1. El primer mundo
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El día siguiente a la reelección de Obama me llamó la oficina del sheriff del condado de Onondaga para informarme de que habían entrado a robar en la casa de Brik. Habían forzado la puerta trasera y encontrado huellas de neumáticos en el jardín. A primera vista no habían robado mucho, poco más que el televisor y algún aparato de DVD. El Lincoln estaba intacto dentro del garaje. Probablemente unos chavales, dijo el agente. No iban con intenciones serias, añadió, y me pregunté qué querría decir con eso. Un vecino había oído mucho griterío procedente de una pickup que pasó por delante y había visto luz en la casa, que sabía que en teoría estaba deshabitada.
–Si pudiera venir por aquí –me pidió el agente sin pedírmelo realmente–, podríamos tomar nota de lo que se ha sustraído.
Telefonearon temprano, todavía era de noche fuera, pero yo ya llevaba un tiempo despierto en la cama, como si estuviera esperando la llamada telefónica. Tenía la voz clara y me sorprendí a mí mismo saliendo disparado de la cama sin titubear ni un momento y poniéndome la ropa; al cabo de tres minutos, ya estaba conduciendo el Toyota Prius de Pippa por la desierta carretera provincial que, de puerta a puerta, iba serpenteando ciento cincuenta kilómetros exactamente a través de un bosque susurrante.
En el camino de entrada a la casa de Brik había un fornido hombretón con sombrero apoyado en un coche de policía verde y sujetando una taza entre las manos. Cuando bajé del coche no me saludó, o tal vez hiciera una mínima inclinación de cabeza no perceptible a simple vista. Llevaba oculta una gran parte del rostro tras el cuello de piel de su uniforme. Sólo cuando estuve mucho más cerca vi que era más joven que yo, tal vez tuviera veinticinco años, un rostro liso cuyo único rasgo característico era un mentón monumental, uno de esos mentones norteamericanos que bien podrían servir de puente entre dos placas tectónicas. En el parachoques había una pegatina: SMITH & WESSON IS MY PRESIDENT.
–Buenos días –dije con contundencia.
–Bonito Prius –dijo él.
–Bonito resultado electoral –dije yo.
Él no se rió y comprendí cómo estaban las cosas en realidad; ése era el tipo de persona de la que Brik solía hablar a menudo, el townie, el lugareño, el paleto que apenas disimulaba que los neoyorquinos harían mucho mejor quedándose en Nueva York y que toda la población universitaria, en su mayoría, haría bien no aventurándose demasiado lejos del mundo del campus. Cuando Brik entraba en el supermercado del pueblo, todos se callaban y eran amables con él, educados; en la cafetería local –Mickey’s o Marcy’s o Marshall’s– no tardaban más de la cuenta en servirle los huevos con beicon, pero él los veía mirarlo con el rabillo del ojo. Una vez estaba saliendo de la cafetería y se detuvo un momento en la puerta para colocarse bien la chaqueta; suponiendo que ya había salido y que se encontraba fuera, Brik oyó a un cliente habitual decirle a otro: «Menudos profesores asquerosos. Lo único que les interesa es que se la chupen las chicas de diecinueve años. Como te puedes imaginar, yo no dejo que mi hija vaya a uno de esos colegios.»
Sí, claro, seguro que ésa es la razón de que tu hija no haya ido a una universidad de élite, y haya elegido en cambio hacer carrera de... de ¿qué? ¿De reponedora de supermercado? ¿Recepcionista en un garaje? Exacto, right on brother, lo que tú digas. Pero a Brik no le interesaba en absoluto mi cinismo; él disfrutaba. All they care about is getting their cock sucked by nineteen year olds. Era un ejemplo de la pura idiosincrasia yanqui sin pulir, no los oías hablar así nunca en tu presencia. Le encantaba este país.
–¿Puedo entrar? –le pregunté (iba demasiado poco abrigado)–. ¿O todavía no han llegado los expertos en huellas dactilares?
–Esto no es CSI.
–¿No van a venir los expertos en huellas dactilares?
–Sólo habrá papeleo, muchísimo papeleo. Le tengo reservada una enorme pila de formularios.
–¿Y los daños?
–El televisor ha desaparecido, probablemente también el equipo de música y el reproductor de DVD. Hay algunos libros rotos aquí y allá. Santo Dios, en esa casa hay libros por todas partes.
Fue cómo dijo la segunda vez «libros», todo radicaba en la entonación de la palabra.
–¿Esos formularios son para el seguro o para la policía científica?
–La «policía científica», ¿eh? Sí, seguro que estarán encantados de recibir esos papeles. Dígame, usted no es de por aquí, ¿verdad?
Por un instante se me pasó por la cabeza no decir que era de los Países Bajos, sino de Alemania –los norteamericanos saben algo de Alemania, una industria fuerte, ciudadanos disciplinados–, pero dije que era de los Países Bajos, y añadí Ámsterdam.
–Vaya, vaya, Áms-ter-dam.
De nuevo la manera en que lo dijo.
–¿Tú has estado alguna vez en el extranjero?
–Estuve en el ejército.
–¿De verdad? ¿Estuviste en Vietnam?
Sin decir más, entró en el coche patrulla, aceleró y tiró el café por la ventanilla. No me dio ningún formulario y me quedé riendo, y seguí riéndome hasta que probablemente me viera por el espejo retrovisor, aunque tampoco sabía yo muy bien cuál había sido mi victoria.
La casa de Brik era un armatoste victoriano a lo Norman Bates, rodeada por una parcela de casi un kilómetro cuadrado. Lo primero que hizo cuando la compró fue diseñar una piscina cubierta y antes de que el contratista hubiera podido dar la primera palada los vecinos ya habían redactado una protesta. Temían que su panorama rural, sobre todo por la noche, fuera alterado por una caja luminosa de cristal. Ésta no era la Norteamérica de las piscinas en el jardín trasero, ésta era la Norteamérica donde habían vivido los indios, donde las estaciones mantenían un significado pleno, donde seguía vigente la primacía de la naturaleza. Aquí había zorros, ciervos, tejones y cerdos, aquí todavía se avistaban lobos y osos. Qué te creías.
Cuando el contratista hubo terminado, no vieron nada, sólo una suave pendiente en el césped. Brik invitó a los vecinos más cercanos, que vivían a un centenar de metros, a que fueran a verlo. Sólo sobresalía del suelo el techo inclinado, que había sido cubierto con tepes. La piscina en sí, de un azul más oscuro de lo normal, sólo se veía desde la parte de atrás, en el extremo del terreno de Brik, donde se había excavado el suelo; tenías que ponerte en el bosque colindante y entonces veías una fachada acristalada de tres metros de altura.
Brik les juró a sus vecinos –y más tarde a mí– que, mientras estaba flotando en el agua, había pasado justo por delante del cristal un ciervo tan grande como un rinoceronte, se había detenido, había mirado adentro, clavándole la mirada en los ojos, y después había salido corriendo de vuelta a lo más intrincado del bosque. Le creyeran o no los vecinos, a partir de entonces no volvieron a quejarse.
–Imagínate: lobos, osos, tejones, yesch; como si estuvieran enumerando esa galería de especies animales exterminadas del Museo de Historia Natural.
La puerta principal se abrió diligente emitiendo un clic cuando giré la llave; ¿me había esperado algo distinto? Tal vez sí. No me sentía con pleno derecho a estar allí, solo. Percibí una absurda suerte de adrenalina que tal vez no había vuelto a sentir desde que, a los diez años, me deslizaba por la crujiente escalera del desván para jugar con el pequeño capital en trenes eléctricos de miniatura que tenía mi padre: Zona Prohibida sin supervisión paterna. Era la misma tensión dulce que me embargaba cuando giraba el interruptor y los trenecitos empezaban a circular al ritmo de su nostálgico sonido del chucuchucuchú; como si estuviera poniendo en funcionamiento mi propia silla eléctrica, pues en cualquier momento podría agarrarme mi padre del pescuezo, como Brik seguramente podía surgir de improviso en cualquier momento del escobero, riendo de oreja a oreja embutido en su traje vaquero: «¡Ja! ¡Te pillé! ¡Inocente!» Y en algún lugar brillaba también esa incapacidad infantil de entender la muerte que sentí cuando falleció mi primera abuela; estaba en el ataúd, pero seguro que no se hallaba de verdad en el ataúd, ¿no? No pude evitar ir de puntillas por la casa, por el vestíbulo, pasando por delante de la cocina hasta el salón que daba a la calle para comprobar que, en efecto, estaba allí como una Jerusalén Conquistada: todos los aparatos estaban desenchufados, aquí y allá colgaban todavía algunos cables inútiles fuera de los enchufes, como goteros de suero junto a una cama de hospital desalojada. En el sofá había huellas de zapatos fangosos y un detective mínimamente competente podría haber iniciado con ellas de inmediato un caso (material probatorio: un zapato de la talla 44), averiguar cuántos jóvenes del vecindario tenían una pickup (dos) y esperar tranquilamente a que en una casa de empeño local apareciera el televisor de pantalla plana de última tecnología 3D que le había costado diez mil dólares a Brik (tres). Pero oye, tranqui, sobre todo no te hagas demasiadas ilusiones. «Esto no es CSI.» Espera al seguro. Qué sabía yo de las investigaciones policiales: yo «no era de por aquí».
Tenía un sofá en forma de L en el que cabía cómodamente una familia de seis miembros, encargado en la única tienda de muebles que había en la comarca; contrató a un ebanista del pueblo para proveer a su biblioteca de librerías hechas a medida; se había sacado un abono en la floristería del lugar por el que le llevaban cada semana dos ramos de flores frescas, que terminaban marchitándose irremediablemente un promedio de veinticinco semanas al año, cuando Brik estaba en algún lugar del extranjero grabando programas de televisión o dando conferencias. Un muchacho del vecindario le cortaba el césped una vez por semana a cambio de unos ridículos veinte dólares la hora. ¡Tantos esfuerzos para ganarlos! ¡Tantas ganas de establecer vínculos con el entorno! ¿Y qué había sacado él?
Las manchas del sofá se quitarían fácilmente, las lámparas podían enderezarse, volví a colocar de forma chapucera la cortina en el riel y el jarrón volcado ni siquiera se había roto. Los dos mapas topográficos antiguos, uno del Hudson (alrededor de 1800) y otro del estado de Nueva York (alrededor de 1850), colgaban todavía en la pared con impecable simetría, intactos. Era la sala de estar de un hombre de éxito, alguien con objetos de suprema calidad que se tomaba en serio la decoración, el confort y el bienestar cuando veía la televisión. Si te parabas a pensarlo, era como para volverse loco. ¿Para qué necesitaba aquello? Todos aquellos trastos, ese cajón con todos aquellos mandos a distancia, la instalación Dolby Surround de diez componentes. ¿Qué familia de seis miembros se dejaría caer alguna vez en su sofá? Brik nunca recibía visitas, prefería ver las películas en su portátil, con auriculares, avanzando la mitad a toda velocidad porque no tenía paciencia. ¿De qué intentaba convencerse con aquel decorado, de que para él también la felicidad consistía simplemente en un sofá, un televisor y una fuente con nachos? Qué inocente pensar que todas aquellas cosas fueran suficiente para alguien como él.
Me dirigí con cautela al estudio, un poco más grande que el cuarto delantero y con un desorden considerablemente mayor. Como si hubieran mantenido una guerra de bolas de nieve con los libros, por todas partes se veían ejemplares de tapa dura mancillados, cuadernillos descosidos, sobrecubiertas. Una librería vencida hacia delante y apoyada en una pared, como si se hubieran colgado de ella. El marco del póster de El gran dictador estaba hecho añicos en el suelo. Y, sin embargo, noté que también me sentía aliviado en cierto sentido; aquélla ya no era su casa, unas manos extrañas la habían tocado y por eso su presencia se había alejado. El reencuentro para mí se hizo así más impersonal, menos brikiano, y, por tanto, más ligero, más fácil.
Pensé. Me lo aseguré. A mí mismo.
Los dos schnauzers entrecanos de Brik ya no estaban, el decano Chilton se los había llevado a su casa. Todos los ordenadores, portátiles y demás soportes informáticos los había recogido Pippa, poniéndolos a buen recaudo en el despacho de El Sonámbulo. También eso se me pasó por la cabeza: yo tendría que recogerlo todo, tendría que ordenar todos los libros, tendría que etiquetar todas sus posesiones, tendría que leer todos sus textos incompletos y sin publicar y tendría que hacer el inventario de su herencia. Yo. Mi tarea. Cuando regresé de Chile, estaba esperándome una hoja de papel de cartas con marca de agua, firmada no por el señor sino por la señora Chilton, en la que me comunicaba que le gustaría hablar conmigo, «aclararlo todo sobre la herencia de Brik»; era una persona que me producía cierta curiosidad: había sido profesora de algún campo de la economía y después había conseguido un empleo que englobaba una ...