1. Primera serie (frases)
Historias
1
En una ciudad con el nombre temporal de Leningrado, un escritor que había adoptado el nombre de Daniil Kharms escribió una historia. En la primera frase describía cómo, un día, «de camino al trabajo, un hombre conoció a otro que, tras haber comprado una barra de pan, regresaba al calor de su hogar». La siguiente frase era ésta: «Ésa es, en definitiva, toda la historia.»1 Y, bueno, lo dice en serio. Éste es el relato íntegro de Daniil Kharms, que éste tituló, muy sencillamente, «Un encuentro». Esta historia de dos frases, o una, si ignoramos la segunda; ese añadido en el que el autor sale prematuramente de su reclusión, como Bugs Bunny, y anuncia que su historia ha terminado.
Pero probablemente debería detenerme un momento en esta idea de que una historia puede coincidir con una frase.
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En París, que es una de las capitales de este proyecto, en 1966, antes de los événements parisinos, el vanguardista y ensayista Roland Barthes escribió la descripción de la frase. Intentó describirla del modo más abstracto posible. Según Barthes, las frases están basadas en núcleos que conforman una red lógica. Otras unidades completan luego esta estructura, «de acuerdo con un modo de proliferación en principio infinito». Así pues, las frases están hechas de proposiciones simples que se complican sin fin mediante duplicaciones, rellenos, añadidos y demás. De hecho, ya existía un diagrama: el poema Un coup de dés, escrito a finales del siglo XIX por Stéphane Mallarmé: un milagro de la tipografía. ¿Quién podía ponerlo en duda, preguntó Roland Barthes en el París prerrevolucionario? Es «un poema que con sus “nodos” y sus “bucles”, sus “palabras núcleo” y sus “palabras lazo” puede considerarse el emblema de cualquier narrativa, en cualquier idioma».2
3
Por supuesto, el hecho de que una frase sea una red infinita supone un problema para la persona que quiera pasar su tiempo escribiendo frases: complica incluso la composición de dos de ellas. Así, por ejemplo, un día de 1918, en la Bahnhofstrasse de Zúrich, un hombre llamado Frank Budgen se encontró con un amigo, un hombre llamado James Joyce. Éste llevaba un abrigo marrón abotonado hasta la barbilla. Mientras entraban juntos en la cafetería Astoria, escribe Budgen:
Le pregunté por el Ulises. ¿Estaba progresando?
–He estado trabajando duramente en él todo el día –dijo Joyce.
–¿Significa eso que ha escrito mucho? –pregunté yo.
–Dos frases –dijo Joyce.
Le miré de reojo pero no sonreía. Pensé en Flaubert.
–¿Ha estado buscando el mot juste? –le pregunté.
–No –dijo él–. Las palabras ya las tengo. Lo que estoy buscando es su orden en la frase. Hay un orden apropiado. Creo que lo he encontrado.* 3
4
Un año después de su descripción de una frase, Barthes escribió un nuevo ensayo sobre el tema con Gustave Flaubert como sufrido protagonista. Se trataba de un ensayo sobre la agonía que el novelista podía sentir al enfrentarse a la página en blanco. Al fin y al cabo, había dos formas principales de construir una novela. Por un lado la ordenación de las partes, y por otro la ordenación interna de cada frase. Flaubert representaba un caso especial del problema de la frase, pues tenía la manía de la corrección. Así, escribió Barthes, Flaubert se enfrentaba al hecho de que una frase se pudiera perfeccionar de tres maneras: se podía sustituir, eliminar o añadir una palabra. Y si bien las sustituciones estaban más o menos limitadas por la semántica, y las eliminaciones más o menos limitadas por el hecho de que al final algunas palabras debían permanecer para que la frase existiera, obviamente no había límite alguno a la extensión que podía alcanzar una frase. Y así Barthes llegó a su primera conclusión sobre las frases: «Al enfrentarse a una frase, el escritor experimenta la infinita libertad del discurso, pues está inscrita en la misma estructura del lenguaje.»4 Y esto, consideraba él, provoca una gran ansiedad en el novelista: es atroce. Antes había formas de limitar esta oculta libertad que se esconde en la frase. Estas formas se llamaban retórica. Pero ahora las reglas y los esquemas arbitrarios de la retórica ya no se utilizan, y cuando la retórica se abandona, el novelista se queda solo ante la frase. Esta libertad provoca vértigo. Esta libertad es mortal.
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Y esta agotadora libertad de la exhaustividad es la razón por la que cualquier investigación sobre la creación de novelas internacionales se topa con novelistas cansados. Como la celebrada historia de Gustave Flaubert y su protégé, Guy de Maupassant. Para enseñarle el arte de la escritura, Flaubert enviaba a Maupassant a dar una vuelta por las calles de París y luego le pedía que le describiera un colmado, o un conserje, o una parada de carruajes «de forma que no los pueda confundir con ningún otro colmado o ningún otro conserje; y has de conseguir que, con una sola palabra, vea en qué se diferencia un carruaje de los otros cincuenta que van antes y después».5
Es una historia triste, algo loca, y también tiene su propio múltiplo improvisado por la Historia.
Antes de que James Joyce viviera en Zúrich, lo hizo en Trieste. Y aquí se ganaba la vida dando clases de inglés. Lo enseñaba del mismo modo que Flaubert el arte de la novela francesa: pidiendo descripciones.* Su alumno más famoso fue un hombre llamado Ettore Schmitz. Aunque este nombre no es el famoso; el famoso es el nombre que Schmitz utilizó para firmar sus novelas: Italo Svevo. Debido a su trabajo en la industria de la pintura, Svevo tenía que ir a menudo a Inglaterra, así que en 1906 decidió estudiar inglés. Un día, Joyce asignó a Svevo su habitual tarea de descripción verbal. Esta vez, la tarea consistía en describir a su profesor. Por supuesto, esta costumbre pedagógica era en realidad una forma de combinar dos problemas: el de escribir en un idioma extranjero, y el de escribir en cualquier idioma de forma que se pueda preservar lo real para el lector. En otras palabras, era a la vez un ejercicio de inglés, pues el nivel de Schmitz era como mucho precario, y un ejercicio de técnica novelística, el arte de caracterizar en prosa:
Cuando lo veo caminando por la calle, siempre pienso que está disfrutando del ocio al máximo. Nadie le espera y no pretende llegar a ningún sitio ni encontrarse con nadie. ¡No! Camina para estar consigo mismo. Tampoco camina por cuestiones de salud. Lo hace porque nada lo detiene. Imagino que si de repente un muro alto y grande le bloqueara el camino, no se sorprendería lo más mínimo. Cambiaría de dirección, y si esta nueva dirección también resultara intransitable, la volvería a cambiar y seguiría caminando con las manos sacudidas únicamente por el movimiento natural del cuerpo, y alargando la zancada o acelerando el paso sin el menor esfuerzo. ¡No!6
Así Joyce está para siempre en Trieste, pues es allí donde es real ahora: bajo la forma de una serie inspirada de signos lingüísticos gramaticalmente desconcertantes.
Palabras
1
Y yo no soy semiólogo, soy novelista, pero este inglés italiano de Italo Svevo requiere, creo, una pequeña investigación filosófica. Es bien sabido que el lingüista suizo Ferdinand de Saussure inventó la definición más ortodoxa de la palabra como signo. La palabra, argumentó él, tenía una estructura particular: una combinación de significante –una imagen fonética– y significado –aquello que denota–. Y esta definición le permitió desarrollar su famosa idea de que la relación entre estos dos aspectos de un signo es arbitraria: no hay ninguna razón por la que un significante concreto deba estar relacionado con un significado concreto. Sin embargo, esto sigue sin explicar cómo es que algunos signos son más exactos que otros. No explica, en definitiva, por qué algunas frases son más precisas que otras.
Al fin y al cabo, es obvio que el signo no es lo mismo que la realidad que designa: el signo es algo extra. Su esencia consiste precisamente en ser algo extra. Y en París, a finales de la década de 1970, esto convenció a Roland Barthes de que nunca podría haber una verdadera correspondencia entre el lenguaje y lo real, pues «uno no puede hacer coincidir un orden pluridimensional (lo real) y otro unidimensional (el lenguaje)».7 Pero yo no estoy tan seguro. O, mejor dicho, no estoy tan seguro de que éste sea el final del problema. Más bien parece, creo yo, una forma fácil de evadirlo.
2
En el último libro que publicó, en 1980, sobre fotografía, Barthes hizo una pequeña digresión y comparó la fotografía con el lenguaje. Una fotografía, dice en el libro, es siempre una prueba de que algo ha sucedido: no puede haber fotografía sin una realidad fotografiada. En una frase, en cambio, puede existir algo que no exista en la vida real. Y por esto «la desgracia (pero también el placer voluptuoso) del lenguaje es no ser capaz de autenticarse a sí mismo». Así, añade Barthes, la característica definitoria del lenguaje «es quizá esta impotencia, o, para expresarlo en positivo: el lenguaje es, por naturaleza, ficcional; el intento de desarrollar un lenguaje no ficcional requiere un enorme sistema de medidas...».8
Y, en cierto modo, puede que esto sea cierto. Tal vez el lenguaje no pueda autenticarse a sí mismo como la fotografía (au...