campaña diseñada por el Gabinete de la Guerra, en 1940, en plena contienda con Alemania. La Anti-Gossip Campaign, ideada por el Ministro de Información, sir John Reith, llenó los muros y paredes de Inglaterra con impactantes pósters y coloridos pasquines que dramatizaban las consecuencias de una conversación deslenguada:
–Yo fui una víctima de las habladurías,
nos dice, en uno de los afiches, un soldado muerto. En otro de los anuncios una manaza peluda, garra de sargento enemigo, se adelanta para presentar una condecoración con la cruz gamada: «El premio a la charla indiscreta.»
El blasón de la ignominia... Dulce et decorum est pro patria mori, y, en cambio, ¡qué ridículo y cruel terminar los días abatido por la incontinencia verbal de un compatriota desocupado! A la muerte gloriosa en el campo de batalla, muerte de friso, monumento y Pintura de Historia, la propaganda contrapone la mortandad camp, prolongando así la tradición de las representaciones realistas del Fin, mundano y cualquiera.
La ley marcial de la confidencia produce ciudadanía, carácter, género y clase. El imaginario de esos anuncios deja bien claro cuál es, en la mentalidad del ministerio, el eslabón más débil en la cadena: una vez más, se trata de la mujer de clase trabajadora, contra quien ya advertía, misógino, Ibn Hazm. Siempre deambulando por mercados y portales, siempre parlanchina y locuaz...
–A silenciar, ¡ar!,
se dice el ministro, y para ello convendrá incorporar a su cuerpo un rasgo que, en el ideario clasista, es distintivo de las clases acomodadas: el estoicismo y la modestia, corporeizados en la personalidad flemática. Por medio de esa pedagogía de clase las pescaderas habrían de parecer, de tan discretas, duquesas; caballeros los obreros; los estibadores, lores. El sentimiento patriótico se reformula como una verdad temblorosa que debe ser compartida, pero no expresada:
–Tú y yo somos ingleses porque sabemos callar juntos.
En este ritual patriota la ley marcial se da la mano con las concepciones estructuralistas del lenguaje que dominan el ambiente intelectual de la época, y que se habían ido forjando en buena medida, así Wittgenstein, en el campo de batalla y en el oficio de prisionero..., donde es imperativo callar de lo que no se puede hablar.
Mantel de cocina realizado para la Anti-Gossip Campaign (1940). Las cinco ilustraciones se emplearon, por separado, como motivo decorativo, en numerosos enseres de uso doméstico. La más usada es la que ocupa el margen inferior izquierdo. Bajo la mesa de un bistrot, tomando nota de la charla de una pareja de incautos, acecha, taimado, el archienemigo: el Führer.
© Imperial War Museum.
Este cucurucho es top secret. Dos años después de iniciar la campaña el gobierno se verá obligado a tomar otra medida importante en la política del secretismo. En la fase avanzada de la guerra, cuando las tropas de Rommel avanzan hacia Egipto, la embajada británica en El Cairo es desalojada a todo correr. Antes de abandonar la plaza los funcionarios arrojan los documentos secretos a una pira improvisada. Incendio apresurado, incompetente e incompleto, pues, según refiere Artemis Cooper, en otro pasaje del Museo del chisme, buena parte de los legajos sobrevivieron al fuego y terminaron, chamuscados, en la vía pública, donde quien «compraba un cucurucho de maníes solía recibirlos envueltos en una hoja de papel donde se podía leer un texto mecanografiado, en inglés, rubricado por los sellos “reservado”, “confidencial” o “secreto”».
Comidilla de los transeúntes, merienda marcial, los secretos han cambiado de estado, igual que el Estado cambia, en el fragor de las batallas, de sede y propietario. En esta nueva deriva en la experiencia cotidiana el secreto vuelve a adquirir forma y tacto; es crujiente y salado, deja un sabor amargo en los dientes, y el paseante, en otra fantasía belicista, puede sentirse, al cruzar la calle, como un alto cargo que, descubierto en un trance comprometedor, se ve obligado a masticar y deglutir a toda prisa las pruebas de su delito. Arte comestible, el cucurucho top secret se incorpora a la fabulosa colección de objetos inauditos que, desde el dadá en adelante, ha hecho coincidir la textura y el sueño, la cifra y la sinrazón. El documento lacrado convertido en merendola es un objet trouvé. Y así procede el crítico cultural: buscando signos de la ideología dominante en los hechos consuetudinarios, descubriendo el trabajo de la Historia en la producción de mercancías.
CONNIE: Esa fue la mejor época.
SMILEY: Era la guerra, Connie.
CONNIE: Una Guerra de verdad. Algo de lo que [los ingleses podían sentirse orgullosos.
Qué fue de mi orgullo patriota. Las líneas de diálogo precedentes pertenecen a una de las narraciones que mejor han descrito la deriva de la confidencia entre la guerra y la paz en Gran Bretaña: El topo, de John Le Carré. Los ajados espías del MI6 no pueden sino constatar que, tras la Segunda Guerra Mundial, en la Guerra Fría, en el tránsito desde el Blitzkrieg hasta los primeros brotes verdes del bienestar, algo sustancial se ha perdido. En los plomizos años cincuenta ya no hay campañas anti-gossip. El Secreto de Estado ya no es competencia de los ciudadanos; ha quedado circunscrito a los cuchitriles insonorizados del Secret Service, donde el antiguo ardor guerrero fenece, archivado, clasificado, entre el formulario y la póliza. La Guerra Fría, con su tristeza conspiranoica y su vaivén pendular entre la amenaza nuclear y la disuasión pactada, no produce ya patriotas enardecidos, sino taciturnos hojeadores de tabloides. El nacionalismo sestea entre la retórica municipal del Times y la eurofobia amarilla del Daily Mirror. En cuanto a los miembros del MI6, los guardianes del secreto, ya no se juegan el tipo por un telegrama en morse. Son burócratas del top secret y chalaneros de la deserción, vuelva usted a desertar mañana, deambulando en círculos entre el espionaje y el contraespionaje, tentando a agentes soviéticos con una deshonrosa defección y un húmedo apartamento con vistas al parque. «La canción de los espías tristes en el momento de envejecer»: así lo llamó, en un poema logrado, Jaime Siles. La tonada ya no es un himno, no la habrán de cantar los conciudadanos; es una pesarosa melodía de despacho sin ventanas, tarareada, desafinada, acallada por el teclear interminable de las máquinas de escribir.
No es de extrañar, pues, que en el momento culminante de la novela el traidor, el Judas por excelencia de la Pérfida Albión, explique así su vocación desertora: «Fue una elección estética tanto como moral. Es que Occidente se ha ido convirtiendo en un lugar cada vez más... feo, ¿no te parece?» Son las palabras del líder de un grupo de infausto recuerdo, los Cinco de Cambridge: espías al servicio de Su Majestad, tentados por el enemigo rojo, que se convirtieron en agentes dobles. Smiley, que previamente había intentado en vano sonsacar la confidencia definitiva a su archienemigo, el líder de la KGB, se encuentra entonces, y es su premio de consolación, con una confidencia menor, acaso más definitiva: si ya no hay secretos como los de antes tampoco hay decorum, ni belleza; nada hay que merezca la pena ser investigado. Connie tenía razón. Pues en ese cambalache de agentes dobles y dobleces agenciadas nadie queda que merezca el noble título de «Enemigo».
Este es el comienzo de una hermosa enemistad. Nadie mejor que el enemigo. Nadie como él para comprender nuestros miedos, para escuchar la verdad y dejarla temblando. No me preocupa que intente construir con ella una historia, un poder narrativo; en la mente de mi rival ya no caben más relatos sobre mí: todos se han cerrado, de manera definitiva, trazando el mapa impecable de la antagonía. La terrible simetría. En esta disposición de los afectos el odio replica con fidelidad la forma de la amistad, con su economía de los recuerdos, sus hitos y fracasos. En el desafío sin cuartel, el rival es fiable: no conoce la inexactitud ni el olvido. Constancia de la Némesis: su responsabilidad, su puntualidad en los detalles, ya la quisieran para sí muchos autodenominados «amigos». En las relaciones funcionales hay un factor de indeterminación por el cual todos nuestros actos pueden ser juzgados en un sentido u otro, cambiando de signo el vínculo, ahora más intenso, ahora má...

Índice

  1. Portada
  2. DEJAS QUE SE EXTIENDA
  3. Granito del Nuevo Mundo
  4. I. LA CHUSMA CELESTE
  5. El oyente confiable y los edificios demolidos
  6. II. YO CANTO A LOS CEROS Y AL UNO
  7. El oyente confiable y la violencia sexual
  8. III. QUIEN BUSCA A LA HUMANIDAD HALLARÁ LA MUCHEDUMBRE
  9. El oyente confiable y la vía diplomática
  10. IV. ESTÉTICA DEL GRAN OTRO
  11. El fin del oyente confiable
  12. V. EL ORO DEL OPROBIO
  13. De cómo mis nervios salieron de mí y se fueron andando
  14. VI. LLORA (COMO LUMBERSEXUAL LO QUE NO SUPISTE DEFENDER COMO MACARRUCIA)
  15. El hombre sin nervios no media en las peleas
  16. VII. LA PERFIDIA, DE BUENA TINTA
  17. El hombre sin nervios y la fiesta desierta
  18. VIII. ERÓTICA DEL SECRETO DE ESTADO
  19. El hombre sin nervios y la cena en los aviones
  20. IX. ECO OPACO DE UN RUMOR
  21. Alguien confunde al hombre sin nervios con otra persona
  22. VERDULÉITOR
  23. Créditos
  24. Notas