Panorama de narrativas
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Panorama de narrativas

  1. 168 páginas
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Nicolas, de ocho años, va a pasar una semana en la nieve. Va a disfrutar, junto con sus compañeros del colegio, de una semana de diversión en una estación de esquí. Es lo que en las escuelas francesas se conoce como semana blanca, que permite que los niños se oxigenen con unas breves vacaciones y rompan por unos días la rutina de las clases. En ese paisaje nevado y gélido, Nicolas conoce a su monitor de esquí y hace un nuevo amigo, el temible Hodkann, el terror de los dormitorios. Pero esos días de diversión tendrán para él mucho de viaje iniciático: el lector no tarda en ir percibiendo que sobre esa semana en la nieve planea una amenaza, un desasosiego difuso, una incertidumbre perturbadora, que se materializará de un modo terrible cuando llega la noticia de que en un pueblo vecino ha sido asesinado un niño... Mezclando la crónica de sucesos, el relato fantástico y el inquietante universo de los cuentos de Perrault o los Grimm, Emmanuel Carrère aborda con sutileza y auténtica maestría literaria los temores infantiles, las inseguridades de una etapa en la vida de una persona en la que los miedos pueden convertirse en pesadillas.

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Información

Año
2014
ISBN
9788433935069
Categoría
Literatur

1

Más tarde, durante mucho tiempo, Nicolas intentó recordar las últimas palabras que le había dirigido su padre. Se había despedido de él en la puerta del albergue, repitiéndole una y otra vez consejos de prudencia, pero Nicolas se sentía tan molesto por su presencia, tenía tantas ganas de verlo marcharse que no le había escuchado. Le echaba en cara que estuviera allí, que atrajera sobre ellos miradas que adivinaba burlonas, y se había zafado, agachando la cabeza, del beso de despedida. En la intimidad familiar, semejante gesto le hubiera valido reproches, pero sabía que allí, en público, su padre no se atrevería a hacérselos.
Antes, en el coche, habían hablado. Nicolas, sentado detrás, apenas lograba que su padre le oyera debido al ruido de la ventilación, puesta al máximo para desempañar los cristales. Le preocupaba saber si encontrarían en la carretera una gasolinera Shell. Por nada del mundo habría consentido, aquel invierno, que compraran la gasolina en otro sitio porque Shell regalaba cupones que permitían ganar un hombrecillo de plástico cuya parte superior se levantaba como la tapa de una caja, descubriendo el esqueleto y los órganos: podían quitarse y ponerse y así familiarizarse con la anatomía del cuerpo humano. El verano anterior, en las gasolineras Fina, ganabas colchones neumáticos y barcos hinchables. En otras, regalaban tebeos, cuya colección completa tenía Nicolas. Se consideraba privilegiado, cuando menos bajo ese punto de vista, por la profesión de su padre, que se pasaba el tiempo en la carretera y llenaba el depósito cada dos o tres días. Antes de que saliera de viaje, Nicolas le pedía que le indicara el recorrido en el mapa, calculaba el número de kilómetros y lo convertía mentalmente en cupones que guardaba en la caja fuerte, del tamaño de una caja de puros, cuya combinación sólo conocía él. Se la habían regalado sus padres por Navidad –«para tus secretillos», había dicho su padre–, y Nicolas se había empeñado en llevársela en la bolsa. Le habría gustado, durante el viaje, volver a contar los cupones y calcular cuántos le faltaban, pero la bolsa estaba en el maletero y su padre no quiso detenerse para abrirlo: aprovecharían la primera parada. Al final, no hubo gasolinera Shell ni parada antes del albergue. Al ver a Nicolas decepcionado, su padre prometió circular lo suficiente de ahí al final del curso de esquí como para ganar la figura anatómica. Si le dejaba los cupones, se la encontraría al regresar a casa.
La última parte del trayecto la hicieron por carreteras pequeñas, no lo bastante nevadas como para tener que poner cadenas, y eso también decepcionó a Nicolas. Antes, habían circulado por la autopista. En un momento dado, la circulación perdió fluidez y se atascó durante unos minutos. El padre de Nicolas, irritado, tamborileó sobre el volante mascullando que eso no era normal, entre semana y en febrero. Desde el asiento trasero, Nicolas no podía ver más que su perfil borroso, su recia nuca hundida en el cuello del abrigo. Por fin, se pusieron en movimiento los coches. El padre de Nicolas suspiró, se relajó un poco: lo más seguro es que sólo se tratase de un accidente. Nicolas no dijo nada, pero no pudo por menos de escandalizarse al oír el tono de alivio con que lo decía: como si un accidente, por el hecho de provocar un simple atasco de breve duración, reabsorbido con la llegada del auxilio, pudiera ser contemplado como algo deseable. Estaba escandalizado pero también le embargaba la curiosidad. Con la nariz pegada al cristal, esperaba ver los coches en acordeón, los cuerpos ensangrentados transportados en camillas en medio de las luces giratorias, pero no vio nada, y su padre, sorprendido, dijo que no, a fin de cuentas no debía de ser eso. Desapareció el atasco pero subsistió el misterio.

2

La partida al curso de esquí tuvo lugar la víspera, en autocar. Pero diez días atrás se había producido un drama, del que aparecieron imágenes en las noticias: un camión había embestido a un autocar escolar y murieron varios niños atrozmente abrasados. Al día siguiente se celebraba en la escuela una reunión para organizar el curso de esquí. Los padres debían recibir las últimas instrucciones con respecto a la ropa que habían de llevar sus hijos, las prendas que era necesario marcar, los sobres con sellos que tenían que darles para que escribiesen a casa, y las llamadas telefónicas que por el contrario era preferible evitar, salvo en caso de fuerza mayor, con el fin de que se sintiesen plenamente libres donde estuviesen y no ligados por un hilo a su ambiente familiar. Esta última consigna topó con la oposición de varias madres: todavía eran muy pequeños... La maestra, armándose de paciencia, repitió que se hacía en interés de ellos. El principal objetivo de tal estancia era enseñarles a volar con sus propias alas.
El padre de Nicolas dijo entonces, con tono bastante brusco, que, a su entender, el principal objetivo de la escuela no era aislar a los niños de sus familias y que él no se lo pensaría dos veces si le apetecía telefonear. La maestra abrió la boca para contestar, pero él la cortó. Había venido para plantear un problema mucho más serio: el de la seguridad en el autocar. ¿Qué seguridad tenían de que no ocurriría una catástrofe como la que todo el mundo había visto la víspera en imágenes? Sí, ¿qué seguridad?, repitieron otros padres, que quizá no se habían atrevido a formular la pregunta, pero que debían de tenerla en mente. La maestra reconoció que no se podía estar seguro, por desgracia. Únicamente podía decir que eran muy estrictos en materia de seguridad, que el conductor conducía con prudencia y que la vida entrañaba de por sí toda clase de riesgos. Si los padres querían tener la total certeza de que a sus hijos no los atropellaría nunca un coche, lo que deberían hacer era no dejarlos salir nunca de casa; aun así, tampoco estarían a salvo de sufrir un accidente con un electrodoméstico, o, sencillamente, de una enfermedad. Algunos padres admitieron la exactitud del argumento, pero a muchos les chocó el fatalismo con que lo exponía la maestra. Hasta sonreía al decirlo.
–¡Se nota que no son sus hijos! –le espetó el padre de Nicolas.
La maestra, dejando de sonreír, contestó que ella también tenía un hijo y que éste había ido al curso de esquí el año anterior, en autocar. Entonces el padre de Nicolas declaró que prefería llevar él mismo a su hijo al albergue: al menos así sabría quién iba al volante.
La maestra observó que había más de cuatrocientos kilómetros.
Tanto daba, estaba decidido.
Pero no sería bueno para Nicolas, protestó la maestra. Para su integración en el grupo.
–Se integrará perfectamente –dijo el padre de Nicolas; y sonrió con sorna–: No me diga que llegar en coche con su papá lo convertirá en un marginado.
La maestra le pidió que lo meditase seriamente, le propuso que hablase con la psicóloga, quien le confirmaría su opinión, pero admitió que en última instancia él era quien debía tomar la decisión.
Al día siguiente, en la escuela, la maestra quiso comentarlo con Nicolas, para saber de quién venía la idea. Con pies de plomo, como siempre que hablaba con él, le preguntó qué prefería. La pregunta incomodó a Nicolas. En el fondo de sí mismo, sabía perfectamente que habría preferido viajar en autocar como todo el mundo. Pero su padre estaba decidido, no cambiaría de parecer, y Nicolas no quería, de cara a la maestra y a los demás alumnos, parecer que actuaba obligado. Se encogió de hombros, dijo que le daba lo mismo, que ya estaba bien así. La maestra no insistió: había hecho lo que había podido y, puesto que estaba claro que no lograría nada, más valía no dramatizar la situación.

3

Nicolas y su padre llegaron al albergue poco antes de que anocheciera. Los demás, que habían llegado la víspera, habían recibido ya su primera clase de esquí y ahora estaban en una gran sala, en la planta baja, donde proyectaban una película sobre la flora y la fauna alpina. Interrumpieron la proyección para anunciar a los recién llegados. Mientras la maestra hablaba en el vestíbulo con el padre de Nicolas y le presentaba a los dos monitores, los niños se pusieron a alborotar en la sala. Nicolas, de pie en el umbral, los miraba sin atreverse a unirse a ellos. Oyó a su padre preguntar cómo tenían organizado el esquí, y al monitor contestarle riendo que había poca nieve, que los críos aprendían a esquiar sobre todo en la hierba, pero que era un comienzo. Su padre quiso saber también si al final del curso les darían un diploma. ¿Una medalla tal vez? El monitor volvió a reírse y dijo: «Puede que algún papelito.» Nicolas se balanceaba sobre uno y otro pie, con cara impenetrable. Cuando su padre se marchó por fin, se dejó besar de mala gana y no salió afuera a despedirse. Desde el vestíbulo, escuchó con alivio rugir el motor diésel por la explanada y luego alejarse.
La maestra pidió a los monitores que pusiesen orden y siguiesen proyectando la película mientras ella ayudaba a Nicolas a acomodarse. Le preguntó dónde estaba su bolsa, para subirla al dormitorio. Nicolas miró a su alrededor, sin ver la bolsa. No entendía.
–Pensaba que estaba aquí –murmuró.
–Pero ¿la has traído? –preguntó la maestra.
Sí, Nicolas recordaba muy bien cuando la metieron en el maletero, entre las cadenas y los maletines con muestras de su padre.
–Y, al llegar, ¿la habéis sacado del maletero?
Nicolas sacudió la cabeza mordiéndose los labios. No estaba seguro. O mejor dicho, sí: ahora estaba seguro de que habían olvidado sacarla. Se apearon del coche, luego su padre volvió a subir y en ningún momento abrieron el maletero.
–¿Será posible? –dijo la maestra, enfadada.
El coche había salido hacía cinco minutos, pero era ya demasiado tarde para alcanzarlo. Nicolas estaba a punto de echarse a llorar. Balbució que no era culpa suya.
–Aun así, se te podía haber ocurrido –suspiró la maestra.
Al ver la cara de consternación del niño, se calmó, se encogió de hombros y dijo que era una tontería, que tampoco era tan grave. En cualquier caso, su padre se daría cuenta enseguida. Sí, confirmó Nicolas, cuando abriese el maletero para sacar los maletines con las muestras. La maestra concluyó que no tardaría en volver con la bolsa. Sí, sí, dijo Nicolas, fluctuando entre el deseo de recobrar sus cosas y el temor a ver reaparecer a su padre.
–¿Sabes dónde piensa pararse a dormir? –preguntó la maestra.
Nicolas no lo sabía.
Ya había caído la noche, lo que hacía poco probable que el padre de Nicolas trajese la bolsa antes de la mañana del día siguiente. Por lo tanto, había que buscar una solución para la noche. La maestra regresó con Nicolas a la sala grande, donde había concluido la proyección y se disponían a poner la mesa para cenar. Al cruzar el umbral tras ella, le asaltaron las penosas impresiones del novato que no está al tanto de nada y de quien a buen seguro van a burlarse. Notaba que la maestra hacía cuanto podía para protegerlo de la hostilidad y de las burlas. Tras dar unas palmadas para llamar la atención, anunció con tono de broma que Nicolas, que como siempre estaba en la luna, se había dejado la bolsa. ¿Quién quería prestarle un pijama? Como sea que la lista fotocopiada preveía que cada cual trajese tres, cualquiera podía acceder a ese préstamo, pero nadie se ofreció.
Sin atreverse a mirar al corro de niños congregados en torno a ellos, Nicolas se mantenía cerca de la maestra, que repitió su petición impacientándose un poco. Oyó risas contenidas, y luego una frase a cuyo autor no identificó, pero que provocó una carcajada general:
–¡Y que se mee encima!
Era una maldad gratuita, indudablemente espetada al azar, pero que daba en el blanco. Nicolas todavía se orinaba alguna vez en la cama, pocas veces, pero lo suficiente para que le diera miedo dormir fuera de casa. Desde que se empezó a hablar del curso de esquí, aquello constituía uno de sus grandes motivos de inquietud.
Primero dijo que no quería ir. Su madre quiso ver a la maestra, que la tranquilizó: seguro que no sería el único, y además ese tipo de trastorno desaparecía con frecuencia en colectividad; bastaría, por si acaso, ponerle un pijama más y un hule para proteger el colchón. Pese a tan tranquilizadoras palabras, Nicolas había observado la preparación de su bolsa con ansiedad: si iban a dormir en grupo, ¿cómo podía colocar el hule debajo de la sábana sin que nadie lo advirtiese? Esta preocupación, y algunas otras de la misma índole, le habían torturado antes de la marcha, pero ni en la peor pesadilla habría podido imaginar lo que le estaba ocurriendo en la realidad: verse sin bolsa, sin hule, sin pijama y reducido a mendigar uno que se negaban a prestarle mofándose de él, y desde el primer día calado, como si llevase escrito su oprobio en la cara.
Por fin, alguien dijo que le prestaría un pijama. Era Hodkann. Eso también suscitó risas, porque era el más alto de la clase y Nicolas uno de los más bajos, de modo que cabía preguntarse si el ofrecimiento no apuntaba a ridiculizarlo más. Pero Hodkann cortó en seco las burlas diciendo que quien se metiese con Nicolas tendría que vérselas con él. Nicolas le lanzó una mirada de inquieto agradecimiento. La maestra parecía aliviada, pero perpleja, como si se maliciase una trampa. Hodkann poseía sobre los demás chicos una gran autoridad, que ejercía de forma caprichosa. En todos los juegos, por ejemplo, los demás se definían con relación a él, sin saber de antemano si iba a desempeñar el papel de árbitro o el de jefe de banda, impartir justicia o violarla cínicamente. Podía, con unos segundos de intervalo, mostrarse extraordinariamente amable y extraordinariamente brutal. Protegía y recompensaba a sus vasallos, pero también los repudiaba sin motivo, los sustituía por otros a quienes hasta entonces había desdeñado o maltratado. Con Hodkann, jamás sabía uno a qué atenerse. Se le admiraba y se le temía. Hasta los adultos parecían temerle: además, tenía casi la estatura de un adulto, la voz de un adulto, sin esa torpeza de los niños que han crecido demasiado deprisa. Se movía y hablaba con una seguridad casi fuera de tono. Podía ser grosero, pero también expresarse con una distinción, una riqueza y una precisión de vocabulario sorprendentes para su edad. Sacaba o muy buenas notas o muy malas, sin que ello pareciese preocuparle. En la ficha que se llenaba a principio de curso, había escrito «padre: fallecido», y se sabía que vivía solo con su madre. Los sábados al mediodía, únicamente ese día, ésta acudía a buscarlo en un pequeño deportivo rojo. No se apeaba del coche, pero podía advertirse que con su belleza agresiva, maquillada, sus mejillas chupadas, su melena de cabellos rojizos que parecían inextricablemente mezclados, no era como las demás madres de alumnos. Salvo los sábados, Hodkann acudía al colegio solo, en tranvía. Vivía lejos, todos se preguntaban por qué no iba a un colegio que quedara más cerca de su casa, pero ese tipo de pregunta que habría sido fácil hacerle a otro resultaba imposible con Hodkann. Al verlo alejarse hacia la parada de tranvía, con su bolsa al hombro –era el único que no llevaba cartera en la espalda–, sus compañeros intentaban en vano, y cada cual para sí porque nadie se atrevía a hablar de él en su ausencia, imaginar el trayecto, el barrio donde vivían su madre y él, su piso, su habitación. La idea de que en algún punto de la ciudad existiera un lugar que era la habitación de Hodkann tenía algo de improbable y a la par de misteriosamente atrayente. Nadie había penetrado jamás en su casa, y tampoco él iba a las de los demás. Nicolas compartía con él esa singularidad, en su caso más discreta, y esperaba que nadie se hubiese dado cuenta. A ningún niño se le ocurría invitarlo ni pedirle a él que le invitara. Era tan apagado y temeroso como Hodkann atrevido y autoritario. Desde principio de curso le daba un miedo horrible que Hodkann se fijase en él o le preguntase algo, y en varias ocasiones había tenido pesadillas en las que éste lo elegía de chivo expiatorio. Por eso se inquietó mucho cuando Hodkann, cual emperador romano presa en el circo de un arranque de mansedumbre, puso fin al suplicio del pijama. Aunque lo tomase bajo su protección, podía perfectamente abandonarlo después, o entregarlo a los demás tras azuzarlos contra él. Muchos buscaban esa protección, pero todos sabían que el favor de Hodkann resultaba peligroso, y Nicolas había logrado hasta la fecha no llamar su atención. Ahora todo se había acabado; por culpa de su padre, había llamado la atención de todo el mundo y adivinaba que su presentimiento era fundado: el curso de esquí iba a ser una experiencia terrible.

4

La mayoría de los alumnos comía habitualmente en el comedor escolar, exceptuando a Nicolas. Su madre iba a buscarlos a él y a su hermano pequeño, todavía en el parvulario, y comían los tres en casa. Su padre decía que tenían mucha suerte y que sus compañeros eran dignos de...

Índice

  1. Portada
  2. Una semana en la nieve
  3. Créditos