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  1. 184 páginas
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Un fascinante tapiz de México, su gente y sus infinitas maravillas. El testigo del excepcional Oliver Sacks.

Durante su larga trayectoria, Oliver Sacks fue conocido ante todo como un explorador de la mente humana, un neurólogo con un don para los retratos complejos y reveladores de personas y sus enfermedades que servía de acicate para el éxito fenomenal de sus libros. Pero también fue miembro activo de la American Fern Society (Sociedad Americana de los Helechos), y desde niño siempre le fascinó la capacidad de esas plantas primitivas para sobrevivir y adaptarse a climas diversos. En Diario de Oaxaca entrelaza con briosa inteligencia las coloridas hebras de la biología, la historia y la cultura para tejer un fascinante tapiz de México y de un grupo de buscadores de helechos unidos por una pasión común.

En este extraordinario rincón se reúne un variado grupo de botánicos, profesionales y aficionados, eruditos que desconocen la pedantería, con una perspectiva diferente y originales percepciones. Y esta parte del mundo destaca por su espléndida variedad: mientras en Nueva Inglaterra hay unas cien variedades de helechos, en Oaxaca hay casi setecientas. En los mercados de los pueblos se venden por lo menos dos docenas de clases de chiles, desde la que tiene un ligero sabor picante hasta la que es capaz de causar alucinaciones. Oaxaca es también un paraíso de aves, y el sueño del arqueólogo (abundan las ruinas antiguas que se hacen eco de leyendas precolombinas). Y es aquí donde el Nuevo Mundo hizo al Viejo el delicioso regalo del chocolate, en otro tiempo reservado, bajo pena de muerte, a la realeza azteca. El hondo interés de Sacks por la historia natural y la riqueza de la cultura, unido a su afilado ojo para los detalles, hace de Diario de Oaxaca la cautivadora evocación de un lugar y de sus plantas, su gente y sus infinitas maravillas.

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Información

Año
2017
ISBN
9788433937612
Categoría
Viajes

1. VIERNES

Me ilusiona pasar una semana lejos del gélido invierno neoyorquino, en Oaxaca, donde voy a reunirme con unos amigos botánicos y a llevar a cabo una incursión en busca de helechos. Ya en el avión, de la línea AeroMéxico, hay un ambiente distinto al que he visto en ningún otro vuelo. Apenas hemos despegado cuando la mayoría de los pasajeros se levantan, y mientras unos charlan en los pasillos otros abren bolsas de comida, e incluso algunas madres amamantan a sus pequeños, una escena social similar a las de un café o un mercado mexicano. Al subir a bordo, me siento ya en México. Los letreros luminosos que indican la necesidad de mantener abrochados los cinturones de seguridad aún están encendidos, pero nadie les presta atención. He tenido un atisbo de esta sensación en aviones españoles e italianos, pero aquí está mucho más marcada: esta fiesta inmediata, este ambiente risueño a mi alrededor. ¡Cuán esencial es ver otras culturas, ver hasta qué punto son especiales, locales, y lo poco universal que es la tuya! En contraste con el de este avión, el ambiente en la mayor parte de los vuelos estadounidenses es rígido y carece de alegría. Empiezo a pensar que voy a disfrutar de esta visita. En cierto sentido, es muy poco el goce «permitido» en estos tiempos, y sin embargo no hay duda de que la vida está para gozarla.
Mi vecino, un jovial hombre de negocios de Chiapas, me desea «Bon appetit!», y luego, cuando llega la comida, la versión española de estas mismas palabras: «¡Buen provecho!» No entiendo nada de lo que dice el menú, por lo que acepto lo primero que me ofrecen, un error, ya que resulta ser empanada, mientras que yo prefería pollo o pescado. Lamentablemente, mi timidez y la incapacidad de hablar lenguas distintas a la mía constituyen un problema. La empanada no me gusta, pero como una poca considerándolo parte de mi aculturación.
Mi vecino me pregunta el motivo de mi visita a México, y le digo que formo parte de un grupo de botánicos que se dirigen a Oaxaca, en el sur del país. Varios de los pasajeros procedemos de Nueva York, y nos encontraremos con los demás en la Ciudad de México. Al saber que ésta es la primera vez que visito México, el hombre me habla con entusiasmo del país y me presta su guía. No debo pasar por alto el enorme árbol de Oaxaca, que tiene milenios de antigüedad, una célebre maravilla natural. Le respondo que, en efecto, he oído hablar de ese árbol, que ya en mi infancia vi fotos suyas y ésa es una de las cosas que me ha atraído de Oaxaca.
El mismo amable compañero de viaje, al observar que he arrancado las últimas páginas e incluso la portadilla de un libro para escribir en ellas, y que ahora estoy preocupado por la falta de papel, me ofrece dos hojas amarillas de un bloc (he cometido la estupidez de guardar mi bloc de hojas amarillas y un cuaderno de notas en el equipaje principal).
El hombre se da cuenta de que he aceptado la empanada que me ofrecían cuando es evidente que no sé de qué clase de comida se trata, como es también evidente que no me gusta, así que vuelve a prestarme su guía, sugiriéndome que examine el glosario bilingüe de alimentos mexicanos que contiene. Por ejemplo, debo tener cuidado y distinguir entre «atún» y «tuna». Esta última palabra es idéntica a la inglesa que significa atún, pero en realidad se refiere a una clase de higo chumbo. Con lo que podrían servirme fruta cuando lo que deseo es pescado.
La guía contiene una sección sobre plantas, y me intereso por la «mala mujer», un árbol de aspecto peligroso con unos pelos punzantes que parecen de ortiga. Mi vecino me dice que, en las salas de baile de los pueblos, los jóvenes arrojan ramas de ese árbol para que todas las chicas se rasquen. Es algo que oscila entre la broma y el delito.
«¡Bienvenido a México!», exclama mi compañero cuando aterrizamos, y añade: «Aquí encontrará usted muchas cosas originales y de gran interés.» Cuando el avión se detiene, me da su tarjeta de visita. «Llámeme por teléfono», me dice, «si puedo ayudarle de alguna manera durante su visita a nuestro país.»
Le doy mi dirección, que apunto en un posavasos, pues no tengo tarjetas de visita. Le prometo que le enviaré uno de mis libros, y cuando veo que su segundo nombre es Todd («mi abuelo era de Edimburgo»), le hablo de la parálisis de Todd, una parálisis transitoria que a veces sigue a un ataque epiléptico, y le prometo incluir una breve biografía del doctor Todd, el fisiólogo escocés que descubrió la enfermedad.
Estoy muy conmovido por la amabilidad y cortesía de ese hombre. ¿Es acaso una característica latinoamericana? ¿Es algo personal? ¿O simplemente se trata del breve encuentro que tiene lugar en trenes y aviones?
Disponemos de tres horas de asueto en el aeropuerto de la Ciudad de México, mucho tiempo antes de enlazar con el vuelo a Oaxaca. Cuando voy a almorzar con dos miembros del grupo (apenas los conozco aún, pero nos conoceremos muy bien dentro de pocos días), uno de ellos mira el pequeño cuaderno de notas que tengo en la mano.
«Sí», le digo, «llevo un diario.»
«Pues tendrá mucho material», replica. «Somos un grupo de tipos más raros que un perro verde.»
Me digo que no, que somos un grupo espléndido, entusiasta, inocente, en absoluto competitivo, unido en nuestra pasión por los helechos. Somos aficionados (amateurs, es decir, amantes en el mejor sentido de la palabra), aunque algunos tienen un conocimiento más que profesional, una erudición enorme. Entonces me pregunta por mis intereses especiales y mi conocimiento en el campo de los helechos.
«Yo no..., sólo voy a pasearme con vosotros.»
En el aeropuerto nos recibe un hombre corpulento, con camisa a cuadros, sombrero de paja y tirantes, recién llegado de Atlanta. Hace las presentaciones de él, David Emory, y de su esposa, Sally. Me dice que en 1952, en Oberlin, fue a la universidad con nuestro amigo común John Mickel, el organizador de este viaje. En aquel entonces John aún no se había graduado, y David, que era un estudiante de posgrado, fue una de las personas que lo orientó hacia el campo de los helechos. Me dice que le hace mucha ilusión reunirse con John en Oaxaca. Sólo se han visto dos o tres veces desde que fueron condiscípulos, hace casi cincuenta años. Cada uno de esos encuentros se ha debido a expediciones botánicas, y la vieja amistad, el entusiasmo de antaño, ha vuelto al instante. Cuando se reúnen, el tiempo y el espacio quedan anulados. Convergen desde zonas horarias y lugares distintos, pero los une el amor y la pasión que sienten por los helechos.
Tengo que confesar que mis preferencias se decantan no tanto hacia los helechos como hacia las plantas emparentadas con ellos: los licopodios (Lycopodium), las colas de caballo (Equisetum) y las criptógamas Selaginella y Psilotum. David me asegura que también encontraremos esas plantas en gran cantidad: en el último viaje a Oaxaca, que tuvo lugar en 1990, descubrieron una nueva especie de licopodio, y existen muchas especies de Selaginella. Una de ellas, la doradilla o «helecho de la resurrección», puede verse en el mercado, en forma de roseta aplanada, de color verde apagado y que parece muerta pero adquiere una vitalidad sorprendente en cuanto llueve. Y David añade que en Oaxaca hay tres clases de equisetos, entre los que figura el más grande del mundo.
«Pero el Psilotum», le digo con ansiedad. «¿Qué me dice del Psilotum?»
Y me responde que también hay Psilotum, y no una sola, sino dos especies.
En mi infancia me encantaban esas plantas primitivas como las colas de caballo y los equisetos, antecesoras de las que proceden todas las plantas superiores.1 En el exterior del Museo de Historia Natural de Londres, la ciudad donde crecí, había un jardín de fósiles, con los troncos y raíces fosilizados de equisetos y colas de caballo gigantes, y dentro del museo había unos dioramas que reconstruían el aspecto que pudieron tener los antiguos bosques paleozoicos, gigantescos equisetos de treinta metros de altura. Una de mis tías me mostró equisetos modernos (de sólo sesenta centímetros de altura) en los bosques de Cheshire, con los tallos rígidos, provistos de artejos, y los estróbilos semejantes a pequeñas piñas y minúsculos licopodios y Selaginellas. Pero no pudo enseñarme el más primitivo de ellos, pues el Psilotum no crece en Inglaterra. Las plantas que se le parecen, los Psilophiton, fueron pioneras, las primeras plantas terrestres que desarrollaron un sistema vascular para transportar agua a través de los tallos, lo cual les permitió instalarse en tierra firme hace cuatrocientos millones de años y preparar el camino a todo lo demás. Aunque en ocasiones se le dé el nombre de helecho, el Psilotum no lo es en absoluto, pues carece de raíces propiamente dichas y de frondes; de hecho, se trata de un tallo verde indiferenciado que se bifurca, poco más grueso que una mina de lápiz. Pero, a pesar de su aspecto humilde, era uno de mis favoritos, y me prometí que algún día lo vería en su medio natural.
Crecí en los años treinta en una casa cuyo jardín estaba lleno de helechos. Mi madre los prefería a las plantas con flores, y aunque no faltaban las rosas, que ascendían por las paredes sujetas a espalderas, la mayor parte de los parterres de flores estaban llenos de helechos. Teníamos también un invernadero con las paredes de cristal, siempre cálido y húmedo, donde pendía un helecho de gran tamaño y se podían cultivar helechos delicados y diáfanos y helechos tropicales. Algunos domingos, mi madre o una de sus hermanas, que también tenía inclinaciones botánicas, me llevaba a los Jardines de Kew, donde vi por primera vez los imponentes helechos arborescentes coronados con frondes a seis o nueve metros por encima del suelo, así como simulacros de los desfiladeros con paredes cubiertas de helechos de Hawái y Australia. Eran, sin duda, los lugares más bellos que había visto.
Mi madre y mis tías habían heredado el entusiasmo por los helechos de su padre, mi abuelo, quien llegó a Londres procedente de Rusia en la década de 1850, cuando Inglaterra estaba en medio de la pteridomanía, la moda victoriana de los helechos. Eran innumerables las casas, como la de mi familia, que tenían terrarios (cajas de Ward)2 con helechos variados, en ocasiones, excepcionales y exóticos. La moda de los helechos había finalizado casi por completo hacia 1870 (no fue el menor de los motivos que hubiera ocasionado la extinción de diversas especies), pero mi abuelo conservó sus cajas de Ward hasta su muerte, en 1912.
Los helechos me encantaban por sus volutas, sus frondes circinados, su calidad victoriana (similar a la de las cubiertas con encajes para proteger los muebles y las cortinas con volantes de nuestra casa). Pero, sobre todo, me maravillaban por su origen tan antiguo. Mi madre me decía que el carbón que calentaba nuestra vivienda se componía, en esencia, de helechos u otras plantas primitivas, muy comprimidas, y a veces, al partir las bolas de carbón, veíamos los fósiles. Los helechos habían sobrevivido, con escasos cambios, durante trescientos millones de años. Otras criaturas, como los dinosaurios, surgieron y se extinguieron, pero los helechos, de apariencia tan frágil y vulnerable, sobrevivieron a todas las vicisitudes, a todas las extinciones que conoció la Tierra. Los helechos y sus fósiles fueron los primeros en estimular mi gusto por el mundo prehistórico.
«¿Cuál es nuestra puerta de embarque?», pregunta todo el mundo.
«Es la puerta diez», dice alguien. «Me han dicho que es la puerta diez.»
«No, es la puerta tres», replica otro. «Lo dice ahí, en el tablero, la puerta tres.»
Sin embargo, a otro pasajero le han dicho que salimos por la puerta cinco. Tengo la sensación de que el número de la puerta es todavía indeterminado. Hay quien cree que sólo se rumorea sobre los números de las puertas hasta que, en un momento dado, un número sale vencedor. O que la puerta es indeterminada en un sentido heisenbergiano y sólo resulta determinada en el último momento (que, si no estoy equivocado, «hace que se contraiga la función de onda»). O tal vez resulte que el embarque en el avión, o su probabilidad, se realice por varias puertas a la vez, cubriendo todas las rutas posibles a Oaxaca.
Ligera tensión, compás de espera, el número de la puerta por fin aclarado, aguardamos la llamada para subir a bordo. Nuestro avión tenía que partir a las cinco menos cuarto de la tarde, y son las cinco menos diez y ni siquiera estamos a bordo. (Sin embargo, el avión está ahí, aguardando en el exterior.) Me presentan a más gente. Ahora somos nueve, o más bien ocho... y yo, pues me he apartado un poco del grupo y estoy sentado a unos metros de distancia, garabateando en mi cuaderno de notas.
Casi siempre se produce esta duplicidad, la del participante que, al mismo tiempo, es observador, como si fuese una especie de antropólogo de la vida, de la vida terrestre, de la especie Homo sapiens. (Supongo que por esa razón utilicé las palabras de Temple Grandin como título de Un antropólogo en Marte, pues yo, no menos que Temple, también soy una especie de antropólogo, un outsider.) Pero ¿no podría decirse lo mismo de todos los escritores?
Finalmente, subimos a bordo. Mi nuevo compañero de viaje, que no forma parte de nuestro grupo, es un hombre entrado en años y calvo, de gruesos párpados y con una barba a lo Eduardo VII, que pide una Coca-Cola light con ron (yo tomo remilgadamente zumo de tomate). Le miro enarcando las cejas.
«Mantiene bajas las calorías», bromea.
«¿Por qué no pide también ron light?», replico.
5.25 de la tarde: Interminable avance por la pista monstruosa, traqueteando demasiado para que pueda escribir. Esta ciudad gigantesca, que Dios la ampare, tiene una población de dieciocho millones de habitantes (o veintitrés, según otro cálculo) y es una de las ciudades más grandes y sucias del mundo.
5.30: ¡Hemos despegado! Mientras nos elevamos sobre la inmensidad de la Ciudad de México, que parece extenderse de un horizonte a otro, mi compañero me habla de repente.
«¿Ve ese... ese volcán? Se llama Iztaccíhuatl, y la cima está siempre cubierta de nieve. Ahí, a su lado, está el Popocatépetl, con la cima en las nubes.»
De improviso, es un hombre distinto, orgulloso de su tierra y deseoso de mostrarla, de explicársela a un desconocido.
La vista del Popocatépetl es impresionante, la caldera claramente visible y, a su lado, una serie de altos picos cubiertos de nieve. Me sorprendió que aquellas montañas estuvieran nevadas mientras que el cono volcánico, que era más alto, no lo estuviera, y pensé que, aunque no esté en erupción, tal vez conserva suficiente calor volcánico para fundir la nieve. Rodeado por esas cumbres asombrosas y mágicas, uno comprende por qué los antiguos aztecas establecieron aquí, a 2.285 metros de altura, su capital, Tenochtitlán.
Mi compañero (ahora está tomando otra CocaCola con ron, y no me resisto a pedir lo mismo) me pregunta cuál es el motivo de mi viaje a México. ¿Negocios? ¿Turismo?
«La verdad es que ni una cosa ni otra», respondo. «Una excursión en busca de helechos.»
El hombre se muestra intrigado y me habla de su afición a esas plantas.
«Dicen que Oaxaca tiene la población de helechos más rica de México», añado.
Mi compañero está impresionado.
«Pero supongo que no se limitará a estudiar los helechos, ¿verdad?»
Entonces me habla con elocuencia y pasión de los tiempos precolombinos: el asombroso dominio que los mayas tenían de las matemáticas, la astronomía y la arquitectura; su descubrimiento del cero mucho a...

Índice

  1. PORTADA
  2. PREFACIO
  3. 1. VIERNES
  4. 2. SÁBADO
  5. 3. DOMINGO
  6. 4. LUNES
  7. 5. MARTES
  8. 6. MIÉRCOLES
  9. 7. JUEVES
  10. 8. VIERNES
  11. 9. SÁBADO
  12. 10. DOMINGO
  13. NOTAS
  14. CRÉDITOS