Panorama de narrativas
  1. 368 páginas
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Información del libro

Poco antes de morir, un abuelo le entrega un par de cuadernos a su nieto. Sus páginas contienen la historia de una vida marcada por las tragedias del siglo XX en Europa, y en cuyo centro se esconde un secreto. Durante años el nieto, el autor de este libro, guarda esos cuadernos sin leerlos, temeroso de dar el paso que abrirá una caja de Pandora de recuerdos familiares. Cuando por fin se decide a hacerlo, se encuentra con anotaciones que hablan de una existencia intensa y dura, vivida con amor y empeño por superar las tragedias: la de su abuelo Urbain.

Lo que el lector tiene en las manos son unas memorias que se leen como una novela, o, si se prefiere, una novela que reconstruye una vida real. Y a través de sus desgarradoras y emocionantes páginas descubrirá la severidad de una infancia pobre en Flandes, el nacimiento de la pasión salvadora por la pintura, a la que Urbain se abocará con tesón, las atroces experiencias vividas en el frente durante la Gran Guerra, la vida posterior marcada por las heridas físicas y sobre todo psíquicas de ese horror, la construcción de una familia, las penurias pasadas durante la Segunda Guerra Mundial... Y entre todas esas peripecias aflora una historia inesperada: la de un amor trágico, un dolor y una promesa, la de la superación de una pérdida y el rostro verdadero que aparece en un lienzo...

Un libro único, arrebatador, excepcional, a un tiempo la narración biográfica de la vida de un ser humano y una singular crónica del siglo XX. Un libro que nos habla del pasado y del presente; de experiencias y de recuerdos; de los anhelos, las pérdidas, el dolor y la felicidad de los que está hecha la vida.

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Información

Año
2018
ISBN
9788433939463

I

El recuerdo más lejano que conservo de mi abuelo es una escena en la playa de Ostende. En aquel momento tiene sesenta y seis años. Va impecablemente vestido con un traje negro azulado. Para disponer de un sitio donde sentarse con cierta comodidad junto a su mujer, acaba de hacer un hoyo poco profundo con la pala azul de su nieto, aplastando la arena de los bordes y levantando por detrás una pequeña barrera contra el viento de agosto que viene del interior y sopla hacia la línea en retroceso del mar bajo un cielo con apenas algunos hilachos de niebla dispersos en lo más alto. Se han quitado los zapatos y los calcetines y disfrutan del frescor húmedo de las capas inferiores de arena moviendo ligeramente los dedos de los pies, un comportamiento que a los ojos de un niño de seis años resulta de una frivolidad chocante en aquellas dos personas siempre vestidas de negro, gris o azul marino. A pesar del calor, mi abuelo no se ha quitado ni siquiera el borsalino negro con el que se cubre la cabeza casi completamente calva. Debajo de la chaqueta lleva una camisa blanca impoluta que mantiene cerrada con su sempiterna pajarita negra, una pajarita más grande de lo normal y de la que, además, cuelgan dos anchas tiras de tela, de tal modo que, desde cierta distancia, parece que lleva atada al cuello la silueta de un ángel negro con las alas desplegadas. Mi propia madre le confeccionaba aquellas peculiares pajaritas siguiendo sus instrucciones. En los muchos años que vivió, no recuerdo haber visto nunca a mi abuelo sin una pajarita de esas con dos tiras como los faldones de un chaqué. Debía de tener decenas de ellas. Yo todavía conservo aquí una entre mis libros, como una reliquia de un pasado remoto ya definitivamente perdido.
Al cabo de media hora, sin embargo, se acaba quitando la chaqueta. A continuación se desabrocha los gemelos dorados, se los guarda en el bolsillo del pecho y se remanga la camisa, o mejor dicho, se sube las mangas con sumo cuidado hasta justo debajo del codo dándole dos vueltas de idéntica anchura al puño almidonado. Sentado con la chaqueta perfectamente doblada sobre su brazo izquierdo, con el forro brillando a la luz del mediodía, parece que estuviera posando para un retrato impresionista con la mirada perdida en el lejano ajetreo de niños salpicándose y dando chillidos, hombres y mujeres disfrutando de su día libre, persiguiéndose, gritando y riendo como si hubieran vuelto a la infancia. La escena que se le ofrece a la vista podría describirse como un cuadro vivo de James Ensor, aunque él detesta el trabajo de ese blasfemo hijo de Ostende con nombre inglés. En el neerlandés arcaico de mi abuelo, Ensor es un klakpotter,1 un pintamonas, epíteto que, junto a klepsjiezen2 (obreros catavinos) y kroelkesvolk3 (la chusma), es el mayor insulto que puede dedicarle él a alguien. Unos pintamonas, eso es lo que son los pintores de hoy en día. Ya no saben nada del fino arte de la pintura realista, ignoran las sutilezas de lo que antes era un oficio noble. Ahora pintan de cualquier manera, sin respetar las leyes de la anatomía, no mezclan nunca sus propias pinturas, usan la trementina como si fuera agua, no conocen los secretos de los pigmentos triturados a mano ni del aceite fino de linaza y ni siquiera saben cómo se aplica una veladura o cómo se espolvorea un secante. Así, a quién puede extrañarle que ya no haya grandes pintores.
El aire empieza a venir más fresco. Mi abuelo vuelve a sacar los gemelos del bolsillo, se baja las mangas de la camisa, se abrocha los puños a la perfección, se pone la chaqueta y, con mucho tiento, ayuda a su mujer a colocarse la mantilla negra de encaje sobre el pelo gris oscuro recogido en un moño que parece una piedra bruñida. «Vamos, Gabrielle», dice. Se ponen en pie y, con los zapatos en la mano, inician el ascenso hacia el paseo caminando con cierta dificultad, él con el pantalón todavía remangado quince o veinte centímetros, ella con las medias negras metidas en los zapatos: cuatro pantorrillas blanquecinas bajo dos figuras negras avanzando de forma lenta y acompasada en dirección a las escaleras de granito que conducen a lo alto del dique. Una vez arriba se sentarán en el primer banco libre que encuentren a sacudirse la arena y limpiarse exhaustivamente sus pies de alabastro, se pondrán los calcetines, se calzarán y se atarán los cordones, a los que ellos todavía se referían como rijgkoorden, otro ejemplo de neerlandés obsoleto.
Yo, mientras tanto, en vista de que mi laberinto de túneles se ha derrumbado bajo el peso de mis canicas de piedra –mis queridos bolones– y que, además, estoy empezando a tiritar, he ido a buscar la protección de mi madre. «Ya está subiendo la marea», dice ella mientras me frota para darme calor. A nuestra espalda, por encima del dique, asoman en el cielo los primeros cúmulos. Las dunas parecen grandes cabezas con el pelo revuelto por el viento, gigantes de color arena que se preparan para hacer frente a la inminente noche.
Mi abuelo ya tiene en la mano su bastón de madera de olmo barnizada y espera un tanto impaciente a que lleguemos al paseo. En cuanto volvemos a reunirnos con ellos, se pone otra vez en marcha. Es un hombre relativamente bajo –un metro sesenta y ocho, dice él mismo con frecuencia–, pero allá donde va, la gente se aparta para abrirle paso. Con la cabeza bien alta, los botines negros relucientes, el pantalón planchado con raya, su taciturna mujer colgada del brazo y el bastón en la otra mano, nos va marcando el camino con cierta impaciencia, mirando hacia atrás de vez en cuando para decirnos que vamos a perder el tren si seguimos andando a ese ritmo. Camina como un militar retirado, apoyando siempre primero la bola del pie en vez de golpear el suelo toscamente con el talón. Así camina desde hace más de medio siglo. En ese punto, mi abuelo se desvanece de alguna forma de mi memoria y yo, abrumado por la repentina luminosidad de esta escena remota, me siento tan cansado que podría quedarme dormido en el sitio.
*
Sin ninguna transición, la siguiente imagen que tengo de él es la de un hombre llorando en silencio. Está sentado frente a la mesita que utilizaba para pintar y escribir, con su blusón gris y su sombrero negro. La luz ambarina de la mañana entra a través de un ventanuco enmarcado por una parra. En la mano tiene una de las muchas reproducciones que solía recortar de libros de arte para hacer copias (las clavaba en una tablita que sujetaba luego a su paleta con dos pinzas de madera); la reproducción queda fuera de mi vista, pero no las lágrimas que derraman sus ojos ni el movimiento de sus labios mascullando algo inaudible. Me he detenido en el último de los tres peldaños que conducen a su habitación. Iba a contarle que he encontrado el esqueleto de una rata enterrado en el jardín, pero me retiro rápidamente, sin hacer ruido. La moqueta de la escalera amortigua mis pasos. Al salir, vuelvo a cerrar su puerta. Más tarde, cuando baja a tomar café, subo otra vez sigilosamente y encuentro la reproducción encima de su mesa. Es un cuadro de una mujer desnuda con la espalda vuelta hacia el espectador, una joven esbelta con el pelo oscuro tumbada en una especie de diván o cama con una cortina roja al fondo. Un cupido con una cinta azul cruzada sobre el pecho sujeta ante ella un espejo en el que se refleja el rostro sereno y pensativo de la muchacha. Pero los elementos más prominentes son su espalda delgada y sus turgentes nalgas. Mi mirada se desplaza hacia sus delicados hombros, se detiene brevemente en los pelillos rizados de su cuello y regresa de nuevo a su derrière, vuelto de forma casi obscena hacia el espectador. Asustado, dejo la reproducción en su sitio y bajo a la cocina, donde mi abuelo está cantándole a mi madre una canción en francés que recuerda de la guerra.
*
Sus historias de la Primera Guerra Mundial fueron una constante pertinaz a lo largo de mi infancia. Siempre la guerra. Confusos actos heroicos en barrizales bajo una lluvia de bombas, estruendo de fusiles, gritos de sombras en la oscuridad, órdenes bramadas en francés..., todo ello narrado con gran sentido del dramatismo desde su mecedora. Y siempre había alambre de espino, shrapnels volando por todas partes, metralletas atronando machaconamente, bengalas trazando amplios arcos en el cielo por la noche, morteros y obuses lanzando proyectiles, miles de bombas y granadas. Mis tías bebían su té a sorbitos asintiendo con boba admiración y yo lo único que sacaba en claro era que mi abuelo debía de haber sido un héroe en tiempos para mí tan remotos como la Edad Media aquella de la que me hablaban en el colegio. Aunque para mí él era un héroe de todas formas, porque me daba clases de esgrima, me afilaba la navaja y me enseñaba a dibujar nubes difuminando con una goma manchas creadas con un trozo de madera quemada sacado de la chimenea o a representar las miles de hojas de la copa de un árbol sin necesidad de pintarlas todas, ilusión en la que según él residía el verdadero secreto del arte.
Pero sus historias no hacía falta que me esforzara en recordarlas, porque siempre volvía a contarlas. En su repertorio había también estrafalarias anécdotas sobre el mundo del arte y los artistas. Yo ya sabía, por ejemplo, que si Beethoven había trabajado de forma tan obsesiva en su novena sinfonía durante la última etapa de su vida, era porque se había quedado sordo. Pero un día mi abuelo añadió a esa historia la turbadora información de que ni siquiera se tomaba la molestia de ir al excusado cuando estaba trabajando y «hacía de vientre junto al piano», de modo que, cito literalmente, «compuso ese himno sobre la hermandad de todos los hombres junto a un montón de estiércol». Después de oír aquello, yo me imaginaba al gran compositor sordo en un interior vienés de capiteles dorados, con su exuberante peluca, sus polainas y sus galochas, sentado junto a una pirámide de excrementos de varios metros de altura, y cada vez que sonaba el soberbio adagio de su Pastoral en uno de aquellos largos y aburridos domingos que mis padres y mis abuelos pasaban adormilados junto a la radio en el sofá con tapizado marrón de flores, veía una montaña de mierda junto a una espineta perfectamente lacada, mientras, entre clarinetes y violines, sonaba la llamada del cuco en los bosques de Viena. Mi abuelo escuchaba la pieza con los ojos cerrados, pues su profundo respeto al mito del genio romántico, en el cual creía religiosamente, no le permitía exponer su mirada a la vulgaridad cotidiana de su familia durante un momento tan sublime como aquel. Muchos años después caí en la cuenta de que él mismo había vivido durante aproximadamente un año y medio junto a un montón de estiércol humano en las abominables trincheras, donde quien osaba asomarse un poco para ir a vaciar el vientre a otro sitio recibía al instante un disparo en la cabeza. Y, así, justo aquello que quería olvidar volvía a él en retazos de pequeñas historias y detalles absurdos que, ya trataran del cielo o del infierno, eran las piezas de las que yo disponía para componer el rompecabezas de su vida y tratar de entender de alguna manera el conflicto que definió su existencia: la lucha continua entre lo sublime, que era lo que más anhelaba, y sus recuerdos de muerte y destrucción, que no dejaban de atormentarlo.
*
Para estar en casa, mi abuelo se ponía siempre el mismo tipo de blusón encima de su camisa blanca y su pajarita, una especie de guardapolvos corto de color blanco o gris claro con la longitud aproximada de una de esas batas antiguas de tres cuartos. Por mucho que mi madre o la suya lavaran o metieran en agua hirviendo aquellos sencillos blusones de algodón –que él, sin embargo, sabía vestir con cierta elegancia–, no había forma de sacarles las abigarradas manchas que creaban una intrigante composición aleatoria de restos de pintura al óleo y huellas de dedos de todos los colores del arcoíris, un caprichoso grafiti como producto residual de su verdadera pasión.
Esa pasión –a la que pudo dedicarse por entero a partir de los cuarenta y cinco años, cuando empezó a recibir su pensión anticipada como inválido de guerra– consistía en pintar por placer. Su pequeña habitación, donde pasaba un día sí y otro también junto a la pequeña ventana, olía a aceite de linaza, trementina, lienzo y pintura al óleo, e incluso se percibía el olor de los grandes trozos de goma de borrar cortados a medida con un cuchillo, una mezcla única de esencias que definía su espacio personal, resultado de interminables horas trabajando en silencio, afanándose infructuosamente en seguir los pasos de los grandes maestros. Era un copista virtuoso. Conocía todos los secretos de los viejos materiales y preparados químicos usados y transmitidos por los maestros de la pintura desde el Renacimiento. Después de la guerra, a pesar de la insistencia con que se lo había desaconsejado su difunto padre, que había sido pintor de frescos en iglesias y capillas, se apuntó a unas clases nocturnas de dibujo y pintura en su ciudad natal. En aquella época todavía tenía un duro trabajo físico por el día, pero él perseveró, y cuando ya había superado la edad habitual de casarse obtuvo su diploma de «aptitud en pintura artística y dibujo anatómico».
Desde su ventana se veía un meandro del Escalda rodeado de extensos prados con vacas perezosas. Por la mañana iban y venían lentas chalanas de fondo bajo y por la tarde abandonaban la ciudad barcos más altos y rápidos con las bodegas vacías. En infinidad de ocasiones pintó aquel panorama, cada vez con condiciones de luz distintas, con otros tonos, en otros momentos del día, otras estaciones, otros ambientes. Pintó con minucioso realismo todas y cada una de las hojas de la parra roja de su ventanuco (por lo visto había excepciones a la gran ley de la ilusión artística), y cuando copiaba un detalle de Tiziano o de Rubens era un maestro en el ejercicio de la paciencia y el bosquejo firme con carboncillo o grafito. Conocía los arcanos de la mezcla de colores y la disolución de pigmentos, y sabía exactamente cuánto tiempo debe reposar la primera capa antes de aplicar una segunda para crear un efecto de profundidad y transparencia, el segundo gran secreto de los muchos que tiene el arte.
Sentía especial predilección por las copas de los árboles, las nubes y los pliegues de los tejidos. En esos elementos informes podía dar rienda suelta a su creatividad, soñar despierto en un mundo de luces y sombras, nubes de óleo solidificado y claroscuros, un mundo en el que se encerraba para que nadie pudiera importunarlo, porque había algo en él –algo difícil de determinar– que estaba roto. Su amabilidad dejaba traslucir siempre cierta actitud esquiva, como si temiera que los demás se acercaran más de la cuenta por haberse mostrado demasiado cordial. Pero al mismo tiempo manifestaba una afabilidad ingenua de naturaleza noble y elevada, una candidez que constituía la esencia de su carácter alegre. Visto desde fuera, su matrimonio con Gabrielle era como un cielo sin nubes. Vivían sus días de forma sencilla, como dos viejos árboles cuyas copas se han entrelazado a lo largo de las décadas por necesidad, a causa de la escasa luz que comparten, sin más alteraciones que las causadas por la alegría aparentemente frívola de su única hija. Los días desaparecían entre los pliegues de las horas muertas. Y mi abuelo pintaba.
Aquella habitación que hacía las veces de estudio de pintura, situada en un entresuelo al que se accedía subiendo tres escalones desde un breve rellano, era también su dormitorio. Hoy en día nos resulta inconcebible lo natural que le parecía a la gente antigua disponer de poco espacio. Detrás de su mesita de trabajo, pegada a una esquina, estaba la cama. Su mujer dormía medio apoyada contra la pared, siempre bien separada de él, a pesar de lo estrecha que era la cama. Pliegues y nubes, copas de árboles y agua. Entre sus pinturas, todas ellas de marcado carácter tradicional, las mejores incluyen siempre varias manchas informes, extrañas masas abstractas que él consideraba muestras de fidelidad a la naturaleza, de su voluntad de reflejar de forma precisa el modelo que Dios revelaba ante sus ojos y que él debía ir plasmando poco a poco en su lienzo, con la paciencia monacal de su labor diaria de humilde copista. Pero aquel trabajo era también una especie de sacrificio voluntario, una forma de duelo por la pérdida demasiado prematura de su padre, Franciscus, el también humilde pintor de iglesias.
*
Durante más de treinta años tuve guardados sin abrir los cuadernos en los que mi abuelo dejó escritos sus recuerdos con su fabulosa caligrafía de antes de la guerra. Me los entregó en 1981, con noventa años de edad, pocos meses antes de su muerte. Había nacido en 1891. Casi se diría que su vida no había sido más que el baile de dos dígitos en una fecha. Pero en aquel espacio de tiempo el mundo vivió dos guerras, masacres humanas de dimensiones catastróficas, el siglo de mayor crueldad de la historia, el nacimiento y el declive del arte moderno, la expansión internacional de la industria del motor, la Guerra Fría, la aparición y el derrumbamiento de las grandes ideologías, el descubrimiento de la baquelita, la popularización del teléfono y el saxofón, la industria...

Índice

  1. Portada
  2. I
  3. II. 1914-1918
  4. III
  5. Créditos de las ilustraciones
  6. Créditos
  7. Notas