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Nueva York, primera década del siglo XX, una gran ciudad que está entrando de lleno en la modernidad. En esos años se sucede entre la alta sociedad una serie de asesinatos y de escándalos sexuales. Pero la modernidad de Nueva York también es el interés que despiertan las nuevas ideas. El 29 de agosto de 1909 llega Sigmund Freud, y esa misma noche encuentran el cadáver de una joven, víctima quizá de un juego sexual que rebasó todo límite. O tal vez sea la obra de un sádico asesino en serie, porque al día siguiente otra rica heredera, Nora Acton, consigue escapar a un ataque del que parece ser el mismo asesino. Nora tiene las claves para descubrir al asesino, pero ha perdido la voz y sufre amnesia. El doctor Stratham Younger psicoanaliza a Nora para que pueda recordar, y es el propio Freud quien supervisa las sesiones. Pero ¿qué le sucedió a Freud en Nueva York? ¿A qué ataques y conspiraciones tuvo que enfrentarse que nunca más volvió a los Estados Unidos? Un libro que ha sido un extraordinario bestseller en el mundo anglosajón y ha obtenido también críticas muy entusiastas.

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Información

Año
2010
ISBN
9788433932426
Categoría
Literatura

Quinta parte

XXI

Littlemore hurgó en la cerradura mientras yo aguardaba a su espalda. Debían de ser las dos de la mañana. Mi cometido era vigilar mientras él manipulaba en el orificio, pero no conseguía ver nada en la oscuridad. Ni podía oír nada por culpa del fragor mecánico que ahogaba todos los demás sonidos de alrededor. Y, en lugar de vigilar, me sorprendí contemplando las estrellas de la bóveda celeste.
Abrió la cerradura en menos de un minuto. El elevador era inusitadamente grande. Littlemore abrió la puerta, e instantes después nos vimos enclaustrados en la cabina débilmente iluminada. Dos llamas de gas arrojaban la luz suficiente para que Littlemore pudiera manejar la palanca. Con una fuerte sacudida, Littlemore y yo iniciamos el descenso hacia el cajón neumático.
–¿Seguro que está bien? –me preguntó el detective. Una de las dos llamas azules se reflejaba en sus ojos, y la otra en los míos, supongo. No se veía nada más. Los motores de encima de nuestras cabezas seguían emitiendo un fragor uniforme y grave, como si estuviéramos descendiendo por la aorta de un gigantesco torrente sanguíneo–. Aún estamos a tiempo. Podemos volvernos atrás.
–Tiene razón –dije–. Demos marcha atrás.
El elevador se detuvo con brusquedad.
–¿De verdad quiere dejarlo? –me preguntó Littlemore.
–No. Estaba bromeando. Adelante, bajemos de una vez.
–Gracias –dijo Littlemore.
Me recordaba a alguien, pero no lograba identificar a quién. Y de pronto me acordé: cuando era niño mis padres nos llevaban al campo a pasar el verano; no a la «casita» de la tía Mamie en Newport, sino a una genuina casita de campo sin agua corriente, de nuestra propiedad, situada cerca de Springfield. Yo adoraba esa casita. Allí tenía a mi mejor amigo: Tommy Nolan, que vivía durante todo el año en una granja de los alrededores. Tommy y yo solíamos caminar kilómetros y kilómetros a lo largo de las cercas de madera que separaban las granjas. Llevaba mucho tiempo sin acordarme de Tommy.
–¿Qué cree que va a hacerle el alcalde cuando se entere? –le pregunté a Littlemore.
–Despedirme –dijo él–. ¿Nota esa sensación en los oídos? Apriétese la nariz con los dedos y sople. Así despejará los conductos. Me lo enseñó mi padre.
Yo tenía otro método. Entre mis muchas habilidades inútiles estaba la de controlar a voluntad los músculos internos que abren las trompas de Eustaquio. El ritmo de descenso del elevador era desesperadamente lento. Apenas nos movíamos.
–¿Cuánto tarda en bajar? –le pregunté.
–Cinco minutos, me dijo el tipo –dijo el detective–. Mi padre aguantaba más de dos minutos bajo el agua.
–Parece que se llevaba bien con su padre.
–¿Con mi padre? Sigo llevándome. Es el mejor hombre que conozco.
–¿Y qué me dice de su madre?
–La mejor mujer –dijo Littlemore–. Haría cualquier cosa por ella. Verá, siempre me he dicho a mí mismo que si lograra encontrar a una chica como mi madre me casaba con ella al instante.
–Curioso que se dijera eso.
–Hasta que conocí a Betty –dijo Littlemore–. Era la doncella de la señorita Riverford. La primera vez que la vi fue..., bueno, hace unos tres días, y estoy loco por ella. Loco, loco. No se parece en nada a mi madre. Es italiana. Tiene mucho temperamento, creo. Me dio una bofetada la otra noche que todavía me duele.
–¿Le pegó?
–Sí. Pensó que estaba tonteando con mujeres –dijo el detective–. Tres días y ya no puedo tontear con mujeres. ¿Qué le parece?
–Pues que no le voy a la zaga. La señorita Acton me pegó ayer con una tetera humeante.
–Diantre –dijo Littlemore–. Vi el platillo roto en el suelo.
Empezó a oírse un ruido silbante en la cabina: el aire que el elevador desplazaba en el hueco a su descenso. El fragor de los motores de la superficie era ahora más lejano, un martilleo monótono, más perceptible que estrictamente audible.
–Tuve hace mucho tiempo una paciente, una joven... –dije– que me dijo que..., que quería tener relaciones sexuales con su padre.
–¿Qué?
–Ya me ha oído –dije.
–Eso es repugnante.
–¿Verdad?
–Creo que es una de las cosas más repugnantes que he oído en la vida –dijo Littlemore.
–Bien, y yo...
–Ni una palabra más.
–¡De acuerdo! –El tono cortante me salió con mucha más potencia de lo que deseaba; el eco reverberó interminablemente en toda la cabina–. Lo siento –dije.
–Nada, nada. La culpa es mía –replicó Littlemore, aunque no lo era.
A mi padre le habría parecido inconcebible reaccionar de un modo semejante. Él jamás dejaba entrever lo que sentía. Mi padre vivía según un principio muy simple: no mostrar nunca dolor de forma voluntaria. Durante mucho tiempo pensé que lo único que sentía era dolor, pues si hubiera sentido algo más, razonaba, podría haberlo expresado sin quebrantar su principio. Sólo lo comprendí mucho después. Todo sentimiento es doloroso, de un modo u otro. El gozo más exquisito es una punzada en el corazón, y el amor..., el amor es una crisis del alma. Por lo tanto, dados sus principios, mi padre no podía mostrar ninguno de sus sentimientos. Y no sólo no podía mostrar lo que sentía, sino que ni siquiera podía mostrar que sentía.
Mi madre odiaba la naturaleza hermética de su esposo, incluso sostiene que fue lo que acabó matándolo, pero, curiosamente, era el rasgo que yo más admiraba en mi padre. La noche en que se quitó la vida, su comportamiento durante la cena no fue en absoluto diferente del habitual en él. También yo oculto mis emociones todos los días de mi vida, y profeso a medias el principio de mi padre, aunque no oficio ni la mitad de bien que él esa mitad suya. Hace mucho tiempo que tomé la decisión siguiente: expresaría lo que siento, pero jamás mostraría de ningún otro modo la emoción. A eso me refiero cuando hablo de la mitad. Lo cierto es que sólo creo en el lenguaje como vía de expresión de sentimientos. Todas las demás vías de expresión no son sino actuación. Espectáculo. Apariencia.
Hamlet dice algo similar. Es prácticamente lo primero que dice en la obra. Su madre le ha preguntado por qué parece seguir tan abatido por la muerte de su padre. ¿Parece, señora?, replica él. Yo no sé «parecer». Y a continuación arremete contra las expresiones externas de la aflicción: la capa negra y el tradicional luto riguroso, el río que mana de los ojos. Tales manifestaciones, dice, ciertamente «parecen», porque son actuaciones que un hombre puede simular...
–¡Dios mío! –dije en la oscuridad–. Dios mío. Lo tengo.
–¡Yo también! –exclamó Littlemore, con igual vehemencia–. Sé cómo mató a Elizabeth Riverford, a pesar de estar fuera de la ciudad. Banwell, me refiero. La chica estaba con él. Nadie lo sabía. Ni siquiera el alcalde. Banwell la mató dondequiera que estuvieran. Luego llevó el cuerpo a su apartamento, la ató, e hizo que pareciera que la habían matado allí dentro. Es increíble que no lo haya visto antes. ¿Es eso lo que usted ha pensado?
–No.
–¿No? ¿Y qué es lo que usted ha pensado, doc?
–No importa –dije–. Es algo en lo que llevo pensando mucho tiempo...
–¿Y qué es?
Inexplicablemente, decidí tratar de explicárselo.
–¿Ha oído hablar de ser o no ser?
–¿Lo de he ahí la cuestión?
–Sí.
–Shakespeare. Todo el mundo lo ha oído –dijo Littlemore–. ¿Qué quiere decir? Siempre he querido saberlo.
–Acabo de averiguarlo ahora mismo.
–Vida o muerte, ¿no? Va a matarse él mismo o algo parecido, ¿no?
–Eso es lo que todo el mundo ha pensado siempre –dije–. Pero no es eso..., en absoluto.
Me había venido a la cabeza de repente: una visión integral, por entero esclarecedora, como el sol que luce con renovada fuerza después de la tormenta. Pero en aquel mismo instante el elevador llegó al final de su descenso, y se detuvo con una sacudida. Teníamos que salvar una cámara estanca. Littlemore se arrodilló para abrir las llaves de paso de la presión, que estaban a escasa distancia del suelo. Fuertes chorros de aire entraron a través de ellas. El olor era peculiar: seco y al mismo tiempo húmedo y mohoso. El aire a presión se hizo insoportable. La cabeza me empezó a latir con fuerza. Y era como si los ojos me presionaran el cerebro. El detective parecía padecer los mismos síntomas; impulsaba con furia el aire por los conductos nasales, mientras se tapaba la nariz con los dedos. Temí que fuera a reventarse un tímpano. Pero al final los dos nos las arreglamos para aclimatarnos a la presión. Y abrimos la puerta para pasar al cajón.
Nora Acton se levantó de la cama a las dos y media de la madrugada, sin que nadie la hubiera perturbado pero incapaz de conciliar el sueño. A través de la ventana veía al policía que patrullaba por la acera. Aquella noche había tres vigilando la casa: uno delante, otro detrás y un tercero en el tejado, éste desde el anochecer.
A la luz de una vela, Nora escribió una breve misiva con su pulcra letra, en una hoja blanca de papel de carta. Cuando terminó la metió en un pequeño sobre, en el que escribió una dirección y puso un sello. Bajó a hurtadillas las escaleras y metió por la ranura del correo de la puerta principal el sobre, que cayó en el buzón de fuera. El correo llegaba dos veces al día. El cartero recogería la carta antes de las siete de la mañana, y ésta llegaría a su destino antes del mediodía.
No me había imaginado lo enorme que era. Llamas azules de gas salpicaban las paredes del cajón, arrojando telas de araña de fluctuante luz y sombra sobre las vigas del techo y el piso con charcos que veíamos abajo. Salimos del elevador y bajamos por una empinada rampa. A Littlemore se le hizo muy penoso el descenso, y hacía muecas de dolor cada vez que cargaba el peso sobre la pierna derecha. Estábamos en el centro de un entramado de media docena de pasarelas de madera que partían en todas direcciones, desde donde alcanzábamos a divisar recinto tras recinto.
–¿De cuánto tiempo disponemos, doc? –me preguntó Littlemore.
–De veinte minutos –dije–. Después tendremos que «descomprimirnos» mientras subimos.
–De acuerdo. La que buscamos es la ventana cinco. Tiene que poner los números en ellas. Separémonos.
Littlemore se alejó en una dirección, cojeando de mala manera. Yo me alejé en otra. Al principio todo era silencio, un inquietante y cavernoso silencio marcado por un eco de goteos de agua, y por las pisadas inestables del detective. Luego caí en la cuenta de un rumor hondo y grave, como el sordo bramido de una bestia enorme. Venía, creí percibir, del propio río: el sonido de las profundidades.
El cajón estaba extrañamente vacío. Yo había esperado ver máquinas, perforadoras: signos de trabajo, de excavación. Pero lo único que veía era alguna que otra palanca o pala rota, tirada en el suelo entre ro...

Índice

  1. Portada
  2. Primera parte
  3. Segunda parte
  4. Tercera parte
  5. Cuarta parte
  6. Quinta parte
  7. Epílogo
  8. Nota del autor
  9. Agradecimientos
  10. Créditos
  11. Notas